Resa agarró su mano y se incorporó con esfuerzo. ¿Irse? «¿Adonde?», quiso preguntar. «¿De vuelta al campamento en el que espera una tienda vacía y en el que tus hombres me mirarán con mayor hostilidad aún?»
Doria trajo su caballo. Recio continuaba junto a Meggie, su cara tosca tan llorosa como la de la joven. Él rehuyó su mirada. Así que también él la culpaba de lo sucedido.
¿Adonde? ¿De regreso?
Resa seguía sosteniendo en la mano la hoja con las palabras de Orfeo. La casa de Elinor. ¿Qué se sentiría regresando allí sin Mo? Suponiendo que Meggie leyera las palabras.
Elinor, he perdido a Mo. Intenté protegerlo, pero…
No, no quería tener que relatar esa historia. Así que no había posibilidad de regreso. No había nada.
—Ven, Meggie —el Príncipe hizo una seña llamándola. Quiso levantarla sobre la montura de Resa, pero Meggie retrocedió.
—No. Cabalgaré con Doria —informó.
Doria condujo su caballo hasta situarse junto a Meggie. Farid lanzó una mirada poco amistosa al otro chico cuando éste montó a la joven a la grupa de su caballo.
—¿Y tú por qué sigues aquí? —le increpó Meggie—. ¿Aún esperas que Dedo Polvoriento aparezca de repente ante ti? No volverá, igual que mi padre, pero Orfeo seguro que te readmite después de todo lo que has hecho por él.
Farid se encogía a cada palabra como un perro apaleado. Después se giró en silencio para encaminarse hacia su burro. Llamó a la marta, pero Furtivo no acudió y Farid se alejó sin ella.
Meggie no lo siguió con la vista.
Se volvió hacia Resa.
—¡No creas que regresaré contigo! —le espetó, furiosa—. Si necesitas un lector para tus valiosas palabras, recurre a Orfeo. ¡Al fin y al cabo, ya lo has hecho una vez!
Tampoco en esta ocasión preguntó el Príncipe Negro a qué se refería Meggie, a pesar de que Resa captó la pregunta en su rostro cansado. Permaneció al lado de Resa mientras cabalgaban de vuelta, durante el largo trayecto. El sol fue conquistando una colina tras otra, pero Resa sabía que la noche nunca terminaría para ella. Desde entonces moraría en su corazón. Siempre la misma noche sin fin. Negra y blanca a la vez, como las mujeres que se habían llevado a su marido.
"UNA PEQUEÑA ANOTACIÓN AL MARGEN"
Moriréis.
Markus Zusak
,
La ladrona de libros
Ellas le devolvieron todo: el recuerdo del dolor y el miedo, el ardor de la fiebre y el frío de sus manos junto a su corazón. Pero esta vez todo fue diferente. Las Mujeres Blancas tocaron a Mo sin que él se asustase. Susurraron el nombre que consideraban suyo, y sonó como una bienvenida. Sí, ellas le daban la bienvenida con sus voces quedas, pesadas por la nostalgia, que él escuchaba con tanta frecuencia en sueños… como si fuera un amigo largo tiempo añorado que por fin había vuelto.
Eran muchas, muchísimas. Sus caras pálidas lo rodearon como una niebla tras la que desapareció todo lo demás, Orfeo, Resa, Meggie y el Príncipe Negro, que momentos antes estaban a su lado. Desaparecieron hasta las estrellas y el suelo firme bajo sus pies. De repente se encontró sobre hojas en descomposición cuyo aroma se cernía, pesado y dulce, en el aire gélido. Entre ellas yacían huesos, pálidos y descarnados. Cráneos. Miembros del cuerpo. ¿Dónde estaba?
«Te han llevado con ellas, Mortimer», pensó. «Igual que a Dedo Polvoriento.»
¿Por qué no le aterraba ese pensamiento?
Escuchó pájaros por encima de su cabeza, muchos pájaros, y cuando las Mujeres Blancas se apartaron, divisó raíces aéreas que colgaban desde una altura oscura al modo de las telarañas. Estaba en el interior de un árbol, hueco como el tubo de un órgano, alto como las torres del castillo de Umbra. En los flancos de madera crecían setas que despedían una luminosidad verde pálida que se proyectaba sobre los nidos de pájaros y de hadas. Mo alargó la mano hacia las raíces para averiguar si sus dedos conservaban la sensibilidad. Sí, la conservaban. Se acarició la cara, sintiendo su propia piel, incólume y cálida. ¿Qué significaba eso? ¿Es que aquello no era la muerte?
¿Qué era entonces? ¿Un sueño?
Se volvió, todavía como en sueños, y vio lechos de musgo. Encima dormían mujercitas de musgo, las caras arrugadas tan carentes de edad en la muerte como en vida. Pero en el último yacía una figura conocida, el rostro tan sereno como la última vez que lo vio: Dedo Polvoriento.
Roxana había cumplido la promesa que había hecho en la mina en ruinas:
Y parecerá que duerme cuando mis cabellos lleven mucho tiempo siendo blancos, porque sé por Ortiga cómo hay que hacer para conservar un cuerpo, incluso si hace mucho que lo abandonó el alma.
Mo se aproximó, titubeante, a la figura inmóvil. Las Mujeres Blancas se apartaron en silencio.
¿Dónde estás, Mortimer? ¿Estás todavía en el mundo de los vivos aunque aquí duerman los muertos?
Dedo Polvoriento, en efecto, parecía dormido. Un sueño apacible, sin pesadillas. ¿Lo visitaba Roxana en ese lugar? Seguramente. Pero ¿cómo había llegado él mismo hasta allí?
—Éste debe de ser el amigo por el que querías preguntar, ¿no? —la voz procedía de arriba, y cuando Mo levantó la vista hacia la oscuridad, vio un pájaro posado en el entramado de raíces, de color oro, con una mancha roja en el pecho, que lo miraba fijamente desde arriba con sus ojos redondos de pájaro, pero la voz que salía de su pico era la voz de una mujer—. Tu amigo es un huésped que vemos con agrado. Él nos trajo el fuego, el único elemento que no me obedece. A mis hijas también les gustaría mucho llevarte con ellas, porque aman tu voz, pero saben que esa voz necesita el aliento de la carne. Y cuando a pesar de todo les ordené que fueran a buscarte, en castigo por haber encuadernado el Libro Vacío, me convencieron de que te perdonase, y me explicaron que te habías propuesto algo que me aplacaría.
—¿A qué se refiere? —a Mo le resultaba extraña su propia voz al oírla en ese lugar.
—¿No lo sabes? ¿A pesar de estar dispuesto a separarte de todo lo que amas? Tú me traerás al que me arrebataste. Tráeme a Cabeza de Víbora, Arrendajo.
—¿Quién eres? —Mo miró a las Mujeres Blancas. Contempló el rostro sereno de Dedo Polvoriento.
—Adivínalo.
El pájaro esponjó su plumaje dorado, y Mo se dio cuenta de que la mancha de su pecho era sangre.
—Eres la Muerte —Mo notó la ominosa palabra en la punta de la lengua. ¿Había otra más ominosa?
—Sí, así me llaman, con la cantidad de nombres distintos que me he ganado —el pájaro se sacudió y plumas doradas cayeron sobre las hojas a los pies de Mo. Le cayeron sobre el pelo y los hombros, y cuando volvió a alzar la vista, únicamente divisó el esqueleto de un pájaro en las raíces—. El final y el principio, eso soy yo —la piel cubrió los huesos. Nacieron orejas afiladas sobre el cráneo desnudo. Una ardilla miraba a Mo desde arriba. Con manos diminutas se aferró a las raíces, y de la pequeña boca brotó la misma voz con la que había hablado el pájaro—. La Gran Transformadora, ése es el nombre que me gusta.
La ardilla también se sacudió, perdió pelo, rabo y orejas, convirtiéndose en una mariposa, en una oruga a sus pies, en un gato, moteado como la luz del Bosque Impenetrable… y finalmente en una marta que saltó sobre la cama de musgo donde yacía Dedo Polvoriento, y se enroscó a los pies del muerto.
—Yo soy el principio y el fin de todas las historias —dijo la marta con la voz del pájaro, con la voz de la ardilla—. Desaparición y renovación. Nada nace sin mí, porque nada muere sin mí. Pero tú, Arrendajo, perturbaste mi trabajo al encuadernar el libro que me ata las manos. Por eso me enfurecí mucho contigo, muchísimo.
La marta enseñó los dientes, y Mo notó cómo las Mujeres Blancas se aproximaban de nuevo a él. ¿Venía la Muerte? El pecho se le encogió. Le costaba respirar, igual que entonces, cuando la sintió muy de cerca.
—Sí, me enfurecí —susurró la marta. La voz con la que hablaba era todavía la de una mujer, pero ahora súbitamente envejecida—. Mis hijas, sin embargo, me apaciguaron. Ellas aman tu corazón tanto como tu voz. Dicen que es grande, muy grande; que sería una lástima quebrarlo tan pronto.
La marta enmudeció, y de repente reaparecieron los susurros que Mo nunca había olvidado. Lo rodearon, estaban por todas partes.
—¡Cuídate! ¡Cuídate, Arrendajo!
¿De quién? Las caras pálidas le miraban. Eran hermosas, pero se esfumaban en cuanto intentaba contemplarlas con más detenimiento.
—¡De Orfeo! —susurraban los pálidos labios.
Y de repente, Mo escuchó la voz de Orfeo. Su sonido melodioso llenó el árbol hueco como un aroma demasiado dulzón.
«Escúchame Maestra del Frío», decía el escritor. «Escúchame, Maestra del Silencio. Te ofrezco un trato. Te envío a Arrendajo, que te ha convertido en objeto de burla. Él creerá que sólo debe llamar a tus pálidas hijas, pero yo te lo ofrezco a cambio del Bailarín del Fuego. Llévatelo y devuelve a Dedo Polvoriento al mundo de los vivos, pues su historia aún no ha concluido. A la de Arrendajo, empero, sólo le falta un capítulo, y éste deben escribirlo tus Mujeres Blancas.» Así leyó y escribió el escritor, y sus palabras se tornaron verdaderas, como siempre. Arrendajo, osado como era, invocó a las Mujeres Blancas, y la Muerte no volvió a dejarlo escapar. Pero el Bailarín del Fuego regresó, y su historia se inició de nuevo.
Guárdate…
Mo tardó unos instantes en comprender. Maldijo su estupidez, que le había hecho confiar en el hombre que ya había estado a punto de matarlo en una ocasión. Intentó recordar desesperado las palabras que Orfeo había escrito para Resa. ¿Qué ocurriría si también pretendía eliminar a Meggie y a Resa igual que a él? ¡Recuerda, Mo! ¿Qué escribió Orfeo?
—Sí, fuiste estúpido, muy estúpido —se burló la voz de mujer—. Pero él aún lo fue más. Cree que puede atarme con palabras, a mí, que gobierno el país en el que no existen las palabras y del que sin embargo proceden todas ellas. Nada puede atarme, salvo el Libro Vacío, porque tú llenaste sus páginas de blanco silencio. Aquel al que protege me envía casi todos los días a un hombre al que ha matado como emisario de su burla. ¡Me gustaría derretirte por ello la carne de los huesos! Pero mis hijas leen tu corazón como un libro desde que lo tocaron, y me aseguran que no descansarás hasta que aquel al que protege tu libro vuelva a pertenecerme. ¿Es así, Arrendajo?
—Así es —musitó Mo.
—Bien. Entonces regresa y retira del mundo ese libro. Llénalo de palabras antes de que llegue la primavera, o no verás el fin del invierno. Y no me tomaré sólo tu vida a cambio de la de Cabeza de Víbora, sino también la de tu hija, pues ella ayudó a encuadernar el libro. ¿Lo has entendido, Arrendajo?
—¿Por qué dos? —inquirió Mo con voz ronca—. ¿Cómo puedes exigir dos vidas por una? Con la mía tienes bastante.
La marta lo miró de hito en hito.
—Yo fijo el precio —sentenció la Muerte—. Tú sólo tienes que pagar.
«Meggie. No. No. ¡Vuelve, Resa!», pensaba Mo. «Haz que Meggie lea las palabras de Orfeo. Todo es mejor que esto de aquí. ¡Regresad! ¡Deprisa!»
Pero la marta reía. Y de nuevo su voz se asemejó a la de una anciana.
—Todas las historias terminan en mí, Arrendajo —precisó—. A mí me encontrarás en todas partes —y para probarlo se transformó en el gato de una sola oreja al que le gustaba deslizarse por el jardín de Elinor para cazar pájaros. Dio un salto elástico desde el pecho de Dedo Polvoriento y se frotó contra las piernas de Mo—. Así pues… ¿qué contestas, Arrendajo? ¿Aceptas mis condiciones?
Y no me tomaré sólo tu vida a cambio de la de Cabeza de Víbora, sino también la de tu hija.
Mo miró a Dedo Polvoriento. Muerto, su rostro parecía mucho más apacible que en vida. ¿Había encontrado al otro lado a su hija menor, a Cósimo y al primer marido de Roxana? ¿Estaban todos los muertos en el mismo lugar?
El gato se sentó delante de él, y clavó sus ojos en él.
—Acepto —respondió Mo con voz tan ronca que apenas entendía sus propias palabras—. Pero yo también pongo una condición: entrégame al Bailarín del Fuego. Hace mucho tiempo mi voz le robó diez años de su vida. Déjame devolvérselos. Además… ¿no dicen las canciones que la muerte de Cabeza de Víbora vendrá del fuego?
El gato se encogió. Su pelaje rojo cayó sobre las hojas en putrefacción. Los huesos volvieron a cubrirse de carne y plumas y el sinsonte dorado de pecho ensangrentado aleteó hasta el hombro de Mo.
—¿Te gusta hacer realidad lo que dicen las canciones, verdad? —le susurró—. De acuerdo. Te lo entrego, que el Bailarín del Fuego vuelva a la vida. Pero si llega la primavera y Cabeza de Víbora sigue siendo inmortal, su corazón dejará de latir al mismo tiempo que el tuyo… y el de tu hija.
Mo sintió vértigo. Le habría gustado agarrar al pájaro y retorcerle el cuello dorado, para no tener que volver a oír aquella voz, tan vieja e impasible, tan sarcástica. Meggie. Casi tropezó cuando volvió a situarse al lado de Dedo Polvoriento.
Esta vez las Mujeres Blancas se apartaron con cierta vacilación.
—Ya lo ves, a mis hijas no les complace dejarlo marchar —precisó la voz de anciana—, aunque saben que volverá.
Mo contempló el cuerpo inmóvil. El rostro, efectivamente, era mucho más apacible de lo que había sido en vida, y de pronto ya no estuvo seguro de si hacía un favor a Dedo Polvoriento llevándolo de regreso.
El pájaro seguía posado sobre su hombro, ligero y con las garras muy afiladas.
—¿A qué esperas? —preguntó la Muerte—. ¡Llámalo!
Y Mo obedeció.
¿Qué le ha quedado?, se pregunta Sombralarga. ¿Qué pensamientos, qué olores, qué nombres? ¿O acaso pueblan su cabeza sólo vagas sensaciones y un montón de palabras inconexas?
Barbara Gowdy
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El tesoro blanco
Se habían marchado. Lo habían dejado solo con el azul, que tan mal armonizaba con el rojo del fuego. El azul del cielo nocturno, el azul de las flores de la hierba de san Roberto, el azul de los labios de los ahogados, el azul del corazón de una llama ardiendo demasiado caliente. Sí, en ocasiones también hacía calor en ese mundo. Un mundo a la vez caluroso y frío, claro y oscuro, terrible y bello. Era falso que no se sintiera nada en el país de la Muerte. Uno percibía y oía y olía y veía, pero mientras tanto el corazón mantenía una extraña indiferencia… como si descansara antes de que comenzase otro baile.