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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (4 page)

BOOK: Morir a los 27
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Tuvo que hacer un auténtico esfuerzo para moverse de la zona privilegiada que había logrado alcanzar y continuar su batida en busca del búlgaro, pues aquel espectáculo de luz y sonido había comenzado a ejercer un efecto verdaderamente hipnótico sobre él. ¡Qué diferencia con los conciertos de música clásica a los que se había acostumbrado a asistir desde hacía un año con su hijo Gregorio! En el Auditorio Nacional, los músicos apenas se relacionaban con el público y vestían atuendos decimonónicos. A pesar de que muchas piezas de música clásica le parecían fascinantes —desde el
Vals triste
de Sibelius al
Concierto para violín
de Mendelssohn—, el almidonado ceremonial y la envarada puesta en escena de los auditorios le sacaban de sus casillas. ¿Por qué no se podía aplaudir, por ejemplo, al final de un solo de violín vertiginoso o acompañar con palmas un pasaje particularmente rítmico en una sinfonía? En el célebre concierto de Año Nuevo, que retransmitían todos los 1 de enero por televisión, durante la
Marcha Radetzky
, los espectadores se soltaban la melena y los resultados eran magníficos. ¿Por qué, en suma, al público no sólo no se le permitía participar en la música a lo largo de dos horas de concierto, sino que se le impedía expresarse libremente cuando algún pasaje musical despertaba su admiración?

—Nos estamos haciendo cada vez más carcas, señor Perdomo —le había confesado en cierta ocasión, lleno de vergüenza, el profesor de violín de su hijo en el conservatorio—. Eso de que no se pueda aplaudir entre los movimientos, ¿cuándo se ha visto? ¡Eso es un invento de nuestro tiempo! En el XIX, cuando vivían los grandes (le estoy hablando de Brahms y de Beethoven) no solamente se podía aplaudir al final de un solo de piano, por ejemplo, sino que los músicos consideraban un fracaso que el público no lo hiciera. Hay una carta muy famosa de Mozart a su padre en la que le dice, muy orgulloso, que los espectadores le han aplaudido a rabiar al final de un pasaje especialmente difícil, en mitad del primer
allegro
. Ahora en cambio la gente está tensa, preocupada… ¡a ver si voy a meter la pata! Se toca una propina y el director de orquesta ni siquiera se toma la molestia de volverse hacia el público para decirle qué pieza se va a interpretar. Con un ritual tan encorsetado, ¿cómo queremos que la música clásica no se muera?

A escasos metros de allí, Rafi Stefan, alias Ivo, llevaba varios minutos observando atentamente cada movimiento del inspector Perdomo.

4

Fly me to the moon

A Ivo no le había sido difícil detectar la presencia policial en las inmediaciones del estadio, porque aunque los agentes de la UDEV habían sido muy cuidadosos a la hora de dejarse ver, no habían contado con que el búlgaro, tan implacable como astuto, llevaba un aparato de escucha sintonizado en la frecuencia de la policía. El dispositivo electrónico era de dimensiones tan reducidas que había logrado confundir incluso al subinspector Villanueva, que lo había tomado por un iPod. Cuando Ivo se dio cuenta del enorme peligro que corría, recordó la película
Evasión o victoria
, en la que todo un equipo de fútbol se libra de una persecución nazi mezclándose con el público del estadio olímpico; y como le sobraban entradas falsas que no había logrado vender, supo de inmediato que su salvación estaba dentro, y no fuera, del Santiago Bernabéu. Gracias a que había logrado interceptar las comunicaciones de los agentes, el búlgaro sabía con exactitud cuántos de ellos le buscaban. Aun así, el búlgaro estaba inquieto, porque sólo tenía controlado visualmente a Perdomo. Aprovechando la confusión reinante, Ivo se había apoderado al descuido de un impermeable rojo de mujer que, aunque le estaba ridiculamente estrecho, servía para hacerle casi indetectable, al menos a media distancia. Esa prenda, sumada a la gorra de la morsa Walry, que también había obtenido por métodos poco ortodoxos, le daba cierto respiro. Pero los concienzudos métodos del inspector Perdomo eran célebres entre todas las mafias del Este y el búlgaro no podía olvidar que aunque se encontraba camuflado entre setenta mil personas, el estadio era un recinto cerrado. ¿Y si los agentes pedían refuerzos y establecían controles oculares en las puertas de salida para detenerle cuando finalizara el concierto? Al fin y al cabo, le buscaban por homicidio, no por haberle roto la nariz a un joven, como solía hacer en sus ya lejanos tiempos de portero de discoteca. «Ivo y los rompepicotas»: así los había bautizado la prensa de sucesos de Bulgaria, después de trascender que aquellos matones se habían juramentado para destrozar el tabique nasal de todo aquel joven que se hubiera hecho acreedor de una paliza.

En el escenario, y después del tema
Shaken
, John Winston empezó a desgranar en esos momentos los mágicos acordes de
Ocean Child
, su balada más famosa, un homenaje a John Lennon que, en la década de los sesenta, había hecho uso de aquella poética metáfora en su canción
Julia
.

Como solía ser habitual desde hacía años, cuando la atmósfera se ponía tierna en un concierto, los espectadores sacaron los móviles y empezaron a agitarlos dulcemente, mano en alto, tal como había sido costumbre en la era pretecnológica con los mecheros. Para no despertar sospechas, Ivo también extrajo su teléfono y, como si fuera un adolescente colocado, se sumó a aquella hermosa ceremonia, que incluyó cánticos en masa, pues la muchedumbre se sabía la canción de The Walrus de memoria.

Dreamy wave, lulling seaweed in the sand Humming fish, whistling seagull, hold my hand
empezó a entonar John Winston, en un registro tan agudo que a muchos les trajo a la memoria a Roger Hodgson, de Supertramp.

La letra recordaba a Lennon por los cuatro costados, con aquellas hileras de adjetivos y sustantivos yuxtapuestos, que constituían el principal acierto poético de
Julia
. Sólo que allí donde el ex Beatle decía:

Arena adormecida, nube silenciosa, tócame

El líder de The Walrus había optado por

Ola somnolienta, alga marina mecida sobre la arena
.

Al llegar al estribillo, que se limitaba a repetir el título de la canción una y otra vez, como si fuera una especie de mantra amoroso, Winston se entregó a otra práctica habitual en los conciertos, que no por trillada resultó menos eficaz: dirigió el micrófono hacia el público y dejó que fuera éste el que cantara aquella parte de la letra.

También en esta ocasión, Ivo decidió fundirse con la masa y, a pesar de que no conocía el tema, hizo la pantomima de mover los labios al ritmo de la música, como si se hubiera sabido la balada de toda la vida.

Arrullado por la mágica canción, Ivo empezó a recordar los momentos dulces que había vivido en Madrid, nada más llegar de su país.

—Vente a España, que aquí todo sale gratis —le había dicho su cuñado Branimir por teléfono, después de que el juzgado le hubiera puesto en libertad sin cargos tras una acusación de estafa en la que el fiscal había metido la pata como un principiante.

Ivo, harto de coordinar bandas de rompepicotas de poca monta en su país, no se lo pensó dos veces e hizo las maletas. Liderados por él y por su cuñado Branimir, que en el presente languidecía en una prisión estadounidense de máxima seguridad, los búlgaros consiguieron, en poco tiempo, ponerse al frente de la delincuencia organizada del Este y arrinconar a serbios, bosnios y croatas, que no eran muy numerosos.

Rafi Stefan lo había oído varias veces en boca de los propios policías:

—El delincuente búlgaro es el mejor, en el peor sentido del término. Es muy concienzudo, con gran nivel de especialización, experto en tráfico de drogas, billetes falsos y clonación de tarjetas.

Durante varios meses, los principales ingresos de Ivo y sus secuaces provinieron de la droga, las armas y el tráfico ilícito de vehículos. Después de la Operación Mercurio, en la que la policía abatió a tiros a uno de sus lugartenientes en el barrio madrileño de Chamberí, el búlgaro había buscado refugio en el mucho más plácido, aunque menos lucrativo, negocio de la falsificación de tarjetas de crédito y entradas de partidos de fútbol y conciertos. Y todo hubiera ido a pedir de boca si su temperamento volcánico no le hubiera jugado una mala pasada, aquel día en la furgoneta, cuando un hincha del Madrid se enfrentó a él por el precio abusivo de las localidades y, tras identificarse como vigilante de seguridad retirado, amenazó con llamar a la policía.

Perdomo, ajeno por completo al hecho de que el asesino se encontraba a su espalda, a pocos metros de él, entornó los ojos en un esfuerzo por localizar al subinspector Villanueva, pero fue en vano; no sólo debido al gentío y a la distancia, sino a la escasa iluminación, más tenue que en días de partido. Aún más difícil le hubiera resultado dar con Charley, el agente que ese día celebraba su cumpleaños y al que habían enviado a rastrear a lo más alto del estadio. Desde el terreno de juego, aquellas localidades parecían tan remotas como la cima del Everest. Incapaz de lidiar con aquella situación, el policía se decidió por fin a emplear el walkie-talkie para comunicar a sus hombres que la batida quedaba abortada. Encontrar a Ivo entre aquella muchedumbre sólo hubiera sido posible gracias a un golpe de suerte demasido improbable.

Nada más extraer el transmisor, Perdomo se dio cuenta de que no iba a poder cruzar ni una sola palabra con sus hombres hasta que no terminara el estruendoso tema que Winston y su banda habían elegido para sacar al público del estado de trance musical en el que se había sumergido tras la mágica
Ocean Child
. La nueva canción se titulaba
Flying
y era uno de los momentos álgidos del concierto.

Yeah we're flying, feels just like flying

[Sí, volamos, es como si voláramos]

We're such a long way up, from the ground

[Estamos a gran altura, a mucha distancia del suelo]

Mientras la máquina de volar que había diseñado para él el mago David Copperfield le hacía levitar a quince metros de altura por encima del terreno de juego del Santiago Bernabéu, John Winston no pudo evitar acordarse de cómo había llegado a poner en escena un número semejante. Los grandes músicos de rock siempre habían buscado gestos o movimientos característicos que les definieran en el escenario y les hicieran únicos. El gran Chuck Berry, por ejemplo, por quien Winston había sentido desde niño una gran admiración, pasó a la historia por sus famosos saltitos de pato, con los que adornaba los solos de guitarra; Pete Townshend, el mítico guitarrista de los Who, había patentado unos feroces molinillos con los que desgarraba las cuerdas de su guitarra, a la que luego molía a palos contra los amplificadores. Ian Anderson, el cantante flautista de Jethro Tull, gustaba de exhibirse en el escenario sosteniéndose sobre una sola pierna, como si fuera una grulla humana. El ansia por superar a los grandes monstruos del pasado en las actuaciones en directo había llevado a Winston a solicitar la ayuda del mago David Copperfield. La amistad entre el prestidigitador y el cantante había surgido después de que el primero le solicitara un arreglo instrumental de
Ocean Child
para acompañar uno de sus números de magia. John le hizo llegar una versión magnífica, en la que sólo había clarinete y cuerdas, y David se deshizo en elogios públicos hacia el talento musical de Winston. Cuando el cantante y compositor solicitó la ayuda del mago para mejorar su presencia escénica durante las giras, ésta no se hizo esperar. Copperfield adaptó para él una versión en miniatura del show volador que hacía en Las Vegas y logró que su amigo pudiera levitar sin ayuda aparente de cables o mochilas de propulsión a chorro. El número era de tal eficacia en los conciertos que mucha gente a la que no interesaba demasiado el rock asistía a los mismos sólo para ver a Winston y a su Fender Stratocaster flotar ingrávidos sobre las cabezas de setenta mil personas.

El inspector Perdomo estaba demasiado embebido en aquel prodigioso número mágico-musical como para darse cuenta de que, en ese preciso instante, el agente Charley acababa de quedarse sin su fiesta de cumpleaños.

Alguien le había empujado al vacío desde el cuarto anfiteatro del estadio.

5

Money for Nothing

—Hay un pesado que insiste en ahorrarse la ciega grande —dijo Amanda Torres, periodista musical del diario
La Nadan
, a la que Perdomo había aplastado el pie en el Estadio Santiago Bernabéu.

El histórico concierto de The Walrus había terminado hacía tan sólo un par de horas y la mujer estaba ya en su domicilio, jugando al póquer con un grupo de amigos. El interpelado por Amanda, un fotógrafo cincuentón que trabajaba en el mismo periódico, llevaba varias manos tratando de escaquearse de la obligación de colocar sobre la mesa una apuesta que, cada cierto tiempo, los jugadores de Texas Hold'em deben efectuar, antes siquiera de que se repartan las cartas.

—Tranquila, mujer —respondió el hombre haciéndose el ofendido—. Pensaba poner ahora el dinero. Son dos euros, ¿verdad?

—Lo sabes de sobra, Bernardo —se lamentó Amanda—. Dos euros la ciega grande y uno la pequeña.

Su voz sonó como la de una empleada de hamburguesería al hacer el pedido, porque había hablado sin despegar los labios del vaso, mientras lidiaba con un par de cubitos de hielo que no la dejaban apurar el whisky.

—¿Lo sabes de sobra? —dijo el otro, haciéndose el dolido—. ¿Estás insinuando que me escaqueo a propósito?

—No lo insinúo, lo afirmo categóricamente.

—No discutáis —protestó con tono cansino otro de los jugadores.

Por la manera en que lo dijo, se veía que los rifirrafes verbales entre Amanda y Bernardo eran algo habitual en aquellas partidas de póquer, que venían celebrándose en casa de la mujer desde hacía varios años. El Texas Hold'em —muy popular gracias a la televisión— era un juego de mecánica bastante sencilla, pero se tardaba un siglo en llegar a dominarlo: dos cartas tapadas a cada jugador y una primera apuesta en función de lo buenas que fueran esas dos cartas. Luego,
el flop
: tres cartas descubiertas sobre la mesa y una segunda apuesta. Seguidamente el
turn
, en el que se destapaba la cuarta carta, con una tercera apuesta, y finalmente el
river
: al descubrirse la última carta se libraba la batalla final.

—Es ella la que me provoca —se defendió el fotógrafo—. Y por cierto, Amanda, ¿no te vas a quitar en toda la noche ese traje delirante de preservativos? Tienes que estar muerta de calor y, lo que es peor, me estás dando calor a mí.

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