Sus susurros avivaron las antorchas, como si intentaran saludarlo, cansadas de la oscuridad que las rodeaba. Y Brianna alzó la cabeza.
Qué hermosa era, tan hermosa como su madre.
Dedo Polvoriento miró de nuevo a su alrededor, esperando que la oscuridad comenzara a moverse. ¿Dónde estaba?
Oyó un resoplido y captó un aliento gélido y jadeante como el de un perro descomunal. A su izquierda las sombras crecieron haciéndose más negras que la oscuridad. Su corazón comenzó a latir con dolorosa rapidez. Vaya, de modo que el miedo seguía allí, aunque le asaltara pocas veces.
Brianna se levantó y, al retroceder, tropezó hasta que su espalda golpeó contra los barrotes. Tras ella, un pavo pintado desplegaba su cola en el muro gris.
—¡Vete! —susurró ella—. ¡Por favor! ¡Te devorará!
Vete. Un pensamiento tentador. Pero él había tenido dos hijas, y ahora sólo le quedaba una y la conservaría, no para siempre, pero quizá sí un par de años más. Un tiempo valioso. Tiempo… al fin y al cabo.
A su espalda notó frío, un frío terrible. Dedo Polvoriento invocó a las llamas y se envolvió en su calor, pero el fuego se encogió aterido y se apagó, dejándolo a solas con la sombra.
—¡Por favor, por favor, vete! —le apremiaba la voz de Brianna, y el amor que contenía y que ella siempre ocultaba tan bien caldeó su corazón mejor que el fuego.
Volvió a invocar a las llamas, con más severidad de la habitual, recordándoles que eran hermanos inseparables, y las llamas brotaron vacilantes del suelo, temblorosas, como si llegase hasta ellas un viento helado, pero ardieron, y el íncubo retrocedió, mirándolas fijamente.
Sí, lo que contaban las canciones sobre él y sus congéneres era cierto. Tenía que serlo. Que se componían exclusivamente de lo más negro del alma, de maldad, y que no había olvido ni perdón, hasta que se extinguían, devorándose a sí mismos, llevándose consigo lo que fueron.
Los ojos se clavaron en dedo Polvoriento, unos ojos rojos en medio de tanta negrura, salvajes e insensibles a la vez, perdidos en sí mismos, sin ayer ni mañana, sin luz ni calor, presos en su propio frío, maldad gélida.
Dedo Polvoriento sentía el fuego que lo rodeaba como una envoltura caliente. Casi le quemaba la piel, pero era su única protección frente a los ojos sombríos y la boca hambrienta, que se abría y chillaba de tal modo que Brianna cayó de rodillas, tapándose los oídos con las manos.
El íncubo alargó una mano negra hacia el fuego, la introdujo en él hasta que siseó, y Dedo Polvoriento creyó reconocer un rostro en medio de aquella negrura. Una cara que jamás había olvidado.
¿Era posible? ¿La había visto Orfeo también y había domado a su perro siniestro llamándolo por su nombre olvidado? ¿O le había dado ese nombre, había traído con el íncubo a aquel al que Lengua de Brujo había enviado a reunirse con los muertos?
Brianna lloraba detrás de él. Dedo Polvoriento percibía su temblor a través de los barrotes, pero su miedo se había desvanecido. Sólo sentía agradecimiento. Gratitud por ese instante. Gratitud por ese renovado encuentro. Ojalá fuera el último.
—¡Vaya, vaya! Pero ¿a quién tenemos aquí? —dijo en voz baja mientras detrás de él cesaba el llanto de Brianna—. ¿Te acuerdas de ti mismo en tu oscuridad? ¿Recuerdas el cuchillo y la espalda del chico, tan delgada, tan desprotegida? ¿Recuerdas el sonido que produjo mi corazón al romperse?
El íncubo lo miraba fijamente, y Dedo Polvoriento dio un paso hacia él, todavía envuelto en llamas, unas llamas que quemaban, cada vez más, alimentadas por el dolor y la desesperación que Dedo Polvoriento evocaba.
—¡Largo de aquí, Basta! —dijo, pronunciando el nombre tan alto que penetró hasta el corazón de la oscuridad—. ¡Desaparece por toda la eternidad!
El rostro se tornó más nítido —la delgada cara de zorro que él tanto había temido— y Dedo Polvoriento hizo que las llamas mordieran el frío, las hizo atravesar la negrura cual espadas que escribían el nombre de Basta, y el íncubo volvió a gritar, los ojos abarrotados de repente por los recuerdos. Gritó y gritó mientras su figura se disolvía igual que la tinta.
Se desvaneció en las sombras, disipándose como el humo. Sólo quedó el frío, pero también lo devoró el fuego, y Dedo Polvoriento cayó de rodillas y notó cómo lo abandonaba el dolor, un dolor que había sobrevivido incluso a la muerte, y deseó tener a Farid a su lado. Lo deseó tanto que durante unos instantes olvidó dónde se encontraba.
—¿Padre? —el susurro de Brianna llegó hasta él a través del fuego.
¿Lo había llamado así alguna vez? Sí, en el pasado. Pero ¿era el mismo en aquel entonces?
Los barrotes de la jaula se doblaron bajo sus manos calientes. No se atrevió a rozar a Brianna, consciente del fuego que ardía en su interior. Se aproximaron unos pasos, pesados y presurosos. Los alaridos del íncubo los habían atraído. Pero la oscuridad se tragó a Dedo Polvoriento y Brianna antes de que los soldados alcanzaran las jaulas… en una búsqueda infructuosa del guardián negro.
Ella arrancó una página del libro y la partió en dos. Después un capítulo.
Muy pronto alrededor de sus piernas yacieron jirones de palabras… ¿Para qué servían las palabras?
Después lo anunció en voz alta, en la estancia de color naranja que ardía. «¿Para que servían las palabras?»
Markus Zusak
,
La ladrona de libros
El Príncipe Negro seguía con Roxana. Ésta tuvo que entablillarle la pierna para que pudiera andar. Hasta el Castillo del Lago.
—Tenemos tiempo —le había dicho Meggie, aunque su corazón tenía prisa. Seguro que Mo necesitaría para ese Libro Vacío tanto tiempo como en el Castillo de la Noche.
El Príncipe Negro ansiaba partir con casi todos sus hombres para ayudar a Arrendajo. Pero sin Elinor ni Meggie.
—Prometí a tu padre que tú y tu madre permaneceríais en un lugar seguro —le dijo a la joven—. En el caso de tu madre no pude cumplir mi palabra, así que al menos quiero hacerlo contigo. ¿No le hiciste tú la misma promesa?
No. No lo hizo. Y por eso iría. Sin embargo, le partía el corazón dejar solo a Doria. Todavía no había despertado, pero Darius hablaría con él. Y Elinor. Y ella volvería. ¿O no?
Farid la acompañaría y podría invocar al fuego cuando hiciera demasiado frío durante el camino. Meggie había robado algo de cecina y había llenado de agua uno de los pellejos de Baptista. ¿Cómo podía creer el Príncipe Negro que ella se quedaría después de haber visto las palabras de fuego? ¿Cómo se le había ocurrido pensar que ella dejaría morir a su padre como si ésa fuera otra historia, una historia completamente distinta?
—¡Pero Meggie! El Príncipe Negro no sabe nada de las palabras —le había advertido Fenoglio—. Y tampoco conoce las actividades de Orfeo —pero Fenoglio sí las conocía y, a pesar de todo, igual que el Príncipe, deseaba que ella no fuera—. ¿Quieres que te ocurra lo mismo que a tu madre? Nadie sabe dónde está. No, debes quedarte. Ayudaremos a tu padre a nuestro modo. Yo escribiré día y noche, te lo prometo. Pero si no te quedas aquí para leer, ¿de qué serviría?
Quedarse. Esperar. No, estaba harta. Se marcharía a escondidas, como Resa, y no se perdería… Había esperado ya demasiado tiempo. Si a Fenoglio se le ocurría algo, lo leería Darius —seguro que él también habría podido traer al gigante con la lectura—, y los niños contaban con Baptista, Elinor, Roxana y Fenoglio para vigilarlos. Mo, sin embargo, estaba solo, tan solo… Y la necesitaba, siempre la había necesitado.
Elinor roncaba suavemente. Darius dormía a su lado, entre los hijos de Minerva. Meggie se movió con todo el sigilo que permitía el entramado del nido y recogió su chaqueta, sus zapatos y su mochila, que aún le recordaba al otro mundo.
—¿Estás lista? —Farid apareció en la puerta redonda—. Pronto amanecerá.
Meggie asintió y se volvió cuando la mirada de Farid se clavó en algún lugar detrás de ella, los ojos tan abiertos como los de un niño.
Una Mujer Blanca, situada junto a los durmientes, miraba a Meggie.
Llevaba un lápiz en la mano, un corto y gastado pizarrín, y con gesto invitador tendió a Farid una de las velas que Elinor había traído de Umbra. Farid se aproximó como un sonámbulo y encendió la mecha con un susurro. La Mujer Blanca hundió el pizarrín en la llama y comenzó a escribir sobre una hoja de papel en la que Meggie, después de que el gigante se hubiera llevado a Fenoglio, había intentado en vano redactar un buen final para su padre… La Mujer Blanca escribió de un tirón. Mientras tanto, Minerva susurraba en sueños el nombre de su marido y Elinor cambiaba de postura, Despina rodeaba a su hermano con el brazo, y el viento, que entraba a través del entramado del nido, estuvo a punto de apagar la vela. Después se incorporó, miró de nuevo a Meggie y desapareció como si se la hubiera llevado el viento.
Farid soltó un suspiro de alivio cuando se marchó y apretó su rostro contra el pelo de Meggie. Pero ésta lo apartó con suavidad y se inclinó sobre la hoja escrita por la Mujer Blanca.
—¿Puedes leerlo? —susurró Farid.
Meggie asintió.
—Ve a ver al Príncipe Negro y dile que cuide su pierna —musitó—. Nos quedaremos todos aquí. La canción de Arrendajo ya ha sido escrita.
«De acuerdo», dijo milady volviéndose a Abby.
«Mañana traerás el libro.»
«¿Cuál?»
«Pero ¿cómo? ¿Acaso hay más de uno?»
Alan Armstrong
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Whittington
No era fácil ordenar a las propias manos que trabajasen despacio cuando amaban tanto lo que hacían. A Mo le escocían los ojos por la falta de luz. Tenía los tobillos heridos por las pesadas cadenas, y sin embargo era extrañamente feliz, como si, en vez de la muerte de Cabeza de Víbora, estuviera encerrando dentro de un libro al tiempo mismo, y con él las preocupaciones por el futuro y el dolor por el pasado, hasta que ya sólo quedaba el presente, ese momento en el que sus manos acariciaban el papel y el cuero.
—En cuanto libere a Brianna acudiré en tu ayuda con el fuego —le había prometido Dedo Polvoriento antes de dejarlo solo para volver a interpretar el papel de traidor—. Y también traeré —había añadido— el Libro Vacío.
Pero no había acudido Dedo Polvoriento, sino Resa. A Mo por poco se le paró el corazón al ver a la golondrina cruzar la puerta volando. Uno de los guardianes apuntó la ballesta hacia ella, pero el pájaro escapó de la flecha aleteando y Mo recogió de su hombro una pluma parda. «No han encontrado el libro», fue su primer pensamiento cuando la golondrina se posó en una viga, encima de su cabeza. Fuera como fuese… se alegraba de que estuviera allí.
Pífano, apoyado en una columna, seguía con los ojos todos los movimientos de sus manos. ¿Pretendía pasar dos semanas sin dormir? ¿O creía que podría encuadernar ese libro en un día?
Mo apartó el cuchillo y se frotó los ojos fatigados. La golondrina batió las alas como si le saludara y Mo agachó deprisa la cabeza para no llamar la atención de Pífano sobre el ave. Pero volvió a alzar la vista cuando Nariz de Plata masculló un juramento.
De las paredes brotaba fuego.
Eso sólo podía significar una cosa: Brianna estaba libre.
—¿A qué viene esa sonrisa, Lengua de Brujo?
Pífano se le acercó y le hundió el puño en el estómago. Mo se dobló y la golondrina pió.
—¿Crees que tu amigo de fuego vendrá a reparar su traición? —dijo en voz baja Nariz de Plata—. Tu alegría es prematura. Esta vez le cortaré la cabeza. Ya veremos si también regresa de entre los muertos sin ella.
Arrendajo ansiaba hundirle el cuchillo de encuadernador en el pecho sin corazón, pero Mo lo expulsó por segunda vez. «¿A qué estás esperando?», preguntó Arrendajo. «¿Al Libro Vacío? ¡Jamás lo encontraréis!» «Bueno, en ese caso, ¿para qué luchar?», replicó Mo a su vez. «Sin el libro estoy muerto y mi hija conmigo.»
Meggie. El encuadernador y Arrendajo sólo coincidían en que ambos temían por ella. La puerta se abrió y una figura delgada se deslizó en la sala iluminada por el fuego. Jacopo.
Se acercó a Mo, pasito a pasito. ¿Quería informar a Arrendajo acerca de su madre? ¿O venía por encargo de su abuelo a comprobar si prosperaba el nuevo libro?
El hijo de Violante se detuvo muy cerca de Mo, pero miró a Pífano.
—¿Terminará pronto? —inquirió.
—Si no le distraes del trabajo… —contestó Nariz de Plata, y con paso cansino se dirigió hacia la mesa en la que las criadas le habían servido una bandeja con carne fría y vino.
Jacopo introdujo la mano bajo su jubón y sacó un libro envuelto en un paño de colores.
—Quiero que Arrendajo me cure este libro. Es mi libro favorito —lo abrió y a Mo se le cortó la respiración. Páginas empapadas en sangre.
Jacopo le miraba.
—¿Tu libro favorito? El únicamente ha de ocuparse de un libro. Y ahora, fuera de aquí —Pífano llenó una jarra de vino—. Avisa en la cocina para que me envíen más carne y vino.
—Sólo tiene que echarle un vistazo —la voz de Jacopo sonaba tan obstinada como siempre—. Mi abuelo me ha dado permiso. Pregúntaselo si quieres —le pasó a Mo un pizarrín, corto y desgastado, que podía ocultarse fácilmente en la mano. Eso era mejor que el cuchillo, mucho mejor.
Pífano se metió en la boca un trozo de carne y lo engulló con un trago de vino.
—Mientes —replicó—. ¿Te ha contado tu abuelo lo que hago con los mentirosos?
—No, ¿qué? —Jacopo adelantó el mentón, como hacía su madre, y dio un paso hacia Pífano.
Éste se limpió con un paño blanco como la nieve la grasa de las manos y sonrió.
Mo rodeó con los dedos el pizarrín y abrió el Libro Vacío.
—Primero les corto la lengua —contestó Pífano.
—¿Ah, sí? —Jacopo dio otro paso hacia él.
Corazón.
Los dedos de Mo temblaban a cada letra.
—Sí, sin lengua resulta difícil mentir —anunció Pífano—. A pesar de que… espera, una vez conocí a un mendigo mudo que me mintió con gran insolencia. Hablaba con los dedos.
—¿Y?
—Se los corté todos, uno tras otro —Pífano rió.
«Alza la vista, Mo, o notará que estás escribiendo.»
Sangre.
Una palabra más. Una sola.
Pífano miró hacia él y vio el libro abierto. Mo ocultó el pizarrín en su mano cerrada.
La golondrina abrió las alas. Quería ayudarle. ¡No, Resa! Pero el pájaro alzó el vuelo y pasó por encima de la cabeza de Pífano.