Mo no podía apartar la vista de las muchachas de fuego. Las llamas perfilaban su miedo y su soledad de manera tan impresionante como los pinceles de Balbulus. No, la madre de Violante no había sido feliz en ese castillo, contara lo que le contara a su hija.
—¿Qué está haciendo?
Violante apareció de repente detrás de ellos. Brianna y Tullio la acompañaban.
Dedo Polvoriento chasqueó los dedos y las llamas perdieron su figura humana y se enroscaron alrededor de las ventanas como una planta ígnea.
—No temáis. Sólo dejará un rastro de hollín sobre las piedras, y por el momento —añadió dirigiendo una mirada a Brianna, que contemplaba las llamas, encantada— es un espectáculo muy bello, ¿no?
Así era. El fuego cubrió las ventanas de hojas rojas y flores doradas. Tullio intentó acercarse, pero Violante lo detuvo con un brusco tirón.
—¡Apágalo, Bailarín del Fuego! —ordenó, enfurecida, a Dedo Polvoriento—. Ahora mismo.
Dedo Polvoriento obedeció con un encogimiento de hombros. Un susurro y el fuego se apagó. La ira de Violante no impresionaba a Dedo Polvoriento, y esto amedrentaba a la hija de Cabeza de Víbora. Mo lo leía en sus ojos.
—Era realmente hermoso, ¿no os parece? —preguntó pasando el dedo por la cornisa ennegrecida por el hollín. Le parecía seguir viendo a las tres jóvenes ante la ventana.
—El fuego nunca es hermoso —respondió Violante con desdén—. ¿Has visto alguna vez morir a una persona en la hoguera? Arden mucho tiempo.
Evidentemente sabía de lo que hablaba. ¿Qué edad tenía cuando presenció la primera pira, cuando vio al primer hombre ahorcado? ¿Cuánta negrura soportaba una niña antes de asimilar esa negrura para siempre?
—Ven conmigo, Arrendajo —Violante se volvió de repente—. Quiero enseñarte algo. ¡Sólo a ti! Brianna, trae agua y limpia el hollín.
Brianna se alejó sigilosa sin decir palabra, no sin dirigir a su padre una mirada fugaz. Pero Dedo Polvoriento retuvo a Mo cuando éste quiso seguir a la Fea.
—¡Guárdate de ella! —le susurró—. Las princesas sienten debilidad por juglares y bandidos.
—¡Arrendajo! —la impaciencia endureció la voz de Violante—. ¿Dónde estás?
Dedo Polvoriento dibujó sobre el suelo sucio un corazón de fuego.
* * *
Violante esperaba en la oscura escalera de la torre como si hubiera huido de las ventanas. A lo mejor amaba las sombras porque aún sentía en su mejilla la marca a la que debía su cruel apodo. Cuan distintos habían sido los apelativos cariñosos con los que había crecido Meggie: bonita, cielo, cariño… Meggie había crecido con la certeza de que su mera visión colmaba de amor. Seguramente la madre de Violante habría manifestado el mismo amor a su hija, pero todos los demás la habían mirado con horror o, en el mejor de los casos, con compasión. ¿Dónde se había ocultado la niña que fue de todas las miradas de desaprobación, dónde se había ocultado de tanto dolor? ¿Había enseñado a su corazón a despreciar a todos los que podían mostrar al mundo una cara bonita? «Pobre hija de la Víbora», pensó Mo al verla quieta en la oscura escalera, a solas con su sombrío corazón… No. Dedo Polvoriento se equivocaba. Violante no amaba a nada ni a nadie, ni siquiera a sí misma.
Ella descendió deprisa las escaleras, como si quisiera huir de su propia sombra. Caminaba siempre deprisa, llena de impaciencia, alzando los largos vestidos como si a cada paso maldijera las ropas que llevaban las mujeres en ese mundo.
—Ven, quiero mostrarte algo. Mi madre me contó siempre que la biblioteca de este castillo estaba en el ala norte, junto a las pinturas de los unicornios. No sé cuándo y por qué la trasladaron, pero compruébalo tú mismo… el cuarto de la guardia de la torre, la habitación del escribiente, la habitación de las mujeres —musitaba al andar—, el puente hacia la torre norte, el puente hacia la torre sur, el patio de los pájaros, el patio de los perros… —se movía en efecto por el castillo como si hubiera vivido toda la vida allí.
¿Con cuánta frecuencia había estudiado los libros que describían ese castillo? Mo escuchó el lago cuando ella lo condujo a través de un patio con jaulas vacías, gigantescas, de forja artística en las que los barrotes tuvieran que sustituir a los árboles para los pájaros. Oyó batir el agua contra las piedras, pero los muros que rodeaban el patio estaban cubiertos de pinturas de hayas y robles en cuyas ramas se posaban bandadas de pájaros: gorriones, alondras, palomas torcaces, ruiseñores, halcones, piquituertos y petirrojos, pájaros carpinteros y colibríes, hundiendo sus picos en flores rojas. Al lado de una golondrina se veía un arrendajo.
—A mi madre y a mis hermanas les gustaban los pájaros. Por eso mi abuelo, amén de pintarlos en los muros, los trajo vivos de los países más remotos y llenó con ellos estas jaulas. En invierno las cubría, pero mi madre se metía por debajo de las mantas. A veces se pasaba horas dentro de alguna jaula hasta que las niñeras la encontraban y le quitaban las plumas del pelo.
Siguió caminando deprisa. Atravesaron una puerta, otro patio. Perreras, escenas de caza en los muros y sobre todo el oleaje del lago, tan lejos y sin embargo tan cerca. Claro que le gustaban los pájaros a la madre de Violante, pensaba Mo. Deseaba tener alas igual que ellos. Seguro que ella y sus hermanas soñaban con escaparse volando cuando se metían dentro de las jaulas, confiando en que sus vestidos elegantes se cubriesen de plumas.
Sentía una opresión en el pecho al pensar en las tres jóvenes solitarias, y a pesar de todo le habría encantado enseñar a Meggie las jaulas y los pájaros pintados, los unicornios y dragones y la sala de las Mil Ventanas, incluso el Puente Inexpugnable, que cuando se miraba desde lo alto parecía flotar por encima del lago. «Le contarás a Meggie todo esto», se dijo a sí mismo, como si las palabras pudieran hacerse verdad con sólo pensarlas.
Una escalera más, otro puente cubierto, a modo de túnel flotando entre las torres. La puerta ante la que se detuvo Violante estaba pintada de negro igual que las demás del castillo. La madera se había hinchado, y tuvo que empujar con el hombro para abrirla.
—¡Es horrible! —exclamó ella, y tenía razón.
Mo no podía ver mucho en la estancia alargada. Sólo dos estrechas ventanas dejaban entrar la luz y el aire, pero aunque no hubiera podido ver, sí que habría olido. Los libros se apilaban igual que la leña ante las paredes húmedas y el aire frío olía tanto a moho que tuvo que taparse la boca y la nariz con la mano.
—Fíjate —Violante cogió el libro más próximo y se lo tendió con lágrimas en los ojos—. Así están todos.
Mo tomó el libro e intentó abrirlo, pero las páginas estaban pegadas formando una masa negruzca que olía a podrido. El moho que cubría el canto parecía espuma. Las tapas estaban corroídas. Ya no era un libro lo que sostenía… sino el cadáver de un libro, y por un momento Mo pensó con desagrado que había condenado al mismo destino al libro que había encuadernado para Cabeza de Víbora. ¿Tendría ya un aspecto tan espantoso como éste? Seguro que no, pues en ese caso habría matado hacía mucho a Cabeza de Víbora y las Mujeres Blancas no alargarían sus manos hacia Meggie.
—He examinado muchos y casi ninguno tiene mejor pinta. ¿Cómo es posible?
Mo devolvió el libro destruido con los demás.
—Bueno, fuera cual fuera la ubicación de la biblioteca original, me temo que en este castillo no existe un lugar seguro para los libros. Aunque vuestro abuelo intentase olvidarlo, el lago de fuera… sigue ahí. El aire es tan húmedo que los libros comenzaron a pudrirse, y como nadie sabía cómo salvarlos, debieron de traerlos a esta estancia confiando en que aquí se secarían antes que en la biblioteca. Un grave error. Debieron valer una fortuna.
Violante apretaba los labios y acariciaba con la mano las tapas corroídas como si acariciase por última vez la piel de un animal muerto.
—Mi madre me los describió con más claridad que todo lo demás de este castillo. Por fortuna se llevó algunos al Castillo de la Noche. La mayoría de ellos los trasladé después a Umbra. Nada más llegar rogué a mi suegro que trajera también los demás libros. Al fin y al cabo, por entonces este castillo llevaba años abandonado. Pero ¿quién atiende los ruegos de una niña de ocho años? «Olvida los libros y el castillo en el que están», repetía cada vez que se lo pedía. «No enviaré a mis hombres al Castillo del Lago, ni siquiera por los libros más bellos del mundo. ¿No has oído hablar de los peces que tu abuelo mandó criar en el lago y de las nieblas perpetuas? Por no mencionar a los gigantes.» ¡Como si los gigantes no llevasen entonces años desaparecidos de estas montañas! ¡Qué estúpido era! ¡Un estúpido glotón e inculto! —la ira difuminó la tristeza de su voz.
Mo miró a su alrededor. La idea de los tesoros que se habían ocultado antaño entre aquellas tapas destruidas le provocaba más náuseas que el olor a moho.
—Ya no puedes hacer nada por estos libros, ¿verdad?
—No —contestó meneando la cabeza—. No hay remedio contra el moho. A pesar de que vos decís que vuestro padre lo encontró. No sabéis cuál es, ¿verdad?
—Oh, sí que lo sé, pero no te gustará —Violante cogió uno de los libros destruidos. Consiguió abrirlo, pero las páginas se deshacían entre sus dedos—. Hizo sumergir el Libro Vacío en sangre de hada. Dicen que si eso no hubiera surtido efecto, lo habría intentado con sangre humana.
Mo creyó ver cómo las páginas vacías que él había cortado en el Castillo de la Noche absorbían la sangre.
—¡Espantoso! —exclamó.
A Violante le pareció a todas luces divertido que una crueldad tan ridícula pudiera trastornarlo.
—Por lo visto mi padre mezcló la sangre de hada con sangre de elfos de fuego para que se secase más deprisa —prosiguió, impasible—. Los elfos tienen la sangre muy caliente, ¿lo sabías? Como fuego líquido.
—¿De veras? —la voz de Mo sonó ronca de asco—. Confío en que no os propongáis probar la misma receta en estos libros. No serviría de nada, creedme.
—Si tú lo dices…
¿Le pareció percibir desilusión en la voz de ella?
Se volvió. No le apetecía seguir viendo los libros muertos. Tampoco quería pensar en páginas empapadas en sangre.
Al atravesar la puerta, Dedo Polvoriento se apartó de la pared pintada del corredor, dando la impresión de que acababa de salir de un libro.
—Hemos tenido visita, Lengua de Brujo —le advirtió—. Aunque no la que esperamos.
—¿Lengua de Brujo? —Violante apareció en la puerta abierta—. ¿Por qué le llamas así?
—Oh, es una larga historia —Dedo Polvoriento le dedicó una sonrisa que ella no devolvió—. Creedme, el nombre le pega por lo menos igual de bien que el que vos le dais. Y así lo conocen desde hace mucho tiempo.
—¿En serio? —Violante lo examinaba con disgusto apenas encubierto—. ¿También entre los muertos lo llamaban así?
Dedo Polvoriento se dio la vuelta y pasó el dedo por encima del zarcero dorado posado en las ramas pintadas de un rosal.
—No. Entre los muertos nadie ostenta nombre. Allí todos son iguales. Titiriteros y príncipes. Algún día también lo experimentaréis vos.
El rostro de Violante se petrificó, asemejándose al de su padre.
—Mi esposo también regresó un día de entre los muertos. Pero no contó que allí los titiriteros gozasen de tan alto honor.
—¿Pero os refirió algo? —replicó Dedo Polvoriento mirando a Violante tan fijamente que ésta palideció—. Podría relataros una larga historia sobre vuestro esposo. Podría deciros que lo vi nada menos que dos veces entre los muertos. Pero creo que ahora deberíais saludar a vuestro visitante. No se encuentra muy bien.
—¿De quién se trata?
Dedo Polvoriento creó un pincel de fuego en el aire.
—¿Balbulus? —Violante lo miró con incredulidad.
—Sí —respondió Dedo Polvoriento—. Y Pífano le ha escrito en el cuerpo la furia de vuestro padre.
«¡No hay problema!», exclamó Aber, la abubilla. «Cualquier historia que tenga algún valor puede soportar ciertos embates.»
Salman Rushdie
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Harún y el mar de las historias
¡Ay, qué dolor de trasero! Como si nunca más pudiera volver a sentarse sobre él. Maldita cabalgada. Una cosa era cabalgar por las calles de Umbra, la cabeza muy alta cosechando miradas de envidia. Pero, la verdad, no tenía ninguna gracia seguir durante horas en una noche oscura como boca de lobo la carroza de Cabeza de Víbora por senderos accidentados en los que uno podía partirse el cuello a cada momento.
Sí, el nuevo señor de Orfeo sólo viajaba de noche. En cuanto amanecía, ordenaba montar la tienda negra en la que se ocultaba del día, y sólo cuando se ponía el sol subía de nuevo su cuerpo putrefacto a la carroza. Orfeo lanzó una mirada furtiva a su interior la primera vez que hicieron un alto. Los cojines ostentaban el escudo de la Víbora bordado con hilo de plata, y parecían mucho más blandos que la silla de montar en la que se sentaba desde hacía días. Sí, a él también le habría gustado una carroza parecida, pero tenía que cabalgar tras ella, junto con Jacopo, el horrendo retoño de Violante que exigía continuamente comida o bebida y adoraba de un modo tan perruno a Pífano que llevaba una nariz de hojalata sobre la suya propia. A Orfeo le asombraba que Pífano no les hubiera acompañado. Pero, en fin, había dejado escapar a Arrendajo. Seguramente Cabeza de Víbora lo había enviado al Castillo de la Noche como castigo. Mas ¿por qué demonios su señor llevaba una escolta de cuatro docenas de caballeros de la Hueste de Hierro? Orfeo los había contado dos veces, pero no eran más. ¿Consideraba Cabeza de Víbora a ese puñado de hombres suficiente contra los soldados niño de Violante o es que seguía confiando en su hija? En caso afirmativo, el Príncipe de la Plata era o notablemente más estúpido que su fama o la putrefacción había afectado a su cerebro, lo cual bien podía significar que Mortimer fuera de nuevo el héroe y que él, Orfeo, hubiese apostado al caballo equivocado. Un pensamiento espantoso, por lo que se esforzaba en no evocarlo con demasiada frecuencia.
Por culpa de la pesada carroza avanzaban con torturadora lentitud, lo que permitía a Oss trotar junto a los caballos. A Cerbero habían tenido que dejarlo en Umbra. También Cabeza de Víbora consideraba a los perros un privilegio de la nobleza… ¡Sí, la verdad es que ya iba siendo hora de reescribir las reglas de ese mundo!
—¡Vamos a paso de tortuga! —gruñó tras él un miembro de la Hueste. ¡Demonios, esos tipos apestaban casi tanto como su señor!—. Ya veréis, cuando lleguemos a ese maldito castillo, Arrendajo habrá levantado el vuelo otra vez.