Read Muchas vidas, muchos maestros Online
Authors: Brian Weiss
Me impresionó su vista para los detalles.
—¿Ésa es su habitación o una tienda?
—Es su habitación. Hay una cama... con cuatro columnas. Una cama marrón. En la mesa hay una jarra.
—¿Una jarra?
—Sí. En la habitación no hay cuadros. Las cortinas son oscuras, extrañas.
—¿Hay alguien más ahí?
—No.
—¿Qué relación mantiene esta señora contigo?
—Le sirvo. —Una vez más, era criada.
—¿Hace mucho tiempo que estás con ella?
—No... sólo unos pocos meses.
—¿Te gusta a ti ese collar?
—Sí. Ella es muy elegante.
—¿Alguna vez te has puesto tú el collar?
—No.
Sus breves respuestas requerían una guía activa de mi parte para obtener información básica. Me recordaba a mi hijo preadolescente.
—¿Qué edad tienes ahora?
—Trece o catorce...
Más o menos la misma edad.
—¿Por qué te has separado de tu familia? —inquirí.
—No me he separado —me corrigió—. Pero trabajo aquí.
—Comprendo. ¿Y después de trabajar vuelves a casa de tu familia?
—Sí.
Sus respuestas dejaban poco sitio a la exploración.
—¿Vive cerca?
—Bastante cerca... Somos muy pobres. Tenemos que trabajar... como sirvientes.
—¿Cómo se llama la señora?
—Belinda.
—¿Te trata bien?
—Sí.
—Bien. ¿Trabajas mucho?
—No es muy cansado.
Entrevistar a adolescentes nunca ha sido fácil, ni siquiera en vidas pasadas. Por suerte, yo tenía bastante práctica.
—Bien. ¿Aún ves a la señora?
—No.
—¿Dónde estás tú ahora?
—En otro cuarto. Hay una mesa con algo negro que la cubre... tiene una orla en los bordes. Huele a muchas hierbas... perfume denso.
—¿Todo eso pertenece a tu señora? ¿Usa ella mucho perfume?
—No, ese cuarto es otro. Estoy en otro cuarto.
—¿A quién pertenece?
—A una señora oscura.
—¿Oscura en qué sentido? ¿Puedes verla?
—Tiene muchas cosas que le cubren la cabeza —susurró Catherine —, muchos chales. Es vieja y arrugada.
—¿Qué relación hay entre vosotras?
—Sólo he ido a verla.
—¿Para qué?
—Por las cartas.
Supe, por intuición, que había ido a consultar con una adivina, que probablemente leía las cartas del tarot. Era un giro irónico: Catherine y yo estábamos inmersos en una increíble aventura psíquica, que abarcaba vidas y dimensiones desconocidas; sin embargo, tal vez doscientos años antes ella había visitado a una parapsicóloga para averiguar algo sobre su futuro. Yo sabía que, en su vida actual, Catherine nunca había visitado a una adivina y no tenía ningún conocimiento sobre las cartas del tarot ni la predicción del futuro: esas cosas la asustaban.
—¿Lee la suerte? —pregunté.
—Ve cosas.
—¿Tienes algo que preguntarle? ¿Qué quieres ver? ¿Qué quieres saber?
—Sobre cierto hombre... con el que podría casarme.
—¿Qué dice ella al tirarte las cartas?
—La carta con... una especie de palos. Palos y flores... pero palos, lanzas o algún tipo de línea. Hay otra carta con un cáliz, una copa... Veo una carta con un hombre o un muchacho que lleva un escudo. Ella dice que me casaré, pero no con ese hombre. No veo nada más.
—¿Ves a la señora?
—Veo algunas monedas.
—¿Aún estás con ella o se trata de otro sitio?
—Estoy con ella.
—¿Cómo son las monedas?
—Son de oro. No tienen bordes lisos, sino cuadrados. Hay una corona en una cara.
—Fíjate si las monedas tienen un año impreso. Algo que puedas leer... en letras.
—Unos números extranjeros —respondió ella —. Equis e íes.
—¿Sabes qué año es ése?
—Mil setecientos... algo. No sé.
Calló otra vez.
—¿Por qué te importa tanto esa adivina?
—No sé.
—¿Se cumple la predicción?
—... Pero ella se ha ido —susurró Catherine —. Se ha ido. No sé.
—¿Ves algo ahora?
—No.
—¿No? —Eso me sorprendió. ¿Dónde estaba? —. ¿Sabes cómo te llamas en esta vida? —pregunté, con la esperanza de recuperar el hilo de esa vida, distante un par de siglos.
—He salido de ahí.
Había abandonado la vida y descansaba. Ahora podía hacerlo por propia cuenta, sin necesidad de experimentar la muerte. Aguardamos varios minutos. Esa vida no había sido espectacular. Sólo recordaba algunos detalles descriptivos y la interesante visita a la adivina.
—¿Ves algo ahora? —pregunté otra vez.
—No —susurró ella.
—¿Estás descansando?
—Sí... joyas de diferentes colores...
—¿Joyas?
—Sí. En realidad son luces, pero parecen joyas...
—¿Qué más? —pregunté.
—Sólo... —Hizo una pausa. Luego su murmullo fue potente y firme—. Hay muchas palabras y pensamientos que vuelan por todas partes... Sobre la convivencia y la armonía... el equilibrio de las cosas.
Comprendí que los Maestros estaban cerca.
—Sí —la animé a continuar—. Quiero saber de esas cosas. ¿Puedes decirme algo?
—Por el momento son sólo palabras.
—Convivencia y armonía —le recordé.
Cuando ella respondió, fue con la voz del Maestro poeta. Me emocionó volver a tener noticias suyas.
—Sí —dijo—. Todo debe estar equilibrado. La naturaleza está equilibrada. Los animales viven en armonía. Los humanos no han aprendido a hacerlo. Continúan destruyéndose a sí mismos. No hay armonía ni concierto en lo que hacen. Es tan diferente en la naturaleza... La naturaleza está equilibrada. La naturaleza es energía y vida... y restauración. Y los humanos sólo destruyen. Destruyen la naturaleza. Destruyen a otros seres humanos. Con el correr del tiempo se destruirán a sí mismos.
La predicción resultaba amenazadora. Puesto que el mundo estaba constantemente en caos y torbellino, yo deseé que eso no ocurriera pronto.
—¿Cuándo ocurrirá? —pregunté.
—Ocurrirá antes de lo que todos piensan. La naturaleza sobrevivirá. Las plantas sobrevivirán. Pero nosotros no.
—¿Podemos hacer algo para evitar esa destrucción?
—No. Todo ha de estar equilibrado.
—¿Ocurrirá esa destrucción estando nosotros con vida? ¿Podemos evitarla?
—No ocurrirá en nuestra vida. Cuando ocurra, nosotros estaremos en otro plano, en otra dimensión, pero la veremos.
—¿No hay manera de enseñar a la humanidad? —Yo insistía en buscar una salida, alguna posibilidad de mitigar aquello.
—Se hará en otro nivel. Nosotros aprenderemos de eso.
Me volví hacia el lado positivo.
—Bien, entonces nuestras almas progresarán en diferentes lugares.
—Sí. Ya no estaremos... aquí, tal como conocemos esto. Lo veremos.
—Sí —concedí—. Siento la necesidad de enseñar a la gente, pero no sé cómo llegar a ella. ¿Hay una vía o tendrán que aprender por sí mismos?
—No se puede llegar a todo el mundo. Para evitar la destrucción es preciso llegar a todos, y no se puede. Esto no se puede detener. Aprenderán. Cuando avancen, aprenderán. Habrá paz, pero aquí no; en esta dimensión, no.
—¿Habrá paz a su debido tiempo?
—Sí, en otro nivel.
—Pero parece tan lejano... —me quejé—. La gente parece ahora tan mezquina... Codiciosa, sedienta de poder, ambiciosa. Olvida el amor, la comprensión y el conocimiento. Hay mucho que aprender.
—Sí.
—¿Puedo escribir algo que ayude a la gente? ¿Hay algún modo?
—Tú sabes cómo. No tenemos que decírtelo. No servirá de nada, pues todos llegaremos al nivel y ellos verán. Todos somos iguales. No hay nadie más grande que su prójimo. Y todo esto son sólo lecciones... y castigos.
—Sí —asentí.
La lección era profunda y necesitaba tiempo para digerirla. Catherine guardaba silencio. Esperamos: ella, descansando; yo, absorto en las dramáticas declaraciones de la hora anterior. Por fin, ella quebró el hechizo.
—Las joyas han desaparecido —susurró —. Las joyas... han desaparecido. Las luces... se han ido.
—¿También las voces? ¿Las palabras?
—Sí. No veo nada. —Hizo una pausa. Empezó a mover la cabeza de un lado a otro —. Un espíritu... está mirando.
—¿Te mira a ti?
—Sí.
—¿Reconoces a ese espíritu?
—No estoy segura... Creo que podría ser Edward.
Edward había muerto el año anterior. Era realmente ubicuo; parecía estar siempre rondándola.
—¿Cómo es ese espíritu?
—Es sólo un... sólo blanco, como luces. No tiene cara, lo que nosotros entendemos por cara, pero sé que es él.
—¿Se estaba comunicando contigo de algún modo?
—No. Sólo miraba.
—¿Y escuchaba lo que yo decía?
—Sí —susurró ella —. Pero ya se ha ido. Sólo quería asegurarse de que yo estuviera bien.
Pensé en la mitología popular del ángel de la guarda. Desde luego, ese espíritu amoroso que la rondaba, observándola para asegurarse de que estuviera bien, se acercaba mucho a ese angélico papel. Y Catherine ya había hablado de espíritus custodios. Me pregunté cuántos de nuestros «mitos» infantiles tenían verdaderas raíces en un pasado apenas recordado.
También me pregunté cuál era la jerarquía de los espíritus: quiénes se convertían en guardianes, quiénes en Maestros, quiénes no eran una cosa ni otra, sino que se limitaban a aprender. Debían de existir grados basados en la sabiduría y el conocimiento, con la meta suprema de ser como Dios y acercarse a él, tal vez fundiéndose con él de algún modo. Esa era la meta que los teólogos místicos describían en términos tan extáticos desde hacía siglos. Ellos habían tenido breves visiones de tan divina unión. Aparte de experiencias personales como ésas, intermediarios tales como Catherine, con su extraordinario talento, proporcionaban la mejor visión.
Edward había desaparecido y Catherine callaba. Su rostro estaba apacible; se le veía envuelta en serenidad. ¡Qué maravilloso talento el suyo, la posibilidad de ver más allá de la vida y de la muerte, de hablar con los «dioses» y compartir su sabiduría! Estábamos comiendo del Árbol de la Ciencia, ya no prohibido. Me pregunté cuántas manzanas quedarían.
Minette, la madre de Carole, estaba muriéndose a consecuencia de un cáncer que se le había extendido desde el pecho hasta los huesos y el hígado. El proceso se prolongaba desde hacía cuatro años; ya no era posible aminorarlo mediante la quimioterapia. Minette era una mujer valiente, que soportaba estoicamente el dolor y la debilidad. Pero la enfermedad se aceleraba. Yo sabía que la muerte estaba próxima.
Simultáneamente se sucedían las sesiones con Catherine, y yo compartía con mi suegra la experiencia y sus revelaciones. Me sorprendió un poco descubrir que ella, práctica mujer de negocios, aceptara de buen grado ese conocimiento y quisiera aprender más. Le di libros para que leyera; lo hizo con avidez. Juntos, ella, Carole y yo seguimos un curso sobre la Cábala, los centenarios escritos místicos judíos. La reencarnación y los planos intermedios son principios básicos de la literatura cabalística; sin embargo, la mayor parte de los judíos modernos lo ignoran.
El espíritu de Minette se fortalecía a medida que su cuerpo empeoraba. Su miedo a la muerte era cada vez menor. Comenzaba a esperar con ansias el momento de reunirse con Ben, su amado esposo.
Creía en la inmortalidad de su alma, y eso la ayudaba a soportar el dolor. Se aferraba a la vida para esperar el nacimiento de otro nieto: el primer niño de su hija Donna. Durante uno de sus tratamientos conoció a Catherine en el hospital; sus miradas y sus palabras se unieron pacífica y ansiosamente. La sinceridad de Catherine, su franqueza, ayudaron a convencer a Minette de que la existencia de la vida más allá de la muerte era verdad.
Una semana antes de morir, Minette fue internada en la planta de oncología del hospital. Carole y yo podíamos pasar nuestro tiempo con ella, conversando sobre la vida y la muerte, sobre lo que nos esperaba más allá. Ella, dama muy digna, decidió morir en el hospital, donde las enfermeras pudieran atenderla. Donna, su esposo y su hija de seis semanas fueron a visitarla y a despedirse. Nosotros estábamos con ella casi constantemente.
La noche en que Minette moriría, a eso de las seis de la tarde, Carole y yo, que acabábamos de llegar a casa desde el hospital, experimentamos la fuerte necesidad de regresar. Las seis o siete horas siguientes estuvieron colmadas de serenidad y energía espiritual trascendente. Minette ya no sufría, aunque su respiración era trabajosa. Conversamos sobre su transición al estado intermedio, la luz intensa y la presencia espiritual. Ella repasó su vida, casi siempre en silencio, esforzándose por aceptar las partes negativas. Parecía saber que no podía entregarse mientras no hubiera completado ese proceso. Esperaba un momento muy concreto para morir, en las primeras horas de la mañana, y aguardaba ese momento con impaciencia. Minette fue la primera persona que guié de ese modo hacia la muerte y a través de ella. Se sintió fortalecida, y la experiencia alivió nuestro dolor.
Descubrí que mi capacidad de curar a mis pacientes se había acrecentado notablemente, no sólo con respecto a las fobias y ansiedades, sino sobre todo cuando se requería asesoramiento sobre la muerte y el morir o sobre el dolor de los allegados. Sabía por intuición qué estaba mal y en qué direcciones encaminar la terapia. Lograba transmitir sensaciones de paz, serenidad y esperanza. Tras la muerte de Minette buscaron mi ayuda muchos otros que estaban próximos a la muerte o que habían sobrevivido a un ser querido. Muchos de ellos no estaban preparados para saber lo de Catherine ni para leer bibliografías sobre la vida después de la muerte. Sin embargo, aun sin impartir conocimientos tan específicos, yo me sentía capaz de transmitir el mensaje. Un tono de voz, una comprensión empática del proceso, de sus miedos y sensaciones, una mirada, un contacto, una palabra: todo eso podía llegar a cierto nivel y tocar un acorde de esperanza, de espiritualidad olvidada, de humanidad compartida y aún más. En cuanto a los que estaban listos para recibir más, sugerirles lecturas y compartir con ellos las experiencias vividas junto a Catherine y otros fue como abrir una ventana a la brisa fresca. Los que estaban preparados revivían. Ganaban en esclarecimiento todavía con más rapidez.
Estoy firmemente convencido de que los terapeutas deben tener la mente abierta. Así como es necesario un trabajo más científico para documentar las experiencias de muerte y morir, como las de Catherine, también hace falta más trabajo experimental en ese aspecto. Los terapeutas deben tener en cuenta la posibilidad de una vida después de la muerte e incorporarla a su asesoramiento. No es preciso que utilicen las regresiones hipnóticas, pero sí que se mantengan abiertos, que compartan sus conocimientos con los pacientes y que no descarten las experiencias de estos últimos.