Muerte de tinta (71 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Muerte de tinta
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¿Debía llamarla? Arrodillado al borde del agujero, escudriñó la oscuridad bajo él. No podía verla, sólo oírla. Su llanto le daba miedo. Su madre no lloraba. Su madre siempre había sido fuerte. Y orgullosa. Ella no lo cogía en brazos, como Brianna, que lo abrazaba incluso cuando se había mostrado cruel con ella.

—Porque te pareces a tu padre —decían las criadas en la cocina—. Brianna estaba enamorada de tu padre.

Y seguía enamorada de él. Llevaba una moneda con su efigie en la bolsa que colgaba de su cinturón, y a veces la besaba a escondidas, y escribía su nombre en los muros, en el aire y en el polvo. Qué estúpida.

En las profundidades se intensificaron los sollozos, y Jacopo se tapó los oídos con las manos. Daba la impresión de que allí abajo su madre estaba rompiéndose en trocitos tan diminutos que nunca podrían recomponerla. ¡Pero él deseaba conservarla!

—Tu abuelo te llevará con él —decían los criados—. Al Castillo de la Noche. Para que puedas jugar allí con su hijo.

Pero Jacopo se negaba a ir al Castillo de la Noche. Prefería regresar a Umbra. Allí estaba su castillo. Además, su abuelo le daba miedo. Hedía y jadeaba y su piel era tan fofa que temía agujerearla al tocarla con los dedos.

Seguro que allí abajo estaba ya todo mojado de lágrimas. Su madre parecía a punto de ahogarse en ellas. No era extraño que estuviera tan triste. Su madre no podía leer libros en la oscuridad, y sin libros era desdichada. Nada amaba más. Los amaba mucho más que a él, pero eso no le importaba. A pesar de todo, Cuatrojos no podía casarse con ella. Jacopo odiaba a Cuatrojos. Su voz era como azúcar derretido sobre la piel.

A él le gustaba Arrendajo. Y el Bailarín del Fuego. Pero pronto morirían ambos. Orfeo daría al Bailarín del Fuego como alimento para el íncubo, y a Arrendajo le arrancarían la piel en cuanto hubiera terminado el nuevo libro. Su abuelo le había obligado a presenciar un día cómo despellejaban a un hombre. Jacopo se había escondido de sus alaridos en el rincón más oculto de su corazón, pero incluso allí los había oído.

Reinaba el silencio. Su madre ya no lloraba. ¿Se habría muerto de tanto llanto?

Los centinelas no le prestaron atención cuando se asomó al oscuro agujero.

—¿Madre? —la palabra no brotó con facilidad de sus labios. En realidad nunca la llamaba así, sino la Fea. Pero ahora ella había llorado.

—¿Jacopo?

Aún vivía.

—¿Ha muerto Arrendajo?

—Todavía no. Está encuadernando el libro.

—¿Y Brianna?

—En una jaula.

Sentía celos de Brianna. Su madre la quería más que a él. Brianna podía dormir con su madre y ella le hablaba mucho más que a él. Pero Brianna también le consolaba cuando se hacía daño o cuando los hombres de Pardillo se burlaban a costa de su padre muerto. Además, era muy guapa.

—¿Sabes lo que quieren hacer conmigo? —la voz de su madre sonaba distinta. ¡Tenía miedo! Él jamás había notado que ella tuviese miedo.

Ojalá pudiera subirla, como había hecho el Bailarín del Fuego con Arrendajo.

—Orfeo… —empezó a decir, pero uno de los guardianes lo agarró por el pescuezo y lo levantó de un tirón.

—Se acabó la conversación —dijo—. ¡Lárgate!

Jacopo intentó liberarse, pero en vano.

—¡Dejadla salir! —gritó al soldado, mientras golpeaba con los puños su pecho acorazado—. ¡Dejadla salir! ¡Ahora mismo!

El soldado se limitó a reír.

—¡Mira lo que dice éste! —le dijo al otro centinela—. Ándate con cuidado, no sea que acabes metido en el mismo agujero, enano. Ahora tu abuelo tiene un hijo. Y el nieto cuenta poco, más bien nada si es el retoño de Cósimo y tu madre se ha puesto de acuerdo con Arrendajo —y apartó a Jacopo de un empujón tan fuerte, que éste cayó al suelo.

Jacopo deseó poder hacer brotar llamas de sus manos, como el Bailarín del Fuego, o matarlos a todos con una espada, igual que había hecho Arrendajo con muchos de ellos.

—¿Jacopo? —oyó llamar a su madre desde la profundidad, pero cuando quiso regresar corriendo al borde del agujero, los soldados se interpusieron en su camino.

—¡Lárgate de una vez! —le espetó uno de ellos furioso—. O diré a Cuatrojos que te eche de comida al íncubo. Seguro que no eres ni la mitad de correoso que el iluminador de libros que tienen reservado para él.

Jacopo le atizó una patada en la rodilla con toda su fuerza, y se escapó antes de que el otro guardián consiguiese agarrarlo.

Los corredores que recorrió a trompicones estaban tan oscuros que veía mil monstruos entre las sombras. Había sido mejor, mucho mejor cuando el fuego ardía en todas las paredes. ¿Adónde ir? ¿A la cámara donde lo habían encerrado con su madre? No, allí estaban los escarabajos que se te metían por las narices y las orejas. Se los había enviado Orfeo. Jacopo se había cambiado de ropa tres veces para librarse de ellos, pero aún los notaba por todo el cuerpo.

¿Debía acudir a la jaula de Brianna? De ninguna manera, allí delante estaba el íncubo. Jacopo se sentó en el suelo de piedra y hundió el rostro entre las manos, deseando que todos, Orfeo, Pífano y su abuelo, se fueran al diablo. Él quería ser como Arrendajo y el Príncipe Negro, y matarlos a todos. Para que dejaran de reír. Entonces se sentaría en el trono de Umbra y atacaría el Castillo de la Noche, igual que había hecho su padre. Pero él lo conquistaría y trasladaría toda la plata a Umbra, y los juglares entonarían canciones sobre él. Y mandaría que representasen sus habilidades todos los días en el castillo para él solo, y el Bailarín del Fuego escribiría su nombre en el cielo, y su madre se inclinaría en su presencia, y se casaría con una mujer tan hermosa como Brianna…

Mientras permanecía sentado en la oscuridad que protegía los ojos de su abuelo, veía dibujarse ese futuro ante él con la misma claridad que los dibujos que Balbulus le pintaba.

Un libro sobre él, sobre Jacopo. Un libro tan suntuoso como el referido a Arrendajo. No vacío y podrido como…

Jacopo alzó la cabeza.

…el Libro Vacío.

Claro, ¿por qué no? Seguro que así dejaban de reír.

Se levantó. Sería facilísimo. Sólo que su abuelo no debía descubrir enseguida su desaparición. Mejor sería cambiarlo por otro. Pero ¿por cuál?

Se apretó las manos sobre las rodillas temblorosas.

Orfeo había ordenado que le quitasen sus libros, y también habían desaparecido todos los de su madre. Pero aún quedaban otros en ese castillo, libros enfermos como el de su abuelo por ejemplo, en la estancia donde habían capturado a Arrendajo.

Había un largo camino hasta allí, y Jacopo se perdió en un par de ocasiones, pero al final el olor a moho lo guió. El mismo olor que rodeaba a su abuelo… y el rastro de hollín, apenas visible a la luz de su antorcha, con el que el Bailarín del Fuego había delatado a Arrendajo. ¿Por qué lo habría hecho? ¿Por plata, como Pájaro Tiznado? ¿Qué pretendía comprarse a cambio? ¿Un palacio? ¿Una mujer? ¿Un caballo?

—Confía en tus amigos menos aún que en tus enemigos, Jacopo —le había inculcado su abuelo—. Los amigos no existen. Y menos para un príncipe —antes su abuelo solía hablar a menudo con él, pero de eso hacía mucho tiempo.
Ahora tiene un hijo, Jacopo.

Cogió un libro no demasiado grande —el Libro Vacío tampoco era muy voluminoso—, y lo guardó bajo su jubón.

Dos centinelas montaban guardia ante la estancia de su abuelo. Así que había vuelto de visitar a Arrendajo. ¿Lo habría matado ya? No. Seguro que el libro nuevo aún no estaba terminado. Eso exigía mucho trabajo, lo sabía por Balbulus. Pero cuando estuviera acabado, su abuelo torturaría a Arrendajo y casaría a su madre con Cuatrojos o la dejaría en el agujero hasta quedar reducida a pedacitos. Y a él se lo llevarían al Castillo de la Noche.

Jacopo puso en orden sus ropas y se limpió las lágrimas de los ojos. No se había fijado en ellas. Lo difuminaban todo, los guardianes y el fuego de sus antorchas. Qué estupidez. Las lágrimas eran una estupidez.

—¡Quiero ver a mi abuelo!

Con qué sarcasmo se sonrieron. Arrendajo los mataría a todos. A todos.

—Duerme. Lárgate.

—¡No puede dormir, estúpido! —repuso Jacopo con voz estridente. Hacía tan sólo unos meses habría pateado el suelo, pero había aprendido que eso no era muy eficaz—. Me envía Pulgarcito. Tengo que entregarle su medicina para dormir.

Los guardianes cruzaron una mirada insegura. Por suerte era más listo que ellos. Mucho más listo.

—¡De acuerdo, puedes pasar! —gruñó uno—. Pero ay de ti si pretendes llenarle los oídos llorando por tu madre. Entonces te arrojaré con mis propias manos al agujero, con ella, ¿entendido?

«Estás muerto», pensó Jacopo al pasar junto a él. «Muerto, muerto, muerto. ¿Todavía no lo sabes?» Oh, sí. Eso le reconfortaba.

—¿Qué quieres?

Su abuelo estaba sentado en la cama, con dos criados a su lado limpiándole de las piernas la sangre de hada. Sus párpados se cerraban por el opio que tomaba para dormir. Y ¿por qué no iba a dormir? Arrendajo era su prisionero y estaba encuadernando a la Muerte en un libro.

—¿Qué harás con Arrendajo cuando haya concluido su labor? —Jacopo conocía de sobra las historias que gustaba de narrar su abuelo.

Cabeza de Víbora rió y con un gesto de impaciencia ordenó retirarse a los criados. Éstos, entre mil reverencias, recorrieron el camino hasta la puerta agachados.

—A lo mejor acabas saliendo a mí, a pesar del parecido a tu padre —Cabeza de Víbora se dejó caer de lado, gimiendo—. ¿Y tú qué harías primero con él? —tenía la lengua tan pesada como los párpados.

—No sé. ¿Arrancarle las uñas?

Jacopo se acercó a la cama. Ahí estaba el cojín que Cabeza de Víbora siempre llevaba consigo. Para apoyar su carne enferma, decían. Pero Jacopo lo sabía mejor. Había visto muchas veces cómo su abuelo introducía la mano bajo la pesada tela para acariciar el cuero con los dedos. Una vez, incluso había logrado echar una ojeada rápida a la tapa empapada de sangre. Nadie se fijaba en lo que veía un niño. Ni siquiera Cabeza de Víbora, que no se fiaba de nadie salvo de sí mismo.

—¿Las uñas? Oh, eso es doloroso, lo reconozco. Espero que a mi hijo se le ocurran ideas parecidas cuando alcance tu edad. Aunque ¿para qué se necesita un hijo cuando uno es inmortal? Me lo pregunto cada vez con más frecuencia. ¿Para qué se necesita una esposa? O hijas…

Las últimas palabras apenas fueron comprensibles. Cabeza de Víbora abrió la boca y exhaló un leve ronquido. Los párpados de reptil se cerraron y la mano izquierda aferró el cojín donde guardaba su propia muerte. Jacopo, sin embargo, tenía manos pequeñas y delgadas. No se parecían nada a las manos de su abuelo. Abrió las cintas que cerraban la tela con suma cautela, deslizó los dedos dentro del cojín y extrajo el libro, el Libro Vacío, aunque en realidad debería llamarse el Libro Rojo. Su abuelo giró la cabeza y resolló en sueños. Jacopo se sacó de debajo del jubón el libro que había traído de la cámara de los libros enfermos y lo cambió por su hermano rojo.

—Mi abuelo duerme —advirtió a los guardianes al abandonar la habitación—. Y ay de vosotros si lo despertáis, pues mandará que os arranquen las uñas.

EL INCUBO

¿Qué puede temer el que no teme a la muerte?

Friedrich Schiller
,
Los bandidos

Resa había volado a la Sala de las Mil Ventanas, hasta Lengua de Brujo.

—Resa, el pájaro no volverá a abandonarte nunca —la había advertido Dedo Polvoriento, y a pesar de todo se había metido las semillas en la boca.

A él le había costado trabajo sacarla de la habitación antes de que regresase el Príncipe de la Plata. La desesperación que vislumbró en el rostro de la mujer le había partido el corazón. No habían encontrado el Libro Vacío, y ambos sabían lo que eso significaba: no moriría Cabeza de Víbora, sino Arrendajo, a manos de Pífano, de Pulgarcito o de las Mujeres Blancas, pues no habría podido pagar el precio que la Muerte exigía a cambio de su vida.

Resa había volado junto a él, para no dejarlo solo al morir. ¿Confiando quizás en que se salvara por un milagro? Es posible. Dedo Polvoriento no le había contado que la Muerte también volvería a llevárselo a él… y después a su hija.

—Si no encuentras el libro —le había susurrado Lengua de Brujo antes de enviarlo a dejar el rastro de fuego para Pífano—, intentemos al menos salvar a nuestras hijas.

Nuestras hijas… Dedo Polvoriento conocía el paradero de Brianna, pero ¿cómo iba a proteger a Meggie de Pífano o de las Mujeres Blancas?

Como es lógico, los secuaces de Pífano habían intentado sujetarlo después de que los condujera hasta Arrendajo, pero fue fácil escapar de ellos. Todavía lo estaban buscando, pero la oscuridad del castillo, además de ser adecuada para los ojos de Cabeza de Víbora, también ocultaba a sus enemigos.

Orfeo parecía estar muy seguro de que su perro negro bastaba para guardar a Brianna. Dos antorchas ardían al lado de la jaula en la que estaba encerrada, tan acurrucada que se asemejaba de verdad a un pájaro cautivo. Ningún soldado la vigilaba. El verdadero guardián acechaba en algún lugar entre las sombras, allí donde no penetraba la luz de las antorchas.

¿Cómo había conseguido domeñarlo Orfeo?

—No olvides que lo sacó de un libro con la lectura —le había contado Lengua de Brujo—. Uno para niños, pero no estoy seguro de que Fenoglio hiciera por ello más inofensivo al íncubo. Pero está hecho de palabras y estoy seguro de que Orfeo también ha utilizado palabras para domesticarlo. Sólo unas palabras permutadas, un par de frases retorcidas bastan para convertir el horror de la noche en un perro obediente.

«Pero, Lengua de Brujo», había pensado Dedo Polvoriento, «¿has olvidado que por lo visto en este mundo todo se compone de palabras?». Él sólo sabía una cosa: este íncubo no era más inofensivo, sino más tenebroso que los del Bosque Impenetrable. No lo ahuyentarían, como a sus congéneres, el polvo de hada y el fuego. El perro de Orfeo había sido creado con una materia más oscura. «¡Lástima que no les preguntases su nombre a las Mujeres Blancas, Dedo Polvoriento!», le pasó por la mente mientras se acercaba a las jaulas furtivamente y muy despacio. ¿No dicen las canciones que ése es el único modo de matar a un íncubo? Porque eso era lo que tenía que hacer: borrarlo para que Orfeo no pudiera volver a llamarlo. «Olvida las canciones, Dedo Polvoriento», pensó mientras acechaba en derredor. «Escribe la tuya, como ahora tiene que hacer también Arrendajo.»

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