Devolvió las semillas a la bolsa, excepto cuatro. Cuatro cuerpos diminutos, casi redondos, como semillas de amapola, pero más claras.
—Coge a Tullio y regresad a la cueva —le dijo a Recio—. Informa al Príncipe Negro de lo que hemos visto. Habíale también de Birlabolsas. ¡Y cuida de Meggie!
Con qué tristeza la miraba él.
—Aquí no puedes ayudarme, Lázaro —musitó ella—. Ni a mí, ni a Arrendajo. Ve y protege a nuestra hija. Y consuela a Roxana. Bueno, no, quizá sea mejor que no le digas nada todavía. Yo me encargaré de eso.
Lamió los granos de su mano.
—Nunca se sabe en qué animal vas a convertirte —susurró Resa—. Pero confío en que tenga alas.
Piensa en los viejos tiempos, cuando todo fue creado. ¡Hace ya una eternidad! Entonces él y sus hermanos mataron al enorme gigante Ymer y crearon el mundo entero a partir de su cadáver. De su sangre surgió el mar, de su carne la tierra, de sus huesos montañas y arrecifes, y de su pelo los árboles y la hierba.
Tor Age Bringsvaerd
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Los dioses salvajes
Meggie aguardó… Mientras, los gritos inundaban sus oídos. Mientras, Farid apagaba con llamas blancas el fuego negro de Pájaro Tiznado. Mientras, Darius tranquilizaba a los niños con historias, la voz suave más alta de lo habitual para tapar el estruendo de la lucha, y Elinor ayudaba a cortar las cuerdas que, atadas a una flecha, Pardillo ordenaba disparar al árbol.
Sí, Meggie aguardó y cantó en voz baja las canciones que le había enseñado Baptista, rebosantes todas ellas de esperanza y de luz, de resistencia y valor, mientras al pie del árbol los bandidos luchaban por su vida y la de los niños y cada grito le recordaba el combate en el bosque en el que había muerto Farid. Pero esta vez temía por dos jóvenes.
Sus ojos no sabían a quién buscar primero, si a Farid o a Doria, si unos cabellos negros o castaños. A veces no encontraba a ninguno de los dos, tan deprisa se movían entre las ramas, ambos siguiendo el fuego que Pájaro Tiznado escupía como brea ardiendo al árbol gigantesco. Doria lo apagaba golpeándolo con paños y esteras, mientras Farid se burlaba desde arriba de Pájaro Tiznado y hacía anidar a sus llamas sobre el fuego asesino hasta que lo asfixiaban con su plumaje ígneo. Cuánto había aprendido de Dedo Polvoriento. Hacía tiempo que Farid había dejado de ser un aprendiz, y Meggie vio cómo los celos deformaban la cara seca de Pájaro Tiznado, mientras Pardillo, montado en su caballo entre los árboles, observaba a los que luchaban con semblante inexpresivo, como si contemplara a dos perros desgarrando un ciervo.
Los bandidos aún defendían el árbol, a pesar de su desesperada inferioridad. ¿Cuánto tiempo más resistirían?
Pero ¿dónde estaba? ¿Dónde estaba aquél al que ella y Fenoglio habían pedido ayuda? ¡Con Cósimo todo había sucedido tan deprisa!
Nadie sabía lo que Meggie había leído unas horas antes, excepto Fenoglio y los dos hombres de cristal que la habían escuchado con la boca abierta. Ni siquiera habían tenido ocasión de contárselo a Elinor, tan violento había sido el ataque de Pardillo.
—¡Tienes que darle algo de tiempo! —le había dicho Fenoglio a Meggie cuando la chica dejó a un lado la hoja con las palabras del anciano—. Viene de muy lejos. ¡No se podía hacer de otro modo!
Bueno, mientras no llegara cuando todos ellos estuviesen muertos…
El Príncipe Negro sangraba ya por un hombro. Para entonces casi todos los bandidos estaban heridos. Sería tarde. Demasiado tarde.
Meggie presenció cómo Doria esquivaba por los pelos una flecha, cómo Roxana consolaba a los niños que lloraban y cómo Elinor, con ayuda de Minerva, intentaba desesperadamente cortar otra cuerda antes de que los hombres de Pardillo treparan por ella. ¿Cuándo llegaría, cuándo?
Y de repente lo sintió, justo como lo había descrito Fenoglio: un temblor, perceptible hasta las ramas más altas del árbol. Todos lo sintieron. Los combatientes se detuvieron y giraron la cabeza, asustados.
La tierra temblaba bajo sus pies,
había escrito Fenoglio.
—¿Estás realmente seguro de que será pacífico? —había preguntado Meggie, preocupada.
—¡Pues claro! —le había contestado Fenoglio, irritado.
Pero Meggie había recordado a Cósimo, que tampoco había salido como se lo había imaginado Fenoglio. ¿O sí? ¿Quién podía decir lo que le pasaba al anciano por la cabeza? Tal vez quien mejor lo adivinaba era Elinor.
El temblor aumentó. Se rompían ramas, leña, árboles jóvenes. Bandadas de pájaros levantaron el vuelo desde la espesura, y los gritos a los pies del árbol se convirtieron en alaridos de pavor cuando el gigante salió de la maleza.
No, no era tan alto como el árbol.
—Claro que no —había dicho Fenoglio—. Por supuesto que no son del mismo tamaño. Eso sería ridículo. Además, ¿no os he dicho ya que estos nidos sólo se construyeron para proteger de los gigantes a sus moradores? ¡Por favor! Él no alcanzará a ninguno de ellos, pero Pardillo echará a correr en cuanto lo vea, te lo garantizo. ¡A toda la velocidad que le permitan sus escuálidas piernas!
Sí, Pardillo así lo hizo, aunque encomendó la tarea de correr a su caballo. Pardillo fue el primero en huir. Pájaro Tiznado, del susto, se quemó con sus propias llamas, y los bandidos sólo permanecieron quietos porque así se lo ordenó el Príncipe Negro. Fue Elinor la que lanzó la primera cuerda y gritó furiosa a las otras mujeres que, paralizadas, miraban al gigante.
—¡Arrojad cuerdas! —la oyó gritar Meggie—. Vamos, deprisa. ¿O queréis que los pisotee?
Valerosa Elinor.
Los bandidos empezaron a trepar mientras los alaridos de los soldados resonaban por el bosque a mayor distancia cada vez. Pero el gigante se había detenido y miraba fijamente hacia arriba, a los niños que lo contemplaban, entusiasmados y espantados a partes iguales.
—Les gustan los niños humanos, he ahí el problema —había dicho Fenoglio en voz baja a Meggie, antes de que ésta iniciara la lectura—. En cierto momento comenzaron a capturarlos como si fueran mariposas o hamsters. Pero con mi escritura he intentado traer uno que es demasiado perezoso para hacer algo así. Aunque por esa razón tampoco creo que sea un ejemplar muy listo.
¿Parecía listo el gigante? Meggie no acertaba a precisarlo. Se lo había imaginado tan distinto. Sus miembros formidables no eran en modo alguno pesados. No, se movía apenas más despacio que Recio, y por un momento, cuando estuvo entre los árboles, a Meggie le pareció que era él quien tenía el tamaño adecuado para ese bosque, y no los bandidos. Poseía unos ojos inquietantes. Más redondos que los humanos, se asemejaban a los de un camaleón. Lo mismo cabía decir de su piel. El gigante iba desnudo como las hadas y los elfos, y su piel cambiaba de color con cada uno de sus movimientos. En un principio era pardo pálida, igual que la corteza de árbol, pero ahora estaba moteada de rojo como las últimas bayas que, a la altura de sus rodillas, pendían de un acerolo de flores encarnadas casi desnudo. Hasta su pelo cambiaba: a veces era verde, luego de repente pálido como el cielo. De esa manera era casi invisible entre los árboles. Como si se moviese el aire.
Como si el viento o el espíritu de ese bosque hubiera tomado forma.
—¡Aaah, ahí está por fin! ¡Es fabuloso! —Fenoglio surgió tan de improviso detrás de Meggie que ésta estuvo a punto de caerse de la rama en la que se apoyaba—. Sí, nosotros dos conocemos bien nuestro oficio! No tengo nada contra tu padre, pero ¡creo que la verdadera maestra eres tú! Todavía eres lo bastante niña para ver las imágenes detrás de las palabras con tanta claridad como los adultos. Esa es seguramente la razón de que este gigante tenga un aspecto muy distinto a como me lo había imaginado.
—También yo me lo figuraba diferente —susurró Meggie, como si cualquier palabra en voz alta pudiera atraer la atención del gigante sobre ellos.
—¿De veras? Hmm… —Fenoglio dio un paso cauteloso hacia delante—. Bueno, qué más da. Ardo en deseos de escuchar qué opina de él la signora Loredan. Sí, de veras.
Meggie veía lo que Doria pensaba del gigante. Acurrucado en la copa del árbol, era incapaz de apartar los ojos de él. Farid lo contemplaba con la misma fascinación que cuando Dedo Polvoriento le enseñaba un nuevo truco, con Furtivo sentado en su regazo enseñando los dientes preocupado.
—¿Has terminado ya las palabras para mi padre?
«Lo he vuelto a hacer», pensó Meggie. Con su voz y las palabras de Fenoglio había continuado la narración de la historia. Y como todas las demás veces se sentía agotada y orgullosa a la vez… y le atemorizaba lo que había convocado.
—¿Las palabras para tu padre? No. Estoy trabajando en ellas —Fenoglio se frotó la frente arrugada como si primero tuviera que despertar a algunos pensamientos—. Por desgracia, un gigante apenas ayudaría a tu padre. Sin embargo, confía en mí. Esta noche acabaré también esa tarea. Cuando Cabeza de Víbora llegue al castillo, Violante lo recibirá con mis palabras y nosotros dos daremos un final feliz a esta historia. ¡Ah, es una criatura espléndida! —Fenoglio se inclinó hacia adelante para observar mejor al gigante—. Sin embargo, me pregunto por qué tendrá esos ojos de camaleón. La verdad es que no escribí ni una palabra al respecto. Pero, en fin… Parece interesante, lo reconozco. Quizá debería escribir para traer a unos cuantos más de sus congéneres. Es una vergüenza que se oculten en las montañas.
Los bandidos no parecían compartir su opinión. Todavía trepaban por las cuerdas a toda velocidad como si los persiguieran los hombres de Pardillo. Sólo el Príncipe Negro seguía con su oso al pie del árbol.
—¿Pero qué hace el Príncipe ahí abajo? —Fenoglio se inclinó tanto hacia delante que Meggie, sin darse cuenta, alargó la mano hacia su blusón—. ¡Por los clavos de Cristo, que deje ahí solo al maldito oso! Esos gigantes no gozan de muy buena vista. Como dé un tropezón, lo aplastará.
Meggie intentó tirar del anciano hacia atrás.
—El Príncipe Negro nunca dejaría solo al oso. Lo sabes de sobra, Fenoglio.
—Pues tiene que hacerlo —pocas veces lo había visto tan preocupado. Por lo visto amaba de verdad al Príncipe, más que a la mayoría de sus personajes.
—¡Vamos, sube de una vez, Príncipe! —le gritaba.
Pero el Príncipe Negro seguía hablando a su oso con insistencia, como si fuera un niño testarudo, mientras el gigante permanecía inmóvil con la vista levantada hacia los niños. Cuando alargó la mano, algunas mujeres gritaron y retiraron a los niños, pero los dedos formidables no alcanzaron los nidos, como había predicho Fenoglio, por más que se estiró el gigante.
—¡Calculado al milímetro! —susurró Fenoglio—. ¿Lo ves, Meggie? —sí, en esta ocasión había pensado realmente en todo.
El gigante pareció decepcionado. Volvió a estirarse y dio un paso a un lado. Su talón no alcanzó al Príncipe por el ancho de una rama. El oso dio un rugido y se irguió sobre su patas traseras, y el gigante, sorprendido, dirigió deprisa los ojos sobre lo que se movía entre sus pies.
—¡Oh, no! —balbuceó Fenoglio—. ¡No, no, no! —gritó a su criatura—. ¡A ése, no! Deja en paz al Príncipe. No estás aquí para eso. Corre detrás de Pardillo. Atrapa a sus hombres. ¡Vamos, vete!
El gigante levantó la cabeza y buscó al causante del griterío, pero luego se agachó y agarró al Príncipe y al oso con la misma rudeza que Elinor a las orugas que se comían sus rosales.
—¡No! —masculló Fenoglio—. ¿Pero qué ocurre ahora? ¿Qué ha estado mal esta vez? ¡Le romperá todos los huesos!
Los bandidos colgaban de sus cuerdas como petrificados. Uno lanzó su cuchillo a la mano del gigante. Este se lo sacó con los labios, como si fuera una espina, y dejó caer al Príncipe como un juguete desechado. Meggie se sobresaltó cuando golpeó contra el suelo y se quedó tendido e inmóvil. Oyó gritar a Elinor. Pero el gigante golpeaba a los hombres en las cuerdas como si fueran avispas deseosas de picarle.
Todos empezaron a gritar. Baptista corrió a una de las cuerdas para acudir en ayuda del Príncipe. Farid y Doria lo siguieron, hasta Elinor corrió tras él, mientras Roxana permanecía quieta con expresión de horror, rodeando con sus brazos a dos niños que lloraban. Fenoglio sacudía con rabia desvalida las cuerdas de sujeción.
—¡No! —volvió a gritar hacia lo profundo—. ¡No, eso no puede suceder!
Y de pronto una de las cuerdas se rompió, precipitándose hacia el abismo. Meggie intentó sujetarlo, pero no llegó a tiempo. Fenoglio cayó, con el asombro reflejado en su rostro, y el gigante lo atrapó en el aire igual que a una fruta madura.
Los niños habían dejado de chillar. Tampoco las mujeres y los bandidos proferían sonido alguno cuando el gigante, sentándose al pie del árbol, contempló lo que había atrapado. Con gesto despreocupado dejó al oso en el suelo, pero cuando su mirada reparó en el Príncipe inconsciente, volvió a cogerlo. El oso, rugiendo, acudió en ayuda de su amo, pero el gigante se limitó a apartarlo de un empujón. Después se levantó, alzó la vista hacia los niños por última vez y se alejó a grandes zancadas, con Fenoglio en la mano derecha y el Príncipe Negro en la izquierda.
Te pregunto: ¿qué harías si estuvieras en mi lugar? Dímelo, te lo ruego.
Pero tú estás muy lejos de todo eso. Tus dedos pasan una tras otra las páginas que vinculan de algún modo tu vida a la mía. Tus ojos están a salvo. Esta historia es tan sólo otro capítulo en tu cerebro. Para mí, sin embargo, es el aquí y el ahora.
Markus Zusak
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El comodín
Desde que Orfeo había visto a Violante por primera vez en una fiesta de Pardillo, se imaginaba lo que sería reinar en Umbra a su lado. Todas sus criadas eran más bellas que la hija de Cabeza de Víbora, pero Violante poseía algo de lo que ellas carecían: orgullo, ambición, ansia de poder. Todo eso le encantaba a Orfeo, y cuando Pífano la condujo a la sala de las Mil Ventanas, su forma de caminar con la cabeza bien alta aceleró el corazón de Orfeo… a pesar de que ella se lo había jugado todo a una carta y había perdido.
Los miró a todos de refilón, como si fueran los perdedores… a su padre, a Pulgarcito, a Pífano. A Orfeo sólo le dedicó una mirada fugaz. ¿Cómo iba a conocer el papel tan destacado que él desempeñaba? Cabeza de Víbora seguiría hundido en el fango con una rueda rota si él no le hubiera traído con la lectura cuatro ruedas nuevas. Cómo le habían mirado todos. Su gesta había merecido el respeto incluso de Pulgarcito.