Paz. ¿Era ésa la palabra?
¿La sentían también las guardianas de ese mundo, o tenían nostalgia del otro? Del dolor que no conocían, de la carne que no habitaban. Quizá sí. O quizá no. Él no lo averiguaba en sus caras. Veía en ellas ambas cosas: paz y nostalgia, alegría y dolor.
Como si ellas, que se componían de todos los colores a la vez, de todos los colores fundidos entre sí hasta formar una luz blanca, lo supieran todo de ese mundo y del otro. Ellas le contaron que el país de la Muerte también conocía otros lugares, más oscuros que ése al que le habían llevado, y donde nadie permanecía mucho tiempo… salvo él. Porque él invocaba el fuego para ellas…
Las Mujeres Blancas temían y amaban el fuego. Se calentaban en él sus manos pálidas… y reían como niñas cuando él lo hacía bailar para ellas. Eran niñas, jóvenes y viejas a la vez, tan viejas. Ellas le hacían formar árboles y flores de fuego, el sol y la luna, y él formaba rostros con las llamas, los rostros que veía cuando las Mujeres Blancas se lo llevaban con ellas al río donde lavaban los corazones de los muertos. ¡Mira en su interior!, le susurraban. Mira en su interior, y los que te aman te verán en sus sueños. Y él se inclinaba sobre el agua clara y azul y contemplaba al chico y a la mujer y a la niña cuyos nombres había olvidado, y los veía sonreír en sueños.
—¿Por qué ya no sé sus nombres? —les preguntaba.
—Porque hemos lavado tu corazón —le respondían ellas—. Porque lo hemos lavado en el agua azul que separa este mundo del otro, el agua del olvido.
Cierto. Así era, desde luego, pues siempre que intentaba recordar sólo quedaba el color azul, acariciador y refrescante. Sólo cuando llamaba al fuego y se extendía el rojo regresaban las imágenes, las mismas imágenes que vislumbraba en el agua. Pero la nostalgia de ellas se dormía antes de despertar del todo.
¿Cómo me llamaba?, preguntaba a veces, y ellas reían. Bailarín del Fuego, le susurraban. Ése era tu nombre y siempre lo será, pues te quedarás con nosotras para toda la eternidad y no te marcharás como todos los demás, a otra vida…
A veces le traían una niña, una niña pequeña, que le acariciaba el rostro y sonreía como la mujer que él veía en el agua y en las llamas. ¿Quién es?, preguntó él. Estuvo aquí y se ha vuelto a marchar, le respondieron. Era tu hija.
Hija… La palabra dolía, pero su corazón era puro recuerdo, no sentimiento. Sólo sentía amor, puro amor. Sólo eso.
¿Dónde estaban ellas? Todavía no lo habían dejado nunca solo, desde que estaba allí… dondequiera que fuese.
Se había acostumbrado tanto a las caras pálidas, a su belleza y a las voces quedas.
De repente escuchó otra voz, muy distinta a las de ellas. Una voz conocida. Y también le resultaba conocido el nombre que gritaba.
Dedo Polvoriento.
Odiaba esa voz… ¿O la amaba? Lo ignoraba. Sólo sabía una cosa: que le devolvía todo cuanto había olvidado… como un dolor violento que hizo latir de nuevo su corazón inmóvil. Esa voz, ¿no había provocado ya una vez dolor, tanto que estuvo a punto de partírsele el corazón? ¡Sí, lo recordaba! Se apretó las manos contra las orejas, pero en el mundo de los muertos no sólo se oye con los oídos, y la voz penetró en él hasta lo más profundo, a modo de sangre fresca que fluía por venas coaguladas hacía mucho tiempo.
—¡Despierta, Dedo Polvoriento! —clamaba la voz—. Vuelve. La historia aún no ha terminado.
La historia… Sintió cómo el azul lo apartaba de un empujón, cómo la carne firme lo envolvía de nuevo y el corazón volvía a latir en el pecho demasiado estrecho.
«Lengua de Brujo», pensó. «Es la voz de Lengua de Brujo.» Y de repente recordó todos los nombres: Roxana, Brianna, Farid… y reapareció el dolor, y el tiempo, y la nostalgia.
Porque no he logrado convencerme de que los muertos están definitivamente muertos.
Saúl Bellow
,
El rey de la lluvia
Todavía estaba oscuro cuando Gwin despertó a Roxana. Esta seguía sin tener cariño a la marta, pero no tenía corazón para echarla. La había visto demasiadas veces sentada encima del hombro de Dedo Polvoriento. A veces creía percibir todavía en el pelaje pardo el calor de sus manos. Desde que su amo había muerto, la marta permitía a Roxana que la acariciara. Antes jamás lo había hecho, pero antes también le había arrebatado sus gallinas. Ahora las respetaba, como si eso formase parte de su mudo acuerdo… de su agradecimiento por que Roxana le permitiera, a ella y sólo a ella, acompañarla cuando iba a ver a su amo. Gwin era la única que compartía su secreto, la que le hacía compañía cuando se sentaba al lado del muerto, una hora, a veces dos, y se perdía en el rostro yerto.
—¡Ha vuelto! —dijo la piel erizada de Gwin cuando le saltó al pecho, pero Roxana no entendió.
Ella la apartó de un empujón, cuando comprobó que fuera todavía estaba oscuro, pero Gwin no cejó, bufó y arañó la puerta. Como es lógico, Roxana pensó en el acto en las patrullas que Pardillo solía enviar por las noches a las granjas aisladas. Con el corazón palpitante, sacó el cuchillo de debajo de su almohada y se puso el vestido, mientras la marta arañaba la puerta con mayor impaciencia cada vez. Por suerte no había despertado a Jehan. Su hijo dormía a pierna suelta. Tampoco su ganso dio la alarma… lo que era extraño.
Corrió a la puerta con los pies descalzos, cuchillo en mano, y escuchó, pero fuera no se oía nada, y cuando salió con cautela al exterior, fue como si percibiera la respiración de la noche, profunda y regular como la de una durmiente. Las estrellas derramaban su resplandor sobre ella como flores de luz, y su belleza dañó su cansado corazón.
—Roxana…
La marta salió disparada a su lado.
Imposible. Los muertos no regresan, aunque lo hayan prometido. Pero la figura que se destacaba en la sombra junto al establo era muy parecida.
Gwin bufó al vislumbrar a la otra marta sobre el hombro de su amo.
—Roxana —él pronunciaba su nombre como si quisiera paladear algo que hacía mucho no saboreaba.
Era un sueño, uno de los sueños que a ella le asaltaban casi todas las noches, sueños en los que veía su rostro con tal claridad que creía tocarlo, y sus dedos recordaban su piel incluso al día siguiente. Ni siquiera cuando él la rodeó con sus brazos, tan cuidadosamente como si no estuviera seguro de recordar sostenerla, se movió… porque sus manos no creían que pudiera sentirlo de verdad, ni sus brazos creían poder abrazarlo. Sus ojos, sin embargo, sí lo veían y sus oídos oían su respiración. Su piel sentía la suya, tan cálida como si el fuego estuviera dentro de ella, después de haber estado tan fría, tan espantosamente fría.
Él había mantenido su promesa. E incluso si sólo iba a verla en sueños, eso era mejor que nada, mucho mejor.
—Roxana. ¡Mírame! ¡Mírame de una vez!
Tomó su rostro entre las manos, acarició sus mejillas, enjugó las lágrimas que ella notaba tantas veces encima de la piel al despertar. Sólo entonces lo estrechó Roxana contra sí y dejó que sus manos demostraran que no estaba abrazando a un fantasma. Era imposible. Ella lloraba mientras apretaba su cara contra la de él. Quiso pegarle por haberla abandonado por el chico, por todo el dolor que había experimentado por su culpa, tanto dolor, pero su corazón la traicionó, como la primera vez que él regresó. Siempre la traicionaba.
—¿Qué sucede? —él volvió a besarla.
Las cicatrices. Habían desaparecido, como si las Mujeres Blancas las hubieran eliminado lavándolas antes de devolverlo a la vida.
Ella le cogió las manos y las colocó junto a sus propias mejillas.
—¡Fíjate! —exclamó él, recorriendo con los dedos su propia piel como si fuera la de un extraño—. Han desaparecido de veras. Esto no le gustará nada a Basta.
¿Por qué lo habían dejado marchar? ¿Quién había pagado el precio por él, el mismo precio que él había pagado por el chico?
¿A qué venían tantas preguntas? Había vuelto. Eso era lo único que importaba, había vuelto del lugar de donde no se vuelve. De donde estaban todos los demás. Su hija, el padre de su hijo Jehan, Cósimo… Todos muertos. Pero él había regresado. Aunque ella veía en sus ojos que esta vez había estado tan lejos que algo de él se había quedado allí.
—¿Cuánto tiempo te quedarás esta vez? —musitó ella.
Él tardó en responder. Gwin frotó la cabeza contra su cuello y lo miró como si también ansiara conocer la respuesta.
—Hasta que la Muerte lo permita —contestó al fin, colocando la mano femenina sobre su corazón palpitante.
—¿Qué significa eso? —susurró ella.
Pero él cerró su boca con un beso.
Del bosque oscuro procede
la luz de la esperanza,
Que enfurece a los príncipes
Y el pueblo llano demanda.
Su pelo negro de topo
Hace temblar a los poderosos.
Fenoglio
,
Las canciones de Arrendajo
—Arrendajo ha regresado de entre los muertos —fue Doria quien comunicó la noticia al Príncipe Negro. Poco antes del alba el chico entró a trompicones en su tienda, tan sin aliento, que apenas lograba articular las palabras—. Una mujercita de musgo lo ha visto. Junto a los Árboles Huecos, donde las curanderas entierran a sus muertos. Y también ha traído consigo al Bailarín del Fuego. ¡Por favor!, ¿puedo contárselo a Meggie?
Palabras inconcebibles. Demasiado portentosas para ser ciertas. El Príncipe Negro, sin embargo, partió en el acto hacia los Árboles Huecos… después de hacer prometer a Doria que no revelaría a nadie lo que le había dicho: ni a Meggie, ni a su madre, ni a Birlabolsas, ni a ningún otro bandido, ni siquiera a su propio hermano que dormía como un lirón junto al fuego.
—¡Pues por lo visto Pífano ya se ha enterado! —balbuceó el chico.
—Tanto peor —replicó el Príncipe—. Entonces he de encontrarlo antes que él.
Cabalgó deprisa, tan deprisa que el oso pronto comenzó a resollar, disgustado. ¿A qué venía tanta prisa? ¿Por una esperanza disparatada? ¿Por qué su corazón sólo quería seguir creyendo en una luz en medio de tanta oscuridad? ¿De dónde renacía la esperanza, a pesar de haber sufrido tantas desilusiones?
Tienes el corazón de un niño, Príncipe.
¿No le decía eso siempre Dedo Polvoriento?
Y ha traído consigo al Bailarín del Fuego.
Era imposible. En las canciones sucedían esas cosas, y en los cuentos que las madres contaban a sus hijos al anochecer para quitarles el miedo a la oscuridad…
La esperanza te vuelve descuidado, habría debido saberlo. El Príncipe Negro no vio a los soldados hasta que aparecieron ante él entre los árboles. Eran muchos. Diez, contó. Les acompañaba una mujercita de musgo. Su fino cuello ya estaba lastimado por los raspones de la cuerda de la que la arrastraban. Seguramente la habían capturado para que los condujese hasta los Árboles Huecos. Pocos conocían el lugar donde las curanderas enterraban a sus muertos. Se decía que ellas mismas se encargaban de que la maleza ocultara el camino hasta allí, pero el Príncipe Negro lo conocía desde que ayudó a Roxana a trasladar a Dedo Polvoriento.
Era un lugar sagrado, pero la mujercita de musgo, impulsada por el miedo, había guiado hasta allí a la Hueste de Hierro. Ya se divisaban a lo lejos las copas muertas de los árboles, extendiéndose, grises, entre los robles todavía de un amarillo otoñal, como si la mañana las hubiera devorado hasta dejarlas calvas, y el Príncipe Negro rezó para que Arrendajo no estuviera allí. Mejor con las Mujeres Blancas que en manos de Pífano.
Tres miembros de la Hueste se abalanzaron por detrás hacia él, espada en mano. La mujercita de musgo se desplomó sobre sus rodillas cuando sus guardianes desenvainaron también las espadas, volviéndose hacia su nueva presa. El oso se irguió enseñando los dientes. Los caballos se espantaron y dos de los soldados retrocedieron, pero seguían siendo muchos, demasiados para un cuchillo y unas garras.
—¡Mirad, al parecer no sólo Pífano es lo bastante idiota como para creer en la palabrería de las mujercitas de musgo! —el jefe, casi tan pálido como las Mujeres Blancas, tenía el rostro cubierto de pecas—. ¡El Príncipe Negro! Yo renegando de mi suerte por tener que cabalgar al maldito bosque a capturar un fantasma, y ¿quién me sale a trompicones al camino? ¡Su negro hermano! La recompensa por él no es tan generosa como la de Arrendajo, pero bastará para enriquecernos a todos.
—Te equivocas. Si lo tocáis, sois hombres muertos.
Y su voz despierta de su sueño a los muertos y hace dormir al lobo aliado de la oveja…
Arrendajo surgió con tal naturalidad desde detrás de un haya como si hubiera estado esperando a los soldados.
No me llames así, ése es un nombre para las canciones.
Cuántas veces se lo había dicho al Príncipe, mas ¿cómo debía llamarlo si no?
Arrendajo. Cómo susurraban ellos su nombre, las voces roncas de miedo. ¿Quién era él? Con cuánta frecuencia se lo había preguntado a sí mismo el Príncipe para entonces. ¿Procedía de veras del país en el que Dedo Polvoriento había estado tantos años? ¿De qué país se trataba? ¿Del país en el que las canciones se hacían realidad?
Arrendajo.
El oso gruñó un saludo de bienvenida que hizo encabritarse a los caballos, y Arrendajo desenfundó su espada, muy despacio, como hacía siempre, una espada que antes había pertenecido a Zorro Incendiario y que a tantos hombres del Príncipe Negro había matado. Bajo el pelo oscuro el rostro parecía más pálido de lo habitual, pero el Príncipe no logró descubrir el menor vestigio de miedo en él. Cuando uno había visitado a la Muerte, seguro que olvidaba lo que era el miedo.
—Sí, como veis, he regresado de la Muerte, pero aún siento sus garras —parecía ausente, como si una parte de él siguiera con las Mujeres Blancas—. Puedo mostraros de buen grado el camino, si así lo deseáis. Depende enteramente de vosotros. Pero si amáis la vida —Arrendajo blandió la espada en el aire como si estuviera escribiendo sus nombres—, dejadlo marchar. A él y al oso.
Ellos se limitaban a mirarlo fijamente, mientras sus manos temblorosas sujetaban las espadas como si agarrasen su propia muerte. Nada provoca más pavor que la ausencia de miedo, y el Príncipe Negro se plantó junto a Arrendajo y percibió las palabras como un escudo, unas palabras que se cantaban en voz baja por toda la comarca: la mano negra y la mano blanca de la justicia.
«A partir de hoy habrá una nueva canción», pensó el Príncipe desenvainando su espada, y su corazón se sentía tan alocadamente joven que hubiera luchado contra cien hombres. Pero los secuaces de Pífano hicieron retroceder bruscamente a sus caballos y huyeron… de dos hombres… y de las palabras.