¿Por qué le habían conducido ante ella, al lugar en el que dormía su marido muerto? ¿Quería ganar ella la recompensa fijada por la cabeza de Arrendajo antes de que la reclamase Pardillo?
—¿Tiene la cicatriz? —ella no apartaba los ojos de su rostro.
Uno de los soldados dio un tímido paso hacia Mo, pero éste se levantó la manga, igual que había hecho la niña la noche anterior. La cicatriz que habían dejado los dientes de los perros de Basta, hacía mucho tiempo, en otra vida… Fenoglio se había inventado una historia al respecto, y Mo creía a veces que el anciano había pintado la cicatriz con sus propias manos con tinta pálida sobre la piel.
Violante se le acercó. La pesada tela de su vestido arrastraba sobre el suelo de piedra. Era realmente pequeña, bastante más baja que Meggie. Cuando cogió la bolsa bordada que pendía de su cinturón, Mo esperaba el berilo, del que le había hablado Meggie, pero Violante sacó unas gafas. Cristales tallados, armazón de plata; las gafas de Orfeo debían de haber servido de modelo. Seguro que no fue fácil encontrar a un maestro capaz de tallar lentes semejantes.
—En efecto. La tan mentada cicatriz. Un artilugio traicionero —los cristales de las gafas agrandaban los ojos de Violante. No eran los de su padre—. Así que Balbulus tenía razón. ¿Sabes que mi padre ha aumentado la recompensa que ofrece por tu cabeza?
—He oído hablar de ello —reconoció Mo, ocultando de nuevo la cicatriz debajo de la manga.
—Y a pesar de todo has venido hasta aquí para contemplar los dibujos de Balbulus. Me encanta. Evidentemente es cierto lo que las canciones dicen de ti: que careces por completo de miedo; es más, quizá incluso te gusta.
Ella lo examinaba con detenimiento, como si lo comparase con el hombre de los dibujos de Balbulus. Pero cuando le devolvió la mirada y ella se ruborizó, Mo no habría sabido decir si por timidez o enfadada por haberse atrevido a mirarla a la cara. Ella se volvió con brusquedad, se acercó al sarcófago de su esposo y recorrió con los dedos los pétreos capullos de rosa con mimo, como si quisiera despertarlos a la vida.
—Yo en tu lugar habría actuado igual. Siempre he creído que nos parecemos. Desde que escuché a los juglares la primera canción sobre ti. Este mundo incuba la desgracia como una charca los mosquitos, pero se puede combatir. Ambos lo hemos comprendido. Yo ya robaba oro de la recaudación de impuestos cuando nadie cantaba sobre ti. Para un nuevo hospital de incurables, un albergue para mendigos o un hospicio para los huérfanos… Yo simplemente me encargué de hacer recaer la sospecha de haber robado el oro sobre uno de los administradores. Todos ellos merecen la horca.
Con cuánta rebeldía adelantó el mentón al volverse de nuevo hacia él. Casi igual que Meggie en ocasiones. Parecía muy vieja y muy joven al mismo tiempo. ¿Qué se proponía? ¿Entregarlo a su padre para alimentar a los pobres con la recompensa o para comprar al fin pergamino y pigmentos suficientes para Balbulus? Todo el mundo sabía que ella había empeñado hasta el anillo de casada por sus pinceles. «¿Qué podría ser más adecuado?», pensó Mo. La piel de un encuadernador vendida para hacer nuevos libros.
Uno de los soldados seguía justo detrás de él. Los otros dos vigilaban la puerta. Evidentemente era la única salida de la cripta. Tres. Sólo eran tres…
—Conozco todas las canciones sobre ti. Yo las mandé escribir —tras los cristales de las gafas los ojos eran grises, extraños y claros. Como si trasluciesen la carencia de fuerza. No, la verdad es que no se parecían en nada a los ojos de ofidio de Cabeza de Víbora. Tenían que ser los ojos de la madre de Violante. El libro que mantenía encerrada a la muerte había sido encuadernado en la estancia en la que ella, tras su caída en desgracia, había vivido con su fea hija pequeña. ¿Recordaría Violante todavía la cámara? Seguro que sí—. Las nuevas canciones no son muy buenas —prosiguió—, pero Balbulus lo compensa con sus dibujos. Desde que mi padre convirtió a Pardillo en señor de este castillo, él suele trabajar de noche, y yo siempre llevo los libros conmigo para evitar que los vendan como todos los demás. Los leo cuando Pardillo celebra fiestas en la sala grande. Los leo en voz alta, para que las palabras acallen el estrépito: el griterío de los borrachos, las risas estúpidas, el llanto de Tullio cuando vuelven a perseguirlo… Y cada palabra inunda mi corazón de esperanza, la esperanza de que algún día tú estés abajo, en la sala, con el Príncipe Negro a tu lado, y los mates a todos, uno detrás de otro, mientras yo estoy al lado pisando su sangre.
Los soldados de Violante no se inmutaron. Parecían acostumbrados a tales palabras de su señora.
Violante dio un paso hacia él.
—Te he mandado buscar desde que supe por los hombres de mi padre que te escondías a este lado del bosque. Quería encontrarte antes que ellos, pero eres experto en permanecer invisible. Seguramente te esconden las hadas y los duendes, según dicen las canciones, y las mujercitas de musgo curan tus heridas…
Mo no pudo evitar una sonrisa. Durante un momento la cara de Violante le había recordado a la de Meggie cuando él le contaba una de sus narraciones favoritas.
—¿Por qué sonríes? —Violante frunció el ceño y a Mo le pareció que Cabeza de Víbora lo miraba con sus ojos claros. Ándate con ojo, Mortimer—. Oh, ya lo sé, ella sólo es una mujer, piensas, casi una cría, sin poder, sin marido, sin soldados. Sí, la mayoría de mis soldados yacen muertos en el bosque porque mi marido se dio demasiada prisa en emprender la guerra contra mi padre. ¡Pero no soy tan tonta! Balbulus, repuse, pregona que buscas un nuevo encuadernador. A lo mejor de ese modo encontramos a Arrendajo. Si él es como dice Tadeo, vendrá, aunque sólo sea para ver tus dibujos. Después, cuando esté en mi castillo, cuando sea mi prisionero igual que antes lo fue en el Castillo de la Noche, le preguntaré si me ayuda a matar a mi inmortal padre.
Violante torció los labios divertida cuando Mo lanzó una rápida ojeada a sus soldados.
—¡No pongas esa cara de preocupación! Los soldados me son fieles. Los hombres de mi padre mataron a sus hermanos y padres en el Bosque Impenetrable.
—A vuestro padre no le durará mucho la inmortalidad.
Las palabras brotaron de los labios de Mo sin darse cuenta. «¡Estúpido!», se recriminó. «¿Has olvidado a quién tienes delante sólo porque algún rasgo de su rostro te recuerda a tu hija?»
Pero Violante sonreía.
—Así que es verdad lo que me comunicó el bibliotecario de mi padre —dijo tan bajo como si los muertos pudieran espiarla—. Cuando mi padre comenzó a sentirse mal, lo primero que se le ocurrió fue que una de sus criadas le había administrado veneno.
—Mortola —cada vez que Mo pronunciaba su nombre la veía levantando la escopeta.
—¿La conoces? —a Violante parecía disgustarle tanto como a él pronunciar su nombre—. Mi padre mandó que la torturaran para que confesara qué veneno le había administrado, y como ella no confesó, hizo que la encerraran en una mazmorra debajo del Castillo de la Noche, pero un buen día desapareció. Espero que haya muerto. Dicen que envenenó a mi madre —Violante se acarició la tela negra de su vestido, como si hubiera hablado de la calidad de la seda y no de la muerte de su progenitora—. Sea como fuere, con el correr del tiempo mi padre ha comprendido quién es el culpable de que se le pudra la carne sobre los huesos. Poco después de tu fuga, Tadeo notó que el libro desprendía un olor raro y las páginas se hinchaban. Los cierres lo ocultaron durante algún tiempo y seguramente tú así lo pretendías, pero ahora apenas consiguen mantener unidas las tapas de madera. Al descubrir el estado del libro, el pobre Tadeo estuvo a punto de morir del susto. Era el único, aparte de mi padre, que podía tocarlo y conocía su escondrijo… Conocía incluso las tres palabras que hay que escribir en él. Mi padre habría hecho matar a cualquier otro que las supiera. Pero él confía en el anciano más que en cualquier otra persona, acaso porque Tadeo fue su maestro durante años y años y lo protegió en innumerables ocasiones de mi abuelo cuando era niño. Quién sabe. Como es natural, Tadeo no le ha contado nada a mi padre sobre el estado del libro. Por tan malas noticias habría mandado ahorcar en el acto incluso a su viejo maestro. No. Tadeo llamó en secreto a todos los encuadernadores conocidos entre el Bosque Impenetrable y el Castillo de la Noche, y cuando supo que ninguno de ellos podía ayudarle, por consejo de Balbulus ordenó encuadernar un segundo libro, completamente igual al tuyo, que mostraba a mi padre cuando éste se lo ordenaba. Mi padre, sin embargo, empeora de día en día. Todo el mundo está enterado. Su aliento hiede igual que el agua pantanosa estancada, y su cuerpo se estremece, como si las Mujeres Blancas estuvieran tan cerca que percibiese su aliento. ¡Menuda venganza, Arrendajo! Una vida interminable con sufrimientos interminables. Eso no parece obra de un ángel, sino de un demonio muy astuto. ¿Cuál de ambos eres tú?
Mo no le contestó. «¡No confíes en ella!», decía una vocecita en su interior. Pero curiosamente su corazón opinaba algo muy distinto.
—Como te decía, durante mucho tiempo mi padre sospechó de Mortola —prosiguió Violante—. Eso hizo que olvidara incluso tu búsqueda. Pero un día uno de los encuadernadores a los que Tadeo había pedido ayuda le reveló lo que sucedía con el libro, seguramente confiando en ser recompensado con plata por esa noticia. Mi padre lo mandó matar —al fin y al cabo nadie debe saber que es inmortal—, pero las novedades pronto se divulgaron. Ahora quedan pocos encuadernadores vivos al otro lado del bosque. La horca fue el castigo para todo aquel que no fuese capaz de curar al libro. Y a Tadeo lo ha encerrado en las mazmorras emplazadas debajo del Castillo de la Noche… «para que tu carne se pudra con la misma lentitud que la mía», cuentan que dijo mi padre. No sé si continúa con vida. Tadeo es un anciano y las mazmorras del Castillo de la Noche matan incluso a los jóvenes.
Mo sintió náuseas, igual que antaño en el Castillo de la Noche, cuando había encuadernado el Libro Vacío para salvar a Resa, a Meggie y a sí mismo. Ya entonces había intuido que él cambiaba sus vidas por las de muchos otros. Pobre y medroso Tadeo. Mo se lo imaginaba acurrucado en una de las mazmorras sin ventanas. También veía a los encuadernadores con claridad meridiana, figuras perdidas, balanceándose de un lado a otro arriba, en el aire… Cerró los ojos.
—Vaya. Es justo lo que cuentan las canciones —oyó comentar a Violante—.
Un corazón, compasivo como ningún otro, late en su pecho.
Te apena de veras que otros mueran por lo que tú hiciste. No seas tonto. A mi padre le gusta matar. De no haber sido los encuadernadores, habría mandado ahorcar a otros. Finalmente no fue un encuadernador, sino un alquimista quien halló el modo de conservar el libro. Por lo visto el método es muy desagradable y no consiguió anular del todo el daño que tú causaste, pero al menos el libro ha dejado de pudrirse, y mi padre te busca con ahínco, pues sigue creyendo que eres el único capaz de eliminar la maldición que con tanta habilidad ocultaste entre las páginas vacías. No esperes a que te encuentre. ¡Anticípate a él! Hazlo conmigo. Tú y yo, Arrendajo. Su hija y el bandido que ya le burló una vez. ¡Nosotros podemos ser su perdición! Ayúdame a matarlo, juntos será muy fácil.
¡Cómo lo miraba! Esperanzada como una niña que acaba de manifestar su deseo más ferviente. ¡Venga, Arrendajo, matemos a mi padre! «¿Qué hay que hacerle a una hija», se preguntó Mo, «para despertar en ella semejante deseo?».
—No todas las hijas aman a sus padres, Arrendajo —adujo Violante, como si ella, igual que hacía Meggie tantas veces, hubiera leído sus pensamientos—. Dicen que tu hija te adora, y tú a ella. Pero mi padre matará a tu hija, a tu mujer, a todos los que amas, y al final del todo, a ti mismo. No permitirá que sigas convirtiéndolo en el hazmerreír de sus súbditos. Te encontrará, aunque te escondas con la habilidad de un zorro en su madriguera, porque su propio cuerpo le recuerda con cada aliento lo que le has hecho. Le duele la piel con la luz del sol, sus miembros están tan esponjados que le impiden montar a caballo. Le cuesta trabajo incluso andar. Día y noche se imagina lo que puede haceros a ti y a los tuyos. Ha ordenado a Pífano que escriba canciones sobre tu muerte, canciones tan espantosas que todo el que las escucha es incapaz de conciliar el sueño, y muy pronto enviará a Nariz de Plata para cantarlas también aquí… y para darte caza. Pífano ha esperado mucho tiempo esa orden, y te encontrará. Tu compasión hacia los pobres será su cebo. Matará a los que sea menester hasta que su sangre te saque del bosque. Pero, si yo te ayudo…
Una voz interrumpió a Violante. Una voz infantil, acostumbrada a que los adultos le prestasen atención, bajaba resonando por la escalera interminable que conducía a la cripta.
—¡Seguro que está con ella, ya lo verás! —qué excitado parecía Jacopo—. Balbulus es un mentiroso muy bueno, el mejor cuando miente por mi madre. Pero al mismo tiempo se da tirones de las mangas y mira con más vanidad de la habitual. Mi abuelo me ha enseñado a tener en cuenta esas cosas.
Los centinelas de la puerta miraron interrogantes a su señora. Pero Violante no les prestaba atención. Escuchaba con atención, y cuando una segunda voz penetró a través de la puerta, Mo vio por primera vez miedo en sus ojos intrépidos. Él también reconoció la voz, a pesar de que hasta entonces sólo la había escuchado a través de una niebla febril, y su mano tanteó el cuchillo oculto en su cinturón. Pájaro Tiznado hablaba como si el fuego que manejaba con tanta torpeza hubiera cauterizado sus cuerdas vocales.
«Su voz es como una advertencia —
había dicho una vez Resa sobre él—,
una advertencia de su bonita cara y de la eterna sonrisa que exhibe
»
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—¡Sí, sí, eres un chico listo, Jacopo! —¿percibiría el chico la burla en estas palabras?—. Pero ¿por qué no vamos a las habitaciones de tu madre?
—Porque ella no sería tan estúpida como para llevarlo allí. Mi madre es lista, mucho más lista que todos vosotros.
Violante se situó al lado de Mo y agarró su brazo.
—¡Esconde ese cuchillo! —le susurró—. Arrendajo no morirá en este castillo. No quiero escuchar esa canción. Acompáñame.
Con una seña ordenó al soldado situado detrás de Mo —un joven alto y ancho de hombros que empuñaba la espada como si no la utilizase con excesiva frecuencia— que se acercase a ella, y con paso decidido se introdujo entre los sarcófagos de piedra como si no tuviera que esconder por primera vez a alguien de su hijo. La cripta albergaba más de una docena de sarcófagos.