El Príncipe Negro. Otro de esos mentecatos caballerosos. Seguro que le dolía el corazón cada vez que veía un lisiado. Él nunca la ayudaría a conseguir el libro con el que se podía negociar con la muerte, no, él no. Pero por suerte los hombres como él eran más escasos que los cuervos blancos, y la mayoría morían jóvenes. Esos hombres no codiciaban nada de lo que aceleraba los latidos del corazón de otros: riquezas, poder, gloria… No, al Príncipe Negro no le interesaba nada de eso. Era la justicia la que hacía latir más deprisa su corazón. La compasión. El amor. ¡Como si la vida no le hubiera tratado tan mal como a los demás! Patadas, golpes, dolores, hambre. Había probado todo eso en demasía. ¿De dónde había nacido, pues, la compasión que lo impulsaba? ¿De dónde venía la calidez de su tonto corazón, la risa de su rostro oscuro? Él simplemente no veía el mundo tal como era, ésa era la explicación, ni el mundo ni las personas a las que tanto compadecía. Porque si se las veía tal como eran, ¿qué le inducía a luchar o incluso a morir por ellas?
No. Si alguien podía ayudarla a apoderarse del Libro Vacío antes de que Arrendajo escribiera en él y se convirtiera en inmortal, era Birlabolsas, que respondía plenamente al gusto de Mortola. Birlabolsas veía a las personas tal como eran: codiciosas, cobardes, egoístas, traicioneras. A él lo había convertido en bandido una injusticia: la cometida contra él mismo. Mortola lo sabía todo sobre él. Un gobernador del Príncipe Orondo le había arrebatado su granja, pues los gobernantes tomaban lo que les apetecía. Eso era lo que le había empujado a los bosques, nada más. Sí, con Birlabolsas se podía hablar.
Mortola sabía exactamente cómo utilizarlo para sus fines, aunque primero había que eliminar al Príncipe Negro.
—¿Qué hacéis todos aquí, Birlabolsas? —le susurraría—. Hay cosas más importantes que cuidar a unos cuantos mocosos. Arrendajo sabe por qué os los ha confiado. ¡Os venderá a todos! Tenéis que matarlo antes de que haga causa común con la hija de Cabeza de Víbora. ¿Os ha hecho creer… que sólo quiere escribir en el Libro Vacío para matar a Cabeza de Víbora? ¡Patrañas! ¡Hacerse inmortal a sí mismo, eso es lo que pretende! Y seguro que no os ha contado otra cosa más. El Libro Vacío no sólo mantiene alejada a la Muerte. ¡También convierte a su propietario en un hombre inmensamente rico!
Oh, sí. Mortola sabía de antemano cómo brillarían los ojos de Birlabolsas al escuchar esas palabras. Él no comprendía lo que impulsaba a Arrendajo. Tampoco comprendería que ella sólo codiciaba el libro para rescatar a su hijo de la Muerte. Pero se pondría en marcha inmediatamente por la perspectiva del oro y la plata. En cuanto el Príncipe Negro no pudiera frenarlo. Por suerte las bayas surtían efecto enseguida.
Ardacho la llamó. Se había llenado la mano de migas de pan y la mantenía levantada, como si no hubiera nada más apetitoso en el mundo. ¡Qué necio! Creía entender algo de pájaros. Bueno, quizá entendiera. Al fin y al cabo, ella no era un pájaro corriente. Mortola soltó una risa ronca. Sonó extraña al brotar de su pico afilado, y Recio alzó la cabeza hacia el saliente rocoso donde se posaba. Este sí que sabía de pájaros y de lo que decían. Con él tenía que andarse con cuidado.
—Qué va, kek kek, kra, krakhhh —dijo la urraca en su interior, la urraca que sólo pensaba en gusanos y objetos relucientes y en sus relucientes plumas negras—. Todos ellos son tontos, tontos, tontísimos. Pero yo soy lista. Vamos, anciana, volemos en pos de Arrendajo para sacarle los ojos. ¡Será muy divertido!
Cada día era más difícil mantener quietas las alas cuando la urraca quería extenderlas, y Mortola debía sacudir cada vez con más fuerza la cabeza de pájaro para tener ideas humanas. A veces ni siquiera ella sabía ya con exactitud cuáles eran.
Para entonces las plumas brotaban de su piel sin necesidad de ingerir granos. Se había tragado ya demasiados, y ahora el veneno recorría su cuerpo y sembraba el pájaro en su sangre. «No importa. Ya encontrarás el modo de expulsarlo, Mortola. Pero primero tiene que morir el encuadernador de libros y devolver la vida a tu hijo.» Su cara… ¿qué aspecto tenía? Apenas acertaba a recordarlo.
El Príncipe Negro seguía discutiendo con Birlabolsas como tantas veces en los últimos tiempos. ¡Come! ¡Come de una vez, idiota! Otros dos bandidos se sumaron a ellos: el actor picado de viruelas que siempre estaba al lado del Príncipe, y Ardacho, que veía el mundo igual que Birlabolsas. Una de las mujeres se les acercó con una escudilla de sopa para el actor y señaló la que había servido al Príncipe.
¡Venga, atiéndela! ¡Siéntate! ¡Come! Mortola adelantó la cabeza. Notaba que su cuerpo humano deseaba sacudirse las plumas, esparrancarse y estirarse. El día anterior unos niños habían estado a punto de pillarla mientras se transformaba. ¡Recua de bobos alborotadores! Nunca le habían gustado los niños… excepto su propio hijo, pero ni siquiera a él le había confesado que lo amaba. El amor te trastornaba, volviéndote blando, confiado…
Ya. Estaba comiendo. Al fin. ¡Que te aproveche, Príncipe! El oso trotó al lado de su amo y olfateó la escudilla. Lárgate, bestia pesada. Déjalo comer. Cuatro bayas. Mejor habrían sido cinco, pero cuatro seguramente bastarían. Era muy práctico que los árboles donde crecían abundaran. Había nada menos que dos de ellos unos metros por debajo de la cueva. Resa siempre prevenía a los niños de sus bayas, pues había tenido que recolectarlas con mucha frecuencia para Mortola cuando el invierno aniquilaba a todas las demás plantas venenosas. El Príncipe Negro se llevó la escudilla a la boca y la vació hasta el fondo. Bien. Muy pronto notaría cómo la Muerte le agarraba los intestinos.
Mortola profirió un graznido triunfal y extendió las alas. Ardacho alzó de nuevo la mano con las migas de pan cuando el ave pasó volando por encima de su cabeza. Cretino. Sí, el pájaro tenía razón. Eran todos unos cretinos, unos estúpidos. Pero estaba bien así.
Las mujeres comenzaron a servir la sopa a los niños, y la hija de Lengua de Brujo estaba muy atrás en la larga fila. Disponía de tiempo suficiente para recoger también unas bayas para ella. Más que suficiente.
La muerte es grande.
Nosotros le pertenecemos,
risueños.
Cuando nos creemos en mitad de la vida
ella se atreve a llorar
entre nosotros.
Rainer Maria Rilke
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Conclusión
Minerva preparaba una buena sopa. Mientras vivió en casa de Fenoglio, Meggie la tomaba a menudo, y el aroma que ascendía de su escudilla humeante era tan exquisito que la cueva, grande y fría, le pareció por un momento su verdadero hogar.
—¡Por favor, Meggie, come algo! —le había aconsejado Resa—. Tengo tan poco apetito como tú, pero seguro que a tu padre no le sirve de nada que nuestra preocupación por él nos haga morir de hambre.
No, seguro que no. Cuando por la mañana temprano pidió a Farid que convocara para ella a las imágenes de fuego, las llamas permanecieron sordas.
—¡No se las puede obligar! —murmuró Farid irritado, mientras devolvía la ceniza a la bolsa—. Las llamas quieren jugar, así que en realidad hay que simular que no se desea nada de ellas. Pero ¿cómo voy a conseguirlo, si tú clavas la vista en ellas como si fuera una cuestión de vida o muerte?
¿Y no lo era? Hasta el Príncipe Negro estaba preocupado por Mo. Había decidido seguir a Violante hasta el Castillo del Lago con un par de hombres, pensaba partir al día siguiente, pero ni Resa ni Meggie lo acompañarían.
—Claro que no —susurró su madre con amargura—. Este mundo pertenece a los hombres.
Meggie tomó la cuchara de madera que le había tallado Doria (era excelente) y removió la sopa, sin ganas. Jaspe la observaba con avidez. Claro. A los hombres de cristal les gustaba la comida de los humanos, a pesar de que no les sentaba bien. Aunque Farid había regresado, Jaspe pasaba cada vez más tiempo con Doria. A Meggie no le extrañaba. Farid no se mostraba precisamente locuaz desde que Dedo Polvoriento había insistido en que se marchara. Dedicaba la mayor parte del tiempo a recorrer, incansable, las montañas circundantes o a intentar llamar a las imágenes del fuego.
Hasta entonces Roxana sólo había visto las llamas una sola vez.
—Te doy las gracias —dijo después a Farid con tono gélido—. Pero prefiero seguir escuchando a mi corazón, que suele decirme si se encuentra bien.
—¿Lo ves? ¡Ya se lo dije a Dedo Polvoriento! —comentó Farid enfadado—. ¿Por qué me envió con ella? No me necesita. ¡Si pudiera, me haría desaparecer por arte de magia!
Doria ofrecía su cuchara a Jaspe.
—¡No le des nada! —aconsejó Meggie—. No le sienta bien. Pregúntaselo —ella adoraba a Jaspe. Era mucho más amable que Cuarzo Rosa, que sólo disfrutaba despotricando y discutiendo con Fenoglio.
—Tiene razón —murmuró Jaspe, compungido, pero su nariz afilada olfateó, como si quisiera llenar su cuerpo de cristal con el aroma de lo prohibido.
Los niños sentados alrededor de Meggie rieron. Todos querían al hombre de cristal. Muchas veces, Doria tenía que ponerlo a salvo de sus manitas. También le tenían cariño a la marta, pero Furtivo bufaba y lanzaba mordiscos cuando todo ese amor infantil le resultaba excesivo. El hombre de cristal, por el contrario, apenas podía defenderse de los dedos humanos.
La sopa olía muy bien. Meggie hundió la cuchara en la escudilla… y dio un respingo cuando la urraca que había volado hacia Ardacho aleteó hasta posarse en su hombro. Para entonces el pájaro parecía formar parte de la cueva igual que Furtivo y el oso, pero a Resa no le gustaba.
—¡Fuera de ahí! —gritó enfurecida a la urraca, espantándola del hombro de Meggie.
El pájaro graznó furioso y lanzó un picotazo a su madre. Meggie se asustó tanto que derramó la sopa caliente sobre sus manos.
—Perdona —Resa le limpió los dedos con la orla de su vestido—. No soporto a ese pájaro. Seguramente porque me recuerda a Mortola.
La urraca… claro. Meggie llevaba mucho tiempo sin recordar a la madre de Capricornio, pero ella tampoco había estado presente cuando Mortola disparó a su padre.
—Es un simple pájaro —contestó, y sus pensamientos vagaban ya muy lejos de allí, en pos de su padre. En el libro de Fenoglio había encontrado muy pocas palabras sobre el Castillo del Lago,
en lo profundo de las montañas, en el centro de un lago… Un puente interminable sobre agua negra.
¿Estaría en ese momento cruzándolo su padre a caballo? ¿Qué sucedería si Resa y ella se limitaban a seguir al Príncipe Negro?
¿Me oyes, Meggie? Da igual lo que suceda, no debéis seguirme. ¡Prométemelo!
Resa señaló la escudilla que tenía en su regazo.
—Come, Meggie, por favor.
Pero la chica se volvió hacia Roxana que se abría camino, presurosa, entre los niños que comían. Su hermoso rostro estaba muy pálido. Meggie no lo había visto tan pálido desde el regreso de Dedo Polvoriento.
Resa se incorporó, preocupada.
—¿Qué sucede? —cogió a Roxana del brazo—. ¿Hay novedades? ¿Habéis sabido algo de Mo? ¡Tienes que decírmelo!
Roxana sacudió la cabeza.
—El Príncipe… —era imposible no percibir el miedo que latía en su voz—. No se encuentra bien, e ignoro a qué se debe. Sufre unas convulsiones espantosas. Tengo unas raíces que quizá puedan ayudar —quiso seguir andando, pero Resa la retuvo.
—¿Convulsiones? ¿Dónde está?
Meggie oyó desde lejos los gemidos del oso. Recio miraba como un niño desesperado cuando se aproximaron. También estaban Baptista, Pata de Palo, Espantaelfos… El Príncipe Negro yacía estirado en el suelo. Minerva, arrodillada a su lado, intentaba administrarle algo, pero él, encogiéndose de dolor, se apretaba el vientre con las manos y jadeaba. Tenía la frente cubierta de sudor.
—Cállate, oso —balbuceó.
Las palabras apenas afloraron a sus labios. Se los había mordido de dolor hasta hacerse sangre. Pero el oso continuó gimiendo y resoplando como si estuviera en juego su propia vida.
—Dejadme pasar —Resa apartó a todos, incluyendo a Minerva, y tomó el rostro del Príncipe entre sus manos.
—¡Mírame! —exclamó—. ¡Por favor, mírame!
Tras limpiarse el sudor de la frente con la mano, le miró a los ojos. Roxana regresó con unos trozos de raíz en la mano, y la urraca aleteó hasta el hombro de Ardacho.
Resa la miró fijamente.
—Recio —dijo en voz tan baja que sólo la oyó Meggie—. Atrapa a ese pájaro.
La urraca sacudía la cabeza mientras el Príncipe Negro se retorcía en los brazos de Minerva.
Recio miró a Resa con los ojos velados por las lágrimas… y asintió. Pero al dar un paso hacia Ardacho, la urraca se alejó volando y se posó bajo el techo de la cueva, en un saliente de piedra muy alto.
Roxana se arrodilló junto a Resa.
—Está inconsciente —anunció Minerva—. Y ved qué débil es su respiración.
—Conozco esas convulsiones —la voz de Resa temblaba—. Las provocan unas bayas de color rojo oscuro y del tamaño de una cabeza de alfiler. A Mortola le gustaba utilizarlas porque se mezclan fácilmente con la comida y matan en medio de atroces dolores. Hay dos de los árboles que las producen más abajo de la cueva. Yo previne enseguida a los niños de esas bayas —y alzó de nuevo la cabeza hacia la urraca.
—¿Existe un contraveneno? —Roxana se incorporó. El Príncipe Negro yacía como muerto, y el oso le empujaba el costado con el hocico mientras gemía como una persona.
—Sí. Una planta de diminutas flores blancas que huele a carroña —Resa continuaba mirando al pájaro—. La raíz mitiga el efecto de las bayas.
—¿Qué le ocurre? —Fenoglio, consternado, se abrió paso junto a las mujeres. Elinor lo acompañaba. Ambos habían pasado toda la mañana discutiendo en el rincón de Fenoglio qué era bueno y menos bueno en su historia. En cuanto se acercaba alguien, bajaban la voz como si fuesen conspiradores. Sin embargo, ninguno de los niños o de los bandidos había logrado oír de qué charlaban.
Elinor, asustada, se tapó la boca con la mano al divisar al Príncipe Negro tumbado e inmóvil. Miraba con tanta incredulidad como si hubiera descubierto una página defectuosa en un libro.
—Envenenado —Recio se levantó apretando los puños. Tenía el rostro tan colorado como cuando se emborrachaba. Agarrando a Ardacho por su cuello delgado, lo sacudió como a una muñeca de trapo—. ¿Has sido tú? —balbuceó—. ¿O Birlabolsas? Vamos, suéltalo de una vez. ¡O te lo sacaré a golpes! Te romperé todos los huesos del cuerpo hasta que te retuerzas como él.