—¿Qué estás haciendo aquí? —le increpó ella—. ¿Te dije acaso que ofrecieras tus servicios a Cabeza de Víbora?
Estaba loca de remate, aparte de que su voz desabrida perdía todo su horror al salir de un pico amarillo. «Tu historia pasó, Mortola», pensó Orfeo. «Pasó. Mientras que la mía acaba de empezar…»
—¿Qué haces ahí sentado mirándome como un pasmarote? ¿Se ha creído lo que le contaste sobre su hija y Arrendajo? ¡Vamos, habla de una vez! —y, nerviosa, lanzó un picotazo a un escarabajo que había entrado en la tienda por equivocación y lo trituró tan ruidosamente que Orfeo sintió náuseas.
—Ah, ya. ¡Sí! —contestó con voz irritada—. Claro que lo creyó. Fui muy convincente.
—Bien —la urraca aleteó hasta posarse sobre los libros que Orfeo había robado de la biblioteca del castillo, y desde lo alto de la pila atisbo las líneas escritas por Orfeo—. ¿Y eso qué es? ¿Acaso Cabeza de Víbora te ha encargado otro unicornio?
—Oh, no, no. Esto no es nada. Sólo una… ejem… historia que tengo que escribir para el descastado de su nieto —y, como por casualidad, Orfeo colocó su mano sobre las palabras.
—¿Qué hay del Libro Vacío? —Mortola se acarició con el pico su desgreñado plumaje—. ¿Has averiguado dónde lo oculta Cabeza de Víbora? Tiene que llevarlo consigo.
—¡Muerte y aniquilación, pues claro que no! ¿O crees que Cabeza de Víbora lo lleva encima? —esta vez Orfeo no intentó ocultar el desprecio de su voz, y Mortola le dio un picotazo tan fuerte en la mano que soltó un grito.
—¡No me gusta tu tono, Cara de Pan! En algún sitio lo guardará, así que búscalo, ya que estás aquí. Yo no puedo ocuparme de todo.
«¿Y de qué te has ocupado hasta ahora, si puede saberse? Retuércele ese pescuezo flaco, Orfeo», se decía mientras se limpiaba la sangre del dorso de la mano. «Igual que hacía tu padre con las gallinas y palomas.»
—¿Qué manera de hablarme es ésa? —la Urraca le lanzó otro picotazo, pero esta vez Orfeo retiró la mano a tiempo—. ¿Crees que he estado ociosa, posada en una rama? He eliminado al Príncipe Negro y me he encargado de que de ahora en adelante sus hombres me ayuden a mí en lugar de a Arrendajo.
—¿No me digas? ¿Que el Príncipe ha muerto? —Orfeo se esforzó con toda su alma por aparentar indiferencia. Eso dolería a Fenoglio, era ridículo pero el viejo se enorgullecía de ese personaje—. ¿Y qué me dices de los niños que robó? ¿Dónde están?
—En una cueva, al noreste de Umbra. Las mujercitas de musgo la llaman la Cámara de los Gigantes. Todavía están con ellos algunos bandidos y un par de mujeres. Es un escondite ridículo, pero como Cabeza de Víbora consideró oportuno enviar a su cuñado en su busca, a pesar de que dicen de él que le toman el pelo hasta los conejos, seguramente los niños estarán seguros allí durante un buen rato.
¡Interesante! ¡Si eso no era una novedad con la que convencer a Cabeza de Víbora de su utilidad…!
—¿Y la mujer y la hija de Arrendajo? ¿También están allí?
—Por supuesto —Mortola siseaba como si tuviera un grano metido en la garganta—. Intenté enviar a la pequeña bruja en pos del Príncipe Negro, pero su madre me espantó. ¡Sabe demasiado de mí! ¡Demasiado!
La situación empeoraba.
Pero Mortola parecía leer sus pensamientos.
—No pongas esa cara estúpida, insolente y satisfecha. No contarás a Cabeza de Víbora ni una palabra de esto. Esas dos me pertenecen. No pienso confiárselas al Príncipe de la Plata, para que vuelva a dejarlas escapar. ¿Entendido?
—Por supuesto. Mis labios están sellados —Orfeo esbozó en el acto su expresión más inocente—. ¿Y qué hay de los demás, los bandidos que quieren ayudarte?
—Os siguen. Mañana mismo, por la noche, le tenderán una emboscada a la Víbora. Piensan que es idea suya, pero yo la he sembrado en sus estúpidas mentes. ¿Dónde puede caer el libro más fácilmente en sus manos que en pleno bosque? Birlabolsas ha efectuado ya cientos de ataques similares, y no tendrá que vérselas con Pífano. Víbora idiota, deja atrás a su mejor perro guardián, seguramente para castigarlo por haber dejado escapar a Arrendajo. Pero sólo consigue actuar contra sus propios inmundos intereses, y Mortola quizá mañana mismo liberará a su hijo de la muerte con su cadáver. Lo único que lamento es no ver cómo las Mujeres Blancas se llevan al impresor, pero ¿qué se le va a hacer? ¡El caso es que se lo llevarán y esta vez no lo dejarán marchar! ¿Quién sabe? A lo mejor la Muerte se alegra tanto de conseguir a Cabeza de Víbora y a Arrendajo que se olvida del Libro Vacío y Mortola puede anotar en su interior el nombre de su hijo para que nunca más vuelva a temblar por él.
Mortola hablaba como en un delirio febril, más deprisa a cada frase, como si fuera a asfixiarse con las palabras si no las expulsaba deprisa entre graznidos.
—Cuando os ataquen, escóndete entre los arbustos —le indicó—. No quiero que Birlabolsas te mate por descuido. Quizá aún te necesite si ese mentecato fracasa.
«¡Orfeo, ella aún confía en ti!» Estuvo a punto de echarse a reír a carcajadas. ¿Qué le había sucedido a la inteligente Mortola? ¿Acaso sólo pensaba en gusanos y escarabajos? «Malo para ti», pensó Orfeo, «y muy bueno para mí».
—Excelente. Magnífico —dijo él mientras su cerebro meditaba, febril, para rentabilizar todo ese cúmulo de informaciones.
Una cosa estaba meridianamente clara: si el Libro Vacío caía en manos de Mortola, habría perdido. La Muerte se llevaría a Cabeza de Víbora, Mortola escribiría el nombre de su hijo en el Libro Vacío y él mismo no recuperaría ni siquiera el libro que le había robado Dedo Polvoriento, por no hablar de la eternidad. Lo único que le quedaría serían las historias escritas por Fenoglio para un niño depravado. ¡No! No había nada que hacer. Tenía que seguir apostando por Cabeza de Víbora.
—¿Qué haces mirando embobado al vacío como un imbécil? —a cada palabra, la voz de Mortola se asemejaba más a un graznido.
—Señor —Oss, preocupado, introdujo la cabeza en la tienda—. Cabeza de Víbora desea veros. Al parecer está de pésimo humor.
—Ya voy —cuando salió tropezando de la tienda, Orfeo estuvo a punto de pisar las plumas de la cola a la urraca, que saltó hacia un lado con un graznido furioso.
—¡Asqueroso animal! —gruñó Oss, lanzándole una patada—. Tenéis que espantarla, señor. Mi madre dice que las urracas son ladrones reencarnados.
—Sí, a mí tampoco me gustan —le susurró Orfeo—. ¿Sabes? Retuércele el pescuezo cuando me haya ido.
Oss torció los labios con una sonrisa malvada. Esos encargos le encantaban. Al final no era un guardaespaldas tan malo. No, desde luego que no.
Orfeo se pasó de nuevo la mano por el pelo (en Umbra lo llamaban pelo de anciano, pues allí nadie lo tenía tan rubio y tan claro como él) y se dirigió a la tienda de Cabeza de Víbora. No podría traerle leyendo a Arrendajo, y escondiera lo que escondiera el libro de Jacopo tendría que esperar a que finalizara su audiencia con el Príncipe de la Plata, pues gracias a Mortola ahora tenía otras cosas que ofrecerle.
La tienda de Cabeza de Víbora se agazapaba tan negra bajo los árboles que parecía un pedazo de la noche. ¿Y qué? «La noche siempre fue más amable contigo que el día, Orfeo», se dijo cuando Pulgarcito, con rostro inexpresivo, le abrió las oscuras bandas de tela. ¿No facilitaba la oscuridad y el silencio soñar el mundo adecuándolo a tu propio gusto? Sí. Quizá, una vez hubiese recuperado
Corazón de Tinta,
debería hacer que en ese mundo fuera siempre de noche…
—Alteza —Orfeo hizo una profunda reverencia cuando el rostro de Cabeza de Víbora surgió de la oscuridad como una luna desfigurada—. Traigo noticias frescas. Creo que os alegrarán…
Un buen día Dios pensó que debería conceder a su taller una limpieza primaveral. (…) Era asombroso los restos inservibles que aparecieron debajo del banco de trabajo cuando barrió el suelo. Comienzos de criaturas; partes en apariencia útiles, aunque equivocadas; ideas que había extraviado y olvidado después. (…) Apareció incluso un trozo de sol.
Dios se rascó la cabeza. ¿Qué hacer con todos esos desperdicios?
Ted Hughes
,
Leftovers
¡Ahí venía otra vez Elinor Loredan! El nombre parecía casi inventado por él. Mascullando una maldición, Fenoglio se cubrió la cara con la manta. ¿No le bastaba con ser pedante, marisabidilla y tozuda como una mula? ¿Tenía que ser encima madrugadora? Seguro que estaba amaneciendo.
—Hmm, esto no parece muy inspirado —sus ojos se posaron en el papel vacío que yacía en el suelo.
Qué horriblemente animada parecía a esas horas.
—¿No dicen que las Musas dan los besos más dulces a primera hora de la mañana? Creo que una vez leí algo parecido.
Bah, como si ella entendiera algo de besos… y, ya que no había ningún vino decente en esa maldita cueva, ¿no se había ganado él un bien merecido sueño? ¿No había salvado la vida al Príncipe Negro? De acuerdo, aún se sentía un poco débil y no comía mucho, según comentaba Minerva preocupada, pero vivía.
Incluso salía de caza, a pesar de que Roxana se lo había prohibido, pero al fin y al cabo los niños necesitaban alimento, lo que no era fácil en esa época del año, y los pequeños estaban continuamente hambrientos… cuando no suplicaban una historia a Darius y a él, a Farid algunos juegos con el fuego o a Meggie unas canciones sobre Arrendajo, que para entonces la chica cantaba mejor que Baptista.
«Sí, quizá debería hacer primero eso», pensaba Fenoglio mientras daba la espalda adrede a la señora Loredan. Traer con la escritura un poco más de caza, fácil de atrapar, carnosa y suculenta…
—¡Fenoglio! —se había atrevido a retirarle la manta. ¡Era algo inconcebible!
Cuarzo Rosa asomó la cabeza por el bolsillo en el que dormía y se frotó los ojos, adormilado.
—Buenos días, Cuarzo Rosa. Prepara papel y afila las plumas.
¡Ese tono! ¡Le recordaba tanto a las curanderas! Fenoglio se incorporó con un gemido. A decir verdad era demasiado viejo para dormir sobre el suelo húmedo de una cueva.
—¡Este es
mi
hombre de cristal, y sólo hace lo quejo le digo! —gruñó, pero cuando menos se lo esperaba, Cuarzo Rosa pasó deprisa a su lado con una sonrisa más dulce que la miel en sus labios de color rosa pálido.
¡Por todos los tinteros del mundo! ¿Qué significaba eso? ¡Traidor de cabeza de cristal! Qué servicial para cumplir sus encargos. Por el contrario, cuando él le pedía algo, no era ni la mitad de rápido.
—¡Muy bien! —murmuró la señora Loredan—. Muchísimas gracias, Cuarzo Rosa.
Elinor. Hubiera debido bautizarla con otro nombre, pensaba Fenoglio tiritando de frío mientras se calzaba las botas con esfuerzo. Un nombre belicoso… Pentesilea o Bodicea o comoquiera que se llamasen esas amazonas… ¡Cielos, qué frío hacía en esa cueva, encima eso! «¿No puedes cambiar un poco el tiempo, Fenoglio?» ¿Podía?
Cuando se echó el aliento en las manos frías, su visitante indeseada le ofreció un tazón humeante.
—Toma. No es muy apetitoso, pero está caliente. Café de corteza de árbol. ¡Ay, Cuarzo Rosa es realmente un hombre de cristal encantador! —le dijo en susurros con tono confidencial—. Jaspe también es muy simpático, pero tan tímido… ¡Y ese pelo de color rosa!
Cuarzo Rosa, halagado, se pasó la mano por la cabeza. Oh, sí, los oídos de los hombres de cristal eran finísimos como los de un buho (por esa razón eran tan adecuados para el espionaje, a pesar de la fragilidad de sus miembros), y a Fenoglio le habría gustado meter en su pellejo vacío a ese renacuajo presumido.
Dio un sorbo de la bebida caliente —puaj, tenía un sabor horrible—, se levantó y hundió la cara en la palangana de agua que le preparaba Minerva por la noche. ¿Fueron imaginaciones suyas o de verdad estaba cubierta por una fina capa de hielo?
—En verdad no entiendes ni pizca de escritura, Loredan —gruñó. Sí, Loredan, así la llamaría en adelante. Le pegaba mucho más que ese florido «Elinor»—. Primero: por la mañana temprano es el peor momento, pues el cerebro se parece a una esponja mojada. Y segundo: la verdadera escritura consiste en mirar abstraído y esperar a las ideas adecuadas.
—Bueno, eso seguro que lo haces con suma tranquilidad —oh, sí, era de lengua afilada—. Y lo siguiente que me vas a decir es que trasegar aguardiente e hidromiel favorece el flujo de las ideas.
¿No acababa de asentir Cuarzo Rosa con gesto de aprobación? Lo expulsaría al bosque, allí aprendería de sus primos salvajes a comer caracoles y escarabajos.
—En fin, Loredan, seguro que tú sabes desde hace mucho cómo debe terminar esta historia. Permíteme adivinarlo: seguramente ayer te graznó el desenlace un gorrión muerto de frío, mientras, sentada delante de la cueva, contemplabas embobada mi bosque y mis hadas —maldita sea, tenía otro roto en los pantalones y a Baptista casi no le quedaba hilo para remiendos.
—Tejedor de Tinta —Despina salió de detrás del muro que durante algunos instantes exquisitos le hacía olvidar dónde estaba—, ¿te apetece desayunar?
Ay, la buena de Minerva seguía cuidando de él, como si todavía estuvieran en Umbra. Fenoglio suspiró. Cualquiera tiempo pasado fue mejor…
—No, muchas gracias, Despina —contestó con una mirada de reojo a su otra visitante—. Comunica a tu madre que por desgracia me han quitado el apetito a hora muy temprana.
Despina cruzó una mirada con Elinor, que sólo podía interpretarse como un mudo, unánime escarnio hacia su persona. ¡Cielos! ¿Acaso los hijos de Minerva también se habían puesto de parte de Loredan?
—Resa lleva ya dos días ausente, y no digamos Birlabolsas, pero ¿para qué dejó aquí el libro si te pasas el día roncando o bebiendo vino peleón con Baptista?
«¡Dios, qué hermoso era este mundo cuando su voz no resonaba continuamente en mis oídos!»
—Tienes que echarle una mano a Mortimer con unas cuantas palabras. ¿Quién le ayudará si no? El Príncipe Negro está demasiado débil, y la pobre hija de Mortimer sólo espera el momento en que por fin le des algo para leer. Pero no.
Hace mucho frío, el vino es malo, los niños escandalizan mucho, ¿cómo va a escribir uno así?
Cuando se trata de lamentarse, no te faltan palabras, que digamos.
¡Vaya! ¡Cuarzo Rosa había asentido de nuevo! «Le mezclaré sopa con su arena», pensó Fenoglio, «tanta que se retorcerá en medio de convulsiones como el Príncipe Negro… mas a él no le escribiré ni una maldita palabra salvadora».
—¡Fenoglio! ¿Me estás oyendo? —cómo lo miraba, como la maestra que reprocha al alumno no haber hecho los deberes.