—¡Arrendajo ha estado aquí! —balbucearon—. Pero era de fuego, y de pronto se convirtió en humo. Pulgarcito ha ido a comunicárselo a Cabeza de Víbora.
Estúpidos. Serían todos pasto del íncubo.
«No te enfades, Orfeo. Pronto entregarás el verdadero Arrendajo a Cabeza de Víbora. Y tu íncubo también devorará al Bailarín del Fuego.»
—Decid al Príncipe de la Plata que envíe algunos hombres al patio bajo mi ventana —dijo, rabioso, a los centinelas—. Allí encontrarán nidos de hada suficientes para llenar una bañera con sangre.
Después regresó a su habitación y trajo los nidos con la lectura. Pero desde las letras le miraba el rostro de Dedo Polvoriento, como si viviera detrás de todas ellas. Como si todas las letras hablaran únicamente de él.
Escribo tu nombre. Dos sílabas. Dos vocales. Tu nombre te hace crecer, es más grande que tú. Tú descansas en un rincón, duermes. Tu nombre te despierta. Lo escribo. No podrías llamarte de otro modo. Tu nombre es todo tú, así sabes, así hueles. Llamado con otro nombre, te desvaneces. Yo escribo tu nombre.
Susan Sontag
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La escena de la carta
El Castillo del Lago se construyó para proteger del mundo a unas niñas desdichadas, pero cuanto más vagaba Mo por sus corredores, más le parecía que había esperado para ahogarlo a él en la propia oscuridad entre sus paredes decoradas con pinturas. El lobo de fuego de Dedo Polvoriento caminaba delante, como si conociera el camino, y Mo lo seguía. Mató a cuatro soldados más. El Castillo pertenecía al Bailarín del Fuego y a Arrendajo, lo leía en sus caras, y la furia que Orfeo atizaba en su interior lo impulsaba a atacar tantas veces que la sangre empapaba sus ropas de color negro. Negro. Las palabras de Orfeo habían tornado negro su corazón.
«¡Habrías debido preguntarles el camino en lugar de matarlos!», pensó con amargura cuando se agachó para pasar debajo de una puerta en arco. Una bandada de palomas alzó el vuelo entre aleteos. Ninguna golondrina. Ni una sola. ¿Dónde estaba Resa? Bueno, ¿dónde iba a estar? En la estancia de Cabeza de Víbora, buscando el libro que él había encuadernado una vez para salvarla. Una golondrina volaba veloz, muy veloz, mientras que sus pasos pesaban como el plomo debido a las palabras de Orfeo.
Allí. ¿Era ésa la torre en la que se había ocultado la Víbora? Dedo Polvoriento se la había descrito así. Otros dos soldados… Horrorizados, retrocedieron trastabillando al verlo. «Mátalos deprisa, Mo, antes de que griten.» Sangre. Sangre roja como el fuego. ¿No había sido antes el rojo su color favorito? Ahora su visión lo enfermaba. Pasó por encima de los muertos, le quitó a uno la capa de color gris plata y se puso el casco del otro. A lo mejor así evitaba matar si se topaba con otros.
El siguiente corredor parecía conocido, pero no se veían centinelas. El lobo siguió corriendo, pero Mo se detuvo delante de una puerta y la abrió de un empujón.
Los libros muertos. La Biblioteca Perdida.
Abatió la espada y entró. También allí fosforecían las chispas de Dedo Polvoriento, que habían eliminado del aire el olor a moho y putrefacción.
Libros. Apoyó la espada sangrienta en la pared, acarició los lomos manchados y percibió cómo el peso de las palabras sobre sus hombros se tornaba más liviano. Ni Arrendajo ni Lengua de Brujo, sólo Mortimer. Orfeo no había escrito nada sobre Mortimer Folchart, encuadernador de libros.
Mo tomó un libro en la mano. Pobrecillo. Estaba perdido. Y luego otro, y otro… y oyó un crujido. Rápidamente su mano buscó la espada, y las palabras de Orfeo se apoderaron nuevamente de su corazón.
Se derrumbaron unas pilas de libros y un brazo asomó entre todos aquellos cadáveres impresos. Y luego el otro, éste sin mano. Balbulus.
—¡Ah, vaya, es a ti a quien buscan! —se levantó con los dedos de la mano izquierda manchados de tinta—. Desde que me oculté aquí de Pífano, ningún soldado ha cruzado esa puerta. Seguramente el hedor los mantiene a raya. Pero hoy ya han sido dos. ¿Cómo escapaste de ellos? Seguro que a ti te vigilaban mejor que a mí.
—Con fuego y plumas —contestó Mo apoyando la espada en la pared.
No quería recordarlo. Quería olvidarse de Arrendajo, aunque fuera durante un ratito, y encontrar felicidad en lugar de desdicha entre el pergamino y las tapas forradas de piel.
Balbulus siguió su mirada. Seguramente reparó en la nostalgia que contenía.
—He encontrado unos libros que todavía sirven. ¿Te apetece echarles un vistazo?
Mo aguzó los oídos. El lobo permanecía callado, pero creyó oír voces. No. Volvieron a extinguirse.
Sólo unos instantes.
Balbulus le entregó un libro apenas mayor que su mano. Tenía algunos agujeros de insectos, pero el moho no le había afectado. Las tapas estaban muy bien confeccionadas. Cuánto habían añorado sus dedos hojear páginas escritas. Qué hambre tenían sus ojos de palabras que lo transportaran lejos, en lugar de atraparlo y controlarlo. Cuánto añoraban sus manos un cuchillo que cortara papel en lugar de carne.
—¿Qué es eso? —susurró Balbulus.
Había oscurecido. El fuego en las paredes se había apagado y Mo ya no veía el libro en sus manos.
—¿Lengua de Brujo?
Se volvió. Dedo Polvoriento estaba en la puerta, una sombra orlada de fuego.
—He estado con Orfeo —su voz sonaba distinta. Había desaparecido la indiferencia que la Muerte había impreso en ella. Había recuperado la antigua desesperación, que ambos casi habían olvidado. Dedo Polvoriento, el perdido…
—¿Qué ha pasado?
Dedo Polvoriento rescató al fuego de la oscuridad y lo obligó a formar una jaula entre los libros, una jaula con una joven llorando.
Brianna. Mo vio en el rostro de Dedo Polvoriento el mismo miedo que tantas veces había experimentado él. Carne de su carne. Su hija. Una palabra muy poderosa. La más poderosa de todas.
A Dedo Polvoriento le bastó con mirarlo para que Mo leyera en sus ojos lo referente al íncubo que vigilaba a su hija y el precio al que podría rescatarla.
—¿Y? —Mo aguzó los oídos—. ¿Ya han llegado los soldados?
—Todavía no he trazado el rastro.
Mo percibía el miedo de Dedo Polvoriento, como si Meggie estuviera en la jaula y fuera su llanto el que salía del fuego.
—¿A qué esperas? ¡Condúcelos hasta aquí! —le espetó—. Ya va siendo hora de que mis manos vuelvan a encuadernar un libro… aunque nunca debe concluirse. Haz que atrapen al encuadernador, no a Arrendajo. Ellos no notarán la diferencia. Y yo enviaré lejos a Arrendajo, muy lejos, lo haré dormir con las palabras de Orfeo en lo más hondo del agujero del calabozo.
Dedo Polvoriento sopló en la oscuridad, y en lugar de la jaula, el fuego formó el signo que Mo había grabado en las cubiertas de tantos libros: la cabeza de un unicornio.
—Sí tal es tu deseo —musitó—. Pero si vuelves a interpretar el papel de encuadernador, ¿cuál será el mío?
—El de salvador de tu hija —contestó Mo—. El protector de mi esposa. Resa ha ido a buscar el Libro Vacío. Ayúdala a encontrarlo y tráemelo.
«Para que pueda escribir el final en él», pensó. Sólo tres palabras se precisaban para ello. Y de pronto le asaltó un pensamiento que le hizo sonreír en medio de tanta oscuridad. Orfeo no había escrito nada sobre Resa, ni una sola palabra que la obligara. ¿A quién más había olvidado?
Quienquiera que seas, por solo que estés,
el mundo se ofrece a tu fantasía
y te llama con el grito del ganso salvaje,
excitante y estridente,
que proclama una y otra vez tu sitio
en la familia de las cosas.
Mary Oliver
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Wild Geese
Roxana volvió a cantar. Para los niños a los que el miedo a Pardillo impedía dormir. Y todo lo que Meggie había oído decir de su voz, era cierto. Hasta el árbol parecía escucharla con atención, los pájaros en sus ramas más distantes, los animales que moraban entre sus raíces y las estrellas en el cielo oscuro. Cuánto consuelo generaba la voz de Roxana, aunque sus cantos solían ser tristes, y Meggie percibía en cada palabra la nostalgia de Dedo Polvoriento.
Consuela oír hablar de nostalgia cuando ésta llena tu corazón hasta los topes. Una nostalgia de sueños libres de temores, de días despreocupados, de tierra firme bajo los pies, de un estómago lleno, de las calles de Umbra, con madres… y padres.
Meggie se sentaba muy arriba, delante del nido donde había escrito Fenoglio, y no sabía de quién preocuparse primero: si de Fenoglio, del Príncipe Negro, de Farid, que había seguido con Baptista al gigante, o de Doria, que había vuelto a descender, a pesar de que los bandidos se lo habían prohibido, para averiguar si Pardillo se había ido de verdad. Intentaba no pensar en sus padres, pero de pronto Roxana entonó la canción sobre Arrendajo que más le gustaba a Meggie, porque hablaba de cómo había estado prisionero con su hija en el Castillo de la Noche. Había canciones más heroicas, pero sólo ésta hablaba también de su padre, y Meggie lo echaba de menos. «Mo», le habría gustado decir apoyando la cabeza en su hombro, «¿crees que ese gigante entregará a Fenoglio a sus hijos? ¿Crees que pisoteará a Farid y a Baptista si intentan salvar al Príncipe? ¿Crees que se puede amar de corazón a dos chicos? ¿Has visto a Resa? ¿Cómo estás, Mo, qué tal te encuentras?».
—¿Ha matado ya Arrendajo a Cabeza de Víbora? —había preguntado el día anterior uno de los niños a Elinor—. ¿Vendrá pronto a salvarnos de Pardillo?
—Seguro —había contestado Elinor lanzando al mismo tiempo una mirada rápida a Meggie. Seguro…
—El chico aún no ha regresado —oyó que Espantaelfos decía a Pata de Palo, debajo de ella—. ¿Quieres que me entere de dónde se encuentra?
—¿Para qué? —contestó Pata de Palo en voz baja—. Si puede volver, lo hará. De lo contrario es que lo han apresado. Estoy seguro de que están en algún lugar ahí abajo. Confío en que Baptista tenga cuidado con ellos cuando regrese.
—¿Cómo va a tener cuidado? —preguntó a su vez Espantaelfos, riendo malhumorado—. Tiene a su espalda al gigante, a Pardillo frente a él y el Príncipe seguramente ha muerto. Pronto entonaremos nuestra última canción y no sonará ni la mitad de bonita que la que canta Roxana.
Meggie ocultó el rostro entre los brazos. «No pienses, Meggie. Sencillamente, no pienses. Atiende a Roxana. Sueña que todo se arregla. Que todos, Mo, Resa, Fenoglio, el Príncipe Negro, Farid… y Doria retornan sanos y salvos. ¿Qué solía hacer Pardillo con los prisioneros? No, Meggie, no pienses, no preguntes.»
Subieron voces de abajo. Se inclinó hacia delante e intentó distinguir algo en la oscuridad. ¿No era la voz de Baptista? Vio fuego, apenas una llamita, aunque muy luminosa. ¡Allí estaba Fenoglio! Y a su lado el Príncipe Negro, sobre unas parihuelas.
—¿Farid? —gritó.
—Silencio —siseó Espantaelfos, y Meggie se tapó la boca con la mano. Los bandidos bajaron cuerdas y una red para el Príncipe.
—¡Deprisa, Baptista! —la voz de Roxana sonaba tan distinta cuando no cantaba—. ¡Que vienen!
No necesitó añadir nada más. Los caballos resollaron entre los árboles, las ramas se partieron bajo numerosas botas. Los bandidos lanzaron más cuerdas y algunos se deslizaron por el tronco. Las flechas llovieron desde la oscuridad. Los hombres surgieron de entre los árboles, pululando como escarabajos plateados.
—Ya lo veréis, están esperando a que regrese Baptista. ¡Con el Príncipe!
¿No se lo había dicho así Doria? ¿No había vuelto a descender por eso? Y no había regresado.
Farid hizo llamear el fuego. Él y Baptista se situaron delante del Príncipe Negro, protegiéndolo. El oso también estaba con él.
—¿Qué ocurre? ¿Qué está pasando otra vez? —Elinor se arrodilló junto a Meggie, el pelo revuelto, como si se hubiera atemorizado—. Me he quedado dormida. No me cabe en la cabeza.
Meggie no contestó. ¿Qué podía hacer? Se levantó y, manteniendo el equilibrio, se acercó hasta la bifurcación de la rama sobre la que Roxana y las demás mujeres se arrodillaban. Sólo dos de los bandidos las acompañaban. Todos los demás descendían ya por el tronco, pero el tronco era alto, muy alto, y desde abajo llovían las flechas. Dos hombres se precipitaron al abismo, gritando, y las mujeres taparon los ojos y los oídos a los niños.
—¿Dónde está? —Elinor se inclinó tanto hacia delante que Roxana la hizo retroceder sin contemplaciones—. ¿Dónde está? —gritó de nuevo—. Respóndeme de una vez. ¿Vive todavía ese viejo loco?
Fenoglio las miraba desde abajo, como si hubiera escuchado su voz, el rostro arrugado y medroso, mientras los hombres luchaban a su alrededor. Un muerto cayó a sus pies y él tomó su espada.
—¡Pero mira eso! —gritó Elinor—. ¿Qué se figura? ¿Que puede jugar al héroe en una de sus malditas historias?
«Tengo que bajar», pensó Meggie, «ayudar a Farid y buscar a Doria». ¿Dónde estaría? ¿Yacería muerto en algún lugar entre los árboles? «No, Meggie. Fenoglio escribió sobre él cosas maravillosas. No puede estar muerto.» A pesar de todo, corrió hacia las cuerdas, pero Espantaelfos la detuvo.
—¡Arriba ahora mismo! —le espetó con tono brusco—. Todas las mujeres y niños, arriba, lo más arriba que podáis.
—¿Ah, sí? ¿Y qué vamos a hacer a tanta altura? —le bufó Elinor—. ¿Esperar a que nos hagan caer?
No hubo respuesta a esa pregunta.
—¡Tienen al Príncipe! —la voz de Minerva revelaba tal desesperación que todos se volvieron. Algunas mujeres empezaron a sollozar. Sí, tenían al Príncipe Negro. Lo sacaron fuera de las parihuelas en las que yacía. El oso permanecía inmóvil a su lado, una flecha clavada en su pelaje. Baptista había sido hecho prisionero. ¿Dónde estaba Farid?
Donde estaba el fuego.
Farid lo dejó morder y arder, pero Pájaro Tiznado también estaba presente, su rostro seco una mancha clara sobre las ropas rojas y negras. El fuego devoraba al fuego, las llamas lamieron el tronco ascendiendo por él. Unos árboles más pequeños ya se habían incendiado. Los niños lloraban tan fuerte que te partían el corazón.
«Ay, Fenoglio», pensó Meggie, «no tenemos suerte con nuestros salvadores. Primero Cósimo y ahora el gigante».
El gigante.
Su rostro apareció bruscamente entre los árboles, como si esa palabra lo hubiera convocado. Su piel se había teñido de la oscuridad de la noche, y en la frente se reflejaban las estrellas. Apagó de un pisotón el fuego que incendiaba las raíces del árbol de los nidos. El otro erró a Farid y a Pájaro Tiznado por tan poco que Meggie oyó resonar en sus oídos su propio grito.