Los centinelas que vigilaban la salida en la orilla del lago habían desaparecido, pero entre las rocas yacían unos soldados muertos. Al parecer, finalmente, impulsados por el pánico, se habían matado entre sí. Orfeo le quitó la espada a uno de los muertos, pero al comprobar su peso, volvió a arrojarla. En lugar de eso sacó el cuchillo del cinto a uno de los cadáveres y se cubrió los hombros con su tosco manto. Era una prenda horrible, pero daba calor.
—¿Adónde queréis ir ahora, maestro? —preguntó Hematites desalentado—. ¿A Umbra?
—¿Y qué vamos a hacer allí? —se limitó a contestar Orfeo mientras alzaba los ojos, contemplando las oscuras laderas que cerraban el camino del norte.
El norte… No tenía ni idea de lo que le esperaba allí. Fenoglio había guardado silencio al respecto, como sobre tantas otras cosas de su mundo, y precisamente por eso se dirigiría al norte. Las montañas con sus cimas nevadas y sus laderas despobladas parecían poco atractivas. Pero era el mejor camino, ahora que Umbra pertenecería muy pronto a Violante y a Arrendajo. ¡Al infierno con el maldito encuadernador, al infierno más ardiente que pudiera imaginar una persona! Y que Dedo Polvoriento se congelase en los hielos eternos hasta que se le quebraran sus dedos traidores!
Orfeo miró por última vez el puente antes de dirigirse hacia los árboles. Por allí corrían los soldados del Príncipe de la Plata. ¿De qué huían? De dos hombres y sus blancos ángeles custodios. Y del cadáver hinchado de su señor.
—Maestro, maestro, ¿no podéis colocarme sobre vuestro hombro? ¿Qué pasará si me caigo de la bolsa? —inquirió, temblando, el hombre de cristal.
—Que necesitaré otro hombre de cristal —replicó Orfeo.
«¡Rumbo al norte! Al país no descrito. ¡Sí!», pensaba mientras sus pies buscaban con esfuerzo un sendero por la empinada pendiente. «A lo mejor ése es el lugar de este mundo que obedecerá mis palabras.»
«Cuéntame un cuento», dice Alba que se me pega como una montaña de pasta fría.
La rodeo con mi brazo. «¿Qué tipo de cuento?»
«Uno bonito. Un cuento tuyo y de mamá, cuando ella aún era pequeña.»
«Hmm. Bien. Erase una vez…»
«¿Cuándo fue eso?»
«En todos los momentos a la vez. Hace mucho tiempo y en este preciso instante.»
Audrey Niffenegger
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La mujer del viajero en el tiempo
La espada de Pífano había causado un profundo corte en el brazo de Resa, pero Brianna había aprendido mucho de su madre, aunque prefiriera cantar para la Fea en lugar de cultivar plantas medicinales en campos pedregosos.
—El brazo sanará —dijo mientras vendaba la herida. Pero el pájaro ya nunca abandonaría a Resa. Tanto Lengua de Brujo como Dedo Polvoriento lo sabían.
Pífano había hecho todo lo posible por enviar a Arrendajo a la muerte detrás de su señor. Le había herido en el hombro y en el brazo izquierdo, pero al final sólo él mismo siguió a Cabeza de Víbora, y Dedo Polvoriento hizo que el fuego devorase su cadáver igual que el de su señor.
Violante permanecía con la cara pálida al lado de Lengua de Brujo cuando Cabeza de Víbora y Pífano se convirtieron en ceniza. Parecía tan joven como si hubiera retrocedido unos años en el agujero al que había mandado arrojarla su padre, todavía perdida igual que una niña, y cuando al fin volvió la espalda al fuego que devoraba a su padre, Dedo Polvoriento la vio por primera vez rodear con el brazo a su hijo, su extraño hijo al que nadie quería a pesar de que los había salvado a todos. Incluso a Lengua de Brujo, de corazón tan blando, le sucedía eso (Dedo Polvoriento se lo adivinaba en la cara), aunque se avergonzaba por ello.
De los niños soldado de Violante había sobrevivido una docena. Los encontraron en los agujeros de las mazmorras; en cambio, todos los soldados de Cabeza de Víbora se habían marchado, igual que las Mujeres Blancas. Las tiendas abandonadas, el carruaje negro y algunos caballos sin jinete estaban todavía en la orilla del lago. Jacopo aseguró que los peces devoradores de hombres de su bisabuelo habían surgido del lago y engullido a algunos de los hombres que huían por el puente. Ni Lengua de Brujo ni Violante le creyeron, pero Dedo Polvoriento salió al puente y sobre las piedras mojadas encontró unas escamas brillantes grandes como hojas de tilo. Así que abandonaron el Castillo del Lago por el túnel por el que había entrado Pífano.
Cuando salieron al aire libre en la orilla del lago, nevaba y a sus espaldas el castillo desapareció entre los copos remolineantes, como si se disolviera en la blancura. El mundo a su alrededor estaba tan silencioso como si hubiera agotado las palabras y concluido el relato de todo lo que había que contar en ese mundo. Dedo Polvoriento encontró las huellas de Orfeo en el barro helado de la orilla, y Lengua de Brujo miró hacia los árboles entre los que se perdían, como si aún escuchara en su interior la voz de Orfeo.
—Ojalá hubiera muerto —dijo en voz baja.
—Un deseo juicioso —repuso Dedo Polvoriento—. Pero por desgracia ya es demasiado tarde para hacerlo realidad.
Cuando Pífano murió, él había buscado a Orfeo, pero su habitación estaba vacía, igual que la de Pulgarcito. Qué luminoso parecía el mundo aquella fría mañana. Qué liviano el corazón de todos ellos. Pero la oscuridad permanecía y seguiría contando su parte de la historia.
Capturaron algunos caballos que los hombres de Cabeza de Víbora habían dejado atrás. Lengua de Brujo tenía prisa, aunque estaba debilitado por sus heridas.
Intentemos al menos salvar a nuestras hijas.
—El Príncipe Negro habrá cuidado de Meggie —le advirtió Dedo Polvoriento, pero la preocupación no desaparecía de su rostro mientras cabalgaban hacia el sur.
Eran un grupo taciturno, todos presos de sus pensamientos y recuerdos. Sólo Jacopo alzaba a veces su voz aguda, exigente como siempre:
—Tengo hambre.
—Tengo sed.
—¿Cuándo llegaremos?
—¿Crees que Pardillo habrá matado a los niños y los bandidos?
Su madre le respondía cada vez, aunque casi siempre con voz ausente. El Castillo del Lago había tejido un lazo entre los dos, de miedo común y oscuros recuerdos, y el vínculo más fuerte era quizá que Jacopo había hecho aquello por lo que su madre había cabalgado hasta allí. Cabeza de Víbora había muerto. Pero Dedo Polvoriento estaba seguro de que Violante, a pesar de todo, sentiría hasta el fin de su días a su padre como una sombra a su espalda… y seguramente la Fea ya lo sabía para entonces.
También Lengua de Brujo llevaba consigo a Arrendajo. Parecía como si cabalgara a su lado, y Dedo Polvoriento se preguntó si no serían ambos más que dos caras del mismo hombre. Fuera cual fuese la respuesta, el encuadernador amaba ese mundo tanto como el bandido.
La primera noche que hicieron un alto, debajo de un árbol que hacía llover peludas flores amarillas desde sus ramas desnudas, regresó la golondrina, a pesar de que Resa había esparcido los últimos granos en el lago. Se transformó mientras dormía y voló hasta las ramas floridas, donde la luz de la luna tiñó de plata sus plumas. Dedo Polvoriento despertó a Lengua de Brujo cuando la vio posada allí arriba, y esperaron juntos debajo del árbol hasta que con la llegada del día la golondrina descendió volando y se transformó entre ellos en una mujer.
—¿Qué será del niño? —preguntó, muy asustada.
—Soñará con volar —contestó Lengua de Brujo.
Al igual que el encuadernador seguiría soñando con el bandido, y el bandido con el encuadernador, y el Bailarín del Fuego con las llamas y la juglaresa que bailaba como ellas. A lo mejor al final ese mundo estaba hecho de sueños, y un anciano se había limitado a encontrar las palabras para ellos.
Cuando llegaron a la cueva y la encontraron vacía, Resa lloró pero Dedo Polvoriento descubrió fuera ante la entrada el signo de Recio, un pájaro, dibujado con hollín en las rocas, y debajo una nota escondida que evidentemente Doria había dejado para su hermano mayor. Dedo Polvoriento ya había oído hablar del árbol de los nidos que describía Doria en su nota, pero nunca lo había visto con sus propios ojos.
Necesitaron dos días para encontrarlo, y Dedo Polvoriento fue el primero en divisar al gigante. Sujetó las riendas de Lengua de Brujo y Resa, asustada, se tapó la boca con la mano. Violante, sin embargo, contemplaba al gigante, fascinada.
Este sostenía a Roxana en la mano como si ella se hubiera convertido también en un pájaro. Brianna palideció cuando descubrió a su madre entre esos dedos enormes, pero Dedo Polvoriento desmontó del caballo y se dirigió hacia el gigante.
El Príncipe Negro estaba entre las poderosas piernas, con el oso a su lado. Cojeaba cuando se aproximó hacia Dedo Polvoriento, pero parecía tan feliz como no lo era desde hacía mucho.
—¿Dónde está Meggie? —preguntó Lengua de Brujo cuando el Príncipe lo abrazó, y Baptista señaló hacia la copa del árbol.
Dedo Polvoriento no había visto jamás un árbol igual, ni siquiera en el corazón salvaje del Bosque Impenetrable, y quiso en el acto trepar a los nidos y a las ramas cubiertas de escarcha en las que se sentaban como pájaros mujeres y niños.
La voz de Meggie gritó el nombre de su padre, y Lengua de Brujo corrió hacia ella cuando se deslizó tronco abajo por una cuerda, con la misma naturalidad que si hubiera vivido toda su vida en los árboles. Pero Dedo Polvoriento se volvió y alzó la vista hacia Roxana. Ésta susurró algo al gigante, que la depositó en el suelo con tanto cuidado como si pudiera romperse. Él no quería volver a olvidar nunca su nombre. Le pediría al fuego que le marcase al rojo vivo las letras en el corazón para que ni siquiera las Mujeres Blancas pudieran borrarlas. Roxana. Dedo Polvoriento la sujetó y el gigante los miraba desde lo alto con ojos que parecían reflejar todos los colores del mundo.
—Mira a tu alrededor —le susurró Roxana, y Dedo Polvoriento vio a Lengua de Brujo abrazando a su hija y enjugando sus lágrimas. Vio a la devoradora de libros corriendo hacia Resa… «por los nombres de todas las hadas, ¿cómo había llegado hasta allí?», a Tullio enterrando su cara peluda en la falda de Violante, a Recio que por poco asfixia con su abrazo a Lengua de Brujo y a…
Farid.
Allí estaba él, enterrando los dedos de los pies en la nieve recién caída. Aún iba descalzo pero había crecido, ¿verdad?
Dedo Polvoriento se aproximó a él.
—Veo que has cuidado bien de Roxana —dijo—. ¿Te ha obedecido el fuego durante mi ausencia?
—Siempre me obedece —oh, sí, vaya si había crecido—. Luché con Pájaro Tiznado.
—Caramba.
—Mi fuego devoró al suyo.
—¿De veras?
—¡Sí! Me subí al gigante y desde allí hice llover al fuego sobre él. Y después el gigante le partió el cuello.
Dedo Polvoriento no pudo evitar la risa y Farid sonrió a su vez.
—¿Tienes… tienes que volver a marcharte? —miraba en torno suyo tan preocupado como si temiera que lo estuvieran esperando las Mujeres Blancas.
—No —contestó Dedo Polvoriento con una nueva sonrisa—. No, durante una temporada.
Farid. Le pediría al fuego que también grabase su nombre en su corazón. Roxana. Brianna. Farid. Y Gwin, por supuesto.
¿Qué pasaría si el camino que no deparó sorpresa alguna
Durante tantos años, en lugar de
Conducir hasta casa discurriera en zigzag
Como la cola de una cometa, tan sencillo?
¡Y sin ceremonias! ¿Si su piel de alquitrán
Fuera tan sólo una larga bala de tela,
Que se desenrolla y se adapta a la forma
De lo que está enterrado bajo ella?
¿Si él mismo tomara nuevos caminos,
Alrededor de rincones desconocidos, por montañas
Que después se escalan al azar?
¿Quién no añoraría ir allí a cualquier precio?
¿Quién no querría saber cómo termina un cuento
O adónde se dirige al final el camino?
Sheenagh Pugh
,
What If This Road
Cuando el Príncipe Negro regresó con los niños a Umbra, las almenas de la muralla de la ciudad estaban nevadas, pero las mujeres le tiraron flores que habían confeccionado con la tela de vestidos viejos. El escudo del león volvía a ondear desde las torres de la ciudad, pero ahora lucía una zarpa sobre un libro de páginas en blanco y su melena era de fuego. Pardillo se había marchado. No había huido del gigante hacia Umbra, sino derechito al Castillo de la Noche, a los brazos de su hermana, y Violante había regresado a Umbra amparada por la noche para tomar posesión de la ciudad y prepararla para el regreso de sus niños.
Meggie estaba con Elinor, Darius y Fenoglio en la plaza situada ante las puertas de la ciudad, cuando las madres estrecharon entre sus brazos a sus hijas e hijos y Violante, desde las almenas, dio las gracias al Príncipe Negro y a Arrendajo por haberlos salvado.
—¿Sabes una cosa, Meggie? —le susurró Fenoglio mientras Violante mandaba que se repartieran entre las mujeres las provisiones de la cocina del castillo—. A lo mejor la Fea acaba enamorándose del Príncipe Negro. Al fin y al cabo, él era Arrendajo antes que tu padre, y Violante estaba mucho más enamorada del personaje que del hombre.
¡Ay! Fenoglio volvía a ser el mismo de siempre. El gigante, aun cuando hacía mucho que había regresado a sus montañas, había restablecido por completo la confianza del anciano en sí mismo.
Arrendajo no les había acompañado a Umbra. Mo se había quedado con Resa en la granja donde vivían antes.
—Arrendajo regresa al lugar del que procede —había informado al Príncipe—, a las canciones de los juglares.
Estos las cantaban ya por todas partes: cómo Arrendajo y el Bailarín del Fuego habían vencido completamente solos a Cabeza de Víbora y a Pífano con todos sus hombres…
—Por favor, Baptista —había dicho Mo—, escribe al menos una canción que cuente la verdadera historia. Una que hable de los ayudantes que tuvieron Arrendajo y el Bailarín del Fuego. La golondrina… y el niño.
Baptista prometió a Mo que la escribiría, pero Fenoglio se limitó a menear la cabeza:
—No, Meggie, nadie cantaría esa canción. A las personas no les gusta que sus héroes necesiten ayuda, y las mujeres y los niños no gustan nada en ese papel.
Puede que no le faltara razón. Quizá por eso tampoco lo tuviera fácil Violante en el trono de Umbra, a pesar de que ese día la vitoreaban todos los habitantes. Jacopo estaba junto a su madre. Cada día que pasaba el parecido con una copia a escala reducida de su padre se acrecentaba, pero a pesar de todo a Meggie seguía recordándole más a su tenebroso abuelo. Su corazón se estremecía al pensar con cuánta complacencia lo había entregado a la muerte… aunque eso supusiera la salvación de Mo.