Sobre la mayoría yacían durmientes de piedra, con las espadas sobre el pecho, perros a sus pies, cojines de mármol o granito debajo de las cabezas. Violante pasó presurosa a su lado sin dirigirles una sola mirada, hasta que se detuvo delante de uno cuya sencilla tapa estaba rajada justo por la mitad. Como si el muerto la hubiera resquebrajado de un empujón.
—Si Arrendajo no está aquí, asustaremos un poco a Balbulus, ¿eh? Regresaremos y tú harás que el fuego lama sus libros —Jacopo pronunció el nombre de Balbulus encelado, como si hablara de un hermano mayor que fuese el preferido de la madre.
La cara joven del soldado enrojeció por el esfuerzo cuando corrió a un lado la parte inferior de la tapa del sarcófago. Mo conservaba el cuchillo en la mano cuando se introdujo en el interior. Dentro no yacía ningún muerto, a pesar de lo cual Mo se quedó sin aliento al estirarse en aquella fría estrechez. El sarcófago estaba hecho sin duda alguna para un hombre más pequeño. ¿Había tirado Violante los huesos para ocultar a espías en su interior? La oscuridad era casi total cuando el soldado corrió la tapa rota devolviéndola a su lugar. Sólo por unos agujeros que formaban el dibujo de una flor penetraba algo de luz y aire. «Respira, Mo, tranquilo.» Seguía con el cuchillo en la mano. Lástima que no sirviera ninguna de las espadas de piedra de los muertos.
—¿Crees de verdad que merece la pena arriesgar la piel por unos cuantos pellejos de cabra pintados? —le había preguntado Baptista cuando le rogó que le cosiera las ropas y el cinturón.
«Oh, Mortimer, qué necio eres. ¿No te ha demostrado ya este mundo con harta frecuencia lo peligroso que es?» Sin embargo, las pieles de cabra pintadas habían resultado maravillosas.
Llamaron a la puerta. Descorrieron un cerrojo. Las voces llegaron con más claridad a sus oídos. Pasos… Mo intentó atisbar por los agujeros, pero sólo vio otro sarcófago y el ribete negro del vestido de Violante, que desapareció al alejarse ella. No, sus ojos no le ayudarían. Inclinó la cabeza sobre la fría piedra y aguzó los oídos. Qué ruidoso era su aliento. ¿Había un sonido más sospechoso entre los muertos?
«¿Y si la aparición de Pájaro Tiznado precisamente ahora no es una casualidad?», susurró una voz en su interior. ¿Y si Violante lo estaba esperando?
No todas las hijas aman a sus padres.
¿Y si la Fea quería hacer a su padre un regalo muy especial? Mira a quién he capturado para ti. A Arrendajo. Se disfrazó de cuervo. ¿A quién pensaría engañar con eso?
—Alteza —la voz de Pájaro Tiznado resonó por la cripta como si estuviera justo al lado del sarcófago donde yacía Mo—, disculpad que perturbemos vuestro luto, pero vuestro hijo está empeñado en que me reúna con un visitante que vos habéis recibido hoy. Cree que es un viejo y muy peligroso conocido mío.
—¿Visitante? —la voz de Violante sonó tan fría como la piedra bajo la cabeza de Mo—. Aquí abajo el único visitante es la muerte, y de poco sirve prevenir contra ella, ¿no es así?
Pájaro Tiznado soltó una risita desagradable.
—No, seguro que no, pero Jacopo me ha hablado de un visitante de carne y hueso, un encuadernador, alto, pelo oscuro…
—Balbulus ha recibido hoy a un encuadernador —respondió Violante—. Lleva mucho tiempo buscando a alguien que conozca el oficio mejor que los encuadernadores de Umbra.
¿Qué ruido era ése? Pues claro. Jacopo estaba saltando por las losas de piedra. Al parecer de vez en cuando se comportaba igual que otros niños. Los saltos se aproximaron. Qué poderosa era la tentación de levantarse. Es difícil mantener el cuerpo inmóvil como el de un muerto cuando uno todavía respira. Mo cerró los ojos para no ver la piedra a su alrededor. «Respira, Mortimer, lo más suave que puedas, con el mismo sigilo que las hadas.»
Los saltos se interrumpieron muy cerca de él.
—¡Lo has escondido! —la voz de Jacopo llegó a oídos de Mo como si hubiera pronunciado esas palabras exclusivamente para él—. ¿Quieres que revisemos los sarcófagos, Pájaro Tiznado?
La idea parecía muy atractiva, pero Pájaro Tiznado soltó una risita nerviosa.
—Bueno, seguro que cuando le expliquemos a tu madre con quién tiene que vérselas no será necesario. Ese encuadernador podría ser el que vuestro padre busca tan desesperadamente.
—¿Arrendajo? ¿Que Arrendajo está aquí, en el castillo? —la voz de Violante sonó tan incrédula que hasta Mo creyó en su asombro—. ¡Claro! Se lo he dicho a mi padre por activa y por pasiva: algún día la temeridad de ese bandido le resultará fatal. ¡No te atrevas a decirle nada a Pardillo! ¡Quiero capturar a Arrendajo
yo
para que mi padre comprenda por fin a quién pertenece el trono de Umbra! ¿Has reforzado la guardia? ¿Has enviado soldados al taller de Balbulus?
—Ejem… no… —Pájaro Tiznado parecía visiblemente confundido—. Quiero decir… él ya no está con Balbulus, él…
—¿Cómo? ¡Majadero! —la voz de Violante se tornó tan dura como la de su padre—. Hay que bajar la reja levadiza de la puerta. ¡Inmediatamente! Si mi padre se entera de que Arrendajo ha estado en este castillo, en mi biblioteca, y se ha marchado a caballo tan tranquilo… —cuan amenazadoramente dejó que se extinguieran sus palabras en el aire frío. ¡Oh, sí, era lista, su hijo tenía razón!
—¡Sandro! —debía de ser uno de sus soldados—. Di a la guardia de la puerta principal que bajen la reja levadiza. Nadie debe abandonar el castillo. Nadie, ¿me oyes? Confío en que no sea demasiado tarde. Jacopo!
—¿Qué? —en la voz clara latía el miedo, la testarudez… y un punto de desconfianza.
—Si descubre que la puerta está cerrada, ¿dónde podría esconderse Arrendajo? Tú conoces todos los escondrijos de este castillo.
—¡Seguro! —respondió Jacopo, halagado—. Puedo enseñártelos uno a uno.
—Bien. Coge a tres guardias de arriba, de la puerta del salón del trono, y condúcelos a los mejores escondites que conozcas. Yo iré a hablar con Balbulus. ¡Arrendajo! ¡En mi castillo!
Pájaro Tiznado balbuceó algo. Violante lo interrumpió con aspereza y le ordenó acompañarla. Los pasos y voces se alejaron. Mo creyó escucharlos durante un buen rato ascendiendo los interminables escalones que conducían arriba, lejos de los muertos, de regreso al mundo de los vivos, a la luz del día, donde se podía respirar…
Cuando reinó un completo silencio, se quedó tumbado unos instantes torturadores a la escucha, hasta que creyó oír las voces de los muertos. Después apoyó las manos contra la tapa de piedra… y agarró en el acto el cuchillo en cuanto resonaron nuevos pasos.
—¡Arrendajo! —era apenas un susurro.
La tapa rota se deslizó a un lado y el soldado que le había ayudado a entrar en su escondite le tendió la mano.
—¡Hemos de apresurarnos! —susurró—. Pardillo ha dado la alarma. Hay guardias por todas partes, pero Violante conoce salidas de este castillo que ni siquiera Jacopo ha encontrado aún. Eso espero —añadió.
Mo seguía empuñando el cuchillo cuando salió del sarcófago, las piernas entumecidas por la estrechez.
* * *
—¿A cuántos habéis matado ya? —preguntó el joven mirándolo de hito en hito.
Su voz sonaba casi reverente. Como si matar fuese un arte tan excelso como el de Balbulus. ¿Qué edad tendría? ¿Catorce años? ¿Quince? Parecía más joven que Farid.
¿Cuántos? ¿Qué debía responder? Unos meses antes la respuesta habría sido muy fácil: quizá incluso habría soltado una carcajada al escuchar una pregunta tan absurda.
—No tantos como los que aquí yacen —se limitó a responder, a pesar de que no estaba seguro de decir la verdad.
El joven deslizó la mirada por los muertos, como si los contase.
—¿Es fácil?
A juzgar por la curiosidad que se reflejaba en sus ojos, él parecía no conocer de verdad la respuesta a pesar de la espada ceñida al costado y la cota de malla sobre el pecho.
«Sí», pensó Mo. «Sí, lo es… una vez que en tu pecho late un segundo corazón, frío y de aristas duras como la espada que portas. Unas gotas de odio y furia, unas semanas de miedo y de rabia desvalida bastan para que crezca dentro de ti. Te marca el compás cuando llega el momento de matar, salvaje y rápido. Y sólo después vuelves a sentir tu otro corazón, tan blando y cálido. Se estremece ante lo que has hecho al compás del otro. Duele y tiembla… Pero eso acontece después.»
El joven seguía mirándolo.
—Es muy fácil —repuso Mo—. Morir es más difícil.
Aunque la sonrisa de piedra de Cósimo dijera otra cosa.
—¿No has dicho que debíamos darnos prisa?
—Sí… sí, claro —el joven se puso colorado bajo su casco brillante.
Delante de un nicho, entre los sarcófagos, montaba guardia un león de piedra con el escudo de Umbra sobre el pecho… seguramente el único ejemplar que Pardillo no había mandado hacer trizas. El soldado introdujo la espada entre sus dientes regañados, y la pared de la cripta se abrió lo justo para permitir que un hombre adulto se colase por ella. ¿No había descrito Fenoglio esa entrada? A la cabeza de Mo acudieron palabras leídas hace mucho tiempo sobre un antepasado de Cósimo al que ese pasadizo había salvado muchas veces de sus enemigos. «Y las palabras salvan a Arrendajo una vez más», pensó. Bueno, ¿por qué no? Estaba hecho de ellas. No obstante, acarició la piedra como si sus dedos tuvieran que asegurarse de que las paredes de la cripta no estaban hechas de papel.
—El pasadizo termina más arriba del castillo —le informó el joven en un murmullo—. Violante no ha conseguido sacar de las cuadras a vuestro caballo. Habría llamado demasiado la atención. Pero otro os aguardará allí. El bosque será un hervidero de soldados, de modo que tened cuidado. He de entregaros esto.
Mo introdujo la mano en las alforjas que le entregaba el otro.
Libros.
—Violante me encarga deciros que os brinda este regalo con la esperanza de que selléis con ella la alianza que os ofrece.
El corredor era interminable, casi tan angustiosamente angosto como el sarcófago, y Mo se alegró al divisar por fin la luz del día. La salida apenas era una hendidura entre unas peñas. El caballo esperaba abajo, entre los árboles. Mo contempló el Castillo de Umbra debajo de él, los centinelas sobre las murallas, los soldados saliendo por la puerta de la ciudad cual bandada de langostas. Sí, tendría que extremar las precauciones. A pesar de todo hurgó en las alforjas, se ocultó entre las peñas… y abrió uno de los libros.
Qué cruel la tierra, los sauces relucen, los abedules se inclinan suspirando. Qué cruel, qué inmensamente tierna.
Louise Glück
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Lamento
Farid, sosteniendo la mano de Meggie, hundió el rostro femenino en su camisa, susurrando una y otra vez que todo se arreglaría. Pero el Príncipe Negro aún no había regresado, y la corneja que había enviado Ardacho trajo la misma noticia que Doria, el hermano pequeño de Recio, que espiaba para los bandidos desde que Birlabolsas los librase de la horca a su amigo y a él: habían dado la alarma en el castillo. Habían bajado la reja levadiza y los centinelas de la puerta se jactaban de que muy pronto la cabeza de Arrendajo contemplaría Umbra desde las almenas del castillo.
Recio había conducido a Meggie y a Resa al campamento de los bandidos, a pesar de que ambas deseaban regresar a Umbra.
—Arrendajo lo querría así —se había limitado a decir.
El Príncipe Negro había partido con Baptista hacia la granja que había sido su hogar durante las últimas semanas… unas semanas tan felices, tan engañosas y apacibles en el mundo de discordias de Fenoglio.
—Vamos a buscar vuestras cosas —se había limitado a responder el Príncipe Negro cuando Resa le preguntó qué pretendía hacer allí—, vosotras no podéis volver.
Ni Resa ni Meggie preguntaron los motivos. Ambas conocían la respuesta: Pardillo interrogaría a Arrendajo y nadie estaba seguro de que Mo no revelase tarde o temprano dónde se había ocultado las últimas semanas.
También los bandidos trasladaron su campamento pocas horas después de haberse enterado de la captura de Mo.
—Pardillo dispone de un par de torturadores muy eficaces —afirmó Birlabolsas, y Resa se sentó, apartada, bajo los árboles y ocultó el rostro entre sus brazos.
Fenoglio se había quedado en Umbra.
—A lo mejor consigo una audiencia con Violante. Y Minerva trabaja esta noche en la cocina del castillo. Tal vez se entere de algo. Haré lo que pueda, Meggie —le había asegurado al despedirse.
—¡Qué va, se tumbará en la cama y se beberá dos jarros de vino! —se había limitado a comentar Farid… y calló, compungido, al comprobar que Meggie se echaba a llorar.
¿Por qué había permitido que Mo cabalgase hasta Umbra? ¡Si al menos hubiera entrado con él en el castillo! Pero ella había preferido quedarse con Farid a toda costa. En los ojos de su madre leía la misma acusación: tú eres la única que habría podido retenerlo, Meggie, sólo tú.
Cuando oscureció, Pata de Palo les trajo algo de comer. Su pierna tiesa le había dado el nombre. No era el más rápido de los bandidos, pero sí un buen cocinero, aunque ni Meggie ni Resa consiguieron probar bocado. Había bajado mucho la temperatura y Farid intentó convencer a Meggie de que se sentara con él junto al fuego, pero ella se limitó a negar con la cabeza.
Quería quedarse en la oscuridad, a solas consigo misma. Recio le llevó una manta. Su hermano Doria lo acompañaba.
—No vale para la caza furtiva, pero es un espía de primera —le había musitado Recio al presentárselo.
Los dos hermanos apenas se parecían, aunque ambos tenían el mismo pelo castaño y espeso, y Doria era muy fuerte para su edad (lo que llenó de envidia a Farid). No era muy alto, Doria llegaba justo al hombro a su hermano mayor, y sus ojos eran azules como la piel de las hadas de Fenoglio, mientras que los ojos de Recio eran pardos como bellotas.
—Tenemos distintos padres —había explicado Recio a Meggie cuando ésta se asombró por el escaso parecido—, pero ninguno de ellos vale mucho.
—No debes preocuparte —la voz de Doria sonaba ya muy adulta.
Meggie levantó la cabeza.
Cubrió los hombros de Meggie con la manta que su hermano le había traído, y retrocedió con timidez cuando la chica alzó los ojos, pero no rehuyó su mirada. Porque Doria miraba a todo el mundo cara a cara, incluso a Birlabolsas, ante el que casi todos agachaban la cabeza.
—A tu padre no le sucederá nada, créeme. Vencerá a todos, a Pardillo, a Cabeza de Víbora y a Pífano.