—¿Y qué hay de cierto en todo eso? —le había preguntado ella a Mo.
Su marido rió.
—Lo de volar, por desgracia, no es cierto —le había contestado en susurros, acariciándole el vientre en el que crecía el niño. A continuación se marchó con el Príncipe Negro.
Y allí yacía ella todas las noches, escuchando las canciones que Baptista cantaba fuera, delante de la tienda, muerta de miedo por su marido.
El Príncipe Negro había montado dos tiendas para ellos justo al lado de la suya, cosidas con restos de ropas y teñidas por los bandidos con corteza de roble para que no destacaran demasiado de los árboles circundantes, una para Meggie y otra para Arrendajo y su esposa. Las esteras de musgo seco sobre las que se tendían estaban húmedas, y cuando Mo se ausentaba por la noche, Resa dormía con su hija para darse calor mutuamente.
—Este invierno será malo —advirtió Recio cuando una mañana la hierba apareció tan blanca por la helada que se percibían en ella las huellas de los hombrecillos de cristal.
En la garganta donde se levantaba el campamento aún se veían huellas de gigantes. La lluvia de las últimas semanas las había convertido en charcas donde nadaban ranas con pintas doradas. En las pendientes de la garganta los árboles se alzaban hacia el cielo casi a la misma altura que los del Bosque Impenetrable. Sus hojas marchitas cubrían de oro y grana flameante el fresco suelo otoñal, y los nidos de hada pendían de las ramas como frutas maduras. Mirando hacia el sur se divisaba a lo lejos un pueblo, los muros claros como la carne de seta entre los árboles cada vez más desnudos, pero era un pueblo pobre, tan pobre que ni siquiera los ávidos recaudadores de Pardillo se desviaban hasta allí por su causa. Por la noche los lobos aullaban en los bosques vecinos. Por encima de las míseras tiendas volaban buhos de color blanco grisáceo como pequeños fantasmas, y ardillas con cuernos robaban los restos de comida entre las fogatas.
Cincuenta hombres vivían de seguro en el campamento. A veces más. Los más jóvenes eran los dos chicos que Birlabolsas había librado de la horca y que ahora espiaban para el Príncipe: Doria, el hermano de Recio, que traía flores silvestres a Meggie, y su amigo huérfano Luc, que ayudaba a Ardacho a amaestrar sus cornejas. Seis mujeres cocinaban y zurcían para los bandidos, pero ninguna los acompañaba cuando los hombres partían por la noche. Resa dibujaba para casi todos —chicos, hombres y mujeres (Baptista le había procurado papel y pintura al pastel; dónde, no lo reveló)— y al ver cada rostro se preguntaba si realmente las líneas habían sido trazadas tan sólo por las palabras de Fenoglio o si en ese mundo no había, pese a todo, un destino independiente del anciano.
Cuando los hombres se reunían para departir entre ellos, las mujeres estaban presentes en contadas ocasiones. Resa percibía las miradas de desaprobación cada vez que ella y Meggie se sentaban con naturalidad al lado de Mo y del Príncipe Negro. A veces ella aguantaba las miradas de Birlabolsas, de Ardacho y de todos los demás, que sólo permitían mujeres en el campamento para cocinar y remendar la ropa… y maldecía las sempiternas náuseas que la impedían acompañar a Mo al menos mientras recorría con el Príncipe las colinas circundantes para encontrar un escondrijo más protegido para el invierno.
Permanecieron cinco días y cinco noches en el campamento que Meggie había bautizado con el nombre de «Campamento de los gigantes desaparecidos», cuando Doria y Luc regresaron a eso del mediodía con una noticia de Umbra que era evidentemente tan mala que Doria no se la confió ni siquiera a su hermano, sino que la llevó derechito a la tienda del Príncipe Negro. Poco después el Príncipe mandó llamar a Mo, y Baptista reunió a los hombres.
Doria miró a su forzudo hermano antes de penetrar en el círculo de los ladrones, como si necesitase hacer acopio del valor necesario para lo que tenía que informar. Sin embargo, cuando empezó a hablar, su voz sonó clara y firme. Parecía mucho mayor de lo que era.
—Pífano vino ayer del Bosque Impenetrable —refirió—, por la senda que conduce hasta Umbra desde el oeste. Se dedica a incendiar y saquear y anunciar por doquier que está aquí para cobrar los impuestos, pues Pardillo ha enviado demasiado poco al Castillo de la Noche.
—¿Cuántos miembros de la Hueste de Hierro lo acompañan? —la voz de Birlabolsas denotaba la aspereza de siempre. A Resa no le gustaba su voz. No le gustaba nada de él.
A Doria tampoco parecía gustarle el hombre que le había salvado la vida, a juzgar por la mirada que le dedicó.
—Muchos. Más que nosotros. Muchos más —añadió—. No sé el número exacto. Los campesinos a quienes Pífano incendió las casas no tuvieron tiempo de contarlos.
—Bueno, aunque hubieran tenido tiempo no habría servido de mucho —replicó Birlabolsas—. Todo el mundo sabe que los campesinos no saben contar.
Ardacho rió y con él algunos otros que siempre se encontraban cerca de Birlabolsas: Embaucador, Agarrado, Carbonero, Espantaelfos y algunos otros más.
Doria apretó los labios. Él y Recio eran hijos de campesinos y Birlabolsas lo sabía. Al parecer, su padre había sido mercenario.
—Cuéntales lo que has oído, Doria —la voz del Príncipe Negro sonó tan cansada como Resa había oído en pocas ocasiones.
El chico miró de nuevo a su hermano.
—Cuentan a los niños —dijo—. Pífano registra a todos los que tienen más de seis años y miden menos de cinco pies.
Un rumor se alzó entre los bandidos, y Resa observó cómo Mo se inclinaba hacia el Príncipe para decirle algo en voz baja. Cuánta confianza parecía existir entre ambos, y con qué naturalidad se sentaba Mo entre los andrajosos bandidos. Como si formara parte de ese mundo igual que del de ella y Meggie.
El Príncipe Negro se incorporó. Su pelo ya no era largo como el día en que Resa lo conoció. Tres días después de la muerte de Dedo Polvoriento se había afeitado la cabeza, siguiendo la costumbre en ese mundo después de la muerte de un amigo, pues al tercer día, se decía, el alma de un muerto entraba en el reino sin retorno.
—Sabíamos que Pífano se presentaría tarde o temprano —dijo el Príncipe Negro—. A la Víbora no le podía pasar desapercibido que su cuñado se queda con la mayor parte de los tributos que recauda. Pero, como habéis escuchado, no viene únicamente por los impuestos. Todos sabemos de sobra para qué necesitan a los niños al otro lado del bosque.
—¿Para qué? —la voz de Meggie sonó clara entre tantas voces masculinas. Una voz a la que no se le notaba que con un par de frases ya había transformado algunas veces ese mundo.
—¿Para qué? Los túneles de las minas de plata son estrechos, hija de Arrendajo —contestó Birlabolsas—. Alégrate. Eres demasiado grande para ser de utilidad allí abajo.
Las minas. La mano de Resa se dirigió inconscientemente hacia el lugar donde crecía el niño nonato, y Mo la miró como si le hubiera asaltado el mismo pensamiento.
—Naturalmente. Cabeza de Víbora ya ha enviado a demasiados niños a las minas. Sus campesinos comienzan a defenderse. Cuentan que Pífano acaba de aplastar una sublevación —la voz de Baptista sonaba tan cansada como la del Príncipe; no eran suficientes para combatir tamaña injusticia—. Ahí abajo los niños mueren deprisa —continuó Baptista—. Es un milagro que a la Víbora no se le haya ocurrido antes venir a por los nuestros, niños que carecen de padre, y tan sólo tienen madres inermes, desarmadas.
—¡Entonces debéis ocultarlos! —la voz de Doria no traslucía miedo como ocurre a los quince años—. Igual que habéis hecho con la cosecha.
Resa vio asomar a los labios de Meggie una sonrisa furtiva.
—¡Ocultarlos, pues claro! —Birlabolsas soltó una risita sarcástica—. Una propuesta fabulosa. Ardacho, di a este barbilampiño cuántos niños hay en Umbra. Ya sabes, es hijo de campesinos y no sabe contar.
Recio quiso levantarse, pero Doria le lanzó una mirada de advertencia y su hermano volvió a sentarse.
—Puedo levantar al pequeño con una sola mano —solía repetir siempre Recio—, pero es cien veces más listo que yo.
Evidentemente Ardacho no tenía la menor idea de cuántos niños había en Umbra, amén de que tampoco sabía mucho de cuentas.
—¡Bueno, pues muchos! —balbuceó mientras la corneja posada sobre su hombro picoteaba su pelo, seguro que esperando encontrar un par de piojos—. Moscas y niños, eso es lo único que todavía abunda en Umbra.
Nadie rió.
El Príncipe Negro calló, y todos siguieron su ejemplo. Si Pífano quería a los niños, se los llevaría.
Un elfo de fuego se posó en el brazo de Resa. Ella lo espantó y sintió tal nostalgia de la casa de Elinor que le dolió el corazón, como si el elfo se lo hubiera quemado. Añoró la cocina, siempre repleta del zumbido de la aparatosa nevera, el taller de Mo en el jardín y el sillón de la biblioteca en el que podías sentarte y visitar mundos lejanos sin perderte dentro de ellos.
—A lo mejor es una simple añagaza —aventuró Baptista rompiendo el silencio—. Ya sabéis que a Pífano le gusta poner cebos, y sabe de sobra que no permitiremos que se lleve a los niños por las buenas. A lo mejor —miró a Mo—, a lo mejor confía en atrapar por fin a Arrendajo de ese modo.
Resa vio cómo Meggie se aproximaba sin darse cuenta a su padre. Pero el rostro de éste permaneció impasible, como si Arrendajo fuera otro.
—Violante me comunicó que Pífano se pondría pronto en camino hacia aquí —refirió Mo—. Pero no dijo nada de niños.
La voz de Arrendajo… la voz que había burlado a Cabeza de Víbora y que fascinaba a las hadas. En Birlabolsas no causaba un efecto parecido. A éste sólo le recordaba que él se sentaba antes en el lugar que ahora ocupaba Arrendajo, al lado del Príncipe Negro.
—¿Así que has hablado con la Fea? Asombroso. De manera que eso es lo que hiciste en el castillo de Umbra: conversar con la hija de la Víbora —Birlabolsas torció su tosca cara en gesto de desaprobación—. ¡Y como es natural, ella no te contó una palabra de los niños! ¿Por qué iba a hacerlo? Aparte de que seguramente ni siquiera sabe nada del asunto. En el castillo, la Fea manda menos que una pinche de cocina. Así ha sido siempre, y así seguirá siendo.
—Estoy cansado de repetírtelo, Birlabolsas —la voz del Príncipe Negro sonó más dura de lo acostumbrado—. Violante tiene más poder del que tú crees. Y más hombres… aunque todos sean muy jóvenes —hizo una inclinación de cabeza a Mo—. Cuéntales lo que pasó en el castillo. Ya va siendo hora de que lo sepan.
Resa miró a Mo. ¿Qué sabía el Príncipe Negro que ella ignoraba?
—Eso, Arrendajo, cuéntanos de una vez cómo saliste indemne en esta ocasión —la voz de Birlabolsas traslucía tal hostilidad que algunos bandidos cruzaron miradas de desazón—. Ciertamente linda con la brujería. Primero te dejan salir sano y salvo del Castillo de la Noche y ahora también del de Umbra, a pesar de que allí corren malos tiempos bajo el yugo de Pardillo. ¡No me digas que también has hecho inmortal a éste para liberarte!
Algunos bandidos rieron, pero su risa sonó incómoda. Resa estaba segura de que muchos de ellos consideraban a su marido una suerte de brujo, uno de esos hombres cuyo nombre era mejor susurrar, porque al parecer eran expertos en magia negra y con una simple mirada podían embrujar a los mortales normales y corrientes. ¿Cómo si no un hombre que había surgido de la nada podía manejar la espada con más destreza que la mayoría de ellos? Y encima sabía leer y escribir.
—Dicen que Cabeza de Víbora no se siente muy satisfecho de su inmortalidad —terció Recio.
Doria se sentó a su lado, la mirada sombría clavada en Birlabolsas. No, la verdad es que el muchacho no tenía cariño a su salvador. Su amigo Luc, por el contrario, seguía a Birlabolsas y Ardacho igual que un perro.
—Bueno, ¿y qué? ¿En qué nos ayuda eso? Pífano saquea y asesina más que nunca —Birlabolsas escupió—. La Víbora es inmortal. Su cuñado ahorca casi todos los días a alguno de los nuestros. Y Arrendajo cabalga hasta Umbra y regresa indemne.
Se hizo un silencio sepulcral. Para muchos bandidos el trato que Arrendajo había hecho con Cabeza de Víbora en el Castillo de la Noche era muy inquietante, aunque al final hubiera sido Mo quien había burlado al Príncipe de la Plata. No obstante, Cabeza de Víbora era inmortal. Una de sus diversiones favoritas consistía en poner una espada en manos de algún hombre capturado por Pífano y hacérsela clavar en el pecho… para herir después al atacante con la misma espada de manera que precisase para morir bastante tiempo para llamar a las Mujeres Blancas. Ese era el modo en que Cabeza de Víbora pregonaba que ya no temía a las hijas de la Muerte. Aunque se decía que todavía evitaba acercarse demasiado a ellas.
La muerte es sierva de la Víbora,
había mandado escribir encima de la puerta del Castillo de la Noche con letras de plata.
—No. No tuve que hacer inmortal a Pardillo —la voz de Mo revelaba frialdad al contestar a Birlabolsas, mucha frialdad—. Fue Violante quien me sacó sano y salvo del castillo, después de rogarme que la ayudase a matar a su padre.
Resa se puso la mano sobre el vientre, como si así pudiera mantener las palabras alejadas de su hijo nonato. Un pensamiento le pasó por la cabeza: «Ha contado al Príncipe Negro lo que sucedió dentro del castillo, y a mí no». Recordó lo ofendida que parecía Meggie cuando Mo les refirió al fin lo que había hecho con el Libro Vacío antes de entregárselo a Cabeza de Víbora.
—¡Humedeciste una página de cada diez! ¡Eso es imposible, yo estuve todo el rato a tu lado! ¿Por qué no dijiste nada?
A pesar de que Mo le había ocultado durante esos años el paradero de su madre, Meggie seguía creyendo que no tenía secretos para ella. Eso Resa no lo había creído jamás. A pesar de todo le dolía que hubiera confiado más cosas al Príncipe Negro que a ella. Y mucho.
—¿La Fea pretende matar a su padre? —la voz de Baptista sonó incrédula.
—¿Qué hay de raro en eso? —Birlabolsas alzó la voz como si hablase en nombre de todos—. Ella es de la ralea de la Víbora. ¿Qué le contestaste, Arrendajo? ¿Que primero tienes que esperar a que tu maldito libro deje de protegerlo de la muerte?
«Odia a Mo», pensó Resa. «Sí, lo odia.» Pero la mirada con la que Mo observaba a Birlabolsas denotaba no menos hostilidad, y Resa se preguntó por vez primera si le había pasado desapercibida la ira en él o ésta era tan reciente como la cicatriz de su pecho.
—El libro todavía protegerá mucho tiempo al padre de Violante —advirtió Mo con amargura—. Cabeza de Víbora ha encontrado una manera de salvarlo.