Meggie apretó la cara contra el vestido de Elinor. Era de terciopelo y parecía de guardarropía. Sí, estaba soñando. Seguro. Pero entonces ¿qué era real? «¡Despierta, Meggie!», pensó. «¡Vamos, despierta de una vez!»
El desconocido enjuto que estaba junto a Birlabolsas le sonrió con timidez mientras sostenía ante sus ojos unas gafas rotas. Claro, era Darius.
Elinor volvió a estrecharla contra sí, y Meggie se echó a llorar. Derramó en el extraño vestido de Elinor todas las lágrimas que había contenido desde que Mo entró a caballo en el castillo de Umbra.
—Sí, sí, lo sé. Es espantoso —decía Elinor, mientras le acariciaba el pelo con torpeza—. Pobrecita. Ya le solté cuatro frescas a ese escritorzuelo. ¡Mentecato engreído! Pero ya lo verás, tu padre enseñará lo que es bueno a ese rascaviolines de nariz de plata.
—Es Pífano —Meggie no pudo contener la risa, a pesar de que las lágrimas seguían resbalando por su cara—. ¡Pífano, Elinor!
—¡Bueno, quien sea! ¿Cómo va a recordar una todos esos nombres extraños? —Elinor miró a su alrededor—. Y al tal Fenoglio habría que descuartizarlo por lo que sucede aquí, pero claro, él ve las cosas bajo un prisma muy diferente. Me alegro de que ahora podamos vigilarlo un poco. No quería que Minerva viniera sola, seguramente porque no soportaba la idea de que ella estaría un tiempo sin hacerle la comida o zurcirle los calcetines.
—¿También está aquí Fenoglio? —Meggie se secó las lágrimas.
—Sí. Pero ¿dónde se ha metido tu madre? No he logrado encontrarla por ninguna parte.
La expresión de Meggie revelaba que todavía estaba enfadada con Resa, pero antes de que Elinor pudiera preguntarle, Baptista se plantó entre ambas.
—Hija de Arrendajo, ¿quieres presentarme a esa amiga tuya tan elegante? —hizo una reverencia a Elinor—. ¿A qué gremio de titiriteros pertenecéis, señora mía? Dejadme adivinar. Sois una comediante. Seguramente vuestra voz llenará la plaza de cualquier mercado.
Elinor lo miraba tan estupefacta, que Meggie intervino rápidamente en su ayuda.
—Baptista, ésta es Elinor, la tía de mi madre…
—Ah, una pariente de Arrendajo —Baptista se inclinó aún más si cabe—. Esta información seguro que hará desistir a Birlabolsas de retorceros el pescuezo. Precisamente ahora está intentando convencer al Príncipe Negro de que vos y este desconocido —señaló a Darius, que se les aproximaba con una sonrisa tímida— sois espías de Pífano.
Elinor se volvió tan bruscamente que clavó a Darius el codo en el estómago.
—¿El Príncipe Negro? —se sonrojó como una jovencita al verlo con su oso al lado de Birlabolsas—. ¡Oh, es magnífico! —dijo con un hilo de voz—. ¡Y también su oso es tal y como me lo imaginaba! ¡Oh, es todo tan maravilloso, tan increíblemente maravilloso!
Meggie notó cómo se secaban sus lágrimas. Qué contenta estaba de que Elinor estuviera allí. Qué contenta.
Westley cerró los ojos. Se avecinaban los dolores y tenía que estar preparado. Tenía que adaptar su cerebro, dominar su espíritu para sustraerse a sus esfuerzos, pues de otro modo lo quebrarían.
William Goldman
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La princesa prometida
Esta vez se presentaron antes que las noches pasadas. Fuera acababa de oscurecer. No es que nunca se hiciera de día en la celda de Mo, pero la noche traía otro tipo de oscuridad… y con ella venía Pífano. Mo se incorporó lo mejor que pudo teniendo en cuenta las cadenas, y se preparó para los golpes y patadas. Si al menos no se hubiera sentido tan estúpido, tan enormemente estúpido. Un idiota que se había metido en la red de sus enemigos por propia voluntad. Ya no era un bandido, ni un encuadernador, sino un idiota.
Las celdas de los calabozos de Umbra no eran más agradables que la torre del Castillo de la Noche. En los oscuros agujeros, de la altura justa para mantenerse en pie, acechaba el mismo miedo que en cualquier calabozo. Sí, el miedo había vuelto. Le esperaba en la puerta y casi lo asfixió cuando los hombres de Pardillo le ataron las manos.
Atrapado. Indefenso…
«¡Piensa en los niños, Mortimer!» Sólo el recuerdo de sus caras lo tranquilizaba cuando se maldecía a sí mismo por lo que había hecho y soportaba las patadas y golpes que traía la noche. Al menos el fuego de Dedo Polvoriento le procuraba de vez en cuando un descanso de Pífano, pero esto enfurecía más aún a Nariz de Plata. Todavía resonaba en el oído de Mo la voz del hada que se había posado en su hombro la primera noche. Veía aún las arañas de fuego que se le habían metido a Pífano entre sus ropas de terciopelo. Mo se había reído de él al ver el pánico en su rostro… y ya lo había pagado unas cuantas veces.
Dos días más, Mortimer, dos días y dos noches, al cabo de los cuales llegaría Cabeza de Víbora. Y entonces, ¿qué? Sí, la verdad, era un idiota por confiar todavía en que sería capaz de entregar a la Muerte y a sus pálidas hijas lo que exigían.
Cuando se lo llevasen las Mujeres Blancas, ¿comprendería Resa que él también había cabalgado al castillo por Meggie? ¿Entendería Resa que no le hubiera contado nada, para que el miedo por Meggie no royera su corazón?
Los dos soldados que irrumpieron en su celda tenían hollín en la cara y en las manos. Siempre venían de dos en dos; pero ¿dónde estaba su señor de la nariz de plata? Lo arrastraron en silencio y lo pusieron de pie. Las pesadas cadenas se le clavaban en la piel.
—Pífano te visitará hoy en otra celda —le dijeron en voz baja—. Una en la que el fuego de tu amigo no logrará encontrarte.
Descendieron cada vez más hondo, pasando junto a agujeros de los que brotaba un espantoso hedor a carne podrida.
En una ocasión, Mo creyó ver una serpiente de fuego reptando por la oscuridad, pero uno de sus guardianes le pegó cuando giró la cabeza para mirarla.
El agujero al que lo empujaron era mucho más grande que aquel en el que había estado hasta entonces. En las paredes había sangre seca y el aire era frío y sofocante a la vez.
Pífano se hizo esperar. Cuando al fin entró en la celda con otros dos soldados de escolta, también tenía hollín en la cara. Los dos que habían arrastrado a Mo hasta allí se apartaron, respetuosos, ante su señor, pero Mo vio que escudriñaban, preocupados, a su alrededor… como si sólo esperasen que las arañas de fuego de Dedo Polvoriento brotasen de las paredes. Mo notaba que Dedo Polvoriento le buscaba. Era como si sus pensamientos tanteasen en pos de él, pero los calabozos de Umbra estaban a tanta profundidad como los del Castillo de la Noche.
Esa noche acaso necesitase el cuchillo que Baptista le había cosido en el dobladillo de su camisa, aunque le dolían tanto las manos que seguramente no sería capaz de sostenerlo, y menos aún de clavarlo. Pero reconfortaba llevarlo encima cuando el miedo se tornaba insoportable. El miedo y el odio.
—La osadía de tu amigo comefuego aumenta, pero esta noche no te servirá de nada, Arrendajo. ¡Estoy harto! —el rostro de Pífano estaba blanco debajo del hollín que ennegrecía incluso su nariz de plata. Uno de los soldados abofeteó a Mo. Dos días aún…
»
Todo Umbra se burla de mí. «Mirad a Pífano», susurran. «El Bailarín del Fuego se burla de sus hombres y el Príncipe Negro oculta a los niños! Arrendajo nos salvará.» ¡Se terminó! Cuando esta noche acabe contigo, ya no seguirán creyéndolo —dijo Pífano, contemplando asqueado sus guantes embadurnados de hollín—. ¿Qué pasa? —se acercó tanto a Mo que casi le clavó en la cara la nariz de plata—. ¿No quieres llamar en tu auxilio con tu voz prodigiosa a todos tus amigos harapientos, al Príncipe y su oso, al Bailarín del Fuego…? O ¿qué te parecería Violante? Su peludo criado me espía continuamente, y apenas transcurre una hora sin que ella me explique que sólo vivo tienes valor para su padre. Pero su padre hace mucho que ya no resulta tan aterrador como antes. De eso te encargaste tú mismo.
Violante. Mo sólo la había visto una vez, en el patio, cuando lo derribaron del caballo. ¿Cómo había podido ser tan tonto para creer que ella lo protegería? Estaba perdido. Y Meggie con él. La desesperación se adueñó de él, tan negra que sintió náuseas. Pífano rió.
—Vaya, vaya, tienes miedo. Eso me gusta. Debería escribir una canción sobre ello. Pero desde ahora sólo cantarán canciones sobre mí, tenebrosas claro, como a mí me gustan. Muy tenebrosas.
Con una sonrisa estúpida, uno de los soldados se aproximó a Mo sujetando un palo guarnecido de hierro en la mano.
—«¡Se les volverá a escapar!», dicen por ahí —Pífano retrocedió un paso—. Pero tú no volverás a escapar jamás. A partir de hoy te arrastrarás, Arrendajo. Te arrastrarás ante mí.
Los dos que lo habían traído hasta allí sujetaron a Mo. Lo aplastaron contra el muro ensangrentado, mientras el tercero alzaba el palo de hierro. Pífano se acarició la nariz de plata.
—Necesitas las manos para el libro, Arrendajo. Pero ¿qué puede objetar Víbora a que te parta las piernas? Es más… como ya he dicho, Cabeza de Víbora ya no es el que era…
Estaba perdido.
Oh, Dios, Meggie. ¿Le había contado alguna vez una historia tan terrible como ésta?
—No, Mo, nada de cuentos —decía ella siempre cuando era pequeña—. Son demasiado tristes.
No tanto como éste.
—Lástima que mi padre no haya podido escuchar con sus propios oídos tu pequeño parlamento, Pífano —Violante no habló muy alto, pero Pífano se volvió de golpe como si hubiera gritado.
El soldado de sonrisa estúpida abatió el palo, y los demás retrocedieron, como si quisieran dejar sitio a la hija de Cabeza de Víbora. Apenas se distinguía a Violante dentro del vestido negro que llevaba. ¿Cómo podían llamarla la Fea? En aquel momento a Mo le pareció que nunca había visto un rostro más bello. Ojalá no notase Pífano el temblor de sus piernas. No quería concederle a Nariz de Plata esa satisfacción.
Un pequeño rostro peludo apareció junto a Violante. Tullio. ¿La había traído él? A la Fea la acompañaban también media docena de sus soldados imberbes. Comparados con los hombres de Pífano, parecían jóvenes y vulnerables, pero sus manos juveniles empuñaban ballestas, armas que inspiraban respeto incluso a los miembros de la Hueste de Hierro.
Pero Pífano se rehizo enseguida.
—¿Qué buscáis aquí? —increpó a Violante—. Sólo me aseguro de que vuestro valioso prisionero no vuelva a escapar volando. Ya es bastante con que su fogoso amigo nos convierta a todos en objeto de burla. Eso no gustará nada a vuestro padre.
—Y a ti no te gustará lo que voy a hacer ahora —la voz de Violante sonaba totalmente inexpresiva—. ¡Atadlos a todos! —ordenó a sus soldados—. Y quitad las cadenas a Arrendajo y atadlo de manera que pueda cabalgar.
Pífano se llevó la mano a su espada, pero tres de los jóvenes de Violante lo tiraron al suelo. Mo creía sentir en la piel el odio que le tenían a Nariz de Plata. Les habría encantado matarlo, lo adivinaba en sus jóvenes rostros, y los hombres de Pífano debieron de percibirlo también, pues se dejaron atar sin oponer resistencia.
—¡Pequeña serpiente horrenda! —la voz sin nariz de Pífano aún sonaba más extraña cuando gritaba—. Así que tiene razón Pardillo. Estás conchabada con esta chusma de bandidos. ¿Qué quieres? ¿El trono de Umbra y quizá también el de tu padre?
El rostro de Violante permaneció tan hierático como si Balbulus lo hubiera pintado.
—Sólo quiero una cosa —replicó ella—. Entregar a Arrendajo a mi padre tan incólume que pueda serle útil. Y por ese servicio exigiré en efecto el trono de Umbra. ¿Por qué no? Me corresponde a mí diez veces más que a Pardillo.
El soldado que quitó las cadenas a Mo era el mismo que le había abierto el sarcófago en la cripta de Cósimo.
—Disculpad —murmuró al atarle las manos.
No ciñó la cuerda muy apretada alrededor de los brazos lastimados, pero a pesar de todo dolía. Durante todo el rato Mo no apartó los ojos de Violante. Aún tenía más que nítida en los oídos la voz ronca de Birlabolsas.
Ella te venderá a cambio del trono de Umbra.
—¿Dónde piensas llevártelo? —Pífano escupió a la cara al soldado que lo ataba—. ¡Aunque lo ocultes con los gigantes… te encontraré!
—Oh, no tengo intención de esconderlo —respondió Violante con voz de indiferencia—. Lo llevaré al castillo de mi madre. Mi padre conoce el camino. Si acepta mis condiciones, tendrá que ir allí. Estoy segura de que le darás el recado.
Ella te venderá.
Violante contempló a Mo con absoluto desinterés, como si no se hubieran visto jamás. Pífano le lanzó una patada con sus piernas atadas cuando los soldados de Violante pasaron a su lado para sacar a Mo fuera de la celda, pero ¿qué era una patada comparada con el palo de hierro con el pensaban pegarle?
—¡Estás muerto, Arrendajo! —vociferó Pífano antes de que uno de los soldados de Violante lo amordazase—. ¡Muerto!
Todavía no, quiso contestarle Mo. Todavía no.
Ante la puerta enrejada aguardaba una criada. Al pasar a su lado Mo se dio cuenta de que era Brianna. Así que Violante la había readmitido. Ella le saludó con una inclinación de cabeza antes de seguir a su señora. En el corredor yacían tres guardianes inconscientes. Violante pasó por encima de ellos y siguió el pasillo por el que habían bajado a Mo hasta llegar a un estrecho túnel que se bifurcaba hacia la izquierda. Tullio caminaba presuroso al frente, y los soldados seguían en silencio, manteniendo entre ellos a Mo.
El castillo de su madre…
Cualesquiera que fuesen las intenciones de Violante, le estaba muy agradecido por poder utilizar todavía sus piernas.
El túnel parecía interminable. ¿Cómo conocía tan bien la hija de Cabeza de Víbora los pasadizos secretos de ese castillo?
—Me enteré de la existencia de este túnel leyendo —Violante se volvió hacia él como si hubiera adivinado sus pensamientos. Aunque ¿no estaría también él hablando en voz alta consigo mismo después de tantas horas solo en la oscuridad?
»
Por fortuna soy la única que utiliza la biblioteca de este castillo —añadió Violante.
Examinaba a Mo como si quisiera averiguar si seguía confiando en ella. Oh, sí, Violante se parecía a su padre. Amaba jugar con el miedo y el poder tanto como éste, ese eterno medir fuerzas hasta la muerte. ¿Por qué seguía confiando en ella a pesar de llevar las manos atadas?
Otros dos túneles tan angostos como el primero se bifurcaban en la oscuridad. Cuando Tullio la miró interrogante, Violante, sin vacilar, señaló el izquierdo. Era una mujer extraña, parecía mucho más vieja de lo que era, tanta frialdad, tanto autodominio.
Jamás olvides de quién es hija.
Cuántas veces se lo había encarecido el Príncipe Negro, y Mo comprendía cada vez mejor de qué pretendía advertirle. A Violante la rodeaba la misma crueldad que él había percibido cerca de su padre, la misma impaciencia con los demás, la misma convicción de ser más inteligente que la mayoría, mejor… más importante.