Las llamas dibujaron a Meggie en la noche llenándola de vida cálida, tan real que su padre se volvió bruscamente, pues sus manos cogieron de nuevo el fuego.
—Y ahora, tú —Dedo Polvoriento dejó a las figuras de fuego detrás de las almenas.
—¿Yo?
—Sí. Háblame de Roxana. Haz honor a tu nombre, Lengua de Brujo.
Arrendajo, sonriendo, apoyó la espalda contra las almenas.
—¿Roxana? Es muy fácil —musitó—. Fenoglio ha escrito pasajes maravillosos sobre ella.
Cuando comenzó a hablar, su voz atrapó a Dedo Polvoriento como una mano en el corazón. Él sentía las palabras en la piel, como si fueran las manos de Roxana.
Nunca antes había visto Dedo Polvoriento mujer más hermosa. Su pelo era negro como la noche que él amaba. Sus ojos atesoraban la oscuridad bajo los árboles, el plumaje de los cuervos, el aliento del fuego. Su piel le recordó la luz de la luna en las alas de las hadas…
Dedo Polvoriento cerró los ojos y oyó respirar a Roxana a su lado. Quería que Lengua de Brujo continuara hablando hasta que las palabras se convirtieran en carne y sangre, pero las palabras de Fenoglio pronto se gastaron y Roxana desapareció.
—¿Qué me dices de Brianna? —Lengua de Brujo pronunció su nombre y Dedo Polvoriento creyó ver a su hija en la noche, la cara vuelta, como solía hacer cuando estaba cerca de él—. Tu hija está aquí, pero casi no te atreves a mirarla. ¿Quieres que también te muestre a Brianna?
—Sí —respondió Dedo Polvoriento con voz queda—. Sí, por favor.
Lengua de Brujo carraspeó como si quisiera asegurarse de que su voz desplegaba todo su poder.
—Sobre tu hija no figura en el libro de Fenoglio nada excepto su nombre y un par de palabras sobre una niña pequeña que ella hace mucho que no es. Así que sólo puedo decirte de ella lo que todo el mundo ve.
El corazón de Dedo Polvoriento se encogió, como si se asustara de las palabras que se avecinaban. Su hija, su desconocida hija.
—Brianna ha heredado la belleza de su madre, pero todo el que la ve piensa inmediatamente en ti —Lengua de Brujo pronunciaba con cuidado las palabras, como si las sacara de la noche y compusiera con estrellas el rostro de Brianna—. El fuego está en su pelo y en su corazón, y cuando se mira al espejo, ve a su padre…
«Al que reprocha que haya regresado de entre los muertos sin traer consigo a Cósimo», pensó Dedo Polvoriento. «Calla», quiso decir a Lengua de Brujo, «olvida a mi hija. Es mejor que hables de Roxana». Pero guardó silencio, y Lengua de Brujo siguió hablando.
—Brianna es mucho más adulta que Meggie, pero a veces parece una niña perdida a la que le inquieta su propia belleza. Tiene el donaire de su madre y su hermosa voz (hasta el oso del Príncipe escucha cuando Brianna canta), pero todas sus canciones son tristes y hablan de la pérdida de aquellos a los que se ama.
Dedo Polvoriento sintió lágrimas en la cara. Había olvidado esa sensación de frescura sobre la propia piel. Se las limpió con sus dedos calientes.
Lengua de Brujo continuó, la voz tan suave como si se refiriese a su propia hija.
—Ella te mira cuando cree que no lo notas. Te sigue con los ojos como si se buscara a sí misma en tu rostro. Y seguramente quiere que nosotros dos le contemos cómo es estar entre los muertos y si hemos visto a Cósimo allí.
—Yo lo vi dos veces, nada menos —musitó Dedo Polvoriento—. Y seguro que a ella le encantaría cambiarme por cada una de ellas —de pronto, se volvió y miró abajo, hacia el lago.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lengua de Brujo.
Dedo Polvoriento señaló hacia abajo en silencio. Una serpiente de fuego se arrastraba a través de la noche. Antorchas.
La espera había llegado a su fin.
Los guardianes que estaban en el puente se pusieron en movimiento. Uno corrió de regreso al castillo para llevar la noticia a Violante.
Venía Cabeza de Víbora.
«¿Es ésta tu creación más reciente?», preguntó el Hombre.
«Es difícil de decir», contestó Dios mirando los ojos de la salamandra. «Podría llevar ya un rato aquí. Algunas cosas necesitan muchísimo tiempo. Pero otras… parecen surgir en cierto modo por las buenas. En un santiamén. Muy curioso.»
Ted Hughes
,
The Playmate
Dedo Polvoriento vio las antorchas abajo, en el bosque. Claro. Cabeza de Víbora temía al día.
Maldición, la tinta estaba de nuevo demasiado espesa.
—¡Cuarzo Rosa! —Fenoglio frotó la pluma en su manga y miró en derredor.
Paredes de ramas artísticamente entretejidas, su tablero para escribir hecho a la medida por Doria, su cama de hojas y musgo, la vela que Farid siempre le encendía de nuevo cuando la apagaba el viento… pero ni rastro de Cuarzo Rosa.
Seguramente Jaspe y él no habían perdido la esperanza de encontrar allí arriba mujeres de cristal. Al fin y al cabo, Farid fue tan tonto como para contarles que había visto por lo menos a dos. «Hermosas como las hadas», había añadido encima el cabeza de chorlito. Desde entonces los hombres de cristal trepaban por las ramas con tanto ahínco que sólo era cuestión de tiempo que se rompieran sus finos cuellos. Criaturas estúpidas.
Bueno, daba igual. Fenoglio volvió a mojar la pluma en la tinta demasiado espesa. Tendría que salir bien. Le gustaba su nuevo lugar para escribir, a tanta altura que cabía decir sin faltar a la verdad que tenía el mundo a sus pies, aunque allí se le extraviase continuamente el hombre de cristal y por la noche hiciera un frío terrible. Nunca antes le había embargado la sensación tan intensa de que las palabras brotaban espontáneamente de su pluma.
Sí. Allí arriba escribiría la mejor canción de Arrendajo, justo allí, en la copa de un árbol. ¿Podía haber un lugar más adecuado? La última imagen que habían mostrado las llamas de Farid había sido tranquilizadora: Dedo Polvoriento tras las almenas del castillo y Mortimer durmiendo… Eso significaba que Cabeza de Víbora aún no había llegado al castillo. «¿Cómo iba a hacerlo, Fenoglio?», pensó satisfecho. «Hiciste que se le rompiera una rueda en lo más intrincado del bosque. Eso debería detener al Príncipe de la Plata al menos durante dos días, puede que más.» Tiempo suficiente para escribir, ahora que las palabras lo amaban de nuevo.
—¡Cuarzo Rosa!
«Como tenga que volver a llamarle», se dijo Fenoglio, «lo tiraré en persona de este árbol».
—No soy duro de oído, al contrario, lo tengo más fino que tú —el hombre de cristal surgió tan repentinamente de la oscuridad que Fenoglio hizo un borrón gordísimo en el papel, justo encima de la cabeza de Cabeza de Víbora. Bueno, ojalá fuera una buena señal. Cuarzo Rosa sumergió una ramita en la tinta y comenzó a remover, sin disculparse ni explicar dónde había estado. «Concéntrate, Fenoglio. Olvida al hombre de cristal. Escribe.»
Y las palabras llegaron. Con asombrosa facilidad. Cabeza de Víbora regresaba al castillo donde había desposado a la madre de Violante, y su inmortalidad era un tremendo lastre para él. Sostenía en sus manos hinchadas el Libro Vacío, que lo torturaba mejor que cualquier verdugo. Pero eso pronto terminaría, porque su hija le entregaría al hombre que le había causado todo eso. Ah, qué dulce sería el sabor de la venganza cuando Arrendajo hubiera curado el libro y su carne putrefacta… «¡Sí, sueña con tu venganza, Príncipe de la Plata!», pensó Fenoglio mientras describía los siniestros pensamientos de Cabeza de Víbora. «Piensa sólo en tu venganza y no en que nunca te has fiado de tu hija.»
—Bueno, al menos escribe —las palabras sólo fueron susurradas, pero la cara de Cabeza de Víbora, tan nítida momentos antes que Fenoglio habría podido tocarla, se esfumó para transformarse en el rostro de la señora Loredan. Meggie la acompañaba. ¿Por qué no dormía? A Fenoglio no le sorprendía que la loca de su tía se pasara las noches trepando por las ramas, persiguiendo a toda polilla brillante, pero Meggie… estaba agotada de cansancio después de haberse empeñado en subir trepando por el tronco con Doria, en lugar de dejarse izar como los niños pequeños.
—Sí, escribe —gruñó él—. Y seguramente habría terminado hace mucho si no me molestaran de continuo.
—¿Cómo que de continuo? —replicó Loredan.
Qué belicosa sonaba de nuevo su voz y qué aspecto tan ridículo tenía con los tres vestidos que llevaba puestos uno encima de otro. Un milagro que se hubieran encontrado tantos de su considerable tamaño. Con el vestido monstruoso con el que había entrado a trompicones en su mundo, Baptista había confeccionado entretanto chaquetas para los niños.
—Elinor —Meggie intentó interrumpirla, pero nadie lograba cerrarle la boca. Para entonces, eso ya lo sabía Fenoglio.
—¡Dice que de continuo!
¡Y ahora ella encima le estaba manchando el papel con gotas de cera de su vela!
—¿Acaso se encarga él día y noche de que los niños no se caigan de estos malditos nidos? ¿Trepa arriba y abajo por este maldito árbol para subir algo de comida? —prosiguió Elinor—. ¿Repara las paredes para que no nos mate a todos el viento? ¿Monta guardia? Pero da igual, le molestan
de continuo.
Pías. Otra gota de cera. ¡Con cuánta desenvoltura se inclinaba ella sobre sus palabras recién escritas!
—Esto no suena nada mal —dijo Elinor a Meggie, como si él se hubiera disuelto ante sus ojos en medio del fresco aire del bosque—. De veras que no.
Era inconcebible.
Cuarzo Rosa se inclinó también sobre sus líneas, frunciendo tanto su frente de cristal que parecía que el agua había tallado arrugas en ella.
—¡Vaya! ¿Quieres quizá emitir también tu veredicto antes de que siga escribiendo? —bramó Fenoglio—. ¿Desea algo más el señor? Que haga aparecer a un heroico hombre de cristal o a una mujer gorda y sabihonda que enloquezca de tal modo a Cabeza de Víbora que se entregue voluntariamente a las Mujeres Blancas? No sería mala solución.
Meggie se puso a su lado y apoyó la mano en su hombro.
—No sabes cuánto tiempo necesitarás todavía, ¿verdad? —su voz sonaba tan desalentada. Verdaderamente no parecía la voz que ya había cambiado ese mundo en un par de ocasiones.
—No tardaré mucho —Fenoglio se esforzó por sonar convincente—. Las palabras vienen, ellas…
Enmudeció de repente.
Del exterior llegó el grito ronco y prolongado de un halcón. Una y otra vez. Era la señal de alarma de los centinelas. ¡Oh, no!
El nido en que se había instalado Fenoglio estaba encima de una rama más ancha que todas las calles de Umbra. A pesar de eso, cada vez que bajaba por la escalera que le había construido Doria para que no tuviera que descolgarse por una de las cuerdas que se balanceaban, se mareaba. El Príncipe Negro había hecho tensar cuerdas por todas partes, tejidas por los bandidos con lianas y corteza. Además, del árbol mismo colgaban tantas raíces aéreas y ramas que las manos siempre encontraban algún asidero. Pero todo ello no podía hacer olvidar el abismo que se abría bajo las ramas resbaladizas. «¡Y tú no eres una ardilla, Fenoglio!», pensó mientras se agarraba a unas lianas leñosas y miraba hacia abajo. «No obstante, para ser un viejo no te estás comportando nada mal aquí arriba.»
—¡Están recogiendo las cuerdas! —al contrario que él, la señora Loredan se movía con una agilidad pasmosa sobre los caminos aéreos de madera.
—Ya lo veo —gruñó Fenoglio. Estaban recogiendo todas las cuerdas que bajaban hasta el suelo. Eso no podía significar nada bueno.
Farid se descolgó hasta donde ellos se encontraban. Solía sentarse con los centinelas que el Príncipe había apostado en las ramas más altas del árbol. ¡Cielos! ¿Cómo era posible que un ser humano trepase con tal agilidad? El joven era casi tan experto como su marta.
—¡Antorchas! Y se aproximan cada vez más —balbuceó sin aliento—. ¿Escucháis los ladridos de los perros? —miró acusador a Fenoglio—. ¿No decías que nadie conocía este árbol? ¿Que el árbol y los nidos estaban olvidados?
Reproches. Era de esperar. ¡Si algo va mal, echad la culpa a Fenoglio!
—¿Y qué? Los perros también encuentran lugares olvidados —replicó, furioso, al chico—. Pregunta mejor quién borró nuestras huellas. ¿Dónde está el Príncipe Negro?
—Abajo. Con su oso. Esa bestia idiota se niega a dejarse izar.
Fenoglio escuchó. En efecto. Oyó el ladrido de los perros. ¡Maldición y condenación!
—¿Y qué más da? —la señora Loredan, como no podía ser menos, daba la impresión de que todo eso no la afectaba—. No pueden bajarnos, ¿verdad? Un árbol así es fácil de defender, creo yo.
—Pero pueden rendirnos por hambre.
Farid conocía otras situaciones similares, y de pronto Elinor Loredan pareció algo inquieta. Y ¿a quién miró?
—Vaya, vaya, de manera que ahora vuelvo a ser la última salvación, ¿verdad? —Fenoglio imitó la voz de la mujer:— ¡Vamos, Fenoglio, escribe algo! ¡No puede ser tan difícil!
Los niños salían de los nidos donde dormían, corrían por las ramas como si fueran senderos y atisbaban, asustados, hacia abajo. En aquel árbol gigantesco parecían bonitos escarabajos. Pobres pequeñuelos.
Despina corrió hacia Fenoglio.
—No pueden subir, ¿verdad?
Su hermano se limitó a mirarlo.
—Claro que no —contestó Fenoglio, aunque los ojos de Ivo revelaban que se había percatado de su mentira.
Ivo cada vez pasaba más tiempo en compañía de Jehan, el hijo de Roxana. Los dos se llevaban bien. Ambos sabían demasiado del mundo para su edad.
Farid tomó a Meggie del brazo.
—Dice Baptista que traslademos a los niños a los nidos más altos. ¿Me ayudas?
Como es natural, asintió con una inclinación de cabeza, todavía quería mucho al muchacho, pero Fenoglio la retuvo.
—Meggie se queda aquí. Acaso la necesite.
Farid supo en el acto qué quería decir. Fenoglio vio en sus ojos negros a Cósimo resucitado cabalgando por las calles de Umbra y a los muertos que yacían entre los árboles del Bosque Impenetrable.
—¡No necesitamos tus palabras! —exclamó el chico—. Si intentan subir, haré llover fuego sobre ellos.
¿Fuego? Era una palabra muy inquietante en un bosque.
—Bueno, a mí quizá se me ocurra una idea algo mejor —repuso Fenoglio… notando la mirada desesperada de Meggie. «¿Qué hay de mi padre?», preguntaban sus ojos. Eso, ¿qué? ¿Qué palabras eran más urgentes, por los clavos de Cristo?
Unos niños se echaron a llorar, y Fenoglio vio abajo las antorchas a las que se había referido Farid. Brillaban en la noche como elfos de fuego, sólo que mucho más amenazadoras.