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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (16 page)

BOOK: Muerte de tinta
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—¡Sandeces de sapo! ¡Graznidos de ganso! ¡Palabras de plomo! —despotricó sin alzar la cabeza—. ¡Papilla de palabras, sí, eso es lo que salpicas hoy sobre el papel, Orfeo, sosa, aguada, insípida y viscosa papilla de palabras!

Los dos hombrecillos de cristal se descolgaron a toda prisa por las patas del escritorio y comenzaron a recoger las páginas hechas trizas.

—¡Señor, el muchacho ha vuelto! —nadie tenía un tono más servil que Oss. Su voz se inclinaba de buen grado igual que su cuerpo voluminoso, pero sus dedos rodeaban el pescuezo de Farid como una tenaza de carne.

Orfeo, girándose con expresión sombría, miró a Farid como si acabara de descubrir la causa de su fracaso.

—¿Dónde demonios estabas? ¿Es que te has pasado todo el tiempo con Fenoglio? ¿O has ayudado al padre de tu amada a entrar y salir del castillo a hurtadillas? Sí, ya me he enterado de su más reciente aventura. Seguramente mañana cantarán las primeras y detestables canciones al respecto. A decir verdad, ese cretino de encuadernador interpreta el ridículo papel que el viejo ha escrito para él con una pasión conmovedora —la envidia y el desprecio se mezclaban en la voz de Orfeo, como siempre que hablaba de Lengua de Brujo.

—Él no interpreta. Él
es
Arrendajo.

Farid dio a Oss un pisotón tan fuerte en el pie que éste soltó su cuello, y cuando quiso volver a cogerlo lo repelió de un empujón. Montaña de Carne alzó su tosco puño con un gruñido, pero Orfeo lo contuvo con una mirada.

—¿De veras? ¿Y ahora también te has sumado al tropel de sus admiradores? —colocó una nueva hoja de papel sobre su pupitre y la miró fijamente, como si pudiera llenarla con las palabras adecuadas—. Jaspe, ¿qué andas haciendo ahí debajo? —increpó al hombrecillo de cristal—. ¿Cuántas veces tendré que repetíroslo? ¡Los trozos de papel que los barran las criadas! ¡Afílame otra pluma!

Farid colocó a Jaspe sobre el pupitre y cosechó una sonrisa agradecida. El hombrecillo de cristal más joven tenía que acometer todas las tareas ingratas, así lo había establecido su hermano. Afilar las plumas era la más desagradable de todas, pues la diminuta cuchilla que utilizaban se resbalaba con excesiva facilidad. Unos días antes Jaspe se la había clavado en el brazo, delgado como una cerilla, y Farid aprendió que los hombrecillos de cristal también sangran. La sangre de Jaspe, transparente, claro está, goteó como cristal líquido sobre el papel de Orfeo, y Hematites había abofeteado a su hermano, llamándolo torpe y majadero. Para desquitarse, Farid le mezcló cerveza en la arena que comía. Desde entonces los miembros de Hematites, claros como el agua (de los que se enorgullecía), eran amarillos como orines de caballo.

Orfeo se acercó a la ventana.

—La próxima vez que vuelva a perderte de vista tanto tiempo —advirtió a Farid por encima del hombro—, ordenaré a Oss que te apalee como a un perro.

Montaña de Carne sonrió, y Farid les dedicó a ambos mudas maldiciones. Pero Orfeo aún continuaba mirando malhumorado al negro cielo nocturno.

—¡Imagínate! —exclamó—. Fenoglio, ese viejo payaso, ni siquiera se tomó la molestia de poner nombre a las estrellas de este mundo. ¡No es de extrañar que a mí se me agoten siempre las palabras! ¿Qué nombre tiene aquí la luna? Uno podría pensar que por lo menos con eso se habría roto su cabeza dura, ¡pues no! La llamó sencillamente «luna», como si fuera la misma que uno veía en el otro mundo desde su ventana.

—A lo mejor es la misma. En mi historia no era distinta —comentó Farid.

—¡Qué estupidez! ¡Pues claro que lo era! —Orfeo se volvió de nuevo hacia la ventana, como si tuviera que explicar a todos lo mal hecho que estaba el mundo de ahí fuera—. «Fenoglio», le pregunté —continuó con su voz enamorada de sí misma, que Hematites siempre escuchaba con expresión tan devota como si anunciara una sabiduría inédita—, «¿la muerte en este mundo es hombre o mujer? ¿O acaso no es más que una puerta por la que se entra a una historia completamente distinta que por desgracia has olvidado escribir?». «¡Y yo qué sé!», respondió. ¡Y yo qué sé! ¿Quién va a saberlo sino él? Pero en su libro no figura.

En su libro. Hematites, que había trepado al antepecho de la ventana, junto a Orfeo, lanzó una mirada respetuosa al escritorio donde reposaba el último ejemplar de
Corazón de Tinta,
justo al lado de la hoja en la que escribía Orfeo. Farid no sabía si el hombrecillo de cristal comprendía realmente que de ese preciso libro había surgido todo su mundo, incluido él mismo. Casi siempre permanecía abierto, pues Orfeo, cuando escribía, lo hojeaba continuamente con dedos incansables en busca de las palabras correctas. Jamás utilizaba ni una sola que no figurase en
Corazón de Tinta,
pues estaba firmemente convencido de que en ese mundo sólo aprendían a respirar las palabras del libro de Fenoglio. Todas las demás eran mera tinta sobre papel.

—«Fenoglio», le pregunté, «¿las Mujeres Blancas son sólo servidoras?» —prosiguió Orfeo, mientras Hematites estaba pendiente de sus labios—. «¿Los muertos se quedan con ellas o se los llevan a otro lugar?» «Es posible», contestó el viejo payaso. «Una vez conté a los hijos de Minerva algo acerca de un castillo de huesos, para consolarlos por Bailanubes, pero fue pura palabrería.» ¡Hablar por hablar! ¡Ja!

—¡Viejo payaso! —repitió Hematites como un eco, aunque no muy impresionante teniendo en cuenta su fina voz de hombrecillo de cristal.

Orfeo se volvió y regresó a su escritorio.

—Con tantas idas y venidas ¿no habrás olvidado al menos decir a Mortimer que deseo hablar con él? ¿O estaba muy ocupado jugando al héroe?

—Dijo que sobre eso no había nada que hablar. Que no sabe de las Mujeres Blancas nada que no sepan los demás.

—¡Maravilloso! —Orfeo agarró una de las plumas que Jaspe había afilado con tanto esfuerzo y la rompió—. ¿Le preguntaste al menos si sigue viéndolas a veces?

—Seguro que sí —la voz de Jaspe sonaba tan delicada como sus miembros—. Las Mujeres Blancas jamás abandonan a aquellos a los que han tocado alguna vez. Al menos, eso afirman las mujercitas de musgo.

—¡Lo sé, lo sé! —replicó Orfeo, impaciente—. Intenté preguntar sobre ese rumor a una de esas mujercitas, pero la horrenda criatura se negó a hablar conmigo. Se limitó a clavar en mí sus ojos de ratón y anunció que mis comidas son muy grasientas y que bebo demasiado.

—Ellas hablan con las hadas —informó Jaspe—. Y las hadas con los hombrecillos de cristal. Aunque no con todos —añadió lanzando una mirada de reojo a su hermano—. He oído que las mujercitas de musgo cuentan otra cosa más sobre las Mujeres Blancas. Dicen que acuden a la llamada de todo aquel cuyo corazón ya han tocado ellas con sus dedos fríos.

—¿De veras? —Orfeo contempló, meditabundo, al hombrecillo de cristal—. Eso nunca lo había oído.

—¡No es cierto! ¡Yo he intentado llamarlas! —exclamó Farid—. ¡En incontables ocasiones!

—¡Tú! ¿Cuántas veces tendré que explicarte que te moriste demasiado deprisa? —le increpó Orfeo con desprecio—. Tuviste tanta prisa en morir como en regresar. Además eres un botín tan banal que seguramente ellas ni te recuerdan. No. Tú no eres la persona adecuada —Orfeo se aproximó a la ventana—. ¡Ve y prepárame un té! —ordenó a Farid sin volverse—. Necesito reflexionar.

—¿Té? ¿Qué tipo de té?

Farid se colocó a Jaspe encima del hombro. Siempre que podía se lo llevaba con él, para ponerlo a salvo de su hermano mayor. Los miembros de Jaspe eran tan finos que Farid siempre temía que Hematites pudiera rompérselos en una pelea. Hasta Cuarzo Rosa, el hombrecillo de cristal de Fenoglio, le sacaba la cabeza a Jaspe. A veces, cuando Orfeo no los necesitaba porque estaba refocilándose con alguna de las criadas o probándose trajes nuevos en su sastre, Farid se llevaba consigo a Jaspe a la calle de las costureras, donde las mujeres de cristal ayudaban a las humanas a enhebrar hilos en agujas afiladas, a alisar dobladillos pisándolos con sus pies diminutos y a coser puntillas sobre valiosa seda. Porque entretanto Farid también había aprendido que los hombrecillos de cristal, además de sangrar, se enamoraban, y Jaspe estaba prendado de una chica de miembros amarillo pálidos, a la que contemplaba arrobado y en completo secreto a través de la ventana del taller de su maestra.

—¿Qué tipo de té? ¿Y yo qué sé? Uno que sirva contra el dolor de estómago —contestó Orfeo, malhumorado—. Llevo todo el día sintiendo pellizcos en el cuerpo, como si tuviera dentro ciervos volantes. Así, ¿cómo va a consignar uno algo razonable en el papel?

Claro. Orfeo siempre se quejaba del dolor de estómago o de cabeza cuando no conseguía nada escribiendo.

«Confío en que le duela toda la noche», pensó Farid al cerrar tras de sí la puerta del despacho. «Espero que le duela hasta que por fin escriba algo para Dedo Polvoriento.»

EN MEDIO DEL CORAZÓN

Para él la amena y gozosa superficie del mundo centelleante de rocío no mostraba el menor indicio de dolor o de pena.

T. H. White
,
Camelot,
libro segundo

—Al menos no ha pedido que vayas a buscar al barbero —la verdad es que Jaspe se tomaba muchas molestias para animar a Farid cuando bajaban juntos las empinadas escaleras hacia la cocina.

Ah, ya, el barbero que vivía detrás de la muralla de la ciudad. Apenas unos días antes Orfeo le había mandado a buscarlo. Cuando iban a buscarlo por la noche, tiraba leños o salía a la puerta con una de las tenazas que usaba para sacar muelas.

—¡Dolores de cabeza! ¡Dolores de estómago! —rugía Farid—. Cabeza de Queso ha vuelto a empacharse, eso es todo.

—Tres zarceros dorados asados a la miel, rellenos de chocolate, nueces de hada y medio lechón relleno de castañas —enumeró Jaspe, que se encogió, asustado, al vislumbrar a Furtivo sentado junto a la puerta de la cocina. La marta ponía nervioso a Jaspe, aunque Farid le aseguraba una y otra vez que a pesar de que las martas gustaban de cazar a los hombrecillos de cristal, seguro que no se los comían.

En la cocina sólo quedaba una criada. Farid se detuvo en el umbral de la puerta, indeciso, al comprobar que se trataba de Brianna. Lo que faltaba. Estaba fregando las cazuelas de la cena, su hermoso rostro gris de cansancio. Para las criadas de Orfeo la jornada de trabajo comenzaba antes de la salida del sol y no terminaba hasta que la luna estaba muy alta en el cielo. Cada mañana Orfeo efectuaba una ronda de inspección por toda la casa en busca de telarañas y polvo, una mancha en alguno de los espejos que colgaban por doquier, una cuchara de plata oxidada o una camisa que ostentase una mancha después de la colada. Si lo encontraba, descontaba en el acto a todas las criadas parte de su magro jornal. Y Orfeo casi siempre encontraba algo.

—¿Qué quieres? —Brianna se giró secándose en el delantal las manos mojadas.

—A Orfeo le duele el estómago —murmuró Farid sin mirarla—. Dice que le prepares un té.

Brianna se acercó a una de las estanterías y cogió un recipiente de barro del estante más alto. Farid no sabía adonde mirar mientras ella infusionaba las hierbas. Su cabello tenía el mismo color que el de su padre, pero se ondulaba y brillaba a la luz de las velas como el oro rojo que al administrador tanto le gustaba lucir como adorno en sus delgados dedos. Los juglares cantaban canciones sobre la hermosura de la hija de Dedo Polvoriento y sobre su corazón roto.

—¿Qué miras? —de improviso dio un paso hacia él. Su voz sonó tan dura que Farid retrocedió sin querer—. ¿Me parezco mucho, verdad?

Parecía como si ella hubiera tallado las palabras con el silencio de las últimas semanas hasta convertirlas en cuchillas capaces de atravesar su corazón.

—¡Pues tú no te pareces ni pizca! Siempre se lo digo a mi madre: no es más que un vagabundo zarrapastroso que simuló ser hijo de mi padre hasta que se creyó en la obligación de morir por él.

Cada palabra, una cuchillada. Farid sentía cómo le cortaban el corazón en rodajas.

Los ojos de Brianna no eran los de su padre, sino los de su madre, y escrutaban a Farid con tanta hostilidad como los de Roxana. A él le habría encantado golpearla o taparle su preciosa boca. Pero ella se parecía demasiado a Dedo Polvoriento.

—Eres un demonio, un espíritu maligno que sólo trae desgracias —añadió ella tendiéndole el té preparado—. Toma, llévaselo a Orfeo. Y dile que coma menos, así mejorará su estómago.

Las manos de Farid temblaban al coger la taza.

—¡Tú no sabes nada! —exclamó con voz ronca—. ¡Nada en absoluto! Yo no quería que me trajese de vuelta. Era mucho más agradable estar muerto.

Pero Brianna se limitó a mirarlo, con los ojos de su madre y la expresión de su padre.

Farid regresó a trompicones con la taza caliente a la estancia de Orfeo. Mientras, Jaspe, lleno de compasión, le acariciaba el pelo con su diminuta mano de cristal.

NOTICIA DE UMBRA

Y alguna vez en un viejo libro

está tachado algo de inconcebible oscuridad.

Ahí estuviste un día.

¿Adónde has escapado?

Rainer Maria Rilke
,
Improvisaciones del invierno de Capri III

A Meggie le gustaba estar en el campamento de los bandidos. A veces Resa creía que su hija había soñado siempre con vivir entre tiendas andrajosas. Miraba cómo Baptista cosía una nueva máscara, hacía que Recio le enseñase a hablar con una alondra, y aceptaba con una sonrisa las flores silvestres que le traía el hermano menor de éste. Reconfortaba ver sonreír a Meggie con más frecuencia, a pesar de que Farid aún seguía con Orfeo.

Resa, sin embargo, añoraba la granja abandonada. Añoraba el silencio, la vida retirada y la sensación de estar sola con Mo y Meggie tras tantas semanas separados. Semanas, meses, años…

En ocasiones, cuando la veía sentada con los dos bandidos junto al fuego, le daba la impresión de que estaban jugando a un juego practicado en los años en los que ella no había estado con ellos.
Venga, Mo, vamos a jugar a los bandidos…

El Príncipe Negro aconsejó a Mo que por el momento permaneciera en el campamento de los bandidos, y durante unos días obedeció el consejo. Pero a la tercera noche volvió a desaparecer en el bosque, completamente solo, como si quisiera emprender la búsqueda de sí mismo. A la cuarta noche salió de nuevo con los bandidos.

Baptista les había cantado las canciones que circulaban por Umbra desde la visita de Mo. Decían que Arrendajo había escapado volando, que había huido en el mejor caballo de Pardillo. Al parecer, había matado a diez centinelas, encerrado a Pájaro Tiznado en la cripta y robado a Balbulus uno de sus libros más bellos.

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