Muerte de tinta (73 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Muerte de tinta
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—Ya he visto antes a ese pájaro —dijo Jacopo—. En la habitación de mi abuelo.

—¿De veras? —Pífano miró hacia la cornisa en la que se había posado la golondrina, y arrebató la ballesta a uno de los soldados.

¡No, Resa! ¡Vuela!

Una palabra nada más, pero Mo sólo tenía ojos para el pajarillo.

Pífano disparó y la golondrina emprendió el vuelo. La flecha no la alcanzó, y el ave voló derecha hacia la cara de Pífano.

¡Escribe, Mo! Apretó el pizarrín contra el papel empapado en sangre. Pífano intentó golpear a la golondrina y la nariz de plata se le resbaló.

Muerte.

NOCHE BLANCA

El pobre emperador apenas podía respirar, era como si algo oprimiera su pecho; abrió los ojos y vio que era la muerte. Y alrededor de los pliegues de las cortinas de la cama asomaron cabezas extravagantes, algunas espantosas, otras muy agradables y dulces: eran todas las acciones buenas y malas del emperador las que lo contemplaban, ahora que la muerte se aposentaba sobre su corazón.

Hans Christian Andersen
,
El ruiseñor

Cabeza de Víbora tenía frío incluso cuando dormía, aunque se apretaba el cojín con fuerza contra el pecho herido, el cojín que contenía el libro que lo protegía del frío eterno. Ni siquiera su sueño profundo del opio lograba calentarlo ya, los sueños de los tormentos que infligiría a Arrendajo. Antaño en ese castillo sólo había soñado con el amor. Pero ¿no casaba todo eso de maravilla? ¿El amor que había encontrado en ese castillo no acabó torturándolo como su carne putrefacta?

Oh, qué frío tenía. Hasta sus sueños parecían cubiertos de escarcha. Sueños de torturas. Sueños de amor. Abrió los ojos: las paredes pintadas lo miraban con los ojos de la madre de Violante. Maldito opio. Maldito castillo. ¿Por qué había regresado el fuego? Cabeza de Víbora soltó un gemido y se tapó los ojos con las manos, pero las chispas parecían arder incluso debajo de sus párpados.

Rojo. Rojo y oro. Luz afilada como los cuchillos, y los susurros, los susurros que había temido desde que los oyó por primera vez al lado de un hombre agonizante salían del fuego. Temblando, atisbo a través de sus dedos hinchados. No. No, eso era imposible. Era el opio el que provocaba el espejismo de su presencia. Vio nada menos que cuatro alrededor de su cama, blancas como la nieve, no, más blancas aún, que susurraban el nombre con el que había nacido. Una y otra vez, como si quisieran recordarle que siempre había llevado puesta la piel de una serpiente.

Era el opio, sólo el opio.

Cabeza de Víbora deslizó en el cojín una mano temblorosa, quiso sacar el libro para defenderse, pero ellas ya tocaban su pecho con sus dedos blancos.

¡Cómo lo miraban! Con los ojos de todos los muertos que había enviado a su reino.

Y entonces ellas susurraron de nuevo su nombre.

Y su corazón se detuvo.

FINAL

«¡Lo conseguí!», exclamó Dios. Y mirando hacia el gorrión, señaló con el dedo al milagro que desaparecía. «¡Lo conseguí! ¡He creado una golondrina!»

Ted Hughes
,
How Sparrow saved the Birds

La Mujer Blanca apareció en cuanto Mo cerró el libro empapado en sangre. Al verla, Pífano se olvidó de la golondrina, y el hijo de Violante se metió debajo de la mesa a la que Mo estaba encadenado. Pero esa hija de la Muerte no había venido a llevarse a Arrendajo, sino a liberarlo. Resa vio el alivio reflejado en el rostro de Mo.

En ese momento, éste olvidó todo. También Resa se percató de eso. A lo mejor esperó durante un instante que la historia se terminase de relatar. Pero Pífano no había muerto con su señor. Durante unos momentos maravillosos, el miedo lo atenazó, pero cuando la Mujer Blanca desapareció se llevó el miedo consigo, y Resa, extendiendo las alas de nuevo, escupió los granos mientras volaba hacia Pífano para recuperar unas manos que pudieran ayudar, unos pies capaces de correr. Pero el pájaro se negó a retirarse, y aterrizó con sus garras sobre las baldosas de piedra, justo al lado de los dos hombres.

Mo bajó los ojos hacia ella, asustado, y antes de que ella comprendiera en qué peligro lo ponía, Pífano ya se había enrollado alrededor de la mano las cadenas que ataban a Mo a la mesa. Este cayó de rodillas cuando Pífano tiró de ellas, en la mano el cuchillo con el que había cortado el papel. Pero ¿qué podía hacer el cuchillo de un encuadernador contra una espada o una ballesta?

Resa aleteó sobre la mesa, desesperada. Le dieron arcadas, confiando en que quizá llevara un grano debajo de la lengua, pero su prisión de plumas no la liberó y Pífano tiró por segunda vez de las cadenas de Mo.

—Esta vez tu ángel pálido se ha despedido muy deprisa —se burló—. ¿Por qué no te soltó las cadenas? Pero no te preocupes. Te dejaremos tanto tiempo para morir que tus pálidas amigas regresarán pronto. ¡Y ahora, pon de nuevo manos a la obra!

Mo se levantó con esfuerzo.

—Y eso ¿por qué? —preguntó, tendiéndole a Pífano el Libro Vacío—. Tu señor no necesitará otro libro. La Mujer Blanca ha venido por eso. He escrito dentro las tres palabras. Compruébalo tú mismo. Cabeza de Víbora ha muerto.

Pífano clavó los ojos en la tapa sangrienta. Luego lanzó una ojeada debajo de la mesa, donde se acurrucaba Jacopo como un animalito asustado.

—¿De veras? —dijo mientras desenfundaba su espada—. Bueno, siendo así… A mí tampoco me disgusta la inmortalidad. Así que, como ya te he dicho: ¡A trabajar!

Sus soldados empezaron a cuchichear.

—¡Silencio! —les ordenó Pífano, señalando con la mano enguantada a uno de ellos—. Tú ve a los aposentos de Cabeza de Víbora y dile que Arrendajo afirma que está muerto.

El soldado se marchó a toda prisa. Los demás lo siguieron con la vista, atemorizados. Pífano apoyó en el pecho de Mo la punta de su espada.

—Todavía no estás trabajando.

Mo retrocedió todo lo que le permitieron sus cadenas, empuñando el cuchillo.

—No habrá un segundo libro. Y menos con páginas vacías. ¡Jacopo, largo de aquí! Reúnete con tu madre. Dile que todo se arreglará.

Jacopo salió de debajo de la mesa y se marchó corriendo. Pífano ni siquiera lo miró.

—Cuando Cabeza de Víbora tuvo a su hijo, le aconsejé que matase al pequeño bastardo de Cósimo —informó mirando el Libro Vacío—. Pero no quiso saber nada de eso. Idiota.

El soldado que había enviado a ver a Cabeza de Víbora entró sin aliento y a trompicones en la oscura sala.

—¡Arrendajo dice la verdad! —jadeó—. Cabeza de Víbora ha muerto. Las Mujeres Blancas están por todas partes.

Los otros soldados abatieron sus ballestas.

—Permitidnos regresar a Umbra, señor —balbuceó uno de ellos—. Este castillo está embrujado. ¡Podemos llevarnos a Arrendajo!

—Buena idea —aprobó Pífano, sonriendo.

No.

Resa volvió a aletear hacia su cara y de un picotazo borró la sonrisa de sus labios. ¿Lo hizo el pájaro… o fue ella? Oyó el grito de Mo cuando Pífano la acometió con la espada. La hoja le hizo un profundo corte en el ala. Cayó al suelo, y de pronto recuperó sus miembros humanos, como si Pífano hubiera segregado de ella al pájaro. Pífano la miró, incrédulo, pero cuando levantó su espada, Mo le hundió el cuchillo en el pecho, muy hondo, a través de la valiosa tela con la que le complacía vestirse a Nariz de Plata. Con qué asombro miró a Mo mientras agonizaba.

Sin embargo, sus soldados aún seguían allí. Mo arrebató la espada a Pífano y los mantuvo lejos de la golondrina. Pero eran muchos, y Mo seguía encadenado a la mesa. Pronto hubo sangre por todas partes, en su pecho, en sus manos y brazos. ¿Era la suya?

Lo matarían, y ella tendría que limitarse a mirar de nuevo, sólo mirar, como había hecho tantas veces a lo largo de esa historia. Pero de pronto el fuego devoró las cadenas y Dedo Polvoriento se alzó, protector, sobre ella, con la marta encima del hombro. Tenía a su lado a Jacopo, cuyo rostro tanto se parecía a las estatuas de su difunto padre.

—¿Está muerta? —lo oyó preguntar mientras los soldados huían gritando de las llamas.

—No —respondió Dedo Polvoriento—. Sólo tiene un brazo herido.

—¡Pero era un pájaro! —exclamó Jacopo.

—Sí —ésa era la voz de Mo—. ¿No es acaso una historia emocionante?

Y de pronto reinó el silencio en la gran sala. Ni luchas, ni gritos, sólo el chisporroteo del fuego que hablaba con Dedo Polvoriento.

Mo se arrodilló a su lado, cubierto de sangre pero vivo, y ella tenía de nuevo una mano para estrechar la suya. Todo iba bien.

LA CARTA EQUIVOCADA

Al igual que Orfeo,

toco la muerte en las cuerdas de la vida.

Ingeborg Bachmann
,
Decir cosas sombrías

Orfeo leía de manera febril. Él mismo lo percibía. Leía demasiado alto y demasiado rápido. Como si su lengua quisiera hundir las palabras como espadas en el cuerpo del encuadernador. Le había escrito tormentos infernales, en venganza por la sonrisa burlona de Pífano, que aún lo perseguía. Qué pequeño le había hecho, justo cuando se sentía tan grande. Pero a Arrendajo al menos no tardaría en borrársele la sonrisa.

Hematites, mientras removía la tinta, le miraba preocupado. Saltaba a la vista que llevaba la furia escrita en la frente, en pequeñas gotas de sudor.

¡Concéntrate, Orfeo! Volvió a intentarlo. Algunas palabras eran casi indescifrables, tanto se tambaleaban las letras, embriagadas de ira. ¿Por qué le daba la sensación de estar pronunciando las palabras a la nada? ¿Por qué sabían como guijarros que tiraba a un pozo en el que su eco se perdía en la oscuridad? Algo iba mal. Nunca se había sentido así leyendo.

—¡Hematites! —ordenó rudamente al hombre de cristal—. Corre a la Sala de las Mil Ventanas y comprueba cómo está Arrendajo. Debería estar ya retorciéndose como un perro envenenado.

El hombre de cristal dejó caer la rama con la que removía la tinta y lo miró asustado.

—Pero… pero, maestro. No sé el camino.

—No te hagas el tonto, ¿o prefieres que le pregunte al íncubo si quiere comerse a un hombre de cristal para variar? Primero doblas a la derecha, y después siempre en línea recta. Pregunta a los centinelas por el camino.

Hematites se alejó con expresión desdichada. ¡Criatura ridícula! La verdad es que a Fenoglio se le podían haber ocurrido unos ayudantes menos ridículos para los que escriben. Pero ¡he ahí el problema de ese mundo!, que en el fondo era infantil. ¿Por qué le había gustado tanto ese libro cuando era pequeño? ¡Precisamente por eso! Pero ahora era adulto, y ya iba siendo hora de que ese mundo también creciera.

Una frase más… y de nuevo esa sensación extraña de que las palabras se extinguían antes de haberlas pronunciado. ¡Maldición!

Mareado de rabia, agarró el tintero para lanzarlo contra la pared pintada cuando de repente una terrible algarabía llegó a su habitación desde el exterior. Orfeo volvió a depositar el tintero sobre la mesa y aguzó el oído. ¿Qué era eso? Abrió la puerta y miró por el corredor. Delante de la cámara de Cabeza de Víbora ya no había centinelas, y dos criados pasaron a su lado corriendo tan agitados como gallinas sin cabeza. Por todos los diablos, ¿qué significaba eso? ¿Y por qué volvía a arder en las paredes el fuego de Dedo Polvoriento?

Orfeo salió a toda prisa al corredor y se detuvo ante la estancia de Cabeza de Víbora.

La puerta estaba abierta y el Príncipe de la Plata yacía muerto sobre su lecho, los ojos tan abiertos que era fácil adivinar a quién había visto en último lugar.

Orfeo, involuntariamente, miró a su alrededor antes de acercarse a la cama, pero las Mujeres Blancas se habían marchado hacía mucho rato. Habían obtenido lo que habían esperado durante tanto tiempo. Pero ¿cómo? ¿Cómo?

—Sí, tienes que buscarte un nuevo señor, Cuatrojos —Pulgarcito, saliendo de detrás de las cortinas de la cama, le dedicó una sonrisa de azor. En su mano descarnada Orfeo vio el anillo con el que Cabeza de Víbora sellaba sus condenas de muerte. Pulgarcito también portaba su espada.

—¡Espero que el hedor desaparezca al lavarlo! —musitó a Orfeo con familiaridad mientras se echaba sobre los hombros el pesado manto de terciopelo de su señor. Después se alejó a grandes zancadas por el corredor en cuyas paredes susurraba el fuego de Dedo Polvoriento.

Orfeo se quedó allí parado, sintiendo cómo las lágrimas corrían por su nariz. ¡Todo estaba perdido! ¡Había apostado a la carta equivocada, había soportado la pestilencia del príncipe putrefacto para nada, había inclinado el lomo ante él y dilapidado su tiempo en ese castillo sombrío para nada! No había sido él, sino Fenoglio el que había escrito la última canción. ¿Quién podía haberlo hecho si no? Y seguramente Arrendajo volvía a ser el héroe y él, el canalla. No, aún peor. ¡Era el perdedor, el personaje ridículo!

Escupió a la cara rígida de Cabeza de Víbora y regresó tropezando a su habitación, donde todavía estaban sobre la mesa las palabras inútiles. Temblando de furia, agarró el tintero y derramó su contenido sobre lo que había escrito.

—¡Maestro, maestro! ¿Lo habéis oído ya? —el hombre de cristal estaba junto a la puerta, sin aliento. Era rápido con sus piernas de araña, justo era reconocérselo.

—Sí, Cabeza de Víbora ha muerto, lo sé. ¿Qué hay de Arrendajo?

—Están luchando, Pífano y él.

—Aja. Bueno, a lo mejor todavía lo ensarta Nariz de Plata. Eso al menos sería algo —Orfeo recogió sus cosas y las metió en las finas bolsas de piel que se había traído de Umbra: plumas, pergamino, incluso el tintero vacío, el candelabro de plata que le había dado Cabeza de Víbora y, por supuesto, los tres libros. El de Jacopo y los dos sobre Arrendajo. Él no se rendía aún. Oh, no.

Agarró al hombre de cristal y lo introdujo en la bolsa que llevaba al cinto.

—¿Qué os proponéis, maestro? —preguntó Hematites, preocupado.

—Llamaremos al íncubo y desapareceremos de este castillo.

—El íncubo se ha ido, maestro. Dicen que el Bailarín del Fuego lo convirtió en humo.

¡Maldición, truenos y centellas! Claro, por eso volvía a arder el fuego en las paredes. Dedo Polvoriento había reconocido al íncubo. Había descubierto quién respiraba en el corazón de la oscuridad. «Bah, ¿y qué, Orfeo? Sacarás leyendo otro íncubo del libro de Jacopo. No te costó demasiado hacerlo. Pero esta vez sólo debes darle un nombre que no conozca Dedo Polvoriento.»

Escuchó atentamente en el corredor. Nada. Las ratas abandonaban el barco que se hundía. Cabeza de Víbora estaba a solas con la muerte. Orfeo corrió de nuevo a la estancia donde yacía el hinchado cadáver y robó toda la plata que encontró, aunque Pulgarcito no había dejado mucha. Después corrió con el quejumbroso hombre de cristal al túnel por el que Pífano había entrado en el castillo. El agua corría por muros de piedra, como si el pasadizo fuera una espina en la carne mojada del lago.

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