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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (23 page)

BOOK: Muerte de tinta
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Un siseo por encima de su cabeza la sobresaltó. A continuación, un sordo crepitar, y por encima del castillo la noche se tino de un rojo escarlata, como si hubieran prendido fuego al cielo. Pájaro Tiznado entretenía a Pardillo y a sus invitados alimentando las llamas con veneno de alquimista y maldad hasta que éstas se retorcían, en lugar de bailar como hacían con Dedo Polvoriento.

Dedo Polvoriento. Sí, ella también deseaba su retorno, y se le helaba el corazón al pensar que yacía con los muertos. Pero aún se le helaba más al pensar que las Mujeres Blancas alargaban de nuevo sus manos hacia Mo. No obstante… ¿no se lo llevarían si permanecía en ese mundo?
Tu marido perecerá en esta historia.

¿Qué debía hacer?

El cielo se tiñó de un verde sulfuroso. El fuego de Pájaro Tiznado era multicolor, y la calle por la que bajaba con pasos cada vez más presurosos terminaba en una plaza que nunca había visto. Las casas eran pobres. En el umbral de una puerta yacía un gato muerto. Indecisa, se acercó a la fuente que había en medio de la plaza… y se volvió sobresaltada al oír pasos a su espalda. Tres hombres surgieron de las sombras entre las casas. Soldados con los colores de Cabeza de Víbora.

—Vaya, ¿a quién tenemos deambulando por ahí a una hora tan tardía? —dijo uno, mientras los otros dos, en un par de zancadas, le cortaban el paso—. ¿No os lo dije? En Umbra se encuentran cosas más interesantes que el rollo de escupefuego de Pájaro Tiznado.

Y ahora ¿qué, Resa? Llevaba un cuchillo, pero ¿de qué le serviría contra tres espadas? Y uno encima portaba una ballesta. Había visto con harta frecuencia lo que hacían sus flechas. ¡Tendrías que haberte puesto ropa de hombre, Resa! ¿No te ha contado mil veces Roxana que ninguna mujer de Umbra sale de casa tras oscurecer por miedo a los hombres de Pardillo?

—¿Qué? Seguro que tu hombre está tan muerto como todos los demás, ¿no? —el soldado apenas era más alto que ella, pero los otros dos le sacaban la cabeza.

Resa alzó la vista hacia las casas, pero ¿quién iba a acudir en su ayuda? Fenoglio vivía al otro lado de Umbra, y Orfeo… aunque pudiera oírla, ¿la ayudarían él y su gigantesco criado después de haber rechazado su trato? Inténtalo, Resa, ¡grita! A lo mejor Farid te echa una mano. Pero su voz no la obedecía, igual que entonces, la primera vez que se perdió en este mundo…

En las casas circundantes sólo se veía una ventana iluminada. Una anciana asomó la cabeza y retrocedió deprisa al divisar a los soldados. «¿Has olvidado de qué está hecho este mundo?», creyó oír decir a su marido. Pero suponiendo que sólo se compusiera de palabras, ¿qué decían de ella esas palabras?
Pero allí había una mujer que se extravió nada menos que dos veces en el mundo situado detrás de las letras, y la segunda vez ya no halló el camino de regreso.

Ahora dos de los soldados estaban justo detrás de ella. Uno le puso las manos en las caderas. A Resa se le antojó que había leído una vez lo que sucedía, en algún lugar, en algún momento… «¡Deja de temblar! Pégale, métele los dedos en los ojos.» ¿No le había explicado a Meggie hacía poco cómo defenderse si le sucedía algo parecido? El más bajo de los tres se aproximó con una sucia sonrisa de esperanza en los delgados labios. ¿Qué se sentía regocijándose con el miedo ajeno?

—¡Dejadme en paz! —al menos la voz volvía a obedecerla. Pero por las noches seguro que se oían con frecuencia voces similares en Umbra.

—¿Por qué tendríamos que hacerlo?

El soldado situado a su espalda olía al fuego de Pájaro Tiznado. Sus manos se deslizaron más arriba, hacia sus pechos. Los otros reían; la risa era casi peor que aquellos dedos inquisitivos. Pero además de las risas, Resa creyó oír algo diferente. Pasos ligeros, rápidos. ¿Farid?

—¡Aparta esas manos! —esta vez ella gritó las palabras tan alto como pudo, pero no fue su voz la que obligó a los hombres a volverse.

—Soltadla. Inmediatamente.

La voz de Meggie sonó tan adulta que Resa no comprendió en el acto que pertenecía a su hija. Meggie surgió de entre las casas erguida, igual que había aparecido en la plaza de la fiesta de Capricornio. Sólo que esta vez no vestía el horrible atuendo blanco que le había impuesto Mortola.

El soldado que sujetaba a Resa dejó caer las manos como un chico pillado en falta, pero al ver salir de la oscuridad a una chica, la agarró con más brutalidad aún.

—¿Otra más? —el más bajo se volvió y lanzó a Meggie una mirada apreciativa—. Bueno, tanto mejor. ¿Lo veis? Es cierto lo que os conté de Umbra. Es un nido de mujeres.

Fueron sus últimas y necias palabras. El Príncipe Negro le lanzó su cuchillo a la espalda. Mo y él surgieron de la noche como sombras despertadas a la vida. El soldado que mantenía sujeta a Resa la alejó de un empujón y desenfundó su espada. Gritó al otro una advertencia, pero Mo los mató a ambos tan deprisa que Resa creyó que no había tenido tiempo de respirar. Sus rodillas cedieron y tuvo que apoyarse en el muro más próximo. Meggie corrió hacia ella y le preguntó, preocupada, si estaba herida. Su marido se limitó a mirarla.

—¿Qué? ¿Ya está escribiendo Fenoglio? —fue todo lo que dijo.

Él sabía por qué había cabalgado hasta allí su mujer. Faltaría más.

—No —respondió Resa en susurros—. No, y tampoco escribirá nada. Ni él, ni Orfeo.

Cómo la miraba él. Como si no supiera si creerla. Nunca la había mirado de ese modo. Después se volvió en silencio y ayudó al Príncipe a arrastrar a los muertos a una de las calles adyacentes.

—Iremos por el arroyo de los tintoreros —le susurró Meggie—. Mo y el Príncipe han matado a los centinelas de esa zona.

Muertos y más muertos, Resa. Sólo porque quieres ir a casa. El empedrado estaba cubierto de sangre, y mientras Mo arrastraba al soldado que la había sujetado, sus ojos la observaban. ¿Le daba pena? No. Pero la naturalidad con la que hasta su hija hablaba de matar la estremecía. ¿Y Mo? ¿Qué sentía al hacerlo? ¿Nada? Lo vio limpiar la sangre de su espada con el manto de uno de los muertos y mirarla. ¿Por qué no acertaba ella a leer en sus ojos igual que antes?

Porque tenía delante a Arrendajo. Y esta vez lo había llamado ella misma.

El camino hacia la calle de los tintoreros parecía interminable. El fuego de Pájaro Tiznado aún brillaba en el cielo, y en dos ocasiones tuvieron que esconderse de un tropel de soldados borrachos, pero al fin llegó a sus narices el olor acre del agua de los tintoreros. Resa presionó la manga contra su boca y su nariz cuando llegaron al arroyo que conducía hasta el río las aguas residuales a través de una reja en la muralla de la ciudad, y cuando ella siguió a Mo a ese caldo hediondo sintió tales náuseas que apenas consiguió coger el aire suficiente para atravesar la reja por debajo sumergiéndose.

Mientras el Príncipe Negro la ayudaba a llegar a la orilla, vio a uno de los centinelas muertos tendido entre los arbustos. La sangre sobre su pecho parecía tinta en la noche sin estrellas, y Resa prorrumpió en sollozos. No podía parar, ni siquiera cuando al fin llegaron al río y se lavaron por encima el agua apestosa del cabello y de las ropas.

Dos bandidos aguardaban con caballos más abajo junto a la orilla, allí donde nadaban las ondinas y las mujeres de Umbra tendían la ropa sobre las piedras planas de la orilla. Doria también estaba allí. Sin su forzudo hermano. Al ver lo mojada que estaba, cubrió los hombros de Meggie con su raída capa. Mo ayudó a Resa a subir a la silla, pero seguía sin decir palabra. Su silencio la hacía estremecerse más que sus ropas mojadas, y no fue él, sino el Príncipe Negro, quien le trajo una manta. ¿Le había revelado Mo lo que ella pretendía hacer en Umbra? No, seguro que no. ¿Cómo contárselo sin explicarle el poder que en ese mundo tenían las palabras?

Meggie también sabía por qué había cabalgado su madre a Umbra. Resa lo veía en sus ojos. Estaban alerta, como si su hija, presa de la inquietud, se preguntase cuáles serían sus próximos pasos. ¿Qué pasaría si Meggie se enteraba de que su madre había ido a ver a Orfeo? ¿Comprendería que la única razón había sido el miedo por su padre?

Cuando se alejaban, comenzó a llover. El viento arrastró hasta su rostro las gotas heladas, y encima del castillo el cielo brillaba rojo oscuro como si Pájaro Tiznado les enviara una advertencia. Por indicación del Príncipe, Doria retrocedió para borrar sus huellas, mientras Mo cabalgaba en cabeza silencioso. Cuando giró la cabeza, su mirada fue para Meggie, no para ella, y Resa agradeció la lluvia en su cara, porque así nadie veía sus lágrimas.

UNA NOCHE SIN SUEÑO

Siempre que me desespero por el mundo

Y el más leve rumor me despierta en la noche

Temiendo por mi vida y la de mis hijos,

Acudo donde el gran lagarto

Hermoso reposa sobre el agua

y donde pesca la garceta.

Hallo entonces la paz de los seres salvajes,

De vida no menoscabada por la preocupación.

Me presento ante el agua mansa

Y siento en lo alto las estrellas, ciegas de día,

Quietas en su luz. Descanso un momento

En la sublimidad del mundo, y soy libre.

Wendell Berry
,
The Peace of Wild Things

—Lo siento —Resa dijo lo que pensaba.

Lo siento.

Musitaba una y otra vez estas dos palabras, pero detrás de ellas, Mo percibía los auténticos pensamientos de Resa: que volvía a estar atrapada. La fortaleza de Capricornio, su pueblo en las montañas, los calabozos del Castillo de la Noche… demasiadas prisiones. Ahora era un libro lo que la retenía, el mismo libro que ya la había apresado una vez. Y cuando había intentado escapar de él, la había traído de vuelta.

—Yo también lo siento —decía él con la misma frecuencia que ella… y, sin embargo, sabía que su esposa esperaba otras palabras muy distintas.
De acuerdo, Resa, volvamos. Ya encontraremos el modo.

Pero no las pronunció, y esas palabras no dichas generaron un silencio que ellos no habían conocido ni siquiera cuando Resa perdió la voz.

Al final se echaron a dormir, a pesar de que fuera ya alboreaba, agotados por el miedo que ambos habían pasado y por lo que no se dijeron el uno al otro. Resa se durmió enseguida, y mientras él contemplaba su rostro dormido recordó los años en que había añorado precisamente eso. Pero ni siquiera ese pensamiento le aportó serenidad… y al final dejó sola a Resa con sus sueños.

Salió fuera, pasó junto a los centinelas que se burlaron de él por el hedor a tintorero que continuaba adherido a sus ropas, y caminó por el barranco en el que había levantado el campamento, como si el Mundo de Tinta pudiera susurrarle lo que debía hacer si escuchaba con la debida atención.

De sobra sabía lo que debía hacer…

Al final se sentó junto a una de las charcas que habían sido un día las huellas de los pies de un gigante, observando a las moscas dragón que revoloteaban por encima del agua turbia. En ese mundo parecían realmente dragones alados diminutos y a Mo le gustaba sentarse, seguir con la vista sus figuras extravagantes e imaginarse cuan grande debió haber sido el gigante que dejó semejante huella del pie. Apenas unos días antes había vadeado con Meggie una de las charcas para averiguar la profundidad de las huellas. El recuerdo suscitó una sonrisa, aunque malditas las ganas que tenía de reír. Aún percibía en su interior el horror que provocaba matar. ¿Lo sentiría todavía el Príncipe Negro, después de tantos años?

La mañana llegó vacilante, con una mezcla de tinta y leche, y Mo no acertó a precisar cuánto tiempo había estado allí sentado, esperando a que el mundo de Fenoglio le revelase la continuación, cuando una voz familiar pronunció, quedo, su nombre.

—No deberías estar aquí solo —dijo Meggie, sentándose a su lado sobre la hierba blanquecina por la escarcha—. Es peligroso, tan alejado de los centinelas.

—¿Y tú? ¿Debería ser un padre más severo y prohibirte pasear fuera del campamento sin mí?

—Bobadas. Siempre llevo encima un cuchillo. Farid me enseñó a utilizarlo —contestó dedicando a su padre una sonrisa indulgente mientras se rodeaba las rodillas con los brazos.

Qué adulta parecía. Era una tontería pretender protegerla todavía.

—¿Te has reconciliado con Resa?

La mirada preocupada de su hija lo turbó. En ocasiones era mucho más fácil estar solo con ella.

—Sí, claro —Mo alargó el dedo y una de las moscas dragón, que parecía hecha de hierba azul verdosa, se posó encima.

—¿Y? —Meggie lo miró inquisitiva—. ¿Preguntó a los dos, verdad? A Fenoglio y a Orfeo.

—Sí. Pero afirma que no se puso de acuerdo con ninguno de los dos —la mosca dragón curvó su esbelto cuerpo, cubierto de escamas diminutas.

—Claro que no. ¿Qué se figuraba? Fenoglio ya no escribe y Orfeo es caro —Meggie frunció el ceño, despectiva.

Él se lo acarició sonriendo.

—Ten cuidado, o las arrugas permanecerán, lo cual sería un poco prematuro, ¿no crees?

Cuánto amaba él su rostro. Cuánto lo amaba y anhelaba que fuera feliz. Nada deseaba más en el mundo.

—Dime una cosa, Meggie, pero con sinceridad, con absoluta sinceridad —ella sabía mentir mucho mejor que él—. ¿Tú también deseas regresar?

Ella inclinó la cabeza, se echó el pelo liso por detrás de las orejas.

—¿Meggie?

Su hija seguía rehuyendo su mirada.

—No lo sé —respondió al fin la joven en voz baja—. Quizá. Es doloroso pasar miedo con tanta frecuencia, miedo por ti, por Farid, por el Príncipe Negro, por Baptista, por Recio —alzó la cabeza y lo miró—. Ya sabes que a Fenoglio le gustan las historias tristes. Quizá tanta desdicha se debe a eso, a que es sencillamente una historia de ese tipo…

Una historia. Sí. Pero ¿quién la contaba? Fenoglio, no. Mo contempló la escarcha en sus dedos. Fría y blanquecina. Como las Mujeres Blancas… A veces se despertaba sobresaltado en medio del sueño creyendo que las oía susurrar. Otras notaba sus dedos gélidos en su corazón, y a veces, sí, a veces casi ansiaba volver a verlas.

Alzó la vista hacia los árboles, lejos de toda la blancura. El sol disipaba la neblina matinal, y en las ramas, cada vez más desnudas, brillaban las últimas hojas como oro pálido.

—¿Qué hay de Farid? ¿No es un motivo para quedarse?

Meggie agachó la cabeza. Se esforzó al máximo por aparentar indiferencia.

—A Farid le importa un bledo que yo esté aquí. Sólo piensa en Dedo Polvoriento. Desde que éste murió, la situación ha empeorado.

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