—Brianna dice que trae hierbas medicinales de su madre, Roxana, para los niños encarcelados. Pero quiere entregároslas a vos en persona.
Tullio la miró suplicante. No era orgulloso, pero tenía un corazón fiel, muy fiel. El día anterior unos amigos de Pardillo habían vuelto a encerrarlo con los perros. También su propio hijo había participado en el asunto.
—Bien, ve a buscarla, Tullio.
La voz traiciona, pero Violante sabía simular indiferencia. Sólo en una ocasión había desvelado su voz sus sentimientos: cuando Cósimo había vuelto… para después avergonzarse mucho más cuando él prefirió a su criada.
Brianna.
Tullio, solícito, salió disparado, y Violante se acarició su pelo recogido muy tirante y contempló, insegura, el vestido y las joyas que llevaba. Brianna provocaba ese efecto. Era tan hermosa que todos en su presencia se sentían vulgares y sosos. Antes a Violante le gustaba esconderse detrás de la belleza de Brianna y disfrutar de que otros, a causa de su criada, experimentaran lo que ella se sentía siempre: fea. Le gustaba que tal beldad la sirviera, la admirara, quizá incluso la quisiera.
Tullio esbozaba una sonrisa bobalicona en su cara peluda cuando regresó con Brianna. Ella entró, vacilante, en la estancia en la que había pasado tantas horas. Se decía que alrededor del cuello portaba una moneda con el rostro de Cósimo y que la besaba con tal asiduidad que apenas se distinguía ya el rostro. Pero la pena sólo había incrementado su hermosura. ¿Cómo podía suceder? ¿Cómo iba a haber justicia en el mundo, si ni siquiera la belleza estaba repartida con equidad?
Brianna se inclinó con una profunda reverencia —nadie lo hacía más seductoramente que ella— y entregó a Violante una cesta con hierbas medicinales.
—Mi madre se ha enterado por Buho Sanador de que algunos niños están heridos y muchos se niegan a probar bocado. Acaso estas hierbas ayuden. Ella os ha anotado cómo actúan y cómo deben administrarse —y sacando de entre las hojas una carta lacrada se la entregó a Violante con una nueva reverencia.
¿Un sello para las indicaciones de una curandera?
Violante mandó marcharse a la criada que estaba abriéndole la cama —no confiaba en ella—, y tomó sus nuevas lentes. Se las había confeccionado —en oro, por supuesto— el mismo maestro que había montado sus nuevos cristales a Cuatrojos. Ella le había pagado con su último anillo. Las lentes no le revelaban las mentiras, como se decía de las que usaba Cuatrojos. Ni siquiera las letras de Balbulus se tornaban más nítidas que a través del berilo que ella utilizaba habitualmente, pero el mundo ya no era rojo, y al fin y al cabo veía mejor con los dos ojos, aunque tras llevar las lentes mucho tiempo su vista se fatigase.
—Leéis demasiado —le decía siempre Balbulus, pero ¿qué podía hacer? Sin palabras se moriría, se moriría más deprisa aún que su madre.
En el lacre de la carta se distinguía la cabeza de un unicornio impresa. ¿De quién sería ese sello?
Violante lo rompió… y cuando comprendió quién le había escrito, miró sin querer hacia la puerta. Brianna siguió su mirada. Había vivido lo suficiente en ese castillo para saber que los muros y puertas tenían oídos, pero por fortuna las palabras escritas eran inaudibles. No obstante, Violante creía escuchar la voz de Arrendajo mientras leía, y entendía perfectamente sus palabras, aunque el autor había ocultado con suma habilidad su auténtico significado.
Las palabras escritas hablaban de los niños y de que Arrendajo se ofrecía a cambio de su liberación. Prometían a su padre sanar el Libro Vacío si Pífano liberaba a los niños. Pero las palabras ocultas decían algo diferente, algo que Violante sólo podía leer entre líneas. Decían que Arrendajo aceptaba por fin el trato que ella le había ofrecido junto al sarcófago de Cósimo.
Quería ayudarla a matar a su padre.
Juntos será muy fácil.
¿Lo sería? ¿De veras? Violante apartó la misiva. ¿En qué pensaba cuando le hizo esa promesa a Arrendajo?
Sintió la mirada de Brianna y le dio bruscamente la espalda. «¡Piensa, Violante!» Se imaginó lo que sucedería, paso a paso, dibujo a dibujo, como si hojeara uno de los libros de Balbulus.
En cuanto Arrendajo se hubiera entregado, su padre viajaría a Umbra. De eso no había duda. Al fin y al cabo, confiaba en que el hombre que le había encuadernado el Libro Vacío pudiera curarlo. Y como no confiaba el libro a nadie, debía traérselo en persona a Arrendajo. Como es lógico, su padre vendría con el propósito de matar a Arrendajo. Estaba desesperado, enloquecido por lo que le causaban las páginas en putrefacción, y durante el viaje se imaginaría con todo lujo de detalles la forma más dolorosa y atroz de matar a su enemigo. Pero antes debía confiarle su libro. Y en cuanto Arrendajo lo tuviera en sus manos, todo dependería de ella. ¿Cuánto tiempo se precisa para escribir tres palabras? Ella tenía que proporcionárselo. Sólo tres palabras, unos segundos, una pluma y algo de tinta, y ya no moriría Arrendajo, sino su padre… y Umbra sería suya.
Violante percibía cómo se aceleraba su pulso y su propia sangre rugía en los oídos. Sí, podía dar resultado. Pero era un plan peligroso, mucho más peligroso para Arrendajo que para ella. «¡Tonterías, todo saldrá bien!», le decía su razón, pero su corazón latía tan deprisa que se mareaba y sólo gritaba una cosa: ¿Cómo piensas protegerlo cuando esté en el castillo? ¿Qué hay de Pífano y de Pardillo?
—¿Alteza?
La voz de Brianna sonaba distinta. Como si se hubiera roto algo dentro de ella. Bien. «¡Espero que sufra pesadillas!», pensó Violante. «Espero que se marchite su belleza mientras se arrodilla para fregar suelos.» Pero cuando se volvió y miró a Brianna, sólo deseo atraerla a su lado y volver a reír juntas igual que antes.
—Una cosa más debo deciros —Brianna la miró a los ojos. Qué orgullosa era todavía—. Estas hierbas tienen un sabor muy amargo. Sólo ayudarán si las utilizáis correctamente. En el peor de los casos pueden ser incluso mortales. Todo depende de vos.
¡Como si tuviera que explicárselo! Brianna continuaba mirándola. «¡Protegedlo!», decían sus ojos. «O todo estará perdido.»
Violante se irguió más tiesa que una vela.
—Lo comprendo —replicó con aspereza—. Estoy segura de que dentro de tres días los niños habrán mejorado mucho. Sus males terminarán, y yo utilizaré las hierbas con todo el cuidado necesario. Comunícalo así. Y ahora, vete. Tullio te acompañará hasta la puerta.
Brianna hizo otra reverencia.
—Os lo agradezco. Sé que con vos están en las mejores manos —se incorporó, titubeante—. Sé que tenéis muchas servidoras —añadió en voz baja—, pero si alguna vez os apeteciera de nuevo mi compañía, hacedme llamar, por favor. Os echo de menos —pronunció la última frase en voz tan baja que Violante apenas la entendió.
«Yo también te echo de menos», las palabras se apiñaron en la boca de Violante, pero no permitió que se asomaran a sus labios. ¡Calla, corazón, órgano estúpido y olvidadizo!
—Te lo agradezco —contestó—. Pero de momento no estoy de humor para canciones.
—No. Claro que no —Brianna palideció casi tanto como antaño, cuando Violante la castigó… después de haber estado con Cósimo y haberle mentido al respecto—. Pero ¿quién os lee? ¿Quién juega con Jacopo?
—Leo yo misma —Violante se sentía orgullosa de la frialdad y distanciamiento que traslucía su voz, a pesar de los sentimientos tan distintos que albergaba su corazón—. Y por lo que concierne a Jacopo, no suelo verlo con excesiva frecuencia. Anda por ahí con una nariz de hojalata que le encargó al herrero, se sienta en el regazo de Pífano y cuenta a todo el que quiere oírle que él nunca habría sido tan tonto como para dejarse atraer a la plaza del mercado por Pájaro Tiznado.
—Sí, es típico de él —Brianna se pasó la mano por el pelo, recordando las veces que Jacopo le había dado tirones. Durante unos instantes interminables ambas callaron, separadas por el muerto que también las había desunido en vida.
Brianna se llevó la mano al cuello. En efecto, llevaba una moneda.
—¿También vos lo veis a veces?
—¿A quién?
—A Cósimo. Yo lo veo todas las noches, en mis sueños. Y de vez en cuando, durante el día, me parece como si caminara detrás de mí.
Estúpida. Enamorada de un muerto. ¿Qué amaba todavía en él? Su hermosura era pasto de los gusanos, y ¿qué otro rasgo había podido amarse en él? No, Violante había enterrado su amor con él, que se había disipado como la embriaguez después de una jarra de vino.
—¿Te apetece bajar a la cripta? —a Violante le resultaba increíble que hubieran brotado de su boca esas palabras.
Brianna la miró, incrédula.
—Tullio te acompañará. Pero no esperes demasiado… allí abajo sólo encontrarás muertos. Dime, Brianna —añadió ella (Violante la Fea, Violante la Cruel)—, ¿te sentiste decepcionada cuando Arrendajo trajo a tu padre y no a Cósimo de entre los muertos?
Brianna agachó la cabeza. Violante jamás había logrado averiguar si amaba a su padre o no.
—Me encantaría bajar a la cripta —reconoció en voz baja—. Si dais vuestro permiso.
Violante hizo una inclinación de cabeza a Tullio y éste cogió de la mano a Brianna.
—Tres días más y todo se arreglará —dijo Violante cuando Brianna ya estaba junto a la puerta—. La injusticia no es inmortal. ¡No puede serlo!
Brianna asintió, ausente, como si no hubiera oído.
—Hacedme llamar —repitió.
Después se marchó. Violante ya la echaba de menos cuando se cerró la puerta. Bueno, ¿y qué? ¿Existe acaso hay un sentimiento que conozcas mejor? Pérdida y nostalgia… de eso se compone tu vida.
Dobló la carta de Arrendajo y se acercó al tapiz que ya colgaba en su habitación la primera vez que durmió en ella a los siete años. Mostraba la caza de un unicornio, tejido en una época en que los unicornios eran seres fantásticos y no eran conducidos por Umbra como botín de caza. Pero hasta los unicornios de la fantasía siempre habían muerto. La inocencia no duraba demasiado en ninguno de los mundos. Desde que Violante había encontrado a Arrendajo, el unicornio le recordaba a él. Había visto en su rostro la misma inocencia.
¿Cómo lo protegerás, Violante? ¿Cómo?
¿No sucedía lo mismo en todas las historias? Las mujeres no protegían a los unicornios. Les acarreaban la muerte.
Los guardianes apostados delante de su puerta parecían cansados, pero se irguieron a toda prisa cuando salió. Niños soldados. Ambos tenían hermanos abajo, en las mazmorras.
—¡Despertad a Pífano! —les ordenó—. Decidle que tengo importantes noticias para mi padre.
Mi padre. Esa palabra siempre surtía efecto, pero ninguna palabra sabía peor. Apenas cinco letras bastaban para hacerla sentirse pequeña, débil y tan fea que otros evitaban mirarla. Recordaba muy bien su séptimo cumpleaños, el único día en que su padre mostró una alegría ostensible y franca por tener una hija tan mal parecida.
—También se puede tomar venganza dándole como esposa a tu hija más fea al apuesto hijo de tu enemigo —le había dicho a su madre.
Padre.
¿Cuándo no existiría por fin nadie a quien llamar así?
Apretó contra su corazón la carta de Arrendajo.
Pronto.
Desearía más tiempo para pensar antes de que ella desapareciera, por el largo camino abajo; mi razón no podía respirar por todos los pensamientos que aún tenía que pensar.
Margo Lanagan
,
Black Juice
Partirían a la salida del sol. Pífano había aceptado las condiciones de Mo: los niños de Umbra quedarían en libertad en cuanto Arrendajo cumpliera su promesa y se entregase a la hija de Cabeza de Víbora. Algunos bandidos disfrazados de mujeres pensaban esperar delante del castillo con las madres, y Dedo Polvoriento acompañaría a Mo hasta Umbra, como ígnea advertencia a Pífano. Pero sólo Arrendajo entraría a caballo en el castillo.
¡No lo llames así, Meggie!
Faltaban unas horas hasta el amanecer. El Príncipe Negro se sentaba insomne junto al fuego con Baptista y Dedo Polvoriento, que no parecía necesitar dormir desde que había regresado de la muerte. A su lado se sentaban Farid y Roxana. Pero la hija de Dedo Polvoriento se había trasladado al castillo de Umbra. Violante había vuelto a admitir a Brianna la misma mañana en que Pífano había anunciado su acuerdo con Arrendajo.
Mo no se sentaba junto al fuego. Se había echado a dormir, y Resa con él. ¿Cómo podía conciliar el sueño? Recio se sentaba delante de la tienda como si tuviera la obligación de vigilar a Arrendajo.
—Acuéstate, Meggie —le había aconsejado su padre al verla sentada apartada de todos, bajo los árboles, pero su hija se había limitado a menear la cabeza. Llovía y sus vestidos estaban tan húmedos como su pelo, pero en las tiendas no se estaba mucho mejor, y ella no quería permanecer tumbada dejando que la lluvia le narrase cómo recibiría Pífano a su padre.
—Meggie —Doria se sentó a su lado en la hierba húmeda—, ¿cabalgarás con nosotros a Umbra?
Ella asintió. Farid los observaba.
—En cuanto tu padre haya traspasado la puerta me introduciré a hurtadillas en el castillo. Te lo prometo. Y Dedo Polvoriento también permanecerá cerca del castillo. ¡Nosotros lo protegeremos!
—Pero ¿qué me estás contando? —la voz de Meggie demostró más dureza de la que pretendía—. ¡Vosotros no podéis protegerlo! Pífano lo matará. Claro, piensas que sólo soy una chica a la que basta contarle unas cuantas mentiras para consolarla. Yo he estado con mi padre en el Castillo de la Noche. Y en presencia de Cabeza de Víbora. ¡Lo matarán!
Doria calló durante un buen rato, y ella lamentó haberle hablado de ese modo. Le daba pena, pero guardó silencio igual que él, la cabeza gacha, para que no viera las lágrimas que ella contenía desde hacía horas y que ahora las palabras del joven habían desbordado. ¡Claro!, pensaría él. Su llanto es lógico. Es una chica.
Notó la mano de Doria sobre su pelo, acariciándolo con suavidad como si deseara limpiarle la lluvia.
—No lo matará —le susurró—. Pífano tiene demasiado miedo a Cabeza de Víbora.
—Pero odia a mi padre. A veces el odio es más poderoso que el miedo. Y si no lo mata Pífano, lo hará Pardillo o el propio Cabeza de Víbora. Jamás volverá a salir de ese castillo, jamás.
Las manos le temblaban como si todo el miedo estuviera concentrado en sus dedos. Pero Doria se los rodeó tan fuerte con sus manos que dejaron de temblar. Tenía unas manos fuertes, aunque sus dedos apenas eran más largos que los de ella. En comparación, los de Farid eran más finos.