«¿Qué sucede? ¿No te ha gustado siempre leer precisamente ese tipo de historias?», se decía sintiendo un nudo en la garganta. «¿No te gustaría también ésta? El bandido que libera a los niños entregándose él mismo a sus enemigos… Sé sincera. ¡Te habría gustado hasta la última sílaba!» Sólo que en esas historias los héroes casi nunca tenían esposa. Ni hijas.
Meggie continuaba allí como si todo aquello no fuese con ella, pero sus ojos no se despegaban de su padre, como si su mirada pudiera protegerlo. Mo pasó tan cerca de ellas que Resa habría podido rozar su caballo. Se le doblaron las rodillas. Aferró el brazo de la mujer más próxima, apenas podía tenerse en pie de náuseas y debilidad. «¡Míralo, Resa!», pensó. «Para eso has venido. Para verlo otra vez. ¿O no?» ¿Tenía él miedo? ¿El mismo miedo que tantas noches lo despertaba sobresaltado, miedo a las rejas y a las ataduras?
Resa, deja la puerta abierta…
«Dedo Polvoriento está con él», se dijo intentando consolarse. «Está justo detrás de él, y ha dejado todo su miedo con la Muerte. ¡Pero Dedo Polvoriento sólo lo acompañará hasta la puerta, detrás aguarda Pífano!», susurraba su corazón, y sus rodillas flaqueaban, hasta que de pronto sintió el brazo de Meggie debajo del suyo, fuerte y vigoroso como si su hija fuese la mayor de las dos. Resa apretó el rostro contra el hombro de Meggie, mientras a su alrededor las mujeres miraban expectantes hacia la puerta cerrada del castillo.
Mo refrenó a su montura. Dedo Polvoriento estaba muy cerca de él, el rostro tan inexpresivo como podía. Ella aún no se acostumbraba a la ausencia de cicatrices. Parecía mucho más joven. Muchas miradas se posaban en el Bailarín del Fuego, rescatado por Arrendajo de entre los muertos.
—Pífano no puede hacerle nada —susurró una mujer a su lado. Su susurro era una especie de conjuro—. ¡No! ¿Cómo va a retener a Arrendajo si ni siquiera pudo hacerlo la Muerte?
A lo mejor Pífano es más mortífero que la Muerte, quiso responder Resa, pero calló mientras alzaba la vista hacia el de la nariz de plata.
—¡En efecto! Es Arrendajo en persona —su voz contenida llegó lejos en el silencio que se cernía sobre Umbra—. ¿O todavía sigues afirmando que eres otra persona, como hiciste en el Castillo de la Noche? Eres un harapiento. Un sucio vagabundo. En verdad, pensé que enviarías a un sustituto, confiando en que no tardaríamos en apartar la máscara.
—Oh, no. No te considero tan estúpido, Pífano —el rostro de Mo rebosaba desprecio cuando alzó los ojos hacia el de la nariz plateada—. ¿O será mejor que en el futuro te llamemos por tu nuevo oficio? Mataniños. ¿Qué te parece, eh?
Resa nunca había percibido tanto odio en su voz. Una voz capaz de hacer regresar a los muertos. Cómo la escuchaban todos. A pesar del odio y de la furia que vibraban en ella, comparada con la de Pífano aún era blanda y cálida.
—¡Llámame como quieras, encuadernador de libros! —Pífano apoyó las manos enguantadas en las almenas—. De matar, también tu sabes algo, según afirman. Pero ¿por qué has traído contigo al tragafuego? No recuerdo haberle invitado. ¿Dónde están sus cicatrices? ¿Las dejó con los muertos?
La almena en la que se apoyaba Pífano se inflamó, y las llamas cuchichearon palabras que sólo entendía Dedo Polvoriento. Nariz de Plata retrocedió mascullando maldiciones e intentando apartar las chispas que se depositaban en sus ropas elegantes, mientras el hijo de Violante buscaba protección detrás de él y contemplaba, fascinado, el murmullo del fuego.
—He dejado algunas cosas con los muertos, Pífano. Y me he traído otras —Dedo Polvoriento no habló alto, pero las llamas se extinguieron como si volvieran a deslizarse de nuevo en la piedra para aguardar allí nuevas órdenes—. Estoy aquí para advertirte de que no debes maltratar a tu invitado. El fuego es ahora tan amigo suyo como mío, y no necesito explicarte su poder.
Con la cara pálida de rabia, Pífano se limpió el hollín de los guantes, pero Pardillo se inclinó encima de las almenas antes de que pudiera responder.
—¿Invitado? —gritó—. ¿Es ése el calificativo adecuado para un bandido al que ya espera el verdugo del Castillo de la Noche? —su voz recordó a Resa la del ganso de Roxana.
Violante lo apartó a un lado como si fuera uno de sus criados. Qué baja era.
—¡Arrendajo se entrega como prisionero a mí, gobernador! Así está acordado. Y hasta la llegada de mi padre está bajo mi protección.
Su voz sonó dura y clara, asombrosamente enérgica para un cuerpo tan delicado, y durante unos instantes Resa sintió renacer la esperanza. «A lo mejor sí que puede defenderle», pensó… y vio la misma esperanza reflejada en el rostro de su hija.
Mo y Pífano seguían mirándose. El odio parecía tejer hilos entre ambos, y Resa recordó el cuchillo que Baptista había cosido tan cuidadosamente a las ropas de Mo. No sabía si la asustaba o la tranquilizaba que lo llevase consigo.
—¡De acuerdo! Considerémoslo nuestro invitado —vociferó Pífano—. Lo que significa que también le manifestaremos nuestra peculiarísima forma de hospitalidad. Al fin y al cabo, lo llevamos esperando mucho tiempo.
Levantó la mano, todavía tiznada por el fuego de Dedo Polvoriento, y los guardianes de la puerta apuntaron sus lanzas contra Mo. Algunas mujeres gritaron. Resa creyó oír también la voz de Meggie, pero ella misma estaba muda de miedo. Los centinelas de las torres aprestaron sus ballestas.
Violante apartó a su hijo de un empujón y dio un paso hacia Pífano. Pero Dedo Polvoriento hizo que el fuego lamiera sus dedos como un animal cautivo, y Mo desenfundó la espada de la que Pífano sabía de sobra a quién había pertenecido antes.
—¿Qué significa esto? ¡Manda salir a los niños, Pífano! —gritó, y esta vez su voz era tan fría que a Resa le resultó casi irreconocible—. Mándalos salir, ¿o prefieres comunicar a tu señor que su carne seguirá pudriéndose sobre los huesos por haberle entregado muerto a Arrendajo?
Una de las mujeres empezó a sollozar. Otra se tapó la boca con la mano. Detrás de las dos, Resa descubrió a Minerva, la patrona de Fenoglio. Claro, también habían capturado a sus hijos. Resa, sin embargo, no quería pensar en los hijos de Minerva o de las demás mujeres. Ella sólo veía las lanzas dirigidas al pecho descubierto de Mo, y las ballestas apuntándole desde los muros.
—¡Te lo advierto, Pífano! —la voz de Violante le hizo soltar a Resa un suspiro de alivio—. Deja marchar a los niños.
Pardillo lanzó una mirada ansiosa a las ballestas. Por un instante, Resa temió que diera orden de disparar únicamente para depositar a los pies de Cabeza de Víbora su personalísima pieza cobrada: Arrendajo. Pero en lugar de eso, Pífano se inclinó e hizo una seña a los guardianes.
—¡Abrid la puerta! —gritó con voz de aburrimiento—. Dejad salir a los niños y que entre Arrendajo.
Resa volvió a ocultar el rostro en el hombro de su hija. Meggie parecía contenerse igual que su padre, pero seguía mirándolo fijamente como si temiera perderlo en el momento en que sus ojos se apartasen de él.
La puerta se abrió despacio. Chirrió, se atascó y los guardianes la abrieron a empujones.
Entonces aparecieron los niños. Una multitud. Salían a borbotones, como si llevasen días esperando detrás de la pesada puerta. Los pequeños tropezaban, tanta prisa tenían por abandonar los muros, pero los más mayores volvían a levantarlos. Todos ellos llevaban el miedo escrito en la cara, un pánico atroz. Los más jóvenes echaron a correr en cuanto vieron a sus madres, se arrojaron en los brazos que esperaban y se apiñaron entre las mujeres a modo de escondite protector. Pero los más mayores regresaban a la libertad despacio, casi vacilantes. Llenos de desconfianza escudriñaron a los guardianes ante los que tenían que pasar, y al reconocer a los dos hombres que esperaban sobre sus monturas ante la puerta, se detuvieron.
—¡Arrendajo! —fue apenas un murmullo, pero brotaba de muchas gargantas, y fue creciendo poco a poco hasta que el nombre pareció escrito en el cielo—. Arrendajo, Arrendajo.
Los niños, dándose codazos, señalaban con sus dedos a Mo… y clavaban sus ojos reverentes en las chispas que rodeaban a Dedo Polvoriento como una nube de hadas diminutas.
—El Bailarín del Fuego.
Cada vez más niños se detenían delante de ambos caballos, rodeaban a los hombres, los tocaban intentando comprobar que eran de carne y hueso, esos hombres a los que sólo conocían por las canciones que sus madres cantaban en secreto junto a sus camas.
Mo se inclinó desde su caballo, hizo una seña a los niños indicando que se apartasen y les dijo algo en voz baja. Después se volvió por última vez hacia Dedo Polvoriento y condujo su montura hacia la puerta abierta.
Ellos no lo dejaban marchar.
Tres niños se interpusieron en su camino, dos niños y una niña. Agarrando las riendas, se negaron a dejarle ir al lugar de donde ellos venían, en el que se perdería detrás de los muros, igual que ellos. Cada vez más se apiñaban en torno suyo, sujetándolo, cubriéndolo con sus cuerpos frente a las lanzas de los guardianes, mientras sus madres los llamaban.
—¡Arrendajo!
La voz de Pífano hizo girar la cabeza a los niños.
—¡Cruza la puerta, o volveremos a capturarlos a todos y colgaremos a una docena en jaulas encima de la puerta para que sirvan de alimento a los cuervos!
Los niños, sin moverse, se limitaban a mirar fijamente hacia arriba, a Nariz de Plata y al chico situado a su lado, más joven que ellos. Pero Mo asió las riendas y se abrió camino con exquisito cuidado como si todos los niños fueran hijos suyos, y los pequeños lo siguieron con la vista mientras los llamaban sus madres y él cabalgaba hacia la enorme puerta. Completamente solo.
Mo giró la cabeza antes de pasar ante los guardianes, como si se diera cuenta de que su mujer y su hija lo habían seguido, y Resa vio el miedo reflejado en su rostro. Seguro que Meggie también lo percibió.
La puerta comenzaba a cerrarse cuando él reanudó la marcha.
—¡Desarmadlo! —oyó gritar Resa a Pardillo, y lo último que vio fue a los soldados bajando a Mo del caballo.
Dios respiró profundamente. ¡Una nueva queja! ¿Acaso había comparecido alguna vez Hombre ante él sin quejarse? Pero se limitó a enarcar las cejas y preguntar con una sonrisa de satisfacción: «Hombre, ¿qué tal crecen las zanahorias?».
Ted Hughes
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The Secret of Mans Wife
¡Ay, Despina! Reconfortaba tanto volver a ver su carita, aunque exhibiese una mirada cansada, triste, asustada como un pájaro caído del nido. E Ivo… ¿había sido ya tan alto antes de que esa basura de Pájaro Tiznado se dedicase al rapto de niños? Qué delgado estaba… ¿Y a qué se debía esa sangre en su blusón?
—Nos mordieron las ratas —dijo aparentando ser un adulto e impávido, como tantas veces después de la muerte de su padre. Pero Fenoglio vio el miedo en sus ojos infantiles. ¡Ratas!
Ay, él no podía parar de besarlos y achucharlos, tan aliviado se sentía. Sí, era cierto. Se perdonaba muchas cosas, se perdonaba con facilidad, pero si su historia hubiera matado encima a los hijos de Minerva… no estaba seguro de si habría logrado sobreponerse a eso. Pero vivían, y él había devuelto la vida a su salvador.
—¿Qué le harán ahora?
Despina se liberó de su abrazo, los ojos oscuros rebosantes de preocupación. ¡Maldita sea!, había algo molesto en los niños: que siempre hacían las preguntas que uno evitaba cuidadosamente. ¡Y encima ofrecían después las respuestas que no querías oír!
—Lo matarán —afirmó Ivo, y los ojos de su hermana pequeña se inundaron de lágrimas.
¿Cómo podía llorar por un desconocido? Ella había visto ese día por vez primera a Mortimer. Porque tus canciones le enseñaron a amarlo, Fenoglio. Todos ellos lo quieren, y en este día ese amor se instalará en sus corazones para siempre. Le hiciera lo que le hiciera Pífano… Arrendajo era desde entonces tan inmortal como Cabeza de Víbora. Su inmortalidad era incluso mucho más fiable, pues a Cabeza de Víbora aún podían matarlo tres palabras. A Mortimer sin embargo las palabras lo mantendrían con vida, aunque muriese tras los muros del castillo… todas las palabras que ya se musitaban y cantaban abajo, en las calles.
Despina se enjugó las lágrimas de los ojos y miró a Fenoglio, confiando en que contradiría las palabras de su hermano, y desde luego lo hizo, por ella y por sí mismo.
—¡Ivo! —exclamó con tono severo—. ¿Qué disparates dices? ¿Crees acaso que Arrendajo se entregó sin tener un plan concreto? ¿Crees que iba a caer en manos de Pífano igual que un conejo en la trampa?
Una sonrisa de alivio asomó a los labios de Despina, y en el rostro de Ivo se vislumbró la sombra de la duda.
—¡No, claro que no! —repuso Minerva, que todavía no había abierto la boca desde que había subido a los niños a la habitación de Fenoglio—. Es un zorro, no un conejo. Los burlará a todos.
Y Fenoglio también notó crecer en su voz la simiente que habían sembrado sus canciones: la esperanza… Arrendajo todavía la encarnaba, en medio de tanta oscuridad.
Minerva se llevó a los niños. Primero les daría de comer, con todo lo que hallase en la casa y en el patio. Pero Fenoglio se quedó solo con Cuarzo Rosa, que se había limitado a remover la tinta en silencio mientras Fenoglio cubría de besos a Despina e Ivo.
—¿Que los burlará a todos? —preguntó con su voz aguda en cuanto Minerva hubo cerrado la puerta—. ¿Cómo? ¿Sabes lo que creo? ¡Que tu bandido fabuloso se acabó! Y va a tener una ejecución muy muy desagradable. ¡Oh, sí! Espero que acontezca en el Castillo de la Noche. Nadie piensa lo que todos esos alaridos de dolor provocan en la cabeza de un hombre de cristal.
¡Tipejo sin corazón de miembros de cristal! Fenoglio le tiró un corcho, pero Cuarzo Rosa estaba acostumbrado a tales disparos y se agachó a tiempo. ¿Por qué le habría tocado precisamente a él un hombre de cristal tan pesimista? Cuarzo Rosa llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. Tras la función de Pájaro Tiznado, Fenoglio le había convencido para que espiase de nuevo en casa de Orfeo, y el horrendo hombre de cristal de éste había tirado por la ventana al pobrecillo. Por fortuna Cuarzo Rosa había aterrizado en el canalón, pero Fenoglio aún ignoraba si la escena de apresar a los niños se le había ocurrido a Orfeo. ¡No! Era imposible que la hubiera escrito él. Orfeo no hacía nada sin el libro, y —eso sí lo había averiguado Cuarzo Rosa— Dedo Polvoriento se lo había arrebatado. Aparte de que la escena era demasiado buena para ese cabeza de ternero, ¿no?