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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (53 page)

BOOK: Motín en la Bounty
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Echó un vistazo y negó con desdén.

—Tienes el escorbuto, eso es todo. Casi todos los hombres lo tienen. Es por la falta de hierro y proteínas en nuestra dieta, muchacho.

—Es por la falta de una dieta en nuestra dieta —sugerí.

—Calla, muchacho, si comiste ayer —replicó con aspereza, y consideré llamarle la atención por ello, pues no era mi señor; lo era el capitán.

—¿Viviré, entonces? —quise saber.

—Por supuesto que vivirás. Suponiendo que vivamos todos. Ahora vuelve a tu sitio, Tunante. Hueles tan mal que espantarías a un gato.

Volví a mi asiento con un suspiro, olisqueándome por si acaso, y en efecto no estaba limpio ni mucho menos, pero imagino que tampoco mucho más sucio que los demás. Eché un vistazo alrededor y cuanto vi fueron hombres en los huesos, con los rostros cubiertos de ásperas barbas, los ojos hundidos y oscuros, algunos recorriendo el horizonte en busca de indicios de vida, otros observando los cielos por si había aves, unos remando, otros durmiendo, algunos perdidos en sus pensamientos y otros con rostros inexpresivos.

Día 30: 27 de mayo

A última hora de la tarde aparecieron más aves; apresamos una y la matamos. El capitán jugó de nuevo a «¿A quién le toca éste?» y estuvimos encantados de comernos nuestra presa. Más contentos nos pusimos, sin embargo, al avistar un madero aislado que pasó junto a nuestro pequeño bote, pues lo consideramos un indicio de que era sólo cuestión de horas que llegásemos a los grandes arrecifes del estrecho de Endeavour, todavía a buena distancia de nuestro destino pero un lugar en que quizá podríamos llegar a una orilla y descansar tras tanto tiempo en el mar.

Advertí que me mareaba un poco más que antes cuando hacía mucho sol y que cada vez me resultaba más difícil permanecer despierto. No lamentaba el hecho de dormir, pues así el tiempo pasaba más rápido cuando no estaba remando, pero no era un sueño profundo y no me proporcionaba ningún descanso, sino más agotamiento. De momento, sin embargo, preferí no decir nada y guardar el secreto.

El capitán mencionó que había visitado esos parajes con el capitán Cook a bordo del
Resolution
.

—Confiábamos en reabastecer aquí nuestras bodegas —explicó a los que nos sentábamos cerca—, pero había bien poco que encontrar. El capitán bautizó la ensenada como bahía Sedienta por esa causa —añadió con una sonrisa—. Sí, y el nombre era correcto, por lo que recuerdo.

—Qué ganas tendremos de verla, entonces —comentó William Peckover en tono burlón, y el señor Fryer le dirigió una mirada asesina.

—Quizá haya cambiado —sugirió el capitán—. Pero aunque sólo podamos descansar en ella, ya será algo, ¿no creen?

El señor Peckover asintió y bajó la vista, y confié en que se avergonzara de su insolencia.

—Había una historia que tenía que contarme señor, si lo recuerda —sugerí al cabo de un rato.

—¿Una historia? —preguntó el capitán, volviéndose hacia mí con una ceja arqueada.

—Sobre el capitán Cook —le recordé—. Sobre cómo estuvo usted con él al final, cuando murió.

—Cuando fue asesinado, querrás decir —me corrigió.

—Sí, señor. Cuando fue asesinado.

El capitán Bligh exhaló un pequeño suspiro y negó con la cabeza.

—Ya te la contaré, Turnstile. No vayas a creer que nuestro viaje toca a su fin. Nos aguardan muchas noches en que matar el tiempo. Ya te la contaré, no te preocupes.

—Pero, señor…

—Hoy no, muchacho —replicó, silenciándome al apoyar una mano en mi flaco hombro—. Hoy vamos en busca del gran arrecife. Eso es lo importante.

Me arrellané en mi asiento y fruncí el entrecejo. Ya me las ingeniaría para que me contara esa historia antes de que me llegara la hora.

Día 31: 28 de mayo

El día transcurrió en un constante fluctuar entre expectativa y decepción, pues habíamos confiado en abrirnos paso a través del arrecife y seguir hasta la punta de Nueva Holanda para descansar y encontrar sustento allí, pero malditas fueran aquellas aguas, pues no nos permitieron pasar. Tras varias horas de intentarlo empezamos a advertir olas que se arremolinaban alrededor y, temeroso de perder el bote en las rocas, el capitán ordenó virar en redondo y seguir navegando para intentar el acceso más adelante.

—Capitán, por favor, señor —imploró uno de los hombres de popa, no recuerdo cuál—. Tendremos mucho cuidado al remar, si nos lo permite.

—Puede tener todo el cuidado que quiera, señor mío —fue la tajante respuesta—. Si el bote se rompe, encontraremos la muerte aquí, lo sabe tan bien como yo.

Hubo quejas por lo bajo, pero tenía razón, por supuesto. No podíamos arriesgarnos. De manera que nos alejamos por el momento de la barrera de coral. Fue una tarde desalentadora y la captura de un alcatraz de los cielos y su reparto entre aquella tripulación de locos desgraciados no nos aportó gran consuelo.

Día 32: 29 de mayo

Aquel día conseguimos por fin guiar nuestra pequeña embarcación a través del arrecife y llegar a salvo a la orilla, la cual según el capitán era la punta de Nueva Holanda. La excitación que nos invadió se vio atemperada tan sólo por los constantes recordatorios del señor Bligh de que debíamos mantener los ojos bien abiertos, pues hacía sólo unas semanas que habíamos estado a punto de perder la vida a manos de los nativos de las islas Amistosas, aunque a mí me parecía que habían transcurrido muchos meses desde aquello.

Cuando nuestro cascarón embarrancó en la arena, desembarcamos a toda prisa y nos produjo enorme placer que nuestros pies tocaran por fin tierra firme. Pero no corrimos y bailamos extendiendo los miembros y comportándonos como un hatajo de chiflados tal como la anterior vez; estábamos demasiado débiles para eso, demasiado mareados, con el estómago vacío y embargados por el desánimo. Nos tendimos en cambio durante un rato, disfrutando del sol, nos quitamos la ropa para dejarla secar y extendimos los miembros sin temor a darle una patada a otro en la cara o un puñetazo en el ojo. Allí tumbado, pensé que así de satisfecho había de sentirse uno en la tumba, pero me apresuré a apartar esa idea de mi mente, consciente de cuán cerca me hallaba de ese preciso lugar y cuánto tendría que viajar aún para huir de él.

Al cabo de un rato, cuando nos sentimos un poco restablecidos, el capitán nos dividió en dos grupos, uno para ir en busca de comida y agua —cualquier cosa que nos ofreciera sustento— y otro para acometer algunas reparaciones necesarias en el bote.

—La isla parece desierta, muchachos —nos advirtió (yo era uno de los expedicionarios, y encantado de serlo)—, pero tengan cuidado y estén alerta. Los salvajes tal vez se hayan ocultado al vernos llegar, y en ese caso pueden tener por seguro que superarán diez veces nuestro número.

—Sí, señor —contestamos, y nos alejamos hacia los árboles, a ver qué encontrábamos.

Nuestro grupo era de seis o siete, creo; recuerdo que Thomas Hall iba conmigo, y el cirujano Ledward, y el artillero William Peckover, pero de los otros no me acuerdo con seguridad. La experiencia de caminar supuso un placer. Para mi sorpresa me sentía a un tiempo cansado, pese a haber pasado tantas semanas sentado en el confinado espacio del bote, y rebosante de energía. Pensé que si apretaba el paso tal vez caería al suelo exhausto o bien echaría a correr para nunca parar. Fue una sensación curiosa que no logré explicarme.

—Aquí, muchachos —dijo Peckover, y su grito coincidió con que mis orejas captaran el más glorioso sonido que el hombre conocía: el chapotear del agua fluyendo en un arroyo. Nos abrimos paso a través de los matorrales y, en efecto, ahí estaba, formando una pequeña laguna de no más de quince metros cuadrados, pero suficiente para satisfacernos. El agua estaba fría y tonificante, y nos abalanzamos sobre ella como perros sedientos, bebiendo a lengüetazos. Metí la cabeza entera y disfruté de la sensación del agua dulce envolviéndome. Cuando estuvimos saciados, y no sé cuánto tiempo nos llevó, nos miramos unos a otros y reímos como auténticos chalados.

—Seremos héroes —declaró el cirujano Ledward echando un vistazo alrededor—. Aquí hay agua de sobra para todos.

Esa sola frase bastó para proporcionarnos un respiro, y nos abalanzamos de nuevo a beber. Palabra que sentí el agua recorriendo mis entrañas y mi estómago, y de hecho llegué a preguntarme fugazmente si haría explotar tan resentido órgano, pero no me importó y bebí hasta saciarme.

—Muchachos, miren eso —exclamó Thomas Hall, poniéndose en pie un poco vacilante e indicando con la cabeza una franja de rocas que brotaba del suelo y cuya superficie parecía salpicada de caparazones—. ¿Serán lo que pienso que son?

Los demás no sabíamos qué pensaba, pero no tardó en tender la mano hacia uno —la mitad sujeta a la roca se quedó donde estaba, y Hall levantó la otra— para abrirlo y revelar una pálida y brillante ostra en su interior.

—Oh, Dios santo —exclamó con un suspiro de placer, la clase de suspiro que me había oído a mí mismo cada vez que hacía lo indecible con Kaikala, un suspiro de satisfacción y alegría absolutas.

Arrancó el molusco de su cueva, se lo zampó en la boca y cerró los ojos de puro delirio al saborearlo. Al cabo de unos instantes estábamos todos manos a la obra, arrancando y abriendo y comiendo. Al mirar alrededor, advertí que había miles de aquellas criaturas, y apenas pude esperar a volver a la playa para contárselo a los hombres.

Mejor incluso, a nuestro regreso tropezamos con unos matorrales silvestres repletos de bayas rojas y negras, miles de ellas, me pareció, y caímos sobre ellas como una manada de animales, preocupándonos bien poco de que las espinas nos arañaran los dedos. Comimos hasta que nuestras panzas estuvieron llenas, nuestras lenguas teñidas y las bocas y los labios deformados por la acidez de las frutas. Y cada mordisco fue como una liberación.

Cuando por fin volvimos a la playa a contarles a los otros nuestro hallazgo, empezaba a sentirme mal y notaba un latido detrás de los ojos que amenazaba con reventarme la cabeza y desparramarme los sesos en la arena. Me aferré el vientre, gimiendo, y me pregunté si habría sido buena idea comer tanto y tan rápido tras el largo ayuno. Imaginé las ostras y las bayas mezclándose en mi interior y, al llegar ante el capitán, que miró fijamente mis labios manchados de negro y rojo, apenas me tenía en pie.

—Turnstile —dijo con sorpresa, tratando de deducir a qué se debía mi aspecto. Con el rabillo del ojo vi que había conseguido encender una pequeña hoguera con madera y ramitas—. ¿Qué diantre habéis encontrado?

Abrí la boca para contárselo, pero antes de que acertara a pronunciar palabra comprobé que no hacía falta, pues el contenido de mi comida brotó de mi estómago, rechazado cual eunuco en un burdel, para aterrizar en la arena entre el capitán, que se apartó de un ágil salto, y yo; me quedé mirando el colorido revoltijo antes de parpadear como si fuera presa de un sopor etílico y caer hacia atrás, desvanecido.

Fue una tarde estupenda. Una de las mejores que recuerdo de todo aquel maldito viaje.

Día 33: 30 de mayo

He de relatar ahora algo que parecerá una vulgaridad, pero creo que puede resultar de interés a quienes se encuentren alguna vez en una situación similar. Esa mañana, durante varias horas, me encontré presa del más insólito caso de diarrea que haya conocido en mi vida. Me pareció que cada baya y cada ostra que había comido el día anterior se rebelaba contra el alojamiento temporal en mi sistema digestivo y buscaba la salida inmediata. Y en la guerra que entablaron con mis intestinos fueron sin duda las ganadoras. Apenas podía caminar, tanto dolor padecía, y en cuanto había completado un movimiento que sugería que el desagradable asunto había concluido de momento, las arcadas volvían y me obligaban a refugiarme tras un matorral, doblado en dos y tratando con esfuerzo de hacer mis necesidades.

Me produjo cierta satisfacción que muchos hombres estuviesen ese día en condiciones similares, y resultaba bien obvio que era así siempre que uno de nuestro grupo salía corriendo de la orilla hacia los árboles en busca de un poco de intimidad. Algunos, incluido el señor Fryer, volvían bastante pálidos; otros, en cambio, apenas parecían padecer. El capitán, que había sufrido una desdicha similar en Otaheite, motivo de que empeorara terriblemente su mal genio, pareció por completo inmune a los efectos de esa comida y, de hecho, le vio la gracia a la cosa, haciendo algunos comentarios que yo al menos consideré tanto poco propios de él como de cuestionable gusto.

Habíamos establecido que esa isla no era de gran tamaño, pero ofrecía un botín insólitamente generoso. No había salvajes que hicieran entrechocar sus piedras y amenazaran con hacer lo mismo con nuestras cabezas, lo cual nos daba tranquilidad. La verdad, supongo, es que muchos se habrían quedado allí encantados, en ese sitio que el capitán bautizó como isla de la Restauración por el hecho de que nuestra llegada coincidiera con la fecha de la restauración del rey Carlos II en el trono, pero el señor Bligh no quiso ni oír hablar de ello. Era un hombre inconmovible en su determinación de llevarnos a todos de vuelta a casa.

Así pues, pasamos ese día llenándonos otra vez la panza, incluso aquellos para los que la comida era una ruta segura hacia los matorrales, y recogiendo todas las ostras y bayas que encontramos para meterlas en el cajón del capitán con vistas a la siguiente etapa del viaje. Echamos mano de todos los recipientes y cáscaras de coco que pudimos y los llenamos de agua fresca del arroyo; de hecho, cuando estuvimos listos para zarpar, las provisiones nos parecieron de proporciones considerables, aunque en retrospectiva comprendo que en realidad bastaban apenas para alimentar a dos hombres un par de jornadas, no digamos ya para sustentar a dieciocho durante Dios sabía cuánto tiempo. Era simplemente que nos entusiasmaba que el cajón volviera a estar lleno. No se nos ocurría pensar que al día siguiente deberíamos volver a nuestra dieta cotidiana de pequeños bocados y traguitos de agua si queríamos conservar alguna posibilidad de supervivencia.

—Traten de dormir bien esta noche, muchachos —nos dijo el capitán cuando nos instalamos en la playa para descansar de forma decente—. Necesitamos que sus energías recuperen en lo posible sus niveles naturales si pretendemos llegar a Timor.

Me dormí observando la puesta de sol en el horizonte y soltando un buen bostezo, convencido de que la siguiente etapa del viaje sería saludable y supondría un éxito. Después de todo, habíamos llegado hasta allí contra todo pronóstico y con la pérdida de una sola vida. Sin duda ahora no podíamos fracasar.

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