Cuando desaparecieron, Arrendajo se dirigió hacia la mujercita de musgo que continuaba de rodillas en la hierba, las manos apretadas contra la cara parda como corteza de árbol, y le soltó la cuerda del cuello.
—Hace unos meses una de vosotras me curó una herida muy mala —explicó—. Tú no fuiste, ¿verdad?
La mujercita de musgo permitió que la ayudara a levantarse, pero lo miró con escasa amabilidad.
—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que para los ojos humanos todas nosotras somos iguales? —preguntó con rudeza—. Pues a nosotras nos ocurre lo mismo con vosotros. Así que ¿cómo voy a saber si te he visto antes? —después se alejó cojeando, sin dedicar una sola mirada a su salvador, que la siguió con la vista, como si hubiera olvidado dónde estaba.
—¿Cuánto tiempo he estado ausente? —inquirió cuando el Príncipe Negro se le acercó.
—Más de tres días.
—¿Tanto? —sí, había estado lejos, muy muy lejos—. Claro. El tiempo transcurre de modo diferente cuando te topas con la Muerte. ¿No es eso lo que se dice?
—Ahora tú sabes de eso más que yo —contestó el Príncipe.
Arrendajo calló.
—¿Has oído a quién he traído conmigo? —preguntó al fin.
—Me cuesta dar crédito a tan buenas noticias —dijo con voz ronca el Príncipe Negro, pero Arrendajo, sonriendo, le pasó la mano por el pelo cortado al rape.
—Puedes dejártelo crecer de nuevo —le aconsejó—. Aquél por el que te lo rapaste respira de nuevo. Sólo ha dejado entre los muertos sus cicatrices.
No podía ser verdad.
—¿Dónde está? —su corazón sangraba todavía desde la noche en que había velado a Dedo Polvoriento acompañando a Roxana.
—Seguramente con Roxana. Yo no le pregunté adonde iba. Ninguno de los dos estábamos demasiado locuaces. Las Mujeres Blancas traen silencio, Príncipe, no palabras.
—¿Silencio? —exclamó el Príncipe Negro riendo y atrayéndolo contra sí—. Pero ¿qué dices? ¡Han traído felicidad, pura felicidad! ¡Y esperanza, una nueva esperanza! Me siento tan joven como hace años y capaz de arrancar árboles de cuajo, quizá no esa haya de ahí, pero sí otros. Esta misma noche todos cantarán que Arrendajo teme tan poco a la muerte que va a visitarla, y Pífano se arrancará de rabia su nariz de plata.
Arrendajo volvió a sonreír, pero su mirada era seria, muy seria para alguien que ha vuelto de la muerte indemne. Y el Príncipe Negro comprendió que detrás de todas las buenas noticias había una mala, una sombra detrás de tanta luz. Pero no hablaron de eso. Todavía no.
—¿Qué hay de mi mujer y mi hija? —preguntó Arrendajo—. ¿Ya… se han marchado?
—¿Marcharse? —el Príncipe Negro lo miró atónito—. No, ¿adonde iban a ir?
El alivio y la preocupación se mezclaron a partes iguales en la cara del otro.
—Algún día te lo explicaré —contestó—. Algún día. Es una larga historia.
Tantas vidas,
Tanto que recordar.
Yo fui una piedra en el Tíbet.
Un trozo de corteza
En lo más hondo del corazón de África,
Que se tornó poco a poco más oscuro…
Derek Mahon
,
Lives
Cuando Oss comunicó a Farid, agarrándolo con fuerza por el cuello, que Orfeo quería hablarle de inmediato en su escritorio, el chico subió de paso dos botellas de vino. Desde que regresaron del cementerio de los titiriteros, Cabeza de Queso bebía como una cuba, pero a Orfeo el vino no lo volvía locuaz como a Fenoglio, sino malvado e impredecible.
Como tantas veces, estaba junto a la ventana cuando Farid entró en el escritorio, tambaleándose ligeramente, en la mano la hoja de papel que había contemplado, maldecido, arrugado y vuelto a alisar con tanta asiduidad los últimos días.
—Aquí lo dice negro sobre blanco, cada letra bonita como un cuadro, y también suena bien, endiabladamente bien —dijo con la lengua pastosa, mientras su dedo tamborileaba sin cesar sobre las palabras—. ¿Por qué entonces, por todos los espíritus del infierno, ha regresado el encuadernador?
¿De qué hablaba Cabeza de Queso? Farid depositó las botellas de vino sobre la mesa y permaneció a la espera.
—Oss dice que quieres hablar conmigo —dijo luego.
Jaspe, sentado al lado del tarro de las plumas, le hacía señas agitadas, pero Farid no las entendía.
—Ah, sí. El ángel de la muerte de Dedo Polvoriento —Orfeo depositó el papel en su escritorio y se volvió hacia él con una sonrisa perversa.
«¿Por qué regresaste con él?», pensó Farid, pero en cuanto recordó la cara rebosante de odio de Meggie en el cementerio, supo la respuesta. «¡Porque no sabías adonde ir si no, Farid!»
—Sí, te he mandado llamar —añadió Orfeo escudriñando la puerta.
Oss había entrado en la estancia detrás de Farid, con un sigilo increíble para una persona de su tamaño; y antes de que Farid comprendiera por qué Jaspe volvía a hacerle señas agitadas, las manos carnosas ya lo habían agarrado.
—De modo que todavía no has oído la noticia —dijo Orfeo—. Claro que no. Pues de otro modo habrías corrido de inmediato junto a él.
¿Junto a quién? Farid intentó liberarse, pero Oss le agarró por los pelos con tanta brutalidad que el dolor hizo que las lágrimas brotasen de sus ojos.
—En efecto, aún no lo sabe. Qué conmovedor —Orfeo se le acercó tanto que Farid sintió náuseas al oler su aliento a vino.
—Dedo Polvoriento —dijo con voz aterciopelada—, Dedo Polvoriento ha regresado.
Farid olvidó los dedos brutales de Oss y la malvada sonrisa de Orfeo.
Ya sólo quedaba la dicha, como un dolor violento, demasiado para su corazón.
—Sí, ha vuelto —continuó Orfeo—, gracias a mis palabras, pero la chusma de ahí fuera —señaló hacia la ventana con gesto despectivo— dice que Arrendajo lo ha traído de vuelta. Malditos sean. ¡Ojalá Pífano los convierta a todos en carne para los gusanos!
Farid no lo escuchaba. Su propia sangre le rugía en los oídos. ¡Dedo Polvoriento había vuelto! ¡Había vuelto!
—¡Suéltame, montaña de carne! —Farid clavó los codos en la tripa de Oss y tiró de sus manos—. ¡Dedo Polvoriento soltará el fuego sobre vosotros dos! —vociferó—. Sí, lo hará en cuanto se entere de que no me habéis dejado acudir enseguida a su lado.
—¿De veras? —Orfeo volvió a echarle a la cara su aliento de vino—. Creo más bien que me estará agradecido, ¿o deseas tal vez acarrearle de nuevo la muerte, desgraciado? Ya le previne contra ti en una ocasión. Entonces se negó a escucharme, pero ahora será más listo, créeme. Si tuviera aquí el libro del que procedes, hace mucho que habría leído para devolverte a tu vieja historia, pero lamentablemente en este mundo está agotado —Orfeo rió, le gustaba reírse de sus propios chistes—. ¡Enciérralo en el sótano! —ordenó a Montaña de Carne—. Y en cuanto anochezca, llévalo al Monte de los Ahorcados y retuércele el pescuezo. Allí unos huesos de más o de menos no llamarán la atención.
Jaspe se cubrió los ojos con las manos cuando Oss agarró a Farid y se lo echó al hombro. Farid gritó y pataleó, pero Montaña de Carne lo abofeteó con tal violencia que del golpe casi perdió el conocimiento.
—¡Arrendajo, Arrendajo! ¡Yo lo envié con las Mujeres Blancas! ¡Fui yo! —la voz de Orfeo resonaba a sus espaldas por las escaleras—. ¡Por los cuernos del diablo, ¿por qué la Muerte no se apoderó de él? ¿No hice apetitoso a ese noble majadero con las palabras más armoniosas del mundo?
Al pie de la escalera, Farid intentó liberarse de nuevo, pero Oss volvió a atizarle tan fuerte que la sangre brotó de su nariz, y se lo echó al otro hombro. Una criada, asustada, asomó la cabeza por la puerta cuando éste pasó junto a la cocina con Farid —era la pequeña de pelo castaño que le susurraba continuas manifestaciones de amor—, pero no lo ayudó. ¿Qué habría podido hacer?
—¡Lárgate! —se limitó a rugir Oss antes de bajar a Farid al sótano.
Tras atarlo a uno de los pilares que sustentaban la casa de Orfeo e introducirle en la boca un trozo de trapo sucio, lo dejó solo, no sin haberle propinado antes una fuerte patada.
—Nos veremos cuando caiga la noche —le dijo en voz baja antes de subir pesadamente la escalera, y Farid quedó abajo, sintiendo la frialdad de la piedra en la espalda y el sabor de sus propias lágrimas en la lengua.
¡Qué doloroso era saber que Dedo Polvoriento había regresado y que, a pesar de todo, él no volvería a verlo! «¡Pero así será, Farid!», pensó, «y, quién sabe, tal vez incluso tenga razón Cabeza de Queso. ¡A lo mejor volverías a provocar su muerte!».
Las lágrimas quemaban su cara, tan herida por los golpes de Oss. ¡Si al menos hubiera podido invocar al fuego para que devorase a Orfeo junto con su casa y con Montaña de Carne, aunque también lo abrasara a él! Pero no podía mover las manos y su lengua no era capaz de pronunciar ninguna palabra de fuego, así que se quedó acurrucado, sollozando, como la noche de la muerte de Dedo Polvoriento, esperando la llegada de la oscuridad y que Oss fuera a buscarlo para retorcerle el pescuezo bajo los patíbulos en los que había cavado en busca de plata para Orfeo.
Por suerte la marta había desaparecido. Seguro que Oss la había matado. Pero Furtivo estaría ya con Dedo Polvoriento. La marta había percibido su regreso. ¿Por qué tú no, Farid? Daba igual. Al menos Furtivo estaba a salvo. Pero ¿qué sería de Jaspe cuando él ya no pudiera protegerlo? Cuántas veces había encerrado Orfeo al hombre de cristal sin luz ni arena en un cajón, sólo por haberse mostrado torpe al cortar el papel o haberle salpicado de tinta una manga.
—Dedo Polvoriento.
Reconfortaba pronunciar su nombre y saber que estaba vivo. Cuántas veces se había imaginado Farid el reencuentro. La nostalgia de él lo hizo temblar, como si lo estremeciera la fiebre. ¿Quién habría saltado primero a su hombro para lamerle la cara surcada por las cicatrices? ¿Gwin o Furtivo?
Transcurrieron las horas y en cierto momento Farid logró escupir la mordaza. Intentó roer la cuerda con la que Oss le había atado, pero hasta un ratón lo habría hecho mejor. ¿Lo buscarían cuando yaciera muerto y enterrado en el Monte de los Ahorcados? Dedo Polvoriento, Lengua de Brujo, Meggie… Oh, Meggie. Nunca más volvería a besarla. Bueno, la verdad es que en los últimos tiempos tampoco la había besado con mucha frecuencia. A pesar de todo… ¡Traicionero Cabeza de Queso! Farid le dedicó todas las maldiciones que fue capaz de recordar, de este mundo, del suyo anterior y de aquel en el que había encontrado a Dedo Polvoriento. Las pronunció todas en voz alta, pues sólo así surtían efecto… y cuando oyó abrirse arriba la puerta del sótano, enmudeció asustado.
¿Ya era de noche? Seguramente. ¿Cómo iba a notarse eso en aquel agujero húmedo y mohoso? Le partiría Oss la nuca como a un conejo o simplemente le taparía la boca con sus toscas manos hasta que dejase de respirar? «No pienses en ello, Farid, no tardarás en averiguarlo.» Apretó la espalda contra el pilar. A lo mejor podía soltarle una patada en la nariz. Una patada bien certera en su estúpido rostro, mientras le quitaba las ligaduras, y su nariz se quebraría como una rama seca.
Desesperado hizo fuerza contra la áspera cuerda, mas por desgracia Oss era experto en ataduras. «¡Meggie! ¿No puedes enviarme algunas palabras salvadoras, como a tu padre?» Oh, cómo debilitaba sus miembros el miedo. Escuchó pasos descendiendo por la escalera. Eran extraordinariamente leves para pertenecer a Montaña de Carne, y de repente dos martas corrieron presurosas hacia él.
—¡Por todas las hadas, Cara de Pan ha hecho dinero de verdad! —susurró una voz desde la oscuridad—. ¡Qué casa tan elegante! —empezó a bailar una llama, después otra, y otra, y otra, y otra… Cinco llamas lo bastante claras para iluminar la cara de Dedo Polvoriento… y a Jaspe, que con una sonrisa tímida se sentaba sobre su hombro.
Dedo Polvoriento.
El corazón de Farid se volvió tan liviano que no le habría asombrado verlo salir volando de su pecho. ¿Pero qué pasaba con la cara de Dedo Polvoriento? Parecía distinta. Como si todos esos años hubieran sido lavados de ella, todos los años malos, solitarios y…
—¡Tus cicatrices… han desaparecido! —susurró Farid. La felicidad se posaba como algodón sobre sus palabras. Furtivo saltó hacia él y lamió sus manos atadas.
—Sí, y además… imagínate… creo que Roxana las echa de menos —Dedo Polvoriento descendió el último escalón y se arrodilló a su lado. Unas voces agitadas llegaron hasta ellos—. ¿Oyes? Temo que Orfeo no tardará en enterarse de que tiene visita —Dedo Polvoriento extrajo un cuchillo del cinto y cortó sus ligaduras.
Farid se frotó las muñecas adormecidas. No podía apartar sus ojos de él. ¿Y si sólo era un espíritu o —peor todavía— un sueño? ¿Habría percibido entonces su calor y el latido de su corazón cuando Dedo Polvoriento se inclinó sobre él? Ya no había nada del espantoso silencio que había rodeado en la mina a Dedo Polvoriento. Y olía a fuego.
Arrendajo lo había traído de vuelta. Sí, seguro que había sido él. Dijera lo que dijera Orfeo.
¡Oh, él escribiría su nombre con fuego en las murallas de Umbra! ¡Lengua de Brujo, Arrendajo, el que fuera! Farid alargó la mano y rozó vacilante aquel rostro conocido y al mismo tiempo tan extraño.
Dedo Polvoriento soltó una risita contenida y lo puso de pie.
—¿Qué pasa? ¿Quieres convencerte de que no soy un espíritu? ¿Porque sigues teniéndoles miedo, eh? ¿Qué pasaría si yo fuera uno de ellos?
Por toda respuesta, Farid lo rodeó tan impetuosamente con sus brazos, que Jaspe, con un agudo alarido, resbaló del hombro de Dedo Polvoriento. Por fortuna éste atrapó al hombre de cristal antes que Gwin.
—¡Cuidado, cuidado! —susurró Dedo Polvoriento, depositando a Jaspe sobre el hombro de Farid—. Sigues siendo tan fogoso como un ternero joven. Agradécele a tu amigo de cristal mi presencia aquí. Él le contó a Brianna lo que Orfeo pretendía hacerte y ésta cabalgó a casa de Roxana.
—¿Brianna? —Farid colocó sobre su hombro al hombre de cristal, que se ruborizó—. Gracias, Jaspe.
Se volvió deprisa. La voz de Orfeo resonaba por la escalera del sótano.
—¿Un extraño? ¿Qué dices? ¿Cómo ha podido pasar a tu lado?
—La culpa es de la criada —oyó Farid protestar a Oss—. La criada peligrosa lo dejó entrar por la puerta trasera.
Dedo Polvoriento escuchaba con aquella vieja sonrisa burlona en los labios que Farid tanto había añorado. Sobre sus hombros y cabellos bailaban chispas. Parecían brillar incluso debajo de su piel, y la propia piel de Farid estaba caliente como si desde que había tocado a Dedo Polvoriento hubiera sido lamida por el fuego.