«¡Idiota!», pensó. «¡Maldito idiota! Loredan tiene razón. La megalomanía es tu rasgo de carácter más destacado. ¿Cómo pudiste creer en la existencia de palabras capaces de controlar a un gigante? Un paso y otro, y otro… Adiós, Umbra. Seguramente nunca conoceré el destino de los niños… ni de Mortimer.»
Fenoglio cerró los ojos. De pronto creyó oír las voces finas, pero insistentes, de sus nietos: «Abuelo, hazte el muerto, venga.» ¡Claro! Era muy sencillo. Cuántas veces se había tumbado en el sofá sin moverse aunque ellos clavasen los deditos en su tripa y en sus mejillas arrugadas. «Hazte el muerto.»
Fenoglio dejó escapar un leve gemido, relajó sus miembros y fingió tener la mirada perdida.
Bien. El gigante se detuvo y lo miró, consternado. «Respira muy tenuemente, Fenoglio o, mejor aún, no respires. ¡Pero entonces seguro que explotaría tu tonta y vieja cabeza!»
El gigante le sopló en la cara. Estuvo a punto de estornudar. Pero también sus nietos le soplaban en la cara, aunque sus bocas eran mucho más pequeñas y su aliento menos maloliente. ¡Quieto, Fenoglio!
Quieto.
La enorme cara se convirtió en una máscara de la desilusión. Otro suspiro brotó del vasto pecho. Un cauteloso empujón con el dedo índice, unas palabras incomprensibles, y el gigante se arrodilló. Fenoglio sintió vértigo al descender de las alturas, pero siguió interpretando a un muerto. El gigante miró en derredor en demanda de ayuda, como si alguien pudiera bajar volando de un árbol para devolver la vida a su juguete roto. Unos copos de nieve descendieron flotando del cielo gris —el frío se intensificaba— depositándose en los brazos formidables. Eran verdes como el musgo que crecía alrededor, grises como la corteza de los árboles y blancos cuando la nieve comenzó a espesarse. El gigante, suspirando, murmuró unas palabras. Parecía de veras muy desilusionado. Después depositó a Fenoglio con idéntico cuidado que al Príncipe Negro, le dio un último empujón de prueba con el dedo —¡ni un movimiento, Fenoglio!— y esparció sobre su rostro un puñado de hojas secas de roble, mezcladas con cochinillas de la humedad y otros moradores de muchas patas del bosque que, muy asustados, buscaron un nuevo escondite entre las ropas de Fenoglio. «¡Hazte el muerto, Fenoglio! ¿No te puso también Pippo una vez una oruga encima de la cara, y a pesar de todo no te moviste… para gran decepción suya?»
No, no se movió, ni siquiera cuando algo peludo se introdujo en su nariz. Esperó a que se alejasen los pasos, a que la tierra dejase de temblar como un tambor. El auxiliador que había llamado… ya se iba, dejándolos de nuevo solos con las demás criaturas. Y ahora, ¿qué?
Reinó el silencio. El temblor se había convertido en un presentimiento lejano, y Fenoglio, apartándose las hojas marchitas de la cara y del pecho, se sentó, suspirando. Sentía las piernas como si alguien se hubiera sentado encima de ellas, pero aún lo mantenían en pie. ¿Adónde ir? «¡No lo dudes, sigue los pasos del gigante, Fenoglio! Ellos te conducirán de regreso a los nidos. No creo que te cueste trabajo seguir el rastro.»
Ahí. Ahí estaba la última huella del pie. ¡Cómo le dolían las costillas! ¿Se habría roto alguna? Bueno, en ese caso también él requeriría los cuidados de Roxana. En su opinión no era una mala perspectiva.
Sin embargo, a su regreso le aguardaba algo más. La lengua afilada de la señora Loredan. Oh, sí, seguro que tendría algo que decir de su experimento con el gigante. Y Pardillo…
Fenoglio, inconscientemente, aceleró el paso a pesar de sus costillas doloridas. ¿Qué pasaría si habían regresado y habían bajado del árbol a Loredan, a los niños, a Meggie y a Minerva, a Roxana y a todos los demás…? Ay, ¿por qué no había escrito que Pardillo y sus hombres contraían la peste? Esa era la cruz de la escritura, los infinitos caminos. ¿Cómo podía saber uno cuál era el correcto? «¡Bueno, reconócelo, Fenoglio, un gigante era muchísimo más grandioso! Aparte de que la peste no se habría detenido al pie del árbol.»
Se detuvo un instante, esperando aterrorizado el posible regreso del monstruo. «¿Monstruo, Fenoglio? ¿Qué había hecho de malo ese gigante? ¿Separarte la cabeza del tronco de un mordisco, arrancarte una pierna? ¡Por favor…!»
Incluso lo sucedido al Príncipe Negro había sido un simple accidente. ¿Dónde demonios estaba el lugar en que lo había depositado? Todo parecía igual bajo los árboles, y los pasos del gigante eran tan largos que uno se perdía entre las huellas de sus pies. Fenoglio miró al cielo.
Unos copos de nieve se posaron sobre su frente. Anochecía. ¡Lo que le faltaba! Pensó en el acto en todas las criaturas con las que había poblado las noches de ese mundo. No quería tropezarse con ninguna.
¡Ahí! ¿Qué era eso? ¡Pasos! Retrocedió a trompicones hasta el árbol más próximo.
—¡Tejedor de Tinta!
Un hombre venía hacia él. ¿Baptista? Fenoglio se sintió dichoso al divisar su rostro picado de viruela. No parecía haber otro más bello en todo el mundo.
—¡Vives! —le gritó Baptista—. Todos creíamos que el gigante te habría devorado.
—El Príncipe Negro… —Fenoglio estaba realmente sorprendido de lo mucho que le dolía el corazón por su causa.
Baptista lo estrechó contra sí.
—Lo sé. El oso lo encontró.
—¿Está…?
—No, está tan vivo como tú. A pesar de que no estoy seguro de que tenga todos los huesos intactos —Baptista sonrió—. Por lo visto no le gusta a la Muerte, así de sencillo. Primero el veneno, ahora un gigante… a lo mejor su faz les parece demasiado negra a las Mujeres Blancas. Pero ahora debemos apresurarnos a retornar a los nidos. Temo que Pardillo regrese. ¡Seguro que tiene más miedo a su cuñado que al gigante!
El Príncipe Negro estaba sentado debajo del árbol entre cuyas raíces lo había enterrado el gigante, la espalda apoyada contra el tronco, mientras el oso le lamía con ternura la cara. Las hojas con las que el gigante lo había tapado, tan solícito, seguían pegadas a sus ropas y a sus cabellos. ¡Vivía! Fenoglio notó irritado que una lágrima corría por su nariz. ¡La verdad es que no se abrazó a su cuello de milagro!
—Tejedor de Tinta, ¿cómo lograste escapar? —su voz denotaba dolor, y Baptista, con un gesto suave, lo mantuvo tumbado cuando intentó incorporarse.
—Oh, tú me enseñaste el modo, Príncipe —contestó Fenoglio con voz ronca—. Es evidente que a ese gigante sólo le interesaban los juguetes vivos.
—Una cosa espléndida para nosotros, ¿verdad? —contestó el Príncipe cerrando los ojos.
«Merece algo mejor», pensó Fenoglio, «mucho mejor que tanto dolor y tantas luchas…».
Se oyó un chasquido entre la maleza. Fenoglio se volvió, asustado, pero eran otros dos bandidos y Farid con unas parihuelas fabricadas con ramas. El chico lo saludó con una inclinación de cabeza, pero evidentemente no se alegraba de verle ni la mitad que los demás. Cómo lo examinaban los ojos negros. Sí, Farid sabía demasiadas cosas sobre Fenoglio y sobre el papel que desempeñaba en ese mundo. «No me mires con tanto reproche», quiso decirle furioso. «¿Qué querías que hiciéramos? A Meggie también le pareció buena idea», en fin, para ser sincero… ella también había manifestado ciertas dudas.
—No entiendo de dónde salió tan de improviso ese gigante —dijo Baptista—. En mi infancia los gigantes eran cosa de los cuentos. No conozco ningún titiritero que haya visto uno jamás, excepto Dedo Polvoriento, y él siempre se atrevió a adentrarse más que nosotros en las montañas.
Farid dio la espalda en silencio a Fenoglio y cortó más ramas para las parihuelas. Al oso seguro que le habría encantado llevar a su amo sobre su lomo peludo. Baptista sólo lograba convencerlo a duras penas de que se apartara del camino cuando levantaron al Príncipe en las parihuelas, y sólo cuando su amo le habló persuasivo en voz baja, se tranquilizó y trotó, afligido, junto a él.
«Bueno, ¿qué esperas, Fenoglio? ¡Síguelos!», pensó mientras salía tras Baptista con las piernas doloridas. «A ti no te llevará nadie. Y reza, a quienquiera que sea, para que Pardillo no haya regresado.»
LUZ
Pero todo eso era el espanto de la noche, fantasmas del espíritu que caminan en la oscuridad.
Washington Irving,
La leyenda de Sleepy Hollow
El fuego se propagaba por doquier, extendiéndose, voraz, por las paredes, goteando del techo, brotando de la piedra y trayendo tanta luz que el propio sol parecía alumbrar el interior del castillo con las ventanas tapadas para abrasar la carne hinchada.
Cabeza de Víbora gritó a Pífano hasta enronquecer. Golpeó con los puños el pecho huesudo y quiso hundirle la nariz de plata en la cara, muy hondo en su carne sana que tanto envidiaba.
El Bailarín del Fuego había regresado por segunda vez de entre los muertos, y Arrendajo se había escapado de uno de los agujeros de los que su suegro siempre había afirmado que ningún prisionero los abandonaba con vida.
—¡Ha volado! —susurraban sus soldados—. ¡Se ha escapado volando, y ahora recorre el castillo como un lobo hambriento deseando matarnos a todos!
En castigo había entregado a Pulgarcito a los dos que vigilaban el agujero, pero Arrendajo ya había matado a otros seis, y los cuchicheos subían de tono con cada muerto adicional. Sus soldados escapaban corriendo, por el puente, por el pasadizo bajo el lago, con el único pensamiento de alejarse del castillo embrujado que ahora pertenecía a Arrendajo y al Bailarín del Fuego. Algunos incluso habían saltado al lago, pero no habían vuelto a salir a la superficie. El resto temblaba como una bandada de niños atemorizados, mientras las paredes pintadas ardían y la luz achicharraba el cerebro y la piel de Cabeza de Víbora.
—¡Traedme a Cuatrojos! —gritó, y Pulgarcito arrastró a Orfeo a su presencia. Jacopo se coló también por la puerta como un gusano que hubiera salido de la tierra húmeda excavando.
—¡Apaga el fuego! —la garganta le dolía como si las chispas se hubieran aposentado allí—. Apágalo en el acto y tráeme de nuevo a Arrendajo o te arrancaré tu lengua babosa. ¿Para eso me convenciste de arrojarlo al agujero? ¿Para que escapara volando?
Los ojos azules claros nadaban detrás de los cristales —unos cristales idénticos a los que ahora llevaba su hija— y la voz halagadora sonó como si estuviese bañada en valioso aceite, aunque era imposible pasar por alto el miedo que traslucía.
—Dije a Pífano que pusiera más de dos centinelas junto al agujero —pequeña serpiente taimada, era mucho más lista que Nariz de Plata, tanta inocencia fingida, indetectable incluso para él—. Unas horas más y Arrendajo os habría suplicado que le permitierais encuadernar el libro. Preguntad a los centinelas. Ellos oyeron cómo se retorcía allí abajo como un gusano ensartado, gimiendo y suspirando…
—Los centinelas están muertos. Los entregué a Pulgarcito y le dije que quería que sus gritos resonaran por todo el castillo.
Pulgarcito se enderezó sus guantes negros con unos pequeños tirones.
—Cuatrojos dice la verdad. Los centinelas no se hartaron de balbucear que Arrendajo no se sintió precisamente a gusto en el agujero. Lo oyeron gritar y gemir, y en un par de ocasiones se cercioraron de que seguía con vida. Me gustaría saber cómo lo hiciste —por un instante su mirada de azor se posó en Orfeo—. Sea como fuere, parece que Arrendajo musitaba un nombre sin cesar…
Cabeza de Víbora se apretó las manos ante los ojos ardientes.
—¿Qué nombre? ¿El de mi hija?
—No. Otro —contestó Pulgarcito.
—Resa. El nombre de su esposa, Alteza —contestó Orfeo con una sonrisa. Cabeza de Víbora no estaba seguro de si fue de sumisión o de autocomplacencia.
—Mis hombres pronto capturarán a su mujer. Y también a su hija —anunció Pífano dedicando a Orfeo una mirada de odio.
—¿Y de qué me servirá eso ahora?
Cabeza de Víbora se apretaba los ojos con los puños, pero a pesar de todo continuaba viendo el fuego. El dolor lo cortaba en rodajas, en rodajas hediondas, y aquel al que le debía todo eso le había tomado por tonto otra vez. ¡Necesitaba el libro! Un libro nuevo que curase su carne, que colgaba como fango de sus huesos, un fango espeso, húmedo, maloliente.
Arrendajo.
—Llevad al puente a dos de los que han intentado huir, donde todos puedan verlos —balbuceó—. Y tú, ¡saca a tu perro! —rugió a Orfeo—. Estará hambriento.
Los hombres gritaron como animales cuando la sombra negra los devoró, y Cabeza de Víbora se imaginó que los gritos que resonaban en sus aposentos eran los de Arrendajo. Este le debía muchos alaridos.
Orfeo escuchó sonriente, y el íncubo, después de alimentarse, regresó junto a él como un perro fiel. Jadeando, se fundió con la sombra de Orfeo y su oscuridad hizo estremecerse incluso a Cabeza de Víbora. Orfeo sin embargo se enderezó las gafas, contento de sí mismo. Los cristales redondos relucían amarillos a la luz de las chispas. Cuatrojos.
—Os devolveré a Arrendajo —anunció, y Cabeza de Víbora percibió cómo la confianza que latía en la voz aterciopelada lo aplacaba de nuevo en contra de su voluntad—. No se os ha escapado, aunque lo parezca. Yo lo he atado con cadenas invisibles, forjadas con mis artes nigrománticas, y se esconda donde se esconda, esas cadenas tiran de él y le acarrean viejos dolores. Sabe que el autor de sus dolores soy yo, y que éstos no acabarán mientras yo viva, de modo que intentará matarme. Ordenad a Pulgarcito que vigile mi habitación, y Arrendajo caerá a trompicones en sus brazos. El ya no constituye un problema para nosotros. ¡Nuestro problema es el Bailarín del Fuego!
A Cabeza de Víbora le sorprendió el odio que traslucía su pálido semblante. Un odio tan poderoso como el que por regla general sólo sigue al amor.
—Bien. Ha regresado de nuevo de entre los muertos —cada palabra de Orfeo destilaba odio, entorpeciendo su lengua dúctil—. Y se comporta como el señor de este castillo, pero seguid mi consejo y su fuego pronto se extinguirá.
—¿Qué consejo?
Cabeza de Víbora percibió en su cara la mirada de los ojos acristalados.
—Enviad a Pulgarcito con vuestra hija. Haced que la arrojen a uno de los agujeros y difundid que ella ayudó a Arrendajo a escapar, para que dejen de contar todos esos disparates sobre él que aterrorizan a vuestros soldados. Pero a su hermosa sirviente encerradla en la jaula en la que estuvo Arrendajo. Decid a Pulgarcito que no la trate con demasiada delicadeza.
El fuego se reflejaba en los cristales delante de los ojos de Orfeo y durante un instante Cabeza de Víbora sintió una sensación inédita, miedo de otro hombre. Fue una sensación interesante. Como un cosquilleo en la nuca, una ligera presión en el estómago…