Los burlará a todos…
Fenoglio se acercó a la ventana mientras el hombre de cristal se enderezaba el cabestrillo con un suspiro cargado de reproches. ¿Habría preparado Mortimer un plan? Maldita sea, ¿cómo iba a saberlo? Mortimer no era su personaje, aunque interpretase a uno. «¡Todo esto es muy enojoso!», pensó Fenoglio, pues si fuera uno de ellos, yo seguramente podría decir lo que ahora sucede detrás de esos muros tres veces malditos.
Alzó la vista hacia el castillo con expresión sombría. Pobre Meggie. Seguro que volvería a echarle la culpa de todo. Su madre sin duda lo haría. Qué bien recordaba Fenoglio la mirada suplicante de Resa.
¡Tienes que escribir para hacernos regresar! ¡Nos lo debes!
Sí, quizá habría debido intentarlo. ¿Qué ocurriría si mataban a Mortimer? ¿No sería entonces mejor para todos ellos regresar? ¿Qué iba a hacer entonces él allí? ¿Contemplar cómo la Víbora inmortal y Nariz de Plata continuaban relatando su historia?
—¡Claro que es aquí! ¿No has oído lo que ha dicho ella? Que subamos la escalera. ¿Ves por aquí otra escalera? ¡Darius, por Dios!
Cuarzo Rosa olvidó su brazo roto y atisbo hacia la puerta. ¿Qué voz de mujer era ésa?
Llamaron, pero antes de que Fenoglio pudiera contestar «adelante», la puerta se abrió y una mujer bastante robusta entró tan precipitadamente en la estancia que Fenoglio retrocedió sin querer, golpeándose la cabeza contra la vertiente del tejado. A juzgar por su atuendo, la mujer parecía venir derechita de una función de teatro barata.
—Ahí lo tienes. ¡Es él! —anunció ella examinándolo con tal desprecio que Fenoglio fue consciente de cada uno de los agujeros de su blusón. «Conozco a esa mujer», se dijo. Pero ¿de qué?
—¿Qué pasa aquí, hmmm? —ella le golpeó muy fuerte en el pecho con el dedo, como si quisiera clavárselo en su viejo corazón. Y también había visto ya a ese tipo flaco que estaba detrás de ella. Pues claro, en…
—¿Por qué han izado en Umbra la bandera de Cabeza de Víbora? ¿Quién es ese individuo repugnante de la nariz de plata? ¿Por qué han amenazado a Mortimer con sus lanzas, y desde cuándo, ¡por todos los santos!, porta una espada?
La devoradora de libros. ¡Claro! Elinor Loredan. Meggie le había hablado muchísimo de ella. El mismo la había visto por última vez a través de una reja, en una de las perreras de la plaza durante las fiestas de Capricornio. Y ese tipo amedrentado de mirada de buho era el lector tartamudo de Capricornio. Aunque ni con su mejor voluntad acertaba ya a recordar su nombre. ¿Qué hacían allí esos dos? ¿Es que entretanto había una visa turista para participar en su historia?
—Reconozco que respiré aliviada al ver vivo a Mortimer —prosiguió su imprevisto huésped (¿es que nunca necesitaba coger aire?)—. Sí, de veras, gracias a Dios parece sano y salvo, aunque no me gustó nada que entrase solo a ese castillo. Pero ¿dónde están Resa y Meggie? ¿Y qué hay de Mortola, Basta y Orfeo, ese imbécil ensoberbecido?
¡Cielo santo, era una persona tan espantosa como se la imaginaba! Su acompañante… —¡Darius! Sí, justo así se llamaba él…— miraba tan embelesado a Cuarzo Rosa que éste, halagado, se pasó la mano por su pelo de cristal de color rosa pálido.
—¡Silencio! —bramó Fenoglio—. ¡Por los clavos de Cristo, cierre usted la boca!
Ni caso.
—¿Les ha sucedido algo? ¡Confiéselo! ¿Por qué Mortimer estaba solo? —le clavó de nuevo el dedo en el pecho—. Ay, sí, a Meggie y a Resa les ha sucedido algo, algo atroz… Las ha pisado un gigante, las han ensartado…
—¡No les han hecho nada! —la interrumpió Fenoglio—. Están con el Príncipe Negro.
—¿Con el Príncipe Negro? —sus ojos se volvieron casi tan grandes como los de su acompañante con gafas—. ¡Oh!
—Así es. Y si aquí va a sucederle algo horrible a alguien, será a Mortimer. Por eso —Fenoglio la cogió sin miramientos por el brazo y la condujo hacia la puerta—, déjeme solo ahora mismo, demonios, para que pueda reflexionar.
Eso la hizo callar. Pero su silencio no duró mucho.
—¿Algo horrible? —inquirió ella.
Cuarzo Rosa apartó las manos de sus oídos.
—¿A qué se refiere? ¿Quién escribe entonces lo que aquí sucede? Usted, ¿no es cierto?
¡Maravilloso! ¡Y ahora, encima, hurgaba con sus dedos toscos en su peor herida!
—¡Pues no! —respondió furioso—. Esta historia se cuenta sola, y Mortimer ha impedido que hoy tomase un giro muy desagradable. Pero por desgracia eso seguramente le costará el cuello, y en ese caso sólo puedo aconsejarle que coja a su esposa y a su hija y regrese con ambas lo antes posible al lugar de donde procede. Porque es obvio que ha encontrado usted una puerta, ¿no es así?
Con estas palabras, Fenoglio abrió la suya, pero la señora Loredan volvió a cerrarla sin miramientos.
—¿Que le va a costar el cuello? ¿Qué significa eso? —y de un tirón, liberó el brazo de su mano (¡cielos, esa mujer tenía la fortaleza de un hipopótamo!).
—Eso significa que lo ahorcarán, o lo decapitarán, o lo descuartizarán o cualquier otra modalidad de ejecución que se le ocurra a Cabeza de Víbora como modo de ejecutar al hombre que se ha convertido en su peor enemigo.
—¿Su peor enemigo? ¿Mortimer? —con cuánta incredulidad fruncía el ceño esa mujer… como si él fuera un viejo idiota que no sabía de qué hablaba.
—Él lo convirtió en un bandido.
Cuarzo Rosa. Miserable traidor. Su dedo de cristal apuntaba tan despiadadamente a Fenoglio que a éste le habría gustado cogerlo y partirlo por la mitad.
—Le gustan las canciones de bandidos —Cuarzo Rosa informó en voz baja a sus dos visitantes con absoluta familiaridad, como si los conociera de toda la vida—. Está obsesionado con ellos, y el pobre padre de Meggie se enredó en sus bellas palabras como una mosca en una telaraña.
Aquello era demasiado. Fenoglio se dirigió hacia Cuarzo Rosa, pero la devoradora de libros se interpuso en su camino.
—¡No se atreva a poner las manos encima a este indefenso hombre de cristal! —ella lo miraba como un bulldog. ¡Cielos, qué mujer tan espantosa!—. ¿Mortimer un bandido? Si es la persona más pacífica que conozco.
—¿Ah, sí? —Fenoglio levantó tanto la voz que Cuarzo Rosa se tapó sus orejas ridículamente pequeñas con las manos—. Bueno, a lo mejor incluso la persona más pacífica deja de serlo si están a punto de matarlo de un tiro, lo separan de su mujer y lo encierran cuatro semanas en una mazmorra; vamos, digo yo. Y todo eso, diga lo que diga este embustero hombre de cristal, no fue obra mía. Al contrario, sin mis palabras, Mortimer a buen seguro habría muerto hace mucho.
—¿Un tiro? ¿Mazmorra? —la señora Loredan lanzó una mirada atónita al tartamudo.
—Es una larga historia, Elinor —contestó éste con voz suave—, y quizá deberías oírla.
Pero antes de que Fenoglio pudiera decir nada al respecto, Minerva asomó la cabeza por la puerta.
—Fenoglio —dijo echando un breve vistazo a sus visitantes—. No hay manera de calmar a Despina. Está muy preocupada por Arrendajo y quiere que le cuentes cómo se salvará.
Lo que faltaba. Fenoglio exhaló un profundo suspiró e intentó pasar por alto el resoplido burlón de Cuarzo Rosa. Tenía que abandonarlo en el Bosque Impenetrable, sí, eso debía hacer.
—Mándamela aquí —dijo, aunque no tenía la menor idea de lo que le iba a contar a la pequeña.
Ay, ¿qué había sido de los días en que su cabeza rebosaba de ideas? Unas ideas, sin embargo, que ahora se ahogaban en tanta desdicha, eso era.
—¿Arrendajo? ¿No llamó así a Mortimer ese tipo de la nariz de plata?
Cielos, por un momento había olvidado por completo a su visitante.
—¡Fuera! —vociferó—. ¡Fuera de mi habitación, fuera de mi historia, que ya tiene demasiados visitantes!
Pero esa mujer desvergonzada se sentó en la silla delante de su pupitre, se cruzó de brazos y plantó los pies en su suelo como si pretendiera echar raíces.
—De eso, nada. Deseo escuchar la historia —insistió—. De cabo a rabo.
La cosa se ponía cada vez mejor. Qué día tan desafortunado… y eso que aún no había concluido.
—¿Tejedor de Tinta? —Despina estaba en la puerta, con la cara llorosa.
Al ver a los dos desconocidos, dio involuntariamente un paso atrás, pero Fenoglio se le acercó y la cogió de la mano.
—Minerva dice que quieres que te hable de Arrendajo.
Despina asintió avergonzada, sin apartar la vista de los visitantes de Fenoglio.
—Bien, pues presta atención —dijo Fenoglio, sentándose en su cama y poniéndola en su regazo—. Mis dos visitantes también quieren oír algo sobre Arrendajo. ¿Qué te parece si nosotros dos les contamos la historia entera?
Despina asintió.
—¿Cómo burló a Cabeza de Víbora y rescató al Bailarín del Fuego de entre los muertos? —musitó la niña.
—Exacto —precisó Fenoglio—. Y después, los dos averiguaremos la continuación. Sencillamente seguiremos tejiendo la canción. Al fin y al cabo, soy el Tejedor de Tinta, ¿no es cierto?
Despina asintió y lo miró tan esperanzada que su viejo corazón se agitó en su pecho. «Un tejedor al que se le han acabado los hilos», pensó. Pero, no, los hilos seguían allí, todos, y él ya no podía anudarlos.
De repente la señora Loredan guardó silencio, contemplándolo tan esperanzada como Despina. También Cara de Buho lo miraba ardiendo de impaciencia por escuchar las palabras de sus labios.
Sólo Cuarzo Rosa le dio la espalda y continuó removiendo la tinta, como si quisiera recordarle el tiempo que llevaba sin utilizarla.
—Fenoglio —rogó la niña pasándole la mano por su cara arrugada—, empieza.
—Sí, empiece usted —coincidió la devoradora de libros.
Elinor Loredan. Fenoglio todavía no le había preguntado cómo había llegado hasta allí. Como si no hubiera bastantes mujeres en esa historia. ¡Y el tartamudo no sería precisamente una mejora!
Despina le tiró de la manga. ¿De dónde procedía la esperanza que reflejaban sus ojos llorosos? ¿Cómo había sobrevivido esa esperanza a la perfidia de Pájaro Tiznado y al miedo en el oscuro calabozo? «Niños», pensó Fenoglio mientras estrechaba con firmeza la manita de Despina. Si alguien podía traer de vuelta las palabras, seguramente sería ella.
Y en el tiempo posterior, en el más sutil, ¿qué aventuras ocurrieron?
Oh, ella fue un pájaro y una maga y señora del agua y del fuego.
Franz Werfel
,
Beschwörungen 1918-1921
La casa en la que vivía Fenoglio le recordó a Orfeo otras en las que había residido no hacía mucho tiempo: una construcción miserable, torcida e inclinada, con moho en los muros y ventanas, a través de las cuales se veían otras casas igual de miserables… y encima llovía dentro, porque en ese mundo los cristales eran cosa de ricos. Miserable. Cómo odiaba esconderse en el rincón más oscuro del patio trasero, donde las arañas se deslizaban por sus mangas de terciopelo y las cagadas de gallina arruinaban sus caras botas, sólo porque la patrona de Fenoglio atacaba con la horquilla del estiércol a cualquiera que anduviera por su patio desde que Basta había matado allí mismo, ante sus ojos, a un titiritero. Pero ¿qué remedio le quedaba? Tenía que saberlo. ¡Tenía que saber si Fenoglio volvía a escribir!
¡Ojalá regresara ese inútil hombre de cristal antes de que él se hundiera en el lodo hasta las rodillas! Una gallina flaca cruzó con paso torpe y desgarbado, y Cerbero gruñó. Orfeo le cerró el hocico a toda prisa. Cerbero. Por supuesto que se había alegrado cuando arañó de repente su puerta, pero su pensamiento siguiente había atenuado mucho la alegría: ¿cómo había llegado el perro hasta allí? ¿Había retomado la escritura Fenoglio? ¿Había llevado Dedo Polvoriento el libro al anciano? Todo eso no tenía sentido, pero necesitaba saberlo. ¿Quién sino Fenoglio podía haber inventado la conmovedora escena que había representado Arrendajo delante del castillo? ¡Ah, cómo lo amaban todos por ella! Aunque en el ínterin seguro que Pífano lo habría medio molido a golpes… cuando el encuadernador de libros cruzó a caballo esa maldita puerta del castillo se convirtió en un dios. ¡Arrendajo, noble víctima propiciatoria! ¡Eso sonaba a Fenoglio como que él se llamaba Orfeo!
Como es natural, Orfeo había enviado primero a Oss con el hombre de cristal, pero había dejado que la patrona de Fenoglio los sorprendiera. No había ningún rincón oscuro en el que cupiera ese tarugo, y Hematites ni siquiera había llegado a la escalera de Fenoglio. Una gallina lo persiguió por el barro y un gato estuvo a punto de arrancarle de un bocado su cabeza de cristal… no, la verdad es que, aunque los hombres de cristal no fueran los espías ideales, su tamaño era muy práctico. Lo mismo cabía afirmar de las hadas, pero éstas olvidaban cualquier encargo antes incluso de haber salido revoloteando por la ventana. Al fin y al cabo, también Fenoglio utilizaba a su hombre de cristal para espiar, aunque demostrase una lamentable torpeza en esas lides.
No, Hematites era mucho más ingenioso. Aunque, al contrario que el hombre de cristal de Fenoglio, padecía vértigo, lo que excluía caminar por los tejados, y también en el suelo se las arreglaba tan mal que lo mejor era depositarlo enseguida ante la escalera de Fenoglio, si querías asegurarte de que no se extraviase inexorablemente. ¿Dónde demonios se habría metido? Admitido, para un hombre de cristal esa escalera equivalía a una escalada, pero no obstante… En el cobertizo detrás del que estaba Orfeo baló una cabra —seguramente olfateaba al perro— y a través de la piel de sus botas se filtraba un líquido cuyo sospechoso olor complacía sobremanera a Cerbero, pues olfateaba tan ansioso por el barro que Orfeo tenía que tirar de él una y otra vez.
¡Vaya, ahí llegaba por fin Hematites! Saltaba de peldaño en peldaño con la agilidad de un ratón. Fabuloso. Sí, para ser un hombre de cristal era un pequeño tipo duro. Ojalá sus descubrimientos compensaran las botas que había echado a perder.
Orfeo soltó la cadena del collar de Cerbero, que a falta de correa había mandado fabricar en la calle de los herreros, y el can trotó hasta la escalera y recogió al hombre de cristal, que protestaba, del último escalón. Hematites afirmaba que las babas del perro le provocaban una erupción cutánea en su piel de cristal, pero ¿cómo si no iba él a caminar por el barro con sus miembros torpes? Una vieja acechaba por la ventana cuando el perro trotó de vuelta hacia Orfeo, mas por fortuna no era la casera de Fenoglio.
—¿Y bien? —Cerbero dejó caer al hombre de cristal en las manos extendidas de Orfeo. Puaj, la baba de perro era horrible.