—El fuego —susurró el chico—. ¿Está en tu interior?
—Quizá —contestó Dedo Polvoriento también en voz baja—. Ya no soy el mismo de antes, pero sé hacer unas cuantas cosas nuevas muy interesantes.
—¿Cosas?
Farid lo miró con los ojos como platos, pero arriba volvió a resonar la voz de Orfeo.
—¿Que huele a fuego dices? ¡Déjame pasar, rinoceronte humano! ¿Y tiene cicatrices en la cara?
—No. ¿A qué viene eso? —la voz de Oss sonó ofendida.
Los pasos descendieron por la escalera, esta vez pesados e inseguros. Orfeo odiaba subir o bajar escaleras, y Farid lo oyó maldecir.
—Meggie trajo a Orfeo mediante la lectura —susurró mientras se acercaba mucho a Dedo Polvoriento—. Yo se lo pedí, porque creía que él podría traerte de vuelta.
—¿Orfeo? —Dedo Polvoriento volvió a reír—. No. Yo sólo he oído la voz de Lengua de Brujo.
—Su voz, quizá, pero fueron mis palabras las que te trajeron de vuelta —Orfeo descendió trastabillando los últimos peldaños, el rostro enrojecido por el vino—. Dedo Polvoriento. ¡Eres tú de verdad! —su voz expresaba auténtica dicha.
Oss apareció detrás de Orfeo, miedo y rabia en su rostro grosero.
—Miradlo, señor —masculló—. No es una persona. Es un demonio o un íncubo. ¿Veis las chispas sobre su pelo? Cuando he intentado sujetarlo, he estado a punto de quemarme los dedos… como si el verdugo me hubiera puesto carbones ardiendo en las manos.
—Sí, sí —repuso Orfeo—. Viene de lejos, de muy lejos. Un viaje así transforma a cualquiera —miró fijamente a Dedo Polvoriento, como si temiera que al momento siguiente se desvaneciera en el aire o, más probablemente, en unas palabras sin vida sobre un pliego de papel—. Cuánto me alegro de tu regreso —balbuceó con voz torpe por la nostalgia—. ¡Y tus cicatrices han desaparecido! Portentoso. De eso no escribí nada. Bueno, da igual… ¡Has vuelto! Sin ti este mundo sólo es la mitad de valioso, pero ahora todo volverá a ser tan maravilloso como entonces, cuando leí de ti por primera vez. Siempre fue la mejor de las historias, pero a partir de ahora tú serás el héroe, sólo tú, gracias a mi arte, que te trajo a casa y ahora incluso te ha arrancado de la muerte.
—¿Tu arte? Más bien será el de Lengua de Brujo —Dedo Polvoriento hizo bailar encima de su mano una llama que adoptó la forma de una Mujer Blanca tan nítida que Oss, asustado, se apretó contra la pared del sótano.
—¡Qué disparate! —por un momento la voz de Orfeo pareció la de un muchacho ofendido, pero recuperó el control enseguida—. ¡Qué disparate! —repitió, esta vez con tono más contenido, aunque su lengua aún estaba algo torpe por el vino—. Te haya contado lo que te haya contado, no es verdad. Fui yo.
—Él no me ha contado nada. No tenía que hacerlo. Él estaba allí, él y su voz.
—Pero la idea se me ocurrió a mí… ¡yo escribí las palabras! Él sólo fue mi instrumento —Orfeo soltó la última palabra, iracundo, como si la escupiera a la cara de Lengua de Brujo.
—Oh, sí… tus palabras. Unas palabras muy insidiosas, a juzgar por lo que él me ha contado —sobre la mano de Dedo Polvoriento seguía ardiendo la imagen de la Mujer Blanca—. Quizá debería llevar esas palabras a Lengua de Brujo para que relea de nuevo el papel que le habías asignado en todo eso.
Orfeo se puso tieso como una vela.
—¡Yo lo escribí así por ti! —exclamó con voz ofendida—. Sólo me interesaba una cosa… tu regreso. ¿Qué me importa a mí ese encuadernador? Al fin y al cabo, tenía que ofrecerle algo a la Muerte.
Dedo Polvoriento sopló suavemente la llama que ardía en su mano.
—Oh, lo comprendo, vaya si lo comprendo —dijo en voz baja, mientras el fuego formaba un pájaro, un pájaro dorado con una mancha roja en el pecho—. Desde que estuve en el otro lado entiendo algunas cosas, y hay dos que sé de cierto: que la Muerte no se atiene a palabras y que quien fue a ver a las Mujeres Blancas no fuiste tú, sino Lengua de Brujo.
—Sólo él podía llamarlas. ¿Qué podía hacer yo? —exclamó Orfeo—. Y lo hizo únicamente por su mujer. ¡No por ti!
—Bueno, es un buen motivo —el pájaro de fuego se deshizo en la mano de Dedo Polvoriento—. Y en lo referente a las palabras… para ser sinceros… su voz me gusta mucho más que la tuya, aunque no siempre me haya hecho feliz. La voz de Lengua de Brujo está llena de amor. La tuya sólo habla de sí misma. Aparte de que te gusta en demasía leer palabras que nadie conoce, u olvidar otras que habías prometido leer. ¿No es verdad, Farid?
Farid miraba fijamente a Orfeo con la cara petrificada de odio.
—Bueno, lo mismo da —continuó Dedo Polvoriento mientras la llama en su mano volvía a brotar, serpenteante, de la ceniza y formaba una calavera diminuta—. Me llevaré las palabras. Y el libro.
—¿El libro? —Orfeo retrocedió como si el fuego en la mano de Dedo Polvoriento se hubiera transformado en una serpiente.
—Sí, tú se lo robaste a Farid, ¿no lo recuerdas? Pero eso no lo convierte en propiedad tuya… aunque pareces utilizarlo con mucha aplicación, según he oído. Hadas de colores, duendes moteados, unicornios… Al parecer ahora hay hasta enanos en el castillo. ¿A qué viene eso? ¿No te parecían lo bastante bellas las hadas azules? Pardillo da patadas a los enanos, y sólo traes unicornios para que mueran.
—¡No, no! —Orfeo levantó las manos en gesto de rechazo—. ¡Tú no lo entiendes! Proyecto algo grande con esta historia. Todavía trabajo en ello, pero créeme, será una maravilla. Fenoglio dejó tantas cosas sin utilizar, tantas sin describir… yo pienso modificar, mejorar todo eso…
Dedo Polvoriento giró la mano provocando una llovizna de ceniza sobre el suelo del sótano de Orfeo.
—Te comportas como Fenoglio… pero posiblemente eres muchísimo peor que él. Este mundo teje sus hilos por sí mismo. Vosotros sólo lo confundís, lo deshacéis, ensambláis lo que no casa entre sí, en lugar de confiar su mejora a aquellos que lo habitan.
—¿Ah, sí? ¿A quién, por ejemplo? —la voz de Orfeo denotaba rencor—. ¿A Arrendajo? ¿Desde cuándo pertenece él a este mundo?
—Quién sabe. A lo mejor ninguno de nosotros pertenecemos exclusivamente a una historia —respondió Dedo Polvoriento con un encogimiento de hombros—. Y ahora, tráeme el libro. ¿O debo pedir a Farid que vaya a por él?
Orfeo lo miraba con el encono de un amante desdeñado.
—¡No! —profirió al fin—. Lo necesito. El libro se queda aquí. No puedes arrebatármelo. Te lo advierto. No sólo Fenoglio puede escribir palabras que te perjudiquen. Puedo…
—Yo ya no temo a las palabras —lo interrumpió impaciente Dedo Polvoriento—. Ni a las tuyas ni a las de Fenoglio. Ellas tampoco pueden prescribirme mi muerte. ¿Lo has olvidado? —alargó la mano hacia el aire y una antorcha encendida surgió de ella—. Trae el libro —dijo entregándosela a Farid—. Trae todo lo que haya escrito. Hasta la última palabra.
Farid asintió.
Había vuelto. ¡Dedo Polvoriento había vuelto!
—Tenéis que llevaros también la lista —la voz de Jaspe era tan fina como sus miembros—. La lista que me obliga a confeccionar. ¡De todas las palabras utilizadas por Fenoglio! Ya voy por la letra F.
—Ah, muy astuto. Una lista. Muchas gracias, hombre de cristal —Dedo Polvoriento sonrió.
No, a decir verdad su sonrisa no había cambiado. Farid estaba muy contento de que no se hubiera quedado con las Mujeres Blancas.
Se puso a Jaspe encima del hombro y corrió hacia la escalera. Furtivo saltó en pos suyo.
Orfeo intentó interponerse en su camino, pero cuando la antorcha empañó los cristales de sus gafas y la llama chamuscó su camisa de seda retrocedió. Oss fue más valiente que su señor, pero a un susurro de Dedo Polvoriento la antorcha alargó hacia él unas manos de fuego, y antes de que Oss se hubiera recuperado del susto, Farid ya había pasado a su lado y subía por las escaleras con la agilidad de una gacela, el corazón rebosante de felicidad y el dulce sabor de la venganza en la lengua.
—¡Jaspe, te partiré en esquirlas tan pequeñas que no se distinguirá ni siquiera tu color! —gritó Orfeo a sus espaldas.
El hombre de cristal clavó los dedos en el hombro de Farid, pero no se volvió.
—¡Y a ti, pequeño camellero falaz —la voz de Orfeo soltó un gallo—, te haré desaparecer en una historia llena de horrores, escrita expresamente para ti!
La amenaza hizo detenerse un momento a Farid, pero después oyó la voz de Dedo Polvoriento.
—Ten cuidado con a quién amenazas, Orfeo. Si al chico le sucediera algo o desapareciese repentinamente, como es obvio que pretendías hacer con él ahora, volveré a visitarte. Y yo nunca vengo sin el fuego, de sobra lo sabes.
—¡Por ti! —oyó Farid gritar a Orfeo—. Lo he hecho todo por ti, ¿y así me lo agradeces?
Hematites cubrió a Farid y a su hermano menor de terribles imprecaciones en cuanto se dio cuenta de lo que buscaban en el escritorio de su señor. Jaspe, sin embargo, ayudó impertérrito a Farid a recoger primero el libro y después cada jirón de papel escrito por Orfeo. Hematites les arrojó arena, plumas afiladas, deseó a Jaspe todas las enfermedades que pudiera padecer un hombre de cristal, y finalmente se arrojó con gesto heroico sobre la última hoja que Jaspe enrollaba sobre el pupitre de Orfeo, pero Farid se limitó a apartarlo sin miramientos.
—¡Traidor! —gritó Hematites a su hermano cuando Farid cerraba la puerta de la estancia—. ¡Ojalá te hagas trizas, te rompas en mil pedazos! —pero Jaspe no se volvió, igual que había hecho ante las amenazas de Orfeo.
Dedo Polvoriento esperaba ya ante la puerta de la calle.
—¿Dónde están? —preguntó Farid, preocupado, cuando corrió hacia él. No se veía ni rastro de Orfeo ni de Oss, pero oía sus voces enfurecidas.
—En el sótano —contestó Dedo Polvoriento—. He perdido algo de fuego en la escalera. Para cuando se extinga, estaremos en lo más profundo del bosque.
Farid asintió y al ver aparecer a una de las criadas en lo alto de la escalera se volvió. Pero no era Brianna.
—Mi hija no está aquí —dijo Dedo Polvoriento, como si hubiera adivinado sus pensamientos—. Y no creo que regrese jamás a esta casa. Está con Roxana.
—¡Ella me odia! —balbuceó Farid—. ¿Por qué me ayudó?
Dedo Polvoriento abrió la puerta y las martas corrieron sigilosas hacia el exterior.
—Quizá quiera a Orfeo aún menos que a ti —respondió.
La vida no es más que una sombra que pasa,
Un pobre cómico que se pavonea y se agita
Una hora sobre la escena y después no se le oye más…;
Un cuento narrado por un idiota
Con gran aparato y que nada significa.
William Shakespeare
,
Macbeth
Fenoglio era feliz. Oh, sí, era feliz, aunque a Ivo y a Despina se les hubiera metido en la cabeza arrastrarlo hasta la plaza del mercado, donde Pájaro Tiznado ofrecía otra representación. Los pregoneros la anunciaban desde hacía días, y, como es natural, Minerva no dejaba ir solos a los niños. Pardillo había mandado construir ex profeso un estrado para que todos pudieran presenciar las chapuzas de su tragafuegos principesco. ¿Esperaban que de ese modo el pueblo olvidase que había regresado el Bailarín del Fuego? Sea como fuere… ni siquiera Pájaro Tiznado podía enturbiar el humor de Fenoglio. Desde que había partido con Cósimo hacia el Castillo de la Noche nunca había vuelto a sentir su corazón tan liviano. En los sucesos posteriores no quería pensar, no, ese capítulo estaba cerrado. Su historia había entonado una nueva canción, y ¿a quién había que agradecérselo? ¡A él! ¿Quién si no había metido en el juego a Arrendajo, el hombre que había puesto en ridículo a Pífano y a Pardillo y rescatado al Bailarín del Fuego de entre los muertos? ¡Qué personaje! ¡Qué grotescas eran en comparación las creaciones de Orfeo: hadas de colores chillones, unicornios muertos, enanos de pelo azul intenso! Sí, Cabeza de Queso lograba a duras penas tales criaturas, pero sólo él, Fenoglio, podía crear hombres como el Príncipe Negro y Arrendajo. Bueno, sí, justo era reconocer que sólo Mortimer había convertido a Arrendajo en un personaje de carne y hueso. Pero al principio siempre había sido la palabra, y las palabras habían sido escritas por él, ¡todas y cada una de ellas!
—¡Ivo! ¡Despina!
Maldita sea, ¿dónde se habrían metido? ¡Era más fácil capturar a las hadas de colores de Orfeo que a esos niños! ¿No les había dicho que no se adelantaran corriendo? La calle era un hervidero de niños que salían de todas las casas para olvidar al menos durante una o dos horas el peso que el mundo había cargado sobre sus débiles hombros. No era una broma ser niño en esos tiempos sombríos. Los niños se habían convertido en hombres demasiado pronto y las niñas soportaban la penosa tristeza de sus madres.
Al principio, Minerva se negó a dejar salir a Ivo y Despina. Había demasiados soldados en la ciudad. Tenía demasiado trabajo en casa, pero Fenoglio la convenció, aunque le horrorizaba el hedor que volvería a esparcir Pájaro Tiznado, En un día en que él era tan feliz, también deberían serlo los niños, y mientras Pájaro Tiznado se dedicara a hacer sus mamarrachadas, él soñaría simplemente que Dedo Polvoriento no tardaría en escupir fuego en el mercado de Umbra. O se imaginaría a Arrendajo entrando a caballo en Umbra y expulsando de la puerta a Pardillo como a un perro sarnoso, quitando de un puñetazo a Pífano la nariz de plata y fundando con el Príncipe Negro un reino de justicia, el poder del pueblo… Bueno, acaso no del todo. Seguramente ese mundo no estaba preparado para aquello, pero daba igual. Sería grandioso, conmovedor, y él, Fenoglio, había abierto el camino salvador el día en que escribió la primera canción sobre Arrendajo. ¡Al final lo había hecho todo bien! Acaso Cósimo fuese un error, pero ¿cómo podía ser emocionante una historia si no adquiría de vez en cuando tintes sombríos?
—¡Eh, Tejedor de Tinta! ¿Dónde estás? —Ivo le hacía señas con impaciencia.
¿Qué se figuraba ese arrapiezo? ¿Que un viejo como él podía abrirse paso por ese raudal de cuerpos infantiles serpenteando como una anguila? Despina se volvió y sonrió aliviada cuando Fenoglio agitó la mano en su dirección. Pero después su cabecita desapareció de nuevo entre las demás.
—¡Ivo —gritó Fenoglio—, vigila a tu hermana, demonios!
¡Santo cielo, no se figuraba la cantidad de niños que había en Umbra! Muchos tiraban de sus hermanos y hermanas pequeños y avanzaban apiñados hacia la plaza del mercado. Fenoglio era el único hombre a la vista, y madres también habían venido pocas. La mayoría de los niños seguramente habría salido a hurtadillas… de talleres y tiendas, del trabajo doméstico o del establo. Habían acudido incluso de las granjas circundantes con sus míseros harapos. Sus voces agudas se colaban entre las casas como los trinos de una bandada de pájaros. Posiblemente Pájaro Tiznado jamás había tenido un público tan entregado.