¡Umbra! ¡Estaba en Umbra! ¿Qué otra cosa si no era lo que la rodeaba? Una mujer que sacaba agua de la fuente se volvió y examinó con desconfianza el vestido de pesado terciopelo rojo oscuro que llevaba Elinor. ¡Maldición! Lo había sacado de una tienda de alquiler de trajes, igual que el blusón que vestía Darius.
—Medieval —había exigido ella, pero allí estaba ahora, llamando la atención como un pavo en medio de una bandada de cornejas.
Da igual, Elinor. ¡Estás aquí! Cuando algo le tiró del pelo con cierta rudeza, lágrimas de felicidad brotaron de sus ojos. Con mano experta agarró al hada que se disponía a huir con un mechón gris. ¡Oh, cuánto había echado de menos a esos diminutos seres aleteantes! Pero ¿no eran azules? Esta era irisada, de tantos colores como una pompa de jabón. Elinor, entusiasmada, cerró las manos alrededor de su presa y contempló al hada a través de sus dedos. La pequeña criatura parecía bastante adormilada. ¡Ah, qué maravilla! Cuando se le escapó, clavando en su pulgar sus dientes diminutos, Elinor soltó tal carcajada que dos mujeres asomaron al momento la cabeza por las ventanas vecinas.
¡Elinor!
Ella se tapó la boca con la mano, pero continuaba notando la risa como polvos efervescentes encima de la lengua. Oh, se sentía tan feliz, tan estúpidamente feliz. La última vez que había experimentado ese sentimiento había sido a los seis años, cuando entró a hurtadillas en la biblioteca de su padre a leer los libros que le había prohibido. «¡A lo mejor deberías morir, Elinor!», pensó justo en este momento. ¿Cómo iban a mejorar las cosas?
Dos hombres de llamativo atuendo cruzaban la plaza. ¡Juglares! No parecían tan románticos como se los había imaginado, pero en fin… Un duende los seguía con los instrumentos. Su rostro peludo mostró tal perplejidad al divisar a Elinor que ésta, inconscientemente, se tocó la nariz. ¿Le había pasado algo a su cara? No, su nariz siempre había sido igual de grande.
—Elinor.
Se volvió deprisa. ¡Darius! Cielo santo, se había olvidado por completo de él. Pero ¿cómo había ido a parar debajo del carro de estiércol?
Salió de entre las ruedas confundido y se quitó del blusón unas pajas no demasiado limpias. Oh, Darius. Entre todos los lugares del Mundo de Tinta era típico de él aterrizar precisamente bajo un carro de inmundicias. ¡Era un cenizo, eso es todo! Y cómo escudriñaba a su alrededor. Como si hubiera caído entre los bandidos. Pobre Darius. Maravilloso Darius. Aún sostenía en la mano la hoja con las palabras de Orfeo, pero ¿dónde estaba la bolsa con todo lo que pretendían transportar?
«Un momento, Elinor, tenías que traerla tú.» Miró a su alrededor, buscando… y en lugar de la bolsa descubrió a Cerbero, que justo a su lado olfateaba el empedrado desconocido con enorme interés.
—Él… él… él habría muerto de hambre si lo hubiésemos abandonado —balbuceó Darius, que seguía limpiándose pajas del blusón—. Ade… además seguramente nos conducirá hasta su amo, y éste quizá conozca el paradero de los otros.
«No es ninguna tontería», pensó Elinor. «A mí nunca se me habría ocurrido.» Mas ¿por qué volvía a tartamudear?
—¡Darius, lo has conseguido! —lo abrazó tan fuerte que se le resbalaron las gafas—. ¡Te lo agradezco, te lo agradezco en el alma!
—¡Eh, vosotros! ¿De dónde ha salido este perro?
Cerbero, gruñendo, se apretó contra las piernas de Elinor. Dos soldados aparecieron ante ellos.
Los soldados son peores que los salteadores de caminos.
¿No lo había contado Resa?
En cierto momento a la mayoría les gusta matar.
Sin darse cuenta, Elinor retrocedió un paso, pero su espalda tropezó con el muro de la casa.
—¿Qué, se os ha comido la lengua el gato? —uno pegó a Darius un puñetazo tan rudo en la tripa que se dobló.
—¿Qué significa esto? ¡Dejadlo en paz! —la voz de Elinor no sonó ni la mitad de intrépida que esperaba—. Este es mi perro.
—¿Tuyo? —el soldado que se le acercó era tuerto. Elinor miraba fascinada el lugar que un día había ocupado el otro ojo—. Las princesas pueden poseer perros. ¿Pretendes acaso hacerme creer que tú lo eres?
Desenfundó su espada y acarició con la hoja el vestido de Elinor.
—¿Qué ropas son éstas? ¿Crees que con ellas pareces una mujer elegante? ¿Dónde vive la costurera que te ha cosido esto? Merece el cepo.
—¡Los actores llevan vestidos así! —exclamó el otro soldado echándose a reír—. Es una cómica entrada en años.
—¿Una cómica? Es demasiado fea para eso —el tuerto observaba a Elinor como si quisiera quitarle el vestido.
Ella ansiaba decirle lo que opinaba sobre su aspecto, pero Darius le dirigió una mirada implorante y la punta de la espada apretó su barriga como si el tuerto quisiera perforar un segundo ombligo. «¡Baja los ojos, Elinor! Recuerda las palabras de Resa. En este mundo las mujeres bajan los ojos.»
—¡Por favor! —a Darius le costó incorporarse—. Nosotros… nosotros somos extranjeros. Veni… venimos de muy lejos.
—¿A Umbra? —los soldados rieron—. ¿Quién, por la plata de la Víbora, vendría aquí por propia voluntad?
El tuerto miró fijamente a Darius.
—Observa esto —dijo, quitándole las gafas de las orejas—. Lleva el mismo armazón que Cuatrojos, el que le consiguió a Pardillo el unicornio y el enano —y con sumo cuidado se puso las gafas sobre la nariz.
—Eh, tú, quítate eso —el otro retrocedió, inquieto.
El tuerto lo miró parpadeando a través de los gruesos cristales y exhibió una sonrisa sarcástica.
—Veo todas tus mentiras. Todas tus negras mentiras —con una carcajada arrojó las gafas a los pies de Darius—. Vengáis de donde vengáis —dijo estirando la mano hacia el collar de Cerbero—, regresaréis sin el perro. Los perros son privativos de los príncipes. Este de aquí es un bicho muy feo, pero a pesar de todo a Pardillo le gustará.
Cerbero mordió tan fuerte la mano enguantada que el soldado cayó de rodillas con un grito. El otro desenvainó su espada, pero el perro de Orfeo era mucho más listo que feo. Dio media vuelta, el guante del soldado todavía en el hocico, y corrió para salvar su vida.
—¡Deprisa, Elinor! —Darius recogió sus gafas dobladas y la arrastró, mientras los soldados, profiriendo maldiciones, corrían a trompicones detrás de ese perro del demonio. Elinor no acertaba a recordar la última vez en que había emprendido carrera tan veloz, y aunque su corazón parecía el de una chica joven… sus piernas eran las de una mujer demasiado gorda y vieja.
«Elinor, no te imaginabas así tus primeras horas en Umbra», pensó mientras seguía a toda prisa a Darius por una calle tan estrecha que tenía miedo de quedarse atascada entre las casas. Le dolían los pies y aún notaba en su barriga la punta de la espada de ese cafre tuerto… pero ¿qué importaba eso? ¡Estaba en Umbra! ¡Estaba al fin detrás de las letras! Sólo eso contaba. Y apenas cabía esperar que allí fuera todo tan apacible como en su casa… aparte de que en los últimos tiempos también habían acaecido algunas perturbaciones… Bueno, en cualquier caso… Estaba allí. ¡Por fin! En la única historia cuyo final ansiaba conocer porque todos los que amaba intervenían en ella.
«¡Qué rabia que se haya marchado el perro!», pensó cuando Darius se detuvo, indeciso, al final de la calle. El feo hocico de Cerbero habría sido realmente muy útil en ese laberinto… aparte de que seguro que lo echaría de menos. Resa, Meggie, Mortimer… le habría encantado gritar con fuerza sus nombres por las calles. «¿Dónde os habéis metido? Estoy aquí, por fin estoy aquí.»
«Pero a lo mejor
ellos
ya se han ido, Elinor», musitó una voz en su interior, mientras el cielo extraño se oscurecía. «A lo mejor los tres han muerto hace mucho tiempo. Silencio», le pasó por la mente. «Silencio, Elinor.» Ese pensamiento todavía no estaba permitido. Aún no.
El alma calla.
Y si alguna vez habla
Lo hace en sueños.
Louise Glück
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Child Crying Out
Violante bajaba varias veces al día a los calabozos, en los que Pardillo había mandado encerrar a los niños, con dos criadas que todavía le eran fieles y uno de los chicos que le servían como soldados. Pífano los llamaba niños-soldado, pero el padre de Violante se había encargado de que esos chicos dejaran de ser niños cuando ordenó matar a sus padres y hermanos en el Bosque Impenetrable. También los niños que estaban en el calabozo abandonarían muy pronto la infancia. El miedo te convertía en adulto con enorme celeridad.
Cada mañana las madres se apostaban delante del castillo suplicando a los guardianes que al menos las dejasen reunirse con los más pequeños. Traían ropas, muñecas, algo de comida, con la esperanza de que al menos algo de eso fuese a parar a las manos de sus hijos e hijas. Pero los centinelas tiraban la mayoría, aunque Violante enviaba continuamente criadas a recoger esas dádivas.
Por suerte, Pífano lo permitía. Burlar a Pardillo era fácil. Él era más tonto aún que su hermana de cuerpo de muñeca, y nunca se había enterado de los hilos que Violante tejía a su espalda. Pífano sin embargo era listo… y sólo dos cosas lo hacían vulnerable: el miedo al padre de Violante y su vanidad. Violante adulaba a Pífano desde el día en que éste entró a caballo en Umbra. En su presencia fingía que se alegraba de su llegada, que estaba harta de la debilidad y estupidez de Pardillo, informaba de sus derroches, y encargó a Balbulus que iluminase en el mejor pergamino las sombrías canciones de Pífano (aunque el primero, enfurecido por semejante encargo, rompió ante la propia Violante tres de sus pinceles más valiosos).
Después de que Pájaro Tiznado, siguiendo órdenes de Pífano, atrajese a los niños a la trampa, Violante alabó al de la nariz de plata por su astucia… y después vomitó en sus aposentos. Tampoco dejó que él notase que ya no podía dormir porque de noche creía oír los llantos procedentes de las mazmorras. Oh, no.
Violante contaba apenas cuatro años cuando su padre las encerró a su madre y a ella en la vieja cámara, pero su madre le había enseñado a caminar con la cabeza muy alta.
—Tienes el corazón de un hombre, Violante —le había dicho su suegro en cierta ocasión.
Viejo estúpido. Violante ignoraba si con ello quiso hacerle un cumplido o manifestar su desaprobación. Pero sí sabía una cosa. Que todo lo que anhelaba pertenecía a los hombres: libertad, conocimiento, fuerza, inteligencia, poder…
¿Era también masculina la sed de venganza, el placer por el mando, la impaciencia con los demás? Todo eso lo había heredado de su padre.
La Fea.
La marca que la deformaba se había desvanecido, pero el nombre había permanecido. Le pertenecía igual que la cara pálida y su cuerpo de una ridícula delicadeza.
—Habría que llamaros
la Astuta —
decía a veces Balbulus.
Nadie la conocía mejor que Balbulus. Nadie adivinaba mejor sus intenciones, y Violante sabía que cada zorro que Balbulus escondía en sus dibujos era una alusión a ella. La Astuta. Sí, lo era. La visión de Pífano le daba náuseas, aunque le sonreía igual que a su padre: con un desprecio trufado de una pizca de crueldad. Violante se ponía zapatos que le hacían parecer más alta (siempre había maldecido su corta estatura), y no hacía nada para embellecer su rostro, porque opinaba que las mujeres bellas quizá sean deseadas, pero no respetadas, y mucho menos temidas. Aparte de que se habría sentido ridícula si se hubiera teñido los labios de rojo o depilado las cejas.
Algunos de los niños presos estaban heridos. Pífano había permitido que Violante mandara recado a Buho Sanador, pero no consintió que lo hiciera ella.
—¡Sólo cuando hayamos atrapado el pájaro del que sois el cebo! —respondió a sus ruegos.
Y Violante presenció con sus propios ojos cómo arrastraban a Arrendajo hasta el castillo, sangrando como el unicornio que había abatido Pardillo en el bosque, delatado por las madres que lloraban abajo, junto a la puerta. La imagen permaneció, más nítida que los dibujos que le pintaba Balbulus, pero en sus sueños percibía otra distinta. En ella Arrendajo daba muerte a su padre y colocaba una corona sobre su pelo, sobre su pelo pardo como el de un ratón…
—Arrendajo pronto será hombre muerto —le había informado Balbulus el día anterior—. Sólo espero que su muerte posibilite al menos un buen cuadro.
Violante lo abofeteó por esas palabras, pero a Balbulus nunca le había impresionado su ira.
—Guárdese Su Fealdad —le había dicho él en voz baja—. Siempre concedéis vuestro amor a los hombres equivocados, aunque el último al menos tenía sangre azul.
Por ese atrevimiento habría debido mandar que le cortasen la lengua —su padre lo habría hecho en el acto—, pero ¿quién le diría entonces la verdad, por mucho que le doliera? Antes lo hacía Brianna, pero se había ido.
Fuera comenzó para los niños la tercera noche en las mazmorras. Violante acababa de pedir a una de sus criadas que le trajera vino caliente, confiando en que éste le hiciera olvidar al menos por unas horas las manitas que se agarraban a su falda, cuando Vito entró en la estancia.
—Alteza —el joven, de apenas quince años, era hijo de un herrero, un herrero muerto, por supuesto, y el mayor de sus soldados—. A la puerta del castillo está vuestra antigua criada, Brianna, la hija de la curandera.
Tullio dirigió una mirada insegura a Violante. Él había llorado cuando despidió a Brianna. Y en castigo por ello Violante no le dejó entrar en su cuarto durante dos días.
Brianna. ¿La habrían traído sus pensamientos? El nombre le resultaba muy familiar. Seguramente lo había pronunciado más veces que el de su hijo. ¿Por qué latía más deprisa su ridículo corazón? ¿Había olvidado ya cuánto dolor le había ocasionado esa visitante? Su padre tenía razón. El corazón era un órgano débil, voluble, interesado únicamente en el amor, y nada resultaba más fatal que convertirlo en tu maestro. El maestro tenía que ser la razón, pues te consolaba de las locuras del corazón, inventaba canciones satíricas sobre el amor, lo escarnecía por ser un capricho de la naturaleza y efímero como las flores. Entonces ¿por qué a pesar de todo obedecía ella una y otra vez los dictados de su corazón?
Fue su corazón el que se alegró al escuchar el nombre de Brianna, pero su razón preguntó: ¿Qué busca aquí? ¿Echa de menos la buena vida? Está harta de fregar suelos en casa de Cuatrojos, que se inclina tanto ante Pardillo que su barbilla casi choca con sus toscas rodillas? ¿O pretende convencerme de que le permita bajar a la cripta a besar los labios de mi marido muerto?