—Ha llegado otra carta para vos, señor.
Ay. ¿No sentaba bien ser llamado así? Señor…
Oss entró, inclinó su calva cabeza (a veces exageraba su servilismo) y entregó a Orfeo un papel sellado. ¿Papel? Qué raro. Habitualmente las personas distinguidas enviaban sus encargos sobre pergamino; y el sello tampoco le parecía conocido.
Bueno, qué más daba. Ya era el tercer pedido del día, los negocios iban viento en popa. La llegada de Pífano tampoco había cambiado demasiado las cosas. ¡Ese mundo, sencillamente, parecía hecho a su medida! ¿No lo había sabido siempre, desde que con sudorosos dedos de escolar abrió por vez primera el libro de Fenoglio? Allí, por sus magistrales mentiras, no iba a parar a la cárcel por falsificador o estafador, allí apreciaban su talento… y todo Umbra se inclinaba cuando recorría el mercado con sus ropas elegantes. Fabuloso.
—¿De quién es la carta?
Oss encogió sus hombros de una anchura casi ridícula.
—No lo sé, señor. Me la entregó Farid.
—¿Farid? —Orfeo se levantó—. ¿Por qué no me lo has comunicado enseguida? —con un brusco ademán arrancó la carta de los toscos dedos de Oss.
Orfeo:
(él, por supuesto, no ponía «querido» o «estimado», Arrendajo no mentía ni en el tratamiento)
Farid me ha informado de lo que pides por las palabras que te solicitó mi mujer. Acepto el trato.
Orfeo leyó tres, cuatro, cinco veces esas líneas, y sí, ahí lo ponía, negro sobre blanco.
Acepto el trato.
¡El encuadernador de libros había picado el anzuelo! ¿Podía ser de verdad tan fácil?
Sí. ¿Por qué no? Los héroes son unos mentecatos. ¿No es lo que él había dicho siempre? Arrendajo había caído en la trampa y él sólo tenía que cerrarla. Con una pluma, algo de tinta… y su lengua.
—¡Vete! ¡Quiero estar solo! —increpó a Oss, que con aire aburrido arrojaba nueces a los dos hombres de cristal—. ¡Y llévate a Jaspe!
Orfeo sabía que le gustaba demasiado hablar consigo mismo en voz alta mientras elaboraba sus ideas, de modo que el hombre de cristal no podía permanecer en la habitación. Jaspe se sentaba con demasiada frecuencia sobre los hombros de Farid, y el chico no debía enterarse bajo ningún concepto de lo que Orfeo pensaba escribir. Aunque ese estúpido botarate ansiaba el regreso de Dedo Polvoriento aún más que él, era dudoso que a cambio estuviera dispuesto a sacrificar al padre de su amada. No. Para entonces Farid adoraba a Arrendajo tanto como todos los demás.
Hematites lanzó a su hermano una mirada de perversa alegría cuando Oss, con sus dedos carnosos, recogió del escritorio a Jaspe.
—¡Pergamino! —ordenó Orfeo en cuanto la puerta se cerró tras ellos, y Hematites comenzó a extender sobre el pupitre el mejor pliego con enorme diligencia.
Orfeo se acercó a la ventana y contempló las colinas de las que probablemente procedía la carta de Arrendajo. Lengua de Brujo, Arrendajo… le habían dado nombres magníficos, y desde luego Mortimer era con toda seguridad mucho más noble y valiente que él mismo, pero ese dechado de virtudes no podía competir con él en astucia, pues la virtud entontecía.
«¡Agradéceselo a su mujer, Orfeo!», pensó, mientras comenzaba a caminar de un lado a otro (nada ayudaba más a pensar). «Si su mujer no tuviera tanto miedo a perderlo, quizá nunca habrías conseguido el cebo que necesitas.»
¡Oh, sería fantástico! ¡Su mayor triunfo! Unicornios, enanos, hadas multicolores… todo eso no estaba mal, pero no era nada comparado con lo que iba a lograr a continuación: rescatar de entre los muertos al Bailarín del Fuego. Orfeo. ¿Había sido alguna vez tan adecuado el nombre que se había dado? Pero él sería más listo que el cantor al que le había robado el nombre. Él enviaría en su nombre a otro al reino de los muertos… y se encargaría de que no regresase jamás.
—Dedo Polvoriento, ¿me escuchas en el país gélido en que te encuentras? —susurró Orfeo mientras Hematites, diligente, removía la tinta—, ¡He atrapado el cebo que te rescatará, el más maravilloso de los cebos, adornado con las más espléndidas plumas azul pálido!
Comenzó a tararear entre dientes, como siempre que se sentía satisfecho de sí mismo, y tomó de nuevo la misiva de Mortimer. ¿Qué más escribía Arrendajo?
Será como deseas
(por las barbas del diablo, él escribía ya al estilo de los bandos públicos, igual que los bandidos de épocas pretéritas):
Intentaré llamar a las Mujeres Blancas, y a cambio tú escribirás las palabras que devuelvan a mi mujer y a mi hija a la casa de Elinor. De mí solo cabe decir que las seguiré más tarde.
¡Caramba! ¿Qué significaba eso?
Orfeo dejó la hoja, sorprendido. ¿Mortimer quería quedarse? ¿Por qué? ¿Porque tras la amenaza de Pífano su noble corazón de héroe no le permitía largarse a hurtadillas? ¿O se debía simplemente a que le gustaba demasiado el papel de bandido?
—Bueno, sea como fuere, noble Arrendajo —dijo Orfeo en voz baja (¡ah, cómo le gustaba el sonido de su voz!)—, todo transcurrirá de manera muy distinta a como imaginas. ¡Porque Orfeo ha forjado sus propios planes para ti!
¡Majadero magnánimo! ¿Es que nunca había leído hasta el final una historia de bandidos? No hubo final feliz para Robin Hood, ni para Angelo Duca, ni para el Pernales o como quiera que se llamasen. ¿Por qué iba a tenerlo Arrendajo? No, él interpretaría un único papel: el cebo en el anzuelo, sabroso… y condenado a una muerte segura.
«¡Y yo le escribiré la última canción!», pensaba Orfeo mientras caminaba de un lado a otro, animado, como si sintiera en los dedos de sus pies las palabras adecuadas. Oíd, gentes, la muy portentosa historia de Arrendajo, que rescató a Dedo Polvoriento de la muerte y al mismo tiempo pereció él, por desgracia. Desgarrador. Como la muerte de Robin Hood a manos de la monja traidora o el fin de Duca en el patíbulo, a su lado el amigo muerto y sobre los hombros el verdugo, que cabalga en él hasta su muerte. Sí, todo héroe necesita una muerte así. Ni el mismo Fenoglio la escribiría de otro modo.
¡Oh, la carta no terminaba ahí! ¿Qué más escribía el más noble de todos los bandidos?
Cuelga en la ventana un trozo de tela azul cuando hayas escrito las palabras
(¡qué romántico! Una genuina idea de bandido. La verdad es que parecía convertirse cada vez más en el personaje que Fenoglio le había diseñado a la medida),
y a la noche siguiente me reuniré contigo en el cementerio de los titiriteros. Farid sabe dónde está. Ven solo, con un criado a lo sumo. Sé que haces buenas migas con el nuevo gobernador y no me dejaré ver hasta estar seguro de que no te acompaña ninguno de sus hombres. Mortimer
(Fíjate, todavía firma con su antiguo nombre. ¿A quién pretende engañar con eso?)
¡Ven solo! «Oh, sí. Iré solo», pensaba Orfeo. ¡Pero tú no verás las palabras que habré enviado por anticipado!
Enrrolló la carta y la depositó debajo de su escritorio.
—¿Todo listo, Hematites? ¿Una docena de plumas afiladas, la tinta removida durante sesenta y cinco respiraciones, una hoja del mejor pergamino?
—Una docena. Sesenta y cinco. La mejor —confirmó el hombre de cristal.
—¿Qué hay de la lista? —Orfeo contempló sus uñas mordidas. Últimamente se las lavaba todas las mañanas con agua de rosas, pero eso por desgracia las convertía en más apetitosas—. El inútil de tu hermano ha dejado las huellas de sus pies sobre las palabras con B.
La lista. La tabla ordenada por orden alfabético de todas las palabras que Fenoglio había empleado en
Corazón de Tinta.
Hacía poco que había encomendado a Jaspe su elaboración (el hermano de éste tenía una letra horrenda). Mas por desgracia el hombre de cristal sólo había llegado hasta la letra D. Así que Orfeo tenía que seguir consultando el libro de Fenoglio si quería estar seguro de que las palabras que utilizaba figuraban también en
Corazón de Tinta.
Una labor muy molesta pero ineludible, y hasta entonces ese método había dado óptimos resultados.
—¡Todo revisado! —Hematites asintió, solícito.
¡Bien! Ya venían las palabras. Orfeo las sintió como un cosquilleo debajo de la piel de la cabeza. En cuando tomó la pluma en la mano, la sumergió deprisa en el tintero. Dedo Polvoriento. Aún se le llenaban los ojos de lágrimas al recordar que lo había visto muerto en la mina. Sin duda alguna uno de los peores trances de su vida.
Y cómo le había perseguido la promesa que había hecho a Roxana, con el muerto a sus pies:
Encontraré palabras, tan exquisitas y fascinadoras como el aroma de los lirios, palabras que aturdan a la muerte y le abran los dedos fríos con los que ha agarrado su cálido corazón.
Las había buscado desde su llegada a este mundo, aunque Farid y Fenoglio creyesen que escribiendo únicamente traía unicornios y hadas de colores. Sin embargo, tras los primeros intentos fallidos se apoderó de él la amarga certeza de que allí no bastaba con un sonido melodioso, que palabras con aroma a lirio nunca traerían de vuelta a Dedo Polvoriento y que la muerte exigía un precio más sólido: un precio de carne y hueso.
Era increíble que no hubiera pensado antes en Mortimer, el hombre que con un libro vacío había convertido a la muerte en el hazmerreír de los vivos.
¡Sí, fuera con él! Ese mundo sólo necesitaba una lengua de brujo y sería la suya. Cuando Mortimer hubiera sido pasto de la muerte y el cerebro de Fenoglio estuviera destruido por el alcohol, sólo él seguiría contando esa historia, más y más… con un papel más adecuado para Dedo Polvoriento y otro de mucho mayor fuste para sí mismo.
—¡Sí, llámame a las Mujeres Blancas, Mortimer! —musitó Orfeo mientras llenaba el pergamino, palabra a palabra, con su elegante caligrafía—. Nunca sabrás lo que yo les susurré previamente en sus pálidos oídos. ¡Ved a quién os he traído! A Arrendajo. Llevadlo a vuestra gélida señora con un cariñoso saludo de Orfeo y entregadme a cambio al tragafuego. ¡Ay, Orfeo, Orfeo, de ti cabe decir muchas cosas, excepto que seas tonto!
Con una risita hundió la pluma en la tinta… y se volvió sobresaltado cuando se abrió la puerta a su espalda. Entró Farid. ¡Maldición! ¿Dónde estaba Oss?
—¿Qué quieres? —le espetó, grosero, al muchacho—. ¿Cuántas veces he de decirte que llames antes de entrar? La próxima vez te tiraré el tintero a tu estúpida cabeza! ¡Tráeme vino! ¡El mejor que haya!
Cómo lo miraba aquel granuja mientras cerraba la puerta tras él. «Me odia», pensó Orfeo.
La idea le gustó. Según su experiencia, sólo se odiaba a los poderosos, y en eso pensaba convertirse él en ese mundo. En un poderoso.
Él se sienta en una colina y canta. Son canciones mágicas, tan poderosas que pueden devolver la vida a los muertos. Su canto se alza leve y cauteloso, después se torna más alto y exigente, hasta que se abre el suelo de turba y la tierra fría muestra grietas.
Tor Age Bringsvaerd
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Los dioses salvajes
El Cementerio de los Titiriteros estaba situado más arriba de un pueblo abandonado. Carandrella. Todavía conservaba su nombre, a pesar de que sus moradores habían desaparecido hacía mucho tiempo. Cómo y por qué, nadie lo sabía. Una epidemia, decían unos; el hambre, afirmaban otros, y algunos más hablaban de dos familias enemistadas que se habían matado y expulsado entre sí. El libro de Fenoglio no decía qué historia era la verdadera, ni tampoco el cementerio donde los moradores desaparecidos habían enterrado a sus muertos entre los del Pueblo Variopinto para que durmiesen juntos por los siglos de los siglos.
Una estrecha senda pedregosa que partía de las casas abandonadas subía, serpenteando, por la ladera cubierta de retama y terminaba en un saliente desde el que se divisaba el sur por encima de las copas de los árboles del Bosque Interminable, allí donde en algún lugar detrás de las colinas se extendía el mar. Los muertos de Carandrella, decían en Umbra, disfrutan de las mejores vistas.
Un muro derruido rodeaba las tumbas. Las lápidas eran las mismas con las que se construían las casas. Piedras para los vivos y para los muertos. Algunas ostentaban nombres grabados con torpeza, como si el que los escribió se hubiera limitado a aprender las letras para arrancar del silencio que entrañaba la muerte el eco de un nombre amado.
Meggie creía que las lápidas le susurraban los nombres cuando pasaba ante las tumbas: Fariña, Rosa, Lucio, Renzo… Las lápidas sin nombre parecían bocas cerradas, bocas tristes que habían olvidado el habla. Pero a lo mejor a los muertos les daba completamente igual cómo se llamasen en otro tiempo.
Mo seguía hablando con Orfeo. Recio examinaba a su guardaespaldas como si quisiera comprobar cuál de ellos tenía el pecho más ancho.
No lo hagas, Mo. ¡Por favor!
Meggie miró a su madre… y giró la cabeza bruscamente cuando Resa le devolvió la mirada. Qué furiosa estaba con ella. Mo estaba allí ahora por las lágrimas de Resa, y porque ella había ido a ver a Orfeo.
Además de Recio, también les había acompañado el Príncipe Negro… y Doria, a pesar de que su hermano se lo había prohibido. Estaba entre las tumbas, igual que Meggie, acechando a su alrededor y contemplando las cosas colocadas delante de las lápidas: flores marchitas, un juguete de madera, un zapato, una flauta. Sobre una de las tumbas reposaba una flor fresca. Doria la recogió. Era blanca igual que las Mujeres a las que esperaban. Al notar que Meggie lo miraba, fue hacia ella. La verdad es que no se parecía a su hermano. Recio llevaba corto el pelo castaño, pero el de Doria se ondulaba hasta los hombros, y a Meggie se le antojaba a veces que él había salido de uno de los antiguos libros de cuentos que le había regalado su padre cuando acababa de aprender a leer. Sus ilustraciones amarilleaban, pero Meggie las contemplaba durante horas, firmemente convencida de que las hadas de las que hablaban algunos cuentos las habían pintado con sus manos diminutas.
—¿Sabes leer las letras de las lápidas? —Doria seguía sosteniendo la flor blanca cuando se detuvo ante ella.
Dos dedos de su mano izquierda estaban rígidos. Se los rompió su padre borracho, cuando Doria quiso defender a su hermana. Eso al menos había contado Recio.
—Sí, claro.
Meggie volvió a mirar a Mo. Fenoglio le había remitido una nota a través de Baptista.
¡No confíes en Orfeo, Mortimer!
Todo en vano.
No lo hagas, Mo. ¡Por favor!
—Busco un nombre —la voz de Doria revelaba más timidez de la habitual—. Pero… pero no sé leer. Es el nombre de mi hermana.