Farid se llevó con él a Despina y a Ivo. Los demás niños lo siguieron. Darius corrió hacia ellos, el pelo fino revuelto por el sueño, y cogió las manitas que se alargaban hacia él en busca de ayuda. Miró preocupado a Elinor, pero ésta contemplaba inmóvil la espesura con expresión sombría y los puños apretados.
—¡Que vengan! —balbuceó con voz temblorosa—. Espero que el oso los devore a todos. Espero que hagan pedazos a esos cazadores de niños.
¡Qué mujer tan loca! Sin embargo, decía justo lo que pensaba Fenoglio.
Meggie aún lo miraba.
—¿Por qué me miras así? ¿Qué quieres que haga, Meggie? —preguntó él—. La historia se cuenta a sí misma en dos lugares. ¿Quién necesita con más urgencia las palabras? ¿He de hacer que me crezca una segunda cabeza…? —enmudeció de repente.
La señora Loredan enviaba hacia abajo un torrente de imprecaciones.
—¡Torturadores de niños! ¡Sabandijas! ¡Cucarachas con coraza! ¡Habría que pisotearos a todos!
—¿Qué es lo que acabas de decir? —Fenoglio habló con más brusquedad de la que pretendía.
Elinor lo miró sin comprender.
Pisotearos… Fenoglio clavó los ojos en las antorchas del suelo.
—Sí —musitó—. Sí. Es un poco peligroso, pero qué importa… —y dándose la vuelta ascendió a toda prisa por la escalera que conducía a su nido. El nido del que brotaban las palabras. Sí, ése era ahora su hogar.
Pero, claro, Loredan lo siguió.
—¿Has tenido una idea?
Sí. Y no tenía intención de revelarle que una vez más se la había proporcionado ella.
—Así es. Meggie, estate preparada.
Cuarzo Rosa le entregó la pluma. Tenía miedo. Fenoglio lo vio en su rostro de cristal, más rojizo de lo habitual. ¿Habría estado otra vez bebiéndose su vino? Por entonces, los dos hombres de cristal se alimentaban de corteza de árbol rallada, igual que sus congéneres salvajes, y por eso la suavidad rosada de Cuarzo Rosa se mezclaba ya con algo de verde. No era una combinación muy favorecedora.
Fenoglio colocó otra hoja en blanco sobre la tabla que tan magistralmente le había tallado Doria. ¡Demonios, nunca le había gustado escribir dos historias a la vez!
—Fenoglio, ¿qué me dices de mi padre? —Meggie se arrodilló a su lado. ¡Qué desesperada parecía!
—Todavía tiene tiempo —Fenoglio mojó la pluma—. Que Farid pregunte al fuego, si te preocupa, pero créeme: no es fácil reparar una rueda de carroza como ésa. En el mejor de los casos Cabeza de Víbora no llegará al castillo antes de uno o dos días. Te prometo que en cuanto acabe todo esto me pondré de nuevo con las palabras para Arrendajo. ¡Vamos, mujer, no pongas esa cara de angustia! ¿Cómo quieres ayudarle si Pardillo nos baja a todos a tiros de este árbol? Y ahora, dame el libro, ya sabes cuál.
Fenoglio sabía exactamente dónde buscar las palabras que había descrito justo al principio. En el tercer o cuarto capítulo.
—¡Venga, suelta de una vez esas palabras! —Loredan temblaba de impaciencia—. ¿Qué te propones? —se acercó más para echar una ojeada al libro, pero Fenoglio lo cerró delante de sus narices.
—¡Silencio! —vociferó, aunque eso no mitigó un ápice el estruendo que llegaba del exterior. ¿Había llegado ya Pardillo?
Escribe, Fenoglio.
Cerró los ojos. Ya lo veía ante él. Con claridad meridiana. Qué emocionante. Con semejante tarea, escribir hacía el doble de gracia.
—Pero qué…
—¡Cállate, Elinor! —oyó decir a Meggie.
Y después llegaron las palabras. Oh, sí, ese nido era un sitio excelente para escribir.
¿Qué era justo, qué injusto? ¿Qué diferencia la acción de la inacción? Si volviera a vivir, pensó el viejo rey, ingresaría en un convento, por miedo a desarrollar una actividad que pudiera conducir al sufrimiento y al dolor.
T. H. White
,
Camelot
, libro cuarto
—¿Cuántos habéis contado?
—Apenas cincuenta —se esforzaban por aparentar indiferencia, pero los soldados niño de Violante tenían miedo, y Mo se preguntó si de verdad habían luchado antes o sólo conocían la guerra por la muerte de sus padres y hermanos.
—¿Sólo cincuenta? ¡Entonces es que confía en mí! —era imposible no percibir el tono triunfal de Violante. La hija de Cabeza de Víbora despreciaba el miedo. Era uno de los sentimientos que ocultaba con maestría, y Mo vio el desprecio en sus ojos al descubrir el miedo de sus jóvenes soldados. Pero también lo veía reflejado en el rostro de Brianna, incluso en los rasgos peludos de Tullio.
—¿Está Pardillo con él?
Los niños negaron con la cabeza. Mo todavía no podía llamarlos de otro modo.
—¿Y Pífano? A él seguro que lo habrá traído, ¿no?
Insistentes negaciones con la cabeza. Mo cruzó con Dedo Polvoriento una mirada de sorpresa.
—¡A vuestros puestos! —ordenó Violante—. Lo hemos hablado muchas veces. A mi padre no le permitiréis ni siquiera pisar el puente. Puede enviar un emisario, pero nada más. Lo mantendremos a la espera dos, quizá tres días. Es la misma táctica que él utiliza con sus enemigos.
—¡Eso no le gustará! —Dedo Polvoriento habló en voz baja, con tono casi de indiferencia.
—Ni tiene por qué. Ahora, marchaos todos. Quiero hablar a solas con Arrendajo —Violante lanzó una mirada intimidatoria a Dedo Polvoriento—. Completamente a solas.
Dedo Polvoriento no se movió.
Cuando Mo le hizo una inclinación de cabeza, se marchó con tanto sigilo como si fuera su sombra.
Violante se aproximó a la ventana. Estaban en la estancia donde había vivido su madre. En las paredes los unicornios pastaban apaciblemente entre los gatos moteados que Mo había visto a menudo en el Bosque Salvaje, y por la ventana se divisaba el patio de los pájaros, las jaulas vacías y los ruiseñores pintados, descoloridos por la luz diurna. Cabeza de Víbora parecía lejos, muy lejos, en otro mundo.
—Así que no se ha traído a Pífano —dijo Violante—. Bueno, tanto mejor. Seguro que lo ha enviado de vuelta al Castillo de la Noche como castigo por haberte permitido escapar.
—¿Lo creéis de verdad? —Mo observaba los unicornios que pastaban tranquilos en las paredes. Le recordaron otras imágenes, unas escenas de caza con su piel blanca atravesada por las lanzas—. Las Mujeres Blancas me han contado otra cosa.
Todavía las oía susurrar:
Pífano le allana el camino.
—¿De veras? Bueno, da igual… Ojalá estuviera aquí, también tenemos que matarle. A los demás podemos dejarlos marchar, pero no a Pífano.
¿Tan segura estaba de su plan?
Violante todavía le daba la espalda.
—Tendré que mandar que te aten, o mi padre no se creerá que eres mi prisionero.
—Lo sé. Encárgaselo a Dedo Polvoriento. Sabe hacerlo de modo que uno pueda librarse con facilidad de las ataduras.
«Lo aprendió de un muchacho del que está enamorada mi hija», añadió Mo en su mente. ¿Dónde estaría Meggie ahora? «Con su madre», se respondió a sí mismo. Y con el Príncipe Negro. A salvo.
—Cuando mi padre haya muerto —Violante pronunció la palabra con cautela, a lo mejor no estaba tan segura como aparentaba—, Pardillo no me cederá el trono de Umbra sin lucha. Preveo que buscará el apoyo de su hermana en el Castillo de la Noche. Confío en que también seremos aliados en esa eventualidad, ¿no? —ella lo miró por primera vez.
¿Qué debía contestarle? «No. Cuando vuestro padre esté muerto, me iré.» ¿Se iría?
Violante le dio de nuevo la espalda antes de plantear la próxima pregunta:
—¿Tienes mujer?
—Sí.
Las princesas sienten debilidad por los bandidos y los titiriteros.
—Repúdiala. Yo te convertiré en príncipe de Umbra.
Mo creyó oír la risa de Dedo Polvoriento.
—No soy un príncipe, Alteza —contestó—, sino un bandido… y un encuadernador de libros. Dos papeles son más que suficientes para un hombre.
Ella se volvió y lo observó como si no acertara a creer que estuviera hablando en serio. Ojalá hubiera podido Mo descifrar la expresión de ella. Pero la máscara que llevaba Violante era más impenetrable que las que fabricaba Baptista para sus bufonadas.
—¿Ni siquiera deseas meditar mi oferta?
—Lo repito, dos papeles son más que suficientes —insistió Mo, y por un momento el rostro de Violante se pareció tanto al de su padre que a él se le encogió el corazón.
—De acuerdo. Como desees —accedió ella—. Pero volveré a preguntártelo. Cuando todo esto haya pasado.
Violante volvió a mirar por la ventana.
—He ordenado a mis soldados que te encierren en la torre llamada la Aguja. No quiero imponerte los agujeros que mi abuelo utilizaba como mazmorras. Están construidos de tal forma que el lago los llena de agua lo justo para que el prisionero no se ahogue —lo miró como si quisiera comprobar si la idea lo atemorizaba.
«Me atemoriza», pensó Mo. ¿Y?
—Recibiré a mi padre en la Sala de las Mil Ventanas —añadió Violante—. Allí pidió en matrimonio a mi madre. Haré que te traigan a mi presencia en cuanto esté segura de que lleva consigo el Libro Vacío.
Cómo juntaba las manos. Parecía una escolar recitando un texto. Todavía le gustaba. Lo conmovía. Quería protegerla de todo el dolor pasado y de la oscuridad de su corazón, aunque también sabía que nadie podía hacerlo. El corazón de Violante era una cámara cerrada a cal y canto con cuadros sombríos en las paredes.
—Tú alegarás que puedes curar el Libro Vacío, como ya hemos hablado. Lo dispondré todo para ello, Balbulus me ha revelado lo que necesitas, y cuando aparentes trabajar en ello, yo distraeré a mi padre para que puedas escribir las tres palabras. Lo cabrearé. Normalmente es la mejor distracción. Él tiene mal temperamento. Con un poco de suerte, ni siquiera reparará en que apoyas la pluma en el papel. Dicen que tiene un nuevo guardaespaldas, eso podría constituir un problema. Pero mis hombres se ocuparán de él.
Mis hombres.
«Si son niños», pensó Mo, pero por suerte también estaba allí Dedo Polvoriento. Apenas había pensado su nombre cuando Dedo Polvoriento apareció en la puerta.
—¿Qué quieres? —inquirió Violante con tono desabrido.
Dedo Polvoriento hizo caso omiso.
—Fuera reina un gran silencio —le susurró a Mo—. Cabeza de Víbora recibe la noticia de que lo obligan a esperar con asombrosa indiferencia. Esto no me gusta —retrocedió hasta la puerta y atisbo por el corredor—. ¿Dónde se han metido los centinelas? —preguntó a Violante.
—¿Dónde van a estar? Los he mandado bajar al puente. Dos de mis hombres están abajo, en el patio. Ya va siendo hora de que interpretes el papel de prisionero, Arrendajo. Otro papel más, ¿lo ves? A veces con dos no basta —se acercó a la ventana y llamó a los centinelas, pero le respondió el silencio.
Mo se dio cuenta en el acto. Notó cómo la historia cambiaba de rumbo. De repente el tiempo pareció más oneroso y le acometió una extraña inquietud. Como si estuviera en un teatro y se le hubiera pasado su salida a escena.
—¿Dónde están? —Violante se volvió y por un instante pareció casi tan joven y asustada como sus soldados. Corrió a la puerta y los llamó de nuevo. Pero nadie contestó, sólo el silencio.
—¡No te separes de mí! —dijo en voz baja Dedo Polvoriento a Mo—. Pase lo que pase. El fuego es a veces mejor protector que la espada.
Violante seguía aguzando los oídos. Se acercaron pasos, a trompicones, irregulares. Violante se apartó de la puerta, como si temiera lo que se aproximaba. El soldado que se desplomó a sus pies estaba cubierto de sangre, de su propia sangre. Era el chico que había sacado a Mo del sarcófago. ¿Había aprendido ahora algo de la muerte?
Balbuceó unas palabras que Mo no entendió hasta que se agachó sobre el cuerpo.
—Pífano… están por todas partes —el chico susurró algo más que Mo no entendió. Murió, las incomprensibles palabras todavía en sus labios, mezcladas con su propia sangre.
—¿Hay otra entrada de la que no nos hayáis hablado? —Dedo Polvoriento agarró a Violante del brazo con gesto rudo.
—¡No! —balbuceó ella—. ¡No! —y se soltó de él, como si hubiera sido el autor de la muerte del chico que yacía a sus pies.
Mo la cogió de la mano y la arrastró hacia el corredor, lejos de las voces que de repente resonaban por doquier en el silencioso castillo. Pero su huida terminó en la escalera siguiente. Dedo Polvoriento espantó a la marta cuando los soldados se interpusieron en su camino, cubiertos de sangre, ya ni con mucho niños. Tras apuntarles con sus ballestas, los condujeron a la sala en la que la madre de Violante y sus hermanas habían aprendido a bailar delante de doce espejos de plata. Ahora era Pífano el que se reflejaba en ellos.
—Caramba, ¿el prisionero no lleva cadenas? ¡Qué ligereza por parte de Su Fealdad!
Nariz de Plata, como de costumbre, se mantenía tieso como un gallo. Pero su presencia sorprendió mucho menos a Mo que la del hombre que estaba a su lado: Orfeo. No contaba con su presencia allí. Lo había olvidado desde que Dedo Polvoriento le contara que le había arrebatado el libro y con ello todas sus palabras. «Eres un imbécil, Mortimer.» Su rostro, como tantas veces, revelaba abiertamente sus pensamientos, y Orfeo disfrutaba al ver su sorpresa.
—¿Cómo has entrado en el castillo? —Violante apartó de un empujón a los hombres que la sujetaban y se dirigió hacia Pífano como si fuera un invitado indeseado. Los soldados de éste retrocedieron ante ella, como si hubieran olvidado quién era su señor. La hija de Cabeza de Víbora… un título poderoso, aunque fuese la hija fea.
Pero esto no impresionaba a Pífano.
—Vuestro padre conocía un camino más cómodo que ese puente tan expuesto a las corrientes de aire —respondió con voz de tedio—. Pensó que vos no lo conoceríais y en consecuencia no estaría vigilado. Al parecer era el secreto mejor guardado de vuestro abuelo, pero vuestra madre se lo enseñó a vuestro padre cuando abandonó con él este castillo en secreto. Una historia romántica, ¿verdad?
—¡Mientes! —Violante acechó a su alrededor como un animal acosado, pero sólo vio su propio reflejo junto al de Pífano.
—¿De veras? Vuestros hombres lo saben mejor. No los he matado a todos. Los jóvenes como ellos son excelentes soldados, pues todavía se consideran inmortales —explicó mientras daba un paso hacia Mo—. No esperaba volver a verte, Arrendajo. «Dejad que os preceda», rogué a Cabeza de Víbora. «Para que pueda cazar al pájaro que se me escapó. Me deslizaré hasta él como un gato, por senderos ocultos, lo agarraré mientras él os espera a vos.»