Violante… Nada más establecerse en Umbra, Orfeo le había ofrecido sus servicios, pero ella los había rechazado, notificándole que ya tenía un poeta… No se mostró muy amable.
—Sí, sí. El quiere matar a la Víbora. Se ha introducido en el castillo como una marta en un gallinero. Hasta las hadas lo cantan en sus absurdas danzas, pero sólo la Urraca escucha —Mortola se encorvó. Hasta su tos se asemejaba ya a un graznido.
¡Estaba loca! Cómo lo miraba con sus pupilas tan negras e inmóviles que parecían más las de un pájaro que las de una persona. Orfeo se estremeció.
—¡Sí, yo sé lo que se propone! —susurró—. Y me digo: Mortola, déjalo vivir, aunque te cueste. Mata a su mujer o, mejor todavía, a su amada hija, y aletea hasta su hombro cuando reciba la noticia para escuchar cómo se le parte el corazón. Pero déjalo vivir hasta que Cabeza de Víbora le entregue el Libro Vacío, por todos los dolores que ha ocasionado a la madre de Capricornio. Y si el Príncipe de la Plata fuera realmente tan estúpido como para confiar a su peor enemigo el libro que puede matarle, tanto mejor. Entonces estará presente la Urraca, y no será Arrendajo sino Mortola la que escribirá las tres palabras. ¡Oh, sí, yo también las conozco! Y la Muerte se llevará a Arrendajo y a Cabeza de Víbora y en agradecimiento por tan rico botín me devolverá al fin lo que el maldito encuadernador me arrebató con su lengua de brujo… ¡mi hijo!
¡Demonios! Orfeo se atragantó con el vino que acababa de llevarse a la boca. ¡La vieja bruja seguía soñando con el regreso de Capricornio! Bueno, y ¿por qué no, después de haber regresado de entre los muertos primero Cósimo y después Dedo Polvoriento? Aunque él se imaginaba peripecias más interesantes para esa historia que el retorno del hijo incendiario de Mortola.
—¿Crees realmente que Cabeza de Víbora traerá consigo a Umbra el Libro Vacío? —oh, intuía que se avecinaban grandes acontecimientos, acontecimientos prometedores. A lo mejor no todo estaba perdido, aunque Dedo Polvoriento le hubiera robado el libro de Fenoglio. Había otros modos de jugar un papel importante en esa historia. ¡Cabeza de Víbora en Umbra! Qué posibilidades abría eso…
—¡Claro que vendrá! La Víbora es más necia de lo que la mayoría cree —Mortola se sentó en una de las sillas dispuestas para la elegante clientela de Orfeo. El viento entró por las ventanas sin cristales e hizo titilar las velas que las criadas habían traído, presurosas. Las sombras bailaban cual pájaros negros sobre las paredes pintadas de blanco.
—¿Así que el Príncipe de la Plata se dejará engañar por segunda vez por el encuadernador? —el propio Orfeo se sorprendió del odio que destilaba su voz. Constató, asombrado, que para entonces deseaba la muerte de Mortimer casi con tanta ansia como Mortola—. Hasta Dedo Polvoriento lo sigue ahora. Es evidente que la Muerte le ha hecho olvidar lo que ese noble héroe le hizo —se quitó las gafas para frotarse los ojos, como si con ese gesto pudiera borrar también el recuerdo de la cara de rechazo de Dedo Polvoriento. ¡Sí, solamente por eso se había vuelto contra él! Porque Mortimer lo había embrujado con su maldita voz. Los embrujaba a todos. Ojalá Pífano le corte la lengua antes de que lo descuarticen. Quería contemplar cómo los perros de Pardillo lo despedazaban, cómo Pífano le arrancaba la piel a tiras y cortaba en trocitos su noble corazón… ¡Ay, si al menos pudiera escribir esa canción sobre Arrendajo!
La voz de Mortola arrancó a Orfeo de sus sueños sangrientos.
—Es muy fácil tragarse esos granos —jadeó ella, mientras se encorvaba, las manos como garras engarfiadas a los brazos de la silla—. Tienes que colocarlos bajo la lengua, pero son pequeños y resbaladizos, y si por equivocación van a parar en demasiada cantidad a tu estómago, el pájaro también volverá en tiempos en los que no le has llamado.
Ella enderezó de golpe la cabeza, igual que hacía la urraca, abrió la boca como si fuera un pico y apretó los dedos contra los labios incoloros.
—¡Presta atención! —advirtió Mortola mientras volvía a agitarse—. Quiero que vayas al castillo en cuanto Cabeza de Víbora llegue a Umbra y lo prevengas contra su hija. Dile que pregunte a Balbulus, el iluminador, cuántos libros sobre Arrendajo le ha encargado ya Violante. Convéncelo de que su hija está poseída por su peor enemigo y de que hará todo lo posible por salvarlo. Díselo con las palabras más bellas que conozcas. Utiliza tu voz igual que intentará hacer Lengua de Brujo. Te gusta mucho fanfarronear diciendo que tu voz es mucho más impresionante que la suya. ¡Demuéstralo!
A Mortola le dio una arcada… y escupió otro grano en su mano extendida.
Oh, sí, era astuta aunque estuviera loca de remate, y seguro que lo mejor era dejarla creer que podía seguir presumiendo de ser su señora, aunque él sentía tal asco y tantas arcadas que habría escupido el vino a los pies. Orfeo se limpió unas motas de polvo de la manga con artísticos bordados. Sus ropas, su casa, las criadas… ¿Cómo podía estar la vieja tan ciega para creer que él volvería a ser su criado? ¡Ni que hubiera venido a ese mundo para ejecutar los planes de otros! ¡Oh, no, allí sólo se servía a sí mismo! Así se lo había jurado.
—No es mala idea —Orfeo se esforzó para que su voz pareciera servil, como de costumbre—. Pero ¿qué será de todos los nobles amigos de Arrendajo? Seguramente él no confía únicamente en el apoyo de Violante. ¿Qué hay del Príncipe Negro…? —y de Dedo Polvoriento, añadió en su mente, aunque no pronunciase su nombre. De Dedo Polvoriento quería vengarse en persona.
—El Príncipe Negro, ah, sí. Otro de esos nobles majaderos. Mi hijo ya se enfadó con él —Mortola guardó el grano que había escupido con los demás—. Me ocuparé de él. Y de la hija de Lengua de Brujo. La chica es casi tan peligrosa como su padre.
—¡Bobadas! —Orfeo se sirvió otro jarro de vino. El vino aumentaba su valor.
Mortola lo observaba despectiva. Sí, todavía lo consideraba un mentecato servil. Tanto mejor. Se frotó los escuálidos brazos y se estremeció como si las plumas quisieran volver a perforar su piel.
—¿Qué me dices del viejo? El que al parecer escribió a la hija de Dedo Polvoriento las palabras que le arrebaté en el Castillo de la Noche? ¿Escribe él el arrojo en el corazón del encuadernador de libros?
—No, Fenoglio ya no escribe. Pero a pesar de todo, si lo matas, no tendré nada que objetar. Muy al contrario… es un sabihondo insoportable.
Mortola asintió, aunque parecía distraída.
—He de irme —dijo, levantándose insegura de la silla—. Tu casa es sofocante como una mazmorra.
Oss yacía delante de la puerta cuando Mortola la abrió. Gruñó en sueños cuando ella pasó por encima de él.
—¿Es tu guardaespaldas? —preguntó—. No pareces tener muchos enemigos.
Aquella noche Orfeo tuvo un sueño inquieto. Soñó con pájaros, muchos pájaros, pero cuando alboreaba y el alba peló Umbra como una fruta pálida de las sombras de la noche, se acercó a la ventana de su dormitorio con renovada confianza.
—¡Buenos días, Arrendajo! —musitó, la vista clavada en las torres del castillo—. ¡Espero que hayas tenido una noche insomne! Seguramente aún crees que los papeles de esta historia están repartidos, pero basta ya de interpretar al héroe. Arriba el telón, acto segundo: Orfeo sale a escena. ¿En qué papel? En el del malvado, naturalmente. ¿Acaso no ha sido siempre el protagonista?
Esa noche había un olor a
tiempo
en el aire. (…) ¿Cómo olía el tiempo? A polvo y a relojes y a gente. Y cuando uno se preguntaba qué ruido hacía el tiempo, sonaba como el agua fluyendo dentro de una oscura cueva, como voces llorosas y terrones de tierra cayendo sobre huecas tapas de ataúd, y como la lluvia.
Ray Bradbury
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Crónicas marcianas
Farid no presenció la entrada de Arrendajo a caballo en el castillo de Umbra.
—Tú te quedas en el campamento.
Dedo Polvoriento no tuvo que decir más para que Farid notara el miedo como una mano en la garganta capaz de estrangularlo hasta la muerte. Recio esperó con él entre las tiendas vacías, porque el Príncipe Negro no lo creía capaz de transformarse en una mujer. Pasaron allí muchas horas, pero cuando al fin Meggie y los demás regresaron, Dedo Polvoriento no venía con ellos ni tampoco Arrendajo.
—¿Dónde está? —el Príncipe Negro era el único al que Farid se atrevía a preguntar, aunque su rostro oscuro estaba tan serio que ni siquiera el oso se atrevía a acercarse a él.
—En el mismo lugar que Arrendajo —contestó el Príncipe y, al ver la cara de consternación de Farid, añadió:— No, en el calabozo no, pero cerca. La Muerte los ha atado el uno al otro y solamente ella volverá a separarlos.
Cerca de él.
Farid miró la tienda en la que dormía Meggie. Creyó oírla llorar, pero no se atrevió a acercarse. Meggie todavía no le había perdonado que convenciera a su padre para aceptar el trato de Orfeo, y Doria estaba sentado ante su tienda. Para el gusto de Farid, éste se encontraba con excesiva frecuencia cerca de Meggie, pero por suerte entendía tan poco de chicas como su poderoso hermano.
Los recién llegados se sentaron cabizbajos alrededor del fuego. Algunos ni siquiera se quitaron los vestidos de mujer, pero el Príncipe Negro no les dejó tiempo para ahogar en alcohol el miedo a lo que se avecinaba. Los mandó de caza. Al fin y al cabo, si querían esconder de Pífano a los niños de Umbra, necesitaban provisiones, carne seca y pieles que dieran calor.
Pero ¿qué le importaba eso a Farid? Él no pertenecía a los bandidos, ni a Orfeo, ni siquiera a Meggie. Sólo pertenecía a uno, y de ése tenía que mantenerse alejado, por miedo a provocar su muerte…
Estaba oscureciendo —los bandidos seguían ahumando carne y tensando pieles entre los árboles—, cuando Gwin llegó corriendo del bosque. Farid confundió a la marta con Furtivo, hasta que vio el hocico canoso. Sí, era Gwin. Desde la muerte de Dedo Polvoriento consideraba su enemigo a Farid, pero esa noche le mordió en las pantorrillas, como hacía antes cuando quería invitarlo a jugar, y gañó hasta que la siguió.
La marta era veloz, demasiado veloz incluso para los pies de Farid, que escapaba de cualquier persona, pero Gwin lo esperaba una y otra vez, con el rabo contrayéndose de impaciencia, y Farid corrió tras la marta tan deprisa como se lo permitía la oscuridad, sabedor de quién la había enviado.
Encontraron a Dedo Polvoriento donde los muros del castillo limitaban la ciudad de Umbra, y la montaña, a cuyo flanco se situaba la ciudad, ascendía tan empinada que ninguna casa encontraba ya apoyo. Sólo arbustos espinosos cubrían la pendiente, y el muro del castillo, sin ventanas, surgía de ella, hostil como un puño de piedra, interrumpido sólo por un par de hendiduras enrejadas que permitían penetrar en las mazmorras justo el aire necesario para que los prisioneros no se asfixiasen antes de la ejecución. Nadie permanecía mucho tiempo en las mazmorras del castillo de Umbra. Las sentencias se dictaban deprisa y los castigos se ejecutaban a la misma velocidad. ¿Para qué mantener con vida a quien se quería ahorcar? Para Arrendajo vendría un juez ex profeso del otro lado del bosque. Cinco días, musitaban, cinco días precisaría Cabeza de Víbora para llegar a Umbra en su carruaje de cortinas negras… y nadie sabía si después de su llegada Arrendajo viviría siquiera un día más.
Dedo Polvoriento apoyaba los hombros contra el muro, la cabeza inclinada como si escuchase. Las profundas sombras que proyectaba el castillo lo hacían invisible a los ojos de los guardianes que recorrían las almenas de un lado a otro.
Dedo Polvoriento no se volvió hasta que Gwin saltó hacia él. Farid, preocupado, alzó la vista hacia los centinelas antes de correr hacia él, pero éstos no se fijaban en un chico o un hombre. Un hombre solo no podría liberar a Arrendajo. No. Los soldados de Pardillo se fijaban únicamente en grupos de hombres, que vendrían del bosque cercano o que se descolgarían con cuerdas por la pendiente encima del castillo… aunque Pífano debía saber que ni siquiera el Príncipe Negro se atrevería a atacar el castillo de Umbra.
Por encima de las torres, el cielo brillaba verde negruzco debido al fuego de Pájaro Tiznado. Pardillo lo estaba celebrando. Con ese motivo Pífano había ordenado a todos los juglares que compusieran canciones sobre su astucia y la derrota de Arrendajo, pero pocos habían obedecido esa orden. La mayoría callaba y entonaba otra canción silenciosa sobre la tristeza en Umbra y las lágrimas de las mujeres que, aunque habían recuperado a sus hijos, habían perdido la esperanza.
—Dime, ¿qué te parece el fuego de Pájaro Tiznado? —susurró Dedo Polvoriento cuando Farid se apoyó a su lado contra el muro del castillo—. Nuestro amigo ha aprendido unas cuantas cosas, ¿no crees?
—Sigue siendo un chapucero —contestó Farid también en voz muy baja, y Dedo Polvoriento sonrió, aunque su rostro recobró la seriedad al levantar la vista hacia los muros sin ventanas.
—Pronto será medianoche —musitó—. A Pífano le encanta manifestar su hospitalidad a los prisioneros a esta hora. Con puños, palos y botas —colocó las manos junto al muro y lo acarició, deseando que las piedras le revelaran lo que sucedía en las celdas, al otro lado—. Todavía no está con él —susurró—. Pero no tardará mucho.
—¿Cómo lo sabes? —Farid pensaba a veces que había regresado de la muerte no el hombre que él había conocido sino otro.
—Lengua de Brujo, Arrendajo o como quieras llamarlo… —precisó en voz queda—, desde que su voz me trajo de vuelta, sé lo que siente como si la Muerte hubiera trasplantado su corazón en mi pecho. Y ahora cázame un hada. O Pífano lo dejará medio muerto a golpes antes de que salga el sol. Pero tráeme una de las multicolores. Orfeo, con mucho sentido práctico, las dotó de su propia vanidad, y por un par de cumplidos puedes convencerlas de cualquier cosa.
Encontró el hada con rapidez. Las hadas de Orfeo estaban por todas partes, y aunque el invierno no las adormilaba tanto como a las hadas azules de Fenoglio, a esa hora fue un juego de niños coger a una en su nido. Mordió a Farid, pero él le sopló en la cara, como Dedo Polvoriento le había enseñado, hasta que comenzó a respirar con dificultad y sus mordiscos cesaron. Dedo Polvoriento le susurró unas palabras y la diminuta criatura voló hacia una de las ranuras de ventilación enrejadas, desapareciendo en su interior.
—¿Qué le has dicho?
Encima de ellos el fuego verde cardenillo de Pájaro Tiznado seguía devorando la noche, el cielo, las estrellas y la luna, y en el aire flotaba un humo tan irritante que a Farid le lloraban los ojos.