Un nuevo murmullo se alzó entre los bandidos. El Príncipe Negro no pareció sorprenderse. Así que Mo también se lo había contado. A él y no a ella. «¡Está cambiando!», pensó Resa. Las palabras lo cambian. Esta vida lo cambia. Aunque sólo sea un juego. Suponiendo que lo sea…
—Pero eso es imposible. Si lo has mojado, se enmohecerá, y tú mismo has repetido una y otra vez que el moho mata a los libros tan concienzudamente como el fuego.
¡Qué reproches traslucía la voz de Meggie! Secretos… Nada devora más deprisa el amor.
Mo miró a su hija. Eso era en el otro mundo, Meggie, decía su mirada. Pero su voz dijo algo diferente.
—Bien. Cabeza de Víbora me abrió los ojos. El libro seguirá protegiéndolo contra la muerte… si sus páginas siguen sin ser escritas.
«¡No!», pensó Resa. Sabía lo que vendría ahora, y quiso taparse los oídos con las manos a pesar de que no había nada en el mundo que ella amase más que la voz de Mo. Casi había olvidado la cara de él durante los años transcurridos al servicio de Mortola, pero siempre había recordado su voz. Ahora sin embargo no parecía la de su marido, sino la de Arrendajo.
—Cabeza de Víbora todavía cree que sólo yo puedo salvar el libro —Mo no hablaba alto, pero todo el Mundo de Tinta parecía henchido de su voz. Esta parecía haber estado siempre allí, entre los árboles de altura infinita, los hombres harapientos, las hadas adormiladas en sus nidos—. Si yo fuese a verlo con la promesa de curarlo, me lo daría. Y entonces… un poco de tinta, una pluma, sólo cuesta unos segundos escribir tres palabras. ¿Qué ocurriría si su hija me proporcionase esos segundos?
Su voz dibujó la escena en el aire, y los bandidos escucharon atentos como si vieran ya el devenir de los acontecimientos. Hasta que Birlabolsas rompió el hechizo.
—¡Estás loco! ¡Loco de remate! —exclamó con voz ronca—. Seguramente te has creído lo que dicen sobre ti todas las canciones… que eres invulnerable, el invencible Arrendajo. La Fea te venderá y su padre te arrancará la piel a tiras si vuelves a caer en sus manos. Sí, eso hará, y se tomará para ello algo más que unos segundos. ¡Pero tu afición a jugar al héroe también nos costará el cuello a todos nosotros!
Resa vio cómo los dedos de Mo se cerraban alrededor de la empuñadura de su espada, pero el Príncipe Negro le puso una mano sobre el brazo.
—A lo mejor tendría que jugar menos al héroe si tú y tus hombres lo hicierais con más frecuencia, Birlabolsas —le dijo.
Birlabolsas se levantó con amenazadora lentitud, pero antes de que pudiera decir nada Recio alzó su voz con la rapidez de un niño que desea arreglar la riña de sus padres.
—¿Y si Arrendajo tuviese razón? ¡A lo mejor es verdad que la Fea quiere ayudarnos! Ella siempre se ha portado bien con los titiriteros. Antes incluso venía a vernos a nuestro campamento. Y da de comer a los pobres y hace acudir a Buho Sanador al castillo cuando Pardillo ha mandado cortar la mano o el pie de algún pobre desgraciado.
—¡Uy, sí, qué generosidad! —Ardacho esbozó una mueca de sarcasmo, como tantas veces en las que Recio decía algo, y la corneja que se apoyaba en su hombro soltó un graznido burlón—. ¿Qué hay de sublime en regalar las sobras de la cocina y las ropas que ya no te apetece ponerte? ¿Acaso va por ahí la Fea envuelta en harapos como mi madre y mis hermanas? ¡No! Seguramente a Balbulus se le ha terminado el pergamino y ella quiere comprar más con la recompensa que ofrecen por Arrendajo.
Algunos bandidos rieron de nuevo. Pero Recio miró inseguro al Príncipe Negro. Su hermano le susurró unas palabras y lanzó una mirada de animadversión a Ardacho. «¡Por favor, Príncipe!», pensó Resa. «Di a Mo que se olvide de las palabras de Violante. ¡A ti te hará caso! ¡Y ayúdale también a olvidarse del libro que encuadernó para el padre de ésta! ¡Te lo suplico!»
El Príncipe Negro la miró como si hubiera escuchado su muda súplica. Sin embargo, su rostro oscuro siguió impenetrable, tan impenetrable como solía ser para ella el rostro de su marido.
—Doria —dijo él—, ¿crees que podrías pasar junto a los guardianes del castillo y tratar de averiguar algo con los soldados de Violante? A lo mejor uno de ellos escuchó cuál es la misión exacta de Pífano.
Recio abrió la boca como si quisiera protestar. Amaba a su hermano y hacía lo imposible para protegerlo, pero a la edad de Doria a uno ya no le apetece que le protejan.
—Seguro. Eso es fácil —respondió con una sonrisa que mostraba cuan gustosamente ejecutaba el encargo del Príncipe—. Conozco a algunos desde que tengo uso de razón. La mayoría apenas es mayor que yo.
—Bien —el Príncipe Negro se levantó. Sus siguientes palabras estaban dirigidas a Mo, aunque no lo miró—. Por lo que se refiere a la oferta de Violante, coincido con Ardacho y Birlabolsas. Es posible que Violante sienta debilidad por los titiriteros y compasión por sus súbditos, pero es hija de su padre y no debemos confiar en ella.
Todas las miradas se dirigieron a Arrendajo.
Pero éste calló.
Para Resa su silencio fue más elocuente que las palabras. Conocía ese silencio tan bien como Meggie. Resa vio el miedo dibujado en el rostro de su hija cuando ésta comenzó a tratar de convencer a Mo. Sí, seguro que para entonces también Meggie percibía cuan fuertemente había enredado a su padre esa historia, aunque él mismo la había prevenido en su día precisamente contra eso. Las letras lo arrastraban cada vez más hacia abajo, como si fuesen un remolino de tinta, y de nuevo rondó a Resa el espantoso pensamiento que le había acometido con tanta frecuencia a lo largo de las últimas semanas: el día que Mo había yacido en la fortaleza quemada de Capricornio, herido de muerte, las Mujeres Blancas se habían llevado consigo una parte de él al lugar en el que también había desaparecido Dedo Polvoriento, y ella no volvería a ver esa parte de él mas que allí. En el lugar en el que terminan todas las historias.
Si te vas, el espacio se cierra tras de ti como en el agua,
No mires atrás: estás solo a tu alrededor,
El espacio es sólo tiempo que se visualiza de otra forma.
No podemos abandonar los lugares que amamos.
Ivan V. Laliç
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Places We Love»
—¡Por favor, Mo! ¡Pregúntale a él!
Al principio Meggie creyó que sólo había oído en sueños la voz de su madre, en uno de los sueños tenebrosos que en ocasiones le enviaba el pasado. Resa parecía tan desesperada… Pero cuando Meggie abrió los ojos, escuchó su voz. Y al atisbar fuera de la tienda, vio a sus padres parados entre los árboles, separados por apenas unos pasos de distancia, dos simples sombras en medio de la noche. El roble en cuyo tronco se apoyaba Mo era de un tamaño que Meggie sólo conocía en el Mundo de Tinta, y Resa aferraba su brazo como si quisiera obligarle a prestarle atención.
—¿No lo hemos hecho siempre así? Cuando a uno de nosotros ya no le gustaba una historia, cerrábamos el libro. ¿Has olvidado, Mo, cuántos libros hay? Encontremos otro que nos cuente su historia, una historia cuyas palabras sigan siendo palabras y no nos conviertan en carne de su carne.
Meggie echó un vistazo a los bandidos que yacían a escasos metros de distancia, bajo los árboles. Muchos de ellos dormían al raso, a pesar de que las noches eran ya muy frías, pero la voz desesperada de su madre no parecía haber despertado a ninguno.
—Si no recuerdo mal, fui yo quien quiso cerrar este libro hace mucho tiempo —la voz de su padre era tan gélida como el aire que penetraba hasta Meggie a través de las bandas de tela deshilachadas—. Pero Meggie y tú no queríais oír otra cosa.
—¿Cómo iba a saber yo en qué te convertiría esta historia? —a juzgar por el tono de voz, Resa parecía incapaz de contener las lágrimas.
«Acuéstate», se dijo Meggie. «Deja solos a esos dos.» Pero se quedó sentada, helada en el aire frío de la noche.
—¿Qué estás diciendo? ¿En qué me ha convertido?
Mo hablaba tan bajo como si no quisiera turbar el silencio nocturno, pero Resa parecía haber olvidado dónde estaba.
—¿En qué te ha convertido? —ella levantaba más la voz a cada palabra—. ¡Llevas una espada al cinto! Apenas duermes y pasas fuera noches enteras. ¿Crees que no sé distinguir el grito de un genuino arrendajo del de una persona? Sé cuántas veces venían a buscarte Baptista o Recio cuando estábamos en la granja… Y lo peor de todo, sé lo a gusto que los acompañas. ¡Te complace el peligro! Cabalgaste hasta Umbra a pesar de las advertencias del Príncipe. ¡Y a tu regreso, después de haber estado a punto de caer preso, te comportas como si todo eso fuera un juego!
—¿Y qué es si no? —Mo todavía hablaba tan bajo que su hija apenas le entendía—. ¿Has olvidado de qué se compone este mundo?
—¡Me da igual de qué se compone! ¡Tú puedes morir en él, Mo! Lo sabes mejor que yo. ¿Has olvidado acaso a las Mujeres Blancas? No. Hablas de ellas hasta en sueños. A veces me inclino a creer que las echas de menos…
Mo callaba, pero Meggie sabía que Resa tenía razón. Mo únicamente le había hablado una vez de las Mujeres Blancas.
—Están hechas de nostalgia, Meggie —le había dicho—. Te llenan de nostalgia el corazón, hasta que ya sólo deseas acompañarlas, te lleven donde te lleven.
—¡Por favor, Mo! —la voz de Resa temblaba—. Pide a Fenoglio que escriba para devolvernos a nuestro mundo. El lo intentará por ti. ¡Te lo debe!
Uno de los bandidos tosió en sueños, otro se acercó más al fuego… y Mo callaba. Cuando al fin respondió, parecía que hablaba con un niño. Ni siquiera a Meggie se dirigía así.
—Fenoglio ya no escribe, Resa. Ni siquiera estoy seguro de que sepa hacerlo todavía.
—Entonces acude a Orfeo. Ya has oído lo que dice Farid. Ha traído con la escritura a hadas multicolores, unicornios…
—¿Y qué? Orfeo quizá pueda incorporar algo a la historia de Fenoglio con la escritura. Pero para devolvernos junto a Elinor tendría que escribir algo de su cosecha. Dudo que sea capaz de hacerlo. ¡Y aunque así sea! Por lo que cuenta Farid, lo único que le interesa es convertirse en el hombre más rico de Umbra. ¿Tienes dinero para pagarle por sus palabras?
Esta vez Resa calló… durante tanto tiempo que parecía haberse quedado muda como antaño, cuando perdió su voz en este mundo.
Fue Mo quien finalmente rompió el silencio.
—Resa —dijo—. Si regresamos ahora, estaré en casa de Elinor y pensaré un día sí y otro también en la continuación de esta historia. ¡Pero eso no podrá contármelo ningún libro del mundo!
—No sólo quieres saber cómo continúa —ahora era su esposa la que hablaba con tono gélido—. Quieres determinar lo que sucede. Quieres intervenir en ella. Pero ¿quién te dice que volverás a encontrar algún día la salida de las letras, si cada vez te enredas más en ellas?
—¿Más? ¿Cómo es eso? He visto aquí la muerte, Resa… y he recibido una nueva vida.
—Si no quieres hacerlo por mí —Meggie percibió lo que le costaba a su madre continuar—, entonces vuelve por Meggie… y por nuestro segundo hijo. ¡Quiero que tenga un padre! Y que viva cuando nazca, y que siga siendo el mismo hombre que crió a su hermana.
Resa tuvo que esperar otro buen rato la respuesta de Mo. Gritó un mochuelo. Las cornejas de Ardacho graznaron, somnolientas, en el árbol en que se acomodaban durante la noche. Qué pacífico parecía el mundo de Fenoglio. Mo acarició con ternura la corteza del árbol en que se apoyaba, igual que solía hacer con el lomo de un libro.
—¿Y por qué sabes que Meggie no quiere quedarse aquí? Es casi adulta. Y está enamorada. ¿Crees que le apetece regresar mientras Farid se queda aquí? Y él se quedará.
Enamorada. La cara de Meggie comenzó a arder. Ella no quería que su padre dijese lo que ella misma nunca había traducido a palabras. Enamorada… sonó como una enfermedad para la que no había cura. ¿Y a veces no la consideraba también exactamente eso? Sí, Farid se quedaría. Cuántas veces se lo había repetido a sí misma cuando le había asaltado el deseo de regresar: «Farid se quedará, aunque Dedo Polvoriento permanezca entre los muertos. Él continuará buscándole y añorándole, mucho más que a ti, Meggie». Pero ¿qué se sentiría al no volver a verle? ¿Dejaría ella su corazón allí y en el futuro viviría con un agujero en el pecho? ¿Permanecería sola —igual que Elinor— limitándose a leer libros sobre el amor?
—Lo superará —oyó decir a Resa—. Se enamorará de otro.
Pero ¿qué decía su madre? «¡No me conoce!», pensó Meggie. «No me ha conocido jamás.» ¿Cómo podía conocerla si estuvo ausente?
—¿Y qué hay de tu segundo hijo? —prosiguió Resa—. ¿Quieres que nazca en este mundo?
Mo escudriñó a su alrededor, y Meggie volvió a percibir lo que ya sabía desde hacía mucho tiempo: que para entonces su padre amaba mucho ese mundo, igual que les había ocurrido en su día a Resa y a ella. A lo mejor lo amaba incluso más.
—¿Por qué no? —inquirió él a su vez—. ¿Quieres que nazca en un mundo en el que sólo encuentre aquello que añora en los libros?
La voz de Resa tembló al contestar, pero sólo la furia resonaba en ella.
—¿Cómo puedes decir eso? Todo lo que encuentras aquí nació en nuestro mundo. ¿De dónde si no lo sacó Fenoglio?
—¿Y yo qué sé? ¿De verdad sigues creyendo que sólo existe un mundo real y los demás son pálidos reflejos suyos?
En alguna parte aulló un lobo, y otros dos contestaron. Uno de los centinelas salió de entre los árboles y echó leña al fuego moribundo. Se llamaba Azotacalles. A ninguno de los bandidos se los conocía por su nombre de pila. Tras una mirada curiosa hacia Mo y Resa desapareció en la espesura.
—No me apetece volver, Resa. Ahora, no —la voz de Mo demostraba decisión, pero al mismo tiempo halagaba a su madre, como si confiase en lograr convencerla de que estaban en el lugar adecuado—. Faltan muchos meses para que nazca el niño. Quizá para entonces todos hayamos retornado a casa de Elinor. Ahora, sin embargo, el lugar en el que deseo estar es éste.
Besó a Resa en la frente. Después se marchó, dirigiéndose hacia los centinelas apostados entre los árboles, al otro extremo del campamento. Resa se dejó caer en la hierba, y enterró la cara entre sus manos. Meggie intentó seguirla para consolarla, pero ¿qué iba a decir? «Quiero quedarme con Farid, Resa. No quiero encontrar a otro.» No, eso no habría consolado a su madre. Y Mo tampoco volvió.
Llega un momento en el que un personaje hace o dice algo sobre lo que no habías meditado. En ese momento está vivo y te deja el resto a ti.
Graham Greene
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