Cretinos acorazados. Todavía no habían comprendido que Arrendajo había cabalgado hasta el castillo de Umbra con un plan que aún no había puesto en práctica.
Vaya. Al fin se detenían. ¡Oh, qué alivio para sus pobres huesos! El cielo estaba negro como la pez, pero seguramente Pulgarcito había descubierto un hada que a pesar del frío anunciaba la mañana con su baile infatigable.
Pulgarcito…
El nuevo guardaespaldas de Cabeza de Víbora podía enseñarle a uno el miedo. Era tan delgado como si ya se lo hubiera llevado la Muerte, y sobre la nuez de Adán lucía tatuado el animal heráldico de su señor que, al hablar, se retorcía como si viviera encima de su piel. Una visión muy inquietante, mas por suerte Pulgarcito no hablaba mucho. No debía su apodo a la estatura. Pulgarcito era incluso algo más alto que Orfeo, pero en ese mundo seguro que nadie conocía el cuento del mismo nombre. No. Este Pulgarcito al parecer se había ganado el nombre por las crueldades que sabía hacer con sus pulgares.
Orfeo no había leído nada sobre él en el libro de Fenoglio, de modo que debía de ser uno de los personajes que, de creer a Fenoglio, incubaba la propia historia, como una charca pantanosa las larvas de mosquito. Pulgarcito se vestía de campesino, pero su espada era mejor que la de Pífano, y se decía que su olfato estaba tan muerto como el de Nariz de Plata, por lo que, al contrario que todos los demás, ambos resistían sin arcadas la cercanía de Cabeza de Víbora.
«¡Envidiable!», pensó Orfeo mientras bajaba del caballo con un ligero gemido.
—¡Sécalo bien! —ordenó malhumorado a Oss—. Y después monta mi tienda, pero deprisita —desde que había visto a Pulgarcito, a Orfeo su guardaespaldas le parecía de lo más torpe.
La tienda de Orfeo no era demasiado grande ni lo bastante alta como para estar de pie, y era tan estrecha que estaba a punto de volcarse cuando él se daba la vuelta en el interior, mas con la prisa no había conseguido con la lectura nada mejor, aunque había revisado todos sus libros en busca de una versión más lujosa. Sus libros… bueno, suyos desde hacía poco tiempo. Antes habían pertenecido a la biblioteca del castillo de Umbra, pero nadie había impedido que Orfeo se los llevara.
Libros.
Qué excitado se había sentido en la biblioteca del Príncipe Orondo. Tenía la certeza de encontrar allí al menos un ejemplar con las palabras de Fenoglio. Ya en el primer atril había descubierto efectivamente un libro con canciones sobre Arrendajo. Cuando lo liberó de su cadena (las cerraduras habían sido fáciles de abrir, de eso entendía un poco) le temblaban los dedos. «¡Ya te tengo, Mortimer!», pensó. «Voy a enderezarte moldeándote igual que la masa de pan. En cuanto tenga sobre mi lengua tu nombre de bandido no sabrás quién eres ni dónde estás.» Pero tras leer las primeras líneas su desilusión fue tanto más dolorosa. ¡Oh, qué sonidos arcillosos, qué versos mal rimados! No, Fenoglio no había compuesto ni una de las canciones que figuraban en ese libro. ¿Dónde estaban sus canciones? «¡Se las ha llevado Violante, cretino!», se insultó a sí mismo. «¿No te lo imaginabas?»
La desilusión aún dolía. Pero ¿quién decía que en ese mundo sólo podían cobrar vida las palabras del viejo idiota? ¿No eran en última instancia parientes todos los libros? Al fin y al cabo, los llenaban las mismas letras, sólo que en distinta sucesión. Lo que significaba que, en cierto modo, cualquier libro estaba contenido en otro.
Bueno, fuera como fuese, lo que Orfeo había leído hasta entonces a lo largo de aquellas horas interminables en la silla de montar no era, por desgracia, muy prometedor. Por lo visto en ese mundo no había ni un solo narrador que entendiera algo de su arte, al menos en la biblioteca del Príncipe Orondo. ¡Qué lamentable colección de escritos bonitos, pero tediosos, qué leñosa palabrería! ¡Y los personajes! Ni siquiera
su
voz conseguiría insuflarles vida.
En un principio Orfeo se había propuesto impresionar a Cabeza de Víbora en la próxima parada ofreciéndole una prueba de sus habilidades, pero a su lengua le sabía a papel reseco todo lo que había encontrado. ¡Maldición!
Como es natural, la tienda de Cabeza de Víbora ya estaba montada. Pulgarcito enviaba siempre a unos criados delante, para que a continuación su señor pudiera entrar a trompicones desde la carroza. Era un palacio de tela, las franjas negras bordadas con serpientes de plata brillaban a la luz de la luna, como si miles de caracoles se arrastraran por encima de la tela.
¿Qué pasará si te llama enseguida, Orfeo? ¿No le prometiste distracción? Aún resonaban en sus oídos las taimadas palabras de Pardillo:
A mi cuñado no le gusta nada que se frustren sus esperanzas.
Orfeo tiritaba. Malhumorado, se acuclilló debajo de un árbol y sacó otro libro de las alforjas mientras Oss seguía luchando con la tienda.
¡Cuentos para niños! Lo que faltaba. ¡Maldición, maldición, maldición! Pero… ¡un momento! Eso le resultaba familiar. El corazón de Orfeo se aceleró. ¡Fenoglio, sí! Esas eran sus palabras, desde luego.
—Este libro me pertenece —unos dedos cortos arrancaron el libro de las manos de Orfeo.
Jacopo estaba ante él, los labios fruncidos, las cejas arrugadas encima de los ojos como seguramente había visto hacer a su abuelo. No se había puesto la nariz de hojalata. Debía de resultarle algo molesta.
Orfeo reprimió con esfuerzo el impulso de arrebatarle de las manos el libro. No era una medida inteligente. «¡Sé amable con este hijo de Satanás, Orfeo!»
—¡Jacopo! —le dirigió una sonrisa amplia, ligeramente servil, como sabe apreciar el hijo de un príncipe, aunque su padre esté muerto—. ¿Es vuestro este libro? Entonces sabréis sin duda quién escribió sus historias, ¿me equivoco?
—Cara de Tortuga —contestó Jacopo con una mirada sombría.
¿Cara de Tortuga? ¡Qué fabuloso nombre para Fenoglio!
—¿Os gustan sus narraciones?
—Prefiero las canciones de Arrendajo —Jacopo se encogió de hombros—, pero mi madre no me las deja.
—Ah, pues no es muy amable que digamos.
Orfeo contemplaba el libro que Jacopo apretaba tan posesivamente contra su pecho. Sintió que se le humedecían las manos de sudor por la avidez. Las palabras de Fenoglio… ¿y si resultaba que eran tan eficaces como las del propio
Corazón de Tinta?
—¿Qué os parecería, príncipe… —ah, cuánto le habría gustado retorcer el pescuezo a ese estúpido crío principesco—, qué os parecería si os narro algunos cuentos de bandidos a cambio de que me prestéis el libro?
—¿Sabes contar historias? Yo creía que te dedicabas a vender unicornios y enanos.
—Eso también.
«Y como no me entregues ese libro en el acto, haré que te ensarte con el cuerno uno de esos unicornios», pensó Orfeo… ocultando sus siniestros pensamientos detrás de una sonrisa más amplia todavía.
—¿Para qué quieres el libro? Es para niños. Sólo para niños.
Maldito pequeño sabihondo.
—Deseo ver los dibujos.
—Son aburridos —Jacopo abrió el libro y hojeó las páginas de pergamino—. Sólo hay animales, y hadas, y duendes. No soporto los duendes. Apestan y se parecen a Tullio —miró a Orfeo—. ¿Qué me das si te lo presto? ¿Tienes plata?
Plata. De tal palo, tal astilla… aunque para entonces se parecía más a su difunto padre que a su abuelo.
—Claro —Orfeo cogió la bolsa que pendía de su cinturón.
«Espera y verás, principito», pensó. «Si este libro puede hacer lo que me figuro, pienso concebir un par de sorpresas desagradables para ti.»
Jacopo extendió la mano y Orfeo dejó caer dentro una moneda con la efigie de su abuelo.
La manita permaneció abierta.
—Quiero tres.
Orfeo soltó un gruñido de enfado y Jacopo apretó aún más fuerte el libro contra su pecho.
Pequeño bastardo codicioso. Orfeo dejó caer otras dos monedas en la mano infantil y Jacopo cerró apresuradamente los dedos.
—Esto es por un día.
—¿Por un día?
—Señor, vuestra tienda está preparada —Oss caminaba hacia ellos con los dedos gordos asomando por la puntera de sus botas. Sus pies de elefante necesitaban unas nuevas. ¡Bah! Que fuera descalzo una temporada.
Jacopo se guardó las monedas en la bolsa de su cinturón y tendió el libro a Orfeo con gesto de condescendencia.
—Tres monedas, tres días —precisó Orfeo mientras cogía el libro—. Y ahora lárgate antes de que cambie de idea.
Jacopo se encogió de hombros, pero al momento siguiente recordó de quién era nieto.
—¿Qué forma de hablarme es ésa, Cuatrojos? —gritó con voz estridente, y dio tal pisotón a Orfeo que éste soltó un alarido.
Los soldados, que se sentaban ateridos debajo de los árboles, soltaron una risita sarcástica, y Jacopo se alejó con paso solemne, como una copia a escala reducida de Cabeza de Víbora.
Orfeo se sintió enrojecer de vergüenza.
—¿Qué clase de guardaespaldas eres? —increpó a Oss—. ¿Es que ni siquiera puedes protegerme de un crío de seis años?
Después se dirigió cojeando a su tienda.
* * *
Oss había prendido una lámpara de aceite y extendido una piel de oso sobre el frío suelo del bosque, pero Orfeo añoró su casa en cuanto se deslizó por la estrecha entrada.
—¡Todo esto por culpa de Mortimer y sus necios juegos de bandidos! —rezongó mientras se acomodaba de muy mal humor encima de la piel—. Pienso escribir para mandarlo al infierno y de paso a Dedo Polvoriento con él. Últimamente esos dos parecen inseparables, según dicen. Y si en este mundo no hubiera infierno, créalo de paso con la escritura, Orfeo. ¡Ni siquiera Dedo Polvoriento hallará placer en un fuego semejante!
Escribir. Abrió con avidez el libro que había alquilado al pequeño diablo codicioso. Osos, duendes, hadas… El pequeño tenía razón, eran cuentos para niños. No sería fácil traer con la lectura algo atractivo para Cabeza de Víbora, y seguro que éste lo convocaría muy pronto a su presencia. ¿Quién si no iba a distraerlo durante sus noches insomnes?
Vaya, más duendes todavía. El viejo parecía sentir especial predilección por ellos. Una historia muy sentimental sobre una mujer de cristal enamorada… una ondina que se enamoraba de un príncipe; demonios, eso no debía de interesar ni siquiera a Jacopo. ¿Se hablaba alguna vez de un bandido? ¿Graznaba siquiera un arrendajo en algún pasaje? Sí, eso estaría bien: entrar en la tienda de Cabeza de Víbora y leyendo unas cuantas palabras traerle al enemigo al que llevaba tanto tiempo persiguiendo en vano. Pero en lugar de eso, pájaros carpinteros, ruiseñores, incluso un gorrión parlante, pero ningún arrendajo. ¡Maldita sea mi estampa, tres veces maldita! Ojalá las tres monedas de plata hubiesen sido una buena inversión.
Pellizcanarices…
Hmm, eso al menos sonaba a una criatura que le permitiría vengarse del chiquillo. Pero ¡un momento!
Allí donde el bosque era pura negrura,
Orfeo formaba las palabras con los labios sin pronunciarlas,
y donde ni siquiera los duendes se atrevían a buscar setas…
—¡A decir verdad este campamento es un lugar poco agradable, maestro! —Hematites apareció de pronto a su lado, con expresión bastante sombría—. ¿Cuánto tiempo creéis que durará el viaje?
El hombre de cristal iba adquiriendo cada día una coloración más gris. A lo mejor echaba de menos las peleas con su hermano traidor. Pero a lo mejor también se debía a que cazaba continuamente cochinillas y gusanos y se los zampaba con visible placer.
—¡No me molestes! —le espetó Orfeo, grosero—. ¿No ves que estoy leyendo? ¿Y qué pata es ésa que vuelves a llevar pegada a la chaqueta? ¿No te he prohibido comer insectos? ¿Quieres que te expulse al bosque, con tus congéneres salvajes?
—No. No, de veras que no. Ni una palabra más asomará a mis labios, Excelencia… ¡ni insecto alguno! —Hematites hizo tres reverencias seguidas (a Orfeo le encantaba su servilismo)—. Sólo una pregunta más. ¿Es éste el libro que os robaron?
—No, por desgracia es sólo su hermano pequeño —contestó Orfeo sin levantar la vista—. Y ahora ¡cállate de una vez!
…y donde ni siquiera los duendes se atrevían a buscar setas —
siguió leyendo—,
moraba la más negra de todas las sombras, el más indescriptible de todos los horrores. Los íncubos se decían sus iguales, pero él había llevado un día nombre de persona, pues los íncubos son almas humanas a las que las Mujeres Blancas no pudieron lavar la maldad de sus corazones, y en consecuencia las enviaron de vuelta…
—¡Fíjate, qué historia tan siniestra! —murmuró Orfeo levantando la cabeza—. ¿Qué estaría pensando el viejo cuando la escribió? ¿Quizá lo había enfurecido tanto el pequeño demonio que pretendía cantarle una canción de cuna muy especial? Da la impresión de que también le gustaba al abuelo de Jacopo. ¡Sí! —volvió a inclinarse sobre las páginas en las que Balbulus había pintado una sombra que alargaba sus dedos negros entre las letras—. ¡Oh, esto es fabuloso! —susurró—. Hematites, tráeme papel y pluma, pero ligero, o te daré de pienso a uno de los caballos.
El hombre de cristal obedeció diligente, y Orfeo puso manos a la obra. Media frase robada por aquí, unas palabras por allá, un pedacito de frase espigado de la página siguiente como aglutinante… Palabras de Fenoglio. Escritas con más despreocupación que en
Corazón de Tinta —
uno casi creía oír la risa contenida del anciano—, pero la música era la misma, de modo que ¿por qué no iban a gustar esas palabras a su historia igual que las del otro libro, el ignominiosamente robado?
—Sí, sí, suena por entero a él —musitaba Orfeo mientras el papel absorbía la tinta. Pero todavía precisa algo más de color…
De nuevo pasaba las páginas iluminadas en busca de las palabras adecuadas, cuando el hombre de cristal, con un grito agudo, se escondió detrás de su mano.
Una urraca se había posado a la entrada de la tienda.
Hematites, preocupado, hundió los dedos en la manga de Orfeo (la verdad es que sólo era valiente cuando tenía que vérselas con congéneres de menor tamaño), y la esperanza de Orfeo de que se tratase de una urraca normal y corriente se hizo trizas en cuanto ésta abrió el pico.
—¡Fuera de aquí! —siseó el ave al hombre de cristal, y Hematites corrió fuera sobre sus patas de araña de cristal, aunque allí los hombres de Cabeza de Víbora le tirasen bellotas y nueces de hada.
Mortola. Era obvio que Orfeo sabía que volvería a aparecer tarde o temprano. Pero ¿no habría podido ser más tarde? «Una urraca», pensó cuando se le acercó a saltitos. «Si pudiese transformarme en un animal, seguro que se me ocurriría algo más impresionante.» ¡Qué desgreñada parecía! Seguramente la había espantado una marta o un zorro. Lástima que no la hubiera devorado.