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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Muerte de tinta (67 page)

BOOK: Muerte de tinta
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—Es justo lo que me proponía —dijo… y en los ojos pálidos leyó que Orfeo sabía que mentía.

«Tendré que matarlo», pensó Cabeza de Víbora. «En cuanto haya encuadernado el nuevo libro.» Ningún hombre podía ser más listo que su señor. Y menos, si le obedecía un perro tan peligroso.

VISIBLE

Era inútil. El cerebro tenía su propio alimento del que se nutría, y la fantasía, grotescamente deformada por el horror, se retorcía y encogía de dolor como un ser vivo, bailaba como una marioneta antipática y sonreía a través de máscaras cambiantes.

Oscar Wilde
,
El retrato de Dorian Gray

—¡Tienes que marcharte! En ningún sitio de este castillo estás seguro —Dedo Polvoriento se lo repetía una y otra vez, pero Mo siempre negaba con la cabeza.

—Tengo que encontrar el Libro Vacío.

—Deja que yo lo busque. Escribiré en él las tres palabras. Para eso me sobran conocimientos de escritura.

—No. No fue ése el trato. ¿Qué pasará si ella se lleva a Meggie a pesar de todo? Yo encuaderné el libro, así que también he de destruirlo. Además, la Víbora quiere verte tan muerto como a mí.

—Pues volveré a salir fuera de mi cuerpo.

—La última vez estuviste a punto de no hallar el camino de vuelta.

Qué intimidad había surgido entre ambos. Eran como las dos caras de una moneda, dos rostros del mismo hombre.

—¿De qué trato habláis?

Miraron a Resa como si ambos desearan que estuviese lejos, muy lejos de allí. Mo estaba muy pálido, pero la furia velaba sus ojos y no paraba de llevarse la mano a la vieja herida. ¿Qué le habían hecho allí abajo, en ese agujero horrible?

El polvo se había depositado en la cámara donde se ocultaban igual que la nieve. El enfoscado del techo estaba tan húmedo que en algunos lugares se había desprendido. El Castillo del Lago estaba enfermo. A lo mejor agonizaba, pero, en las paredes, los corderos seguían durmiendo al lado de los lobos, soñando con un mundo inexistente. La estancia disponía de dos ventanas estrechas. En el patio de abajo se alzaba, un árbol muerto.

Muros, adarves, torres con saledizos, puentes… una trampa de piedra… y Resa deseaba recuperar sus alas. La piel le picaba como si los cañones de las plumas esperasen el momento de atravesarla.

—¿Qué trato, Mo? —se interpuso entre los dos hombres, pidiendo entrada a su intimidad.

Se echó a llorar cuando él se lo dijo. En ese momento Resa comprendió. Él le pertenecía a la Muerte, se quedase o huyese. Había caído prisionero en una trampa de piedra y de tinta. Y a su hija le acontecía lo mismo.

Mo la tomó en sus brazos, pero su mente vagaba muy lejos de allí. Continuaba en el agujero, ahogándose en el odio y en el miedo. Su corazón latía tan fuerte que ella temió que le estallara dentro del pecho.

—Lo mataré —le oyó decir mientras lloraba apoyada en su hombro—. Debí matarlo hace mucho tiempo. Y después buscaré el libro.

Demasiado bien sabía a quién se refería su marido. A Orfeo.

Él la apartó de su lado y tomó su espada. Estaba cubierta de sangre, pero limpió la hoja con la manga. Todavía llevaba puestas las ropas negras de encuadernador, aunque hacía mucho tiempo que ése ya no era su oficio. Se dirigió a la puerta con paso decidido, pero Dedo Polvoriento se interpuso en su camino.

—¿Qué significa esto? —inquirió—. Bien. Orfeo ha leído las palabras, pero tú las conviertes en realidad —alzó las manos y el fuego escribió las palabras en el aire, unas palabras atroces que sólo hablaban de una persona: Arrendajo.

Mo alargó la mano como si pretendiera borrarlas, pero le quemaron los dedos con el mismo ardor con que abrasaban su corazón.

—Orfeo espera que vayas a por él —dijo Dedo Polvoriento—. Quiere servirte a Cabeza de Víbora sobre una bandeja de tinta. ¡Defiéndete! No es muy agradable leer las palabras que te dirigen. Nadie lo sabe mejor que yo, pero en mi caso tampoco se hicieron realidad. Sólo tienen el poder que tú les des. Yo iré a ver a Orfeo en tu lugar. No entiendo nada de matar, ni siquiera la muerte me ha enseñado eso, pero puedo robar los libros de los que él extrae las palabras. Y cuando seas capaz de pensar con claridad, buscaremos juntos el Libro Vacío.

—¿Qué sucederá si los soldados encuentran antes a Mo? —Resa continuaba mirando, fascinada, las palabras ardientes. Las leía una y otra vez.

Dedo Polvoriento acarició la pintura que se decoloraba en las paredes de la estancia y el lobo pintado comenzó a moverse.

—Os dejaré aquí un perro guardián, no tan salvaje como el de Orfeo, pero, cuando vengan los soldados, confío en que los detenga lo suficiente para permitiros buscar un nuevo escondite. El fuego enseñará a los secuaces de la Víbora a temer cualquier sombra.

El lobo saltó de la pared con el pelaje ardiendo y siguió fuera a Dedo Polvoriento. Las palabras, sin embargo, se quedaron, y Resa las leyó de nuevo:

Y cuando Arrendajo se negó a doblegarse ante Cabeza de Víbora, sólo uno supo quehacer, un extranjero venido de muy lejos. Él comprendió que Arrendajo sólo podía ser vencido por un hombre, él mismo. Así que despertó lo que Arrendajo se ocultaba a sí mismo: el miedo, que lo convertía en un hombre impávido, y la ira, que lo hacía invencible. Hizo que lo arrojaran a la oscuridad y que luchara allí consigo mismo, con el dolor que aún vivía en su interior, no olvidado ni curado, con el miedo que habían producido en ellas ataduras y cadenas, y la ira sembrada por el miedo. Pintó espantosas imágenes en su corazón, imágenes de…

Resa dejó de leer. Las palabras la aterraban. Pero las últimas frases las había grabado a fuego en su memoria:

Y Arrendajo se quebró por la propia oscuridad e imploró a Cabeza de Víbora que le permitiera encuadernar un segundo libro, más bello aún que el primero. Pero tan pronto tuvo el libro en sus manos, el Príncipe de la Plata le provocó la más lenta de las muertes, y los titiriteros entonaron la última canción de Arrendajo.

Mo había vuelto la espalda a las palabras. Estaba allí, el polvo de innumerables años a su alrededor como nieve gris, y mirándose las manos como si no estuviera seguro de si todavía obedecían sus órdenes o las palabras que ardían detrás de él.

—¿Mo? —Resa le dio un beso. Ella sabía que no le gustaría lo que iba a hacer. Él la miró ausente, los ojos abarrotados de oscuridad—. Voy a buscar el Libro Vacío. Lo encontraré y escribiré en él las tres palabras —«para que Cabeza de Víbora muera», añadió en su mente, «antes de que se hagan realidad las palabras de Orfeo y te mate el nombre que te dio Fenoglio».

Cuando comprendió lo que su mujer había dicho, Resa se estaba introduciendo los granos en la boca. Mo quiso quitárselos de la mano de un golpe, pero ya los tenía debajo de la lengua.

—Resa, ¡no!

Ella voló atravesando las letras de fuego. El calor le chamuscó el pecho.

—¡Resa!

No. Esta vez tendría que ser él quien tendría que esperar. «Quédate donde estás», pensó ella. «Por favor, Mo…»

AMOR VESTIDO DE ODIO

¿De dónde procede este amor? No lo sé. Vino a mí de noche, como un ladrón (…) yo sólo podía esperar que mis crímenes fueran tan horrendos que el amor permaneciera oculto en su sombra cual grano de mostaza. Deseé haber cometido crímenes aún peores que ocultaran mejor mi amor. Pero el grano de mostaza echó raíces y creció y el brote verde partió mi corazón en canal.

Philip Pullman
,
El catalejo lacado

Cabeza de Víbora quería sangre de hada, una bañera llena para meterse en ella y mitigar los picores de su piel. Orfeo estaba escribiendo los nidos de hada en los desnudos cerezos que crecían bajo su ventana, cuando escuchó pasos sigilosos a su espalda. Dejó la pluma con tal brusquedad que empapó de tinta los pies grises de Hematites. ¡Arrendajo!

Orfeo creía percibir ya la espada entre los omóplatos: al fin y al cabo, él mismo había atizado su sed de sangre, impregnándolo de cólera, rabia e impotencia. ¿Cómo había logrado pasar junto a los centinelas? Había tres delante de la puerta y al lado acechaba Pulgarcito… Pero Orfeo, al girarse, no se topó con Mortimer, sino con Dedo Polvoriento.

¿Qué hacía ése aquí? ¿Por qué no estaba delante de la jaula donde se encontraba su hija lloriqueante, y se dejaba devorar por el íncubo?

Dedo Polvoriento.

Un año antes, el mero pensamiento de tenerlo ante sus ojos lo habría embriagado de felicidad… en la habitación desconsoladora en la que moraba entonces, rodeado de libros que hablaban de la nostalgia de su corazón, sin lograr mitigarla, la nostalgia de un mundo que inclinase la cerviz ante él, la nostalgia de librarse de una vez de la vida falsa, gris, de ser el Orfeo que dormía en su interior, el que no veían los que se burlaban de él… Seguramente nostalgia no era la palabra correcta. Era demasiado mansa, demasiado suave y resignada. La avidez era lo que lo impulsaba, la avidez de todo aquello que no poseía.

Oh, sí. Entonces ver a Dedo Polvoriento lo habría colmado de felicidad. Pero ahora su corazón se aceleró por otros motivos. El odio que experimentaba aún sabía a amor, pero eso no lo hacía más dócil. De pronto, Orfeo vio en ese libro la ocasión para tramar una venganza tan completa que sonrió sin darse cuenta.

—Mira quién está aquí, mi amigo de la infancia. Mi amigo desleal —Orfeo deslizó el libro de Violante debajo del pergamino en el que escribía. Hematites, asustado, se encogió detrás del tintero. Miedo. No era una sensación forzosamente mala. A veces podía resultar muy estimulante—. Supongo que estás aquí para robarme algunos libros más, ¿verdad? —prosiguió—. Eso no servirá de nada a Arrendajo, las palabras han sido leídas y él las obedecerá. Es el precio que se paga cuando uno hace suya una historia. Pero ¿qué tal estás? ¿Has visto últimamente a tu hija?

¡Aún no se había enterado! Ah, el amor. Sí, contra él era impotente incluso el corazón carente de miedo que Dedo Polvoriento se había traído de entre los muertos.

—La verdad, creo que deberías ir a verla. Su llanto te parte el corazón y desgreña sus hermosos cabellos.

¡Cómo lo miraba él! «Sí, ya te tengo», pensó Orfeo. «Os he atrapado a los dos, a ti y a Arrendajo.»

—Mi perro negro vigila a tu hija —añadió, y cada palabra sabía a vino especiado—. Seguramente eso la aterrará. Pero le he ordenado que de momento no se sacie con su dulce carne ni con su alma.

Ahí estaba… así que el miedo aún podía morder a Dedo Polvoriento. Qué palidez había adquirido de repente su rostro sin cicatrices. Miraba la sombra de Orfeo, pero el íncubo no surgió de ella. No, estaba delante de la jaula en la que Brianna, llorando, llamaba a su padre.

—Si tan siquiera la roza, te mataré. No entiendo nada de matar, pero por ti aprendería —sin las cicatrices, el rostro de Dedo Polvoriento parecía mucho más vulnerable. Las chispas cubrían sus ropas y su pelo.

A Orfeo no le quedó más remedio que admitirlo… seguía siendo aún su personaje predilecto. Le hiciera lo que le hiciera, por mucho que lo traicionara, nada cambiaría. Su corazón lo amaba como un perro. Mayor razón para eliminar de una vez de esa historia al Bailarín del Fuego… aunque fuera una verdadera lástima. Era increíble que sólo hubiera acudido a verlo para proteger a Arrendajo. ¡Tanta nobleza no le pegaba en absoluto! Qué va. Ya iba siendo hora de que el Bailarín del Fuego interpretara otro papel más acorde con su naturaleza.

—Puedes rescatar a tu hija —Orfeo dejó deshacerse las palabras en su lengua.

Oh, dulce venganza. La marta sobre el hombro de Dedo Polvoriento enseñó los dientes. Qué animal horrendo.

Dedo Polvoriento acarició su pelaje pardo.

—¿Cómo?

—Bueno, primeramente apagarás la iluminación tan artística que has creado para este castillo, y ¡sin tardanza!

Las chispas de las paredes se inflamaron como si quisieran agarrarlo, pero después se apagaron. Sólo continuaron brillando en el pelo y en las ropas de Dedo Polvoriento. Qué arma tan terrible podía ser el amor. ¿Había cuchillo más afilado? Ya era hora de hundirlo un poco más en su corazón desleal.

—Tu hija llora en la misma jaula que ocupó Arrendajo —continuó Orfeo—. Como es natural, ahí dentro está mucho más bella que él, con su pelo de fuego. Como un pájaro espléndido…

Las chispas envolvían a Dedo Polvoriento igual que una neblina roja.

—Tráenos al pájaro que en realidad pertenece a esa jaula. Tráenos a Arrendajo y tu hermosa hija quedará libre. Si no lo haces, alimentaré a mi perro negro con su carne y con su alma. ¡No me mires así! Por lo que sé, ya interpretaste un día el papel de traidor. Intenté escribir para ti un papel mejor, pero no quisiste saber nada del asunto.

Dedo Polvoriento se limitaba a mirarlo en silencio.

—¡Me robaste el libro! —a Orfeo casi le falló la voz, sus palabras aún destilaban amargura—. Te pusiste de parte del encuadernador de libros, a pesar de que te arrancó de tu historia, en lugar de optar por el hombre que te trajo de vuelta a casa. Eso fue cruel, muy cruel —los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¿Qué creías? ¿Que iba a aceptar sin más ese engaño? No. En realidad sólo me proponía enviarte de vuelta con los muertos, sin alma, hueco como un insecto chupado, pero esta venganza me gusta todavía más. Volveré a convertirte en un traidor. ¡Cómo desgarrará esto el noble corazón del encuadernador!

Las llamas que salían de las paredes se avivaron, brotando del suelo, y chamuscaron las botas de Orfeo. Hematites gemía de miedo y se cubría la cabeza con sus brazos de cristal. La furia de Dedo Polvoriento se transmitía a las llamas, ardía sobre su rostro y llovía del techo en forma de chispas.

—Manten tu fuego alejado de mí —rugió Orfeo—. Soy el único al que obedece el íncubo, y tu hija será lo primero que coma cuando esté hambriento, y eso ocurrirá pronto. Quiero un rastro de fuego hasta el lugar donde se esconde Arrendajo, y yo seré el hombre que se lo enseñe a Cabeza de Víbora. ¿Entendido?

Las llamas de las paredes se extinguieron por segunda vez. Incluso las velas del pupitre se apagaron, y la estancia de Orfeo se oscureció. Sólo el mismo Dedo Polvoriento seguía envuelto en chispas, como si el fuego surgiera de su interior.

¿Por qué su mirada lo avergonzaba tanto? ¿Por qué su corazón seguía albergando amor? Orfeo cerró los ojos y, al abrirlos, Dedo Polvoriento había desaparecido.

Cuando Orfeo salió por su puerta, los guardianes que debían vigilar su habitación llegaban andando a trompicones por el corredor, con las caras deformadas por el pánico.

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