—¿Cómo se llama?
Si Recio tenía razón, Doria había cumplido quince años justo el día en que Pardillo había intentado ahorcarle. Meggie comentó que parecía mayor.
—Bueno —había dicho Recio—, es posible que sea mayor. A mi madre no se le dan muy bien las cuentas. De mi cumpleaños no se acuerda en absoluto.
—Se llamaba Susa —Doria miró a las tumbas, como si el solo nombre pudiera conjurar a aquella de la que hablaba—. Mi hermano asegura que está enterrada aquí, aunque no recuerda dónde.
Encontraron la lápida. Estaba cubierta de hiedra, pero el nombre aún se leía con claridad. Doria se agachó y apartó las hojas.
—Tenía el pelo claro como el tuyo —informó—. Lázaro afirma que mi madre la echó de casa porque ella quería vivir con los titiriteros. Él no se lo perdonó jamás.
—¿Lázaro?
—Mi hermano. Recio, como lo llamáis vosotros —precisó Doria, repasando las letras con el dedo. Parecía como si alguien las hubiera grabado en la piedra con un cuchillo. El musgo crecía en la primera S.
Mo continuaba hablando con Orfeo. Este le entregó una hoja: las palabras que Resa le había encargado. ¿Las leería Mo esa misma noche, si aparecían de verdad las Mujeres Blancas? ¿Estarían quizá en casa de Elinor antes de que amaneciera? Meggie no sabía si ese pensamiento la llenaba de tristeza o de alivio. Tampoco le apetecía pensar en ello. Sólo quería una cosa: que Mo montase en su caballo y se alejase cabalgando; que las lágrimas de su madre nunca le hubieran inducido a acudir allí.
Farid se mantenía un poco apartado, con Furtivo encima del hombro. Al mirarlo, a Meggie se le helaba el corazón igual que al ver a Resa. Farid había traído a Mo la demanda de Orfeo, sabiendo el peligro que entrañaba para su padre, aparte de que los dos acaso nunca volvieran a verse debido a ese trato. Pero a Farid todo eso le daba igual. A él sólo le importaba una persona: Dedo Polvoriento.
—Dicen que Arrendajo y tú venís de muy lejos —Doria se había sacado el cuchillo del cinto y rascaba el musgo del nombre de su hermana—. ¿Es diferente?
¿Qué podía responderle?
—Sí —musitó al fin—. Muy diferente.
—¿De veras? Farid dice que allí hay carruajes que viajan sin caballos, y música que sale de una diminuta caja negra.
Meggie no puedo evitar una sonrisa.
—Sí, es verdad —contestó en voz baja.
Doria depositó la flor blanca sobre la tumba de su hermana y se incorporó.
—¿Es verdad que en ese país también hay máquinas voladoras? —con cuánta curiosidad la miraba—. Una vez intenté construirme unas alas. Volé un poco con ellas, mas no llegué muy lejos.
—Sí… allí también hay máquinas voladoras —contestó Meggie con voz ausente—. Resa puede dibujártelas.
Mo había doblado la hoja que le había entregado Orfeo. Resa se acercó a él y comenzó a hablarle con insistencia. ¿Para qué? Él no le haría caso.
—No hay otro camino, Meggie —se había limitado a contestar cuando ella le suplicó que no aceptara la oferta de Orfeo—. Tu madre tiene razón. Es hora de regresar. La situación se torna más peligrosa cada día.
¿Qué habría podido aducir ella? En los últimos días los bandidos habían trasladado tres veces su campamento por culpa de las patrullas de Pífano, y, según decían, al castillo de Umbra afluían numerosas mujeres que confiaban en salvar a sus hijos afirmando que habían visto a Arrendajo.
Ay, Mo.
—No le pasará nada —dijo Doria a sus espaldas—. Ya lo verás, hasta las Mujeres Blancas aman su voz.
Disparates. ¡Sólo son imaginaciones disparatadas!
Cuando Meggie se acercó a su padre, sus botas dejaron huellas en la escarcha, como si un espíritu hubiera caminado por el cementerio. Qué serio estaba. ¿Tendría miedo? ¡Pues qué te figuras, Meggie! ¡Va a llamar a las Mujeres Blancas!
Ellas sólo están hechas de nostalgia, Meggie.
Farid se limitó a apartar la vista, confundido, cuando ella pasó a su lado.
—¡Por favor! ¡No estás obligado a hacerlo! —la voz de Resa sonó demasiado alta entre los muertos y Mo, con gesto delicadeza, le puso la mano sobre los labios.
—Quiero hacerlo —replicó—. No temas. Conozco a las Mujeres Blancas mejor de lo que crees —deslizó en el cinturón de ella la hoja doblada—. Toma. Vigílala bien. Si por alguna razón no puedo leerla yo, lo hará Meggie.
Si por alguna razón no puedo leerla yo…
es decir: si me matan, igual que a Dedo Polvoriento, con sus gélidas manos blancas. Meggie abrió la boca, y volvió a cerrarla cuando su padre la miró. Conocía esa mirada.
No hay discusión. Olvídalo, Meggie.
—En fin, concretemos. He cumplido mi parte del trato. Yo… ejem, creo que no deberíamos esperar más —Orfeo ardía de impaciencia y bailoteaba sobre sus pies con una sonrisa pegajosa en los labios—. Dicen que a ellas les gusta el brillo de la luna antes de que desaparezca detrás de las nubes…
Mo se limitó a asentir e hizo una seña a Recio, tras lo cual Resa tiró suavemente de Meggie arrastrándola lejos de las tumbas, hasta una encina que crecía al borde del cementerio. A una señal de su hermano, Doria se reunió con ellas.
También Orfeo retrocedió unos pasos, como si ahora fuera peligroso estar al lado de Mo.
Mo cruzó una mirada con el Príncipe Negro. ¿Qué le había contado? ¿Que sólo quería llamar a las Mujeres Blancas por Dedo Polvoriento? ¿O estaba enterado el Príncipe de las palabras que Arrendajo pretendía comprar con esa acción? No, seguro que no.
Codo con codo, se adentraron entre las tumbas. El oso trotaba detrás de ambos. Orfeo se dirigió apresuradamente con su guardaespaldas hacia la encina bajo la que se cobijaban Meggie y Resa. Sólo Farid permaneció en su sitio, como si hubiera echado raíces. En su rostro se reflejaba el miedo a aquellas a las que pretendía llamar Mo y la nostalgia del que ellas se habían llevado consigo.
Un viento suave recorrió el cementerio, frío como el aliento de las mujeres a quienes esperaban, y Resa dio un paso adelante sin querer, pero Recio la hizo retroceder.
—No —advirtió en voz baja, y Resa se detuvo, a la sombra de las ramas, y al igual que su hija observó a los dos hombres situados en medio de las tumbas.
—¡Mostraos, hijas de la Muerte!
La voz de Mo sonó tan indiferente como si hubiera pronunciado esa invocación en incontables ocasiones.
—Me recordáis, ¿verdad? Recordáis la fortaleza de Capricornio, la cueva a la que me seguisteis, los débiles latidos de mi corazón en vuestros dedos. Arrendajo querría preguntaros por un amigo. ¿Dónde estáis?
Resa se apretó el corazón con la mano. Seguramente latía tan veloz como el de Meggie.
La primera Mujer Blanca apareció justo al lado de la lápida ante la que estaba Mo. Sólo necesitaba alargar el brazo para tocarlo, y así lo hizo, con la misma suavidad que si saludara a un amigo.
El oso gimió y agachó la cabeza. Después retrocedió paso a paso, e hizo lo que nunca había hecho antes: abandonar a su señor. El Príncipe Negro, sin embargo, permaneció quieto, muy cerca de Mo, a pesar de que su cara oscura denotaba un miedo que Meggie jamás había visto en ella antes.
El rostro de Mo no reveló nada cuando los pálidos dedos acariciaron su brazo. La segunda Mujer Blanca apareció a su derecha y le tocó el pecho, justo donde latía su corazón. Resa soltó un grito y volvió a dar un paso adelante, pero Recio la obligó a retroceder.
—No le hacen nada. ¡Fíjate! —le susurró.
Apareció una tercera Mujer Blanca, y luego una cuarta, y una quinta. Rodearon a Mo y al Príncipe Negro hasta que para Meggie fueron sombras entre las figuras neblinosas. Qué bellas… y pavorosas eran. Por un momento Meggie deseó que Fenoglio pudiera contemplarlas. Sabía el orgullo que habría sentido ante esa visión, orgullo de los ángeles sin alas que había creado.
Seguían apareciendo más. Parecían formarse a partir del aliento blanco suspendido delante de los labios de Mo y del Príncipe. ¿Por qué venían tantas? Meggie distinguió también en el rostro de Resa el hechizo que ella misma percibía, e incluso en el de Farid, que tanto temía a los espíritus. En ese momento comenzó el cuchicheo… de voces que parecían tan incorpóreas como las mismas mujeres pálidas. Fue aumentando poco a poco de volumen, y el hechizo se convirtió en miedo. La silueta de Mo se difuminó, como si se disolviera en tanta blancura. Doria dirigió a su hermano una mirada de alarma. Resa gritó el nombre de Mo. Recio intentó retenerla, pero ella se soltó y echó a correr.
Meggie la siguió, sumergiéndose en la niebla de cuerpos transparentes. Rostros pálidos como las piedras en las que tropezaba se volvieron hacia ella. ¿Dónde estaba su padre?
Intentó apartar a las figuras blancas a empujones, pero una y otra vez topaba con la nada, hasta que por fin chocó con el Príncipe Negro, que permanecía allí plantado con la cara cenicienta, la espada en la mano temblorosa, escudriñando a su alrededor como si hubiera olvidado quién era. Las Mujeres Blancas dejaron de susurrar y se disolvieron como humo disipado por el viento. La noche pareció más oscura cuando se fueron. Y fría, horriblemente fría.
Resa gritó una y otra vez el nombre de Mo, y el Príncipe miró desesperado a su alrededor, la espada inútil en la mano.
Pero Mo había desaparecido.
Tiempo, hazme desaparecer. Entonces se unirá lo que nosotros desunimos mientras existimos.
Audrey Niffenegger
,
La mujer del viajero en el tiempo
Resa esperó entre las tumbas hasta el alba, pero Mo no regresó.
El dolor de Roxana era el suyo. Sólo que a ella ni siquiera le quedó un cadáver al que llorar. Mo se había ido como si jamás hubiera existido. Se lo había tragado la historia, y ella tenía la culpa.
Meggie lloraba. Recio la sostuvo en los brazos mientras las lágrimas corrían por su ancha cara.
—¡Vosotros tenéis la culpa! —repetía Meggie a gritos, apartando de un empujón a Resa y Farid, sin dejar que el Príncipe la tranquilizara—. ¡Vosotros lo convencisteis! ¿Para qué lo salvé entonces, si ahora ellas han acabado por apoderarse de él?
—Cuánto lo siento. Me produce un dolor infinito, de veras.
La voz de Orfeo todavía se adehería a la piel de Resa como un veneno dulzón. Cuando desaparecieron las Mujeres Blancas, se quedó expectante, ocultando con esfuerzo la sonrisa que afloraba una y otra vez a sus labios. Pero Resa la había visto. Oh, sí… Y Farid, también.
—¿Qué has hecho? —éste había agarrado a Orfeo por sus ropas elegantes y había golpeado su pecho con los puños. El guardaespaldas de Orfeo intentó agarrar a Farid, pero Recio lo sujetó.
—¡Sucio embustero! —gritó Farid entre sollozos—. ¡Serpiente de lengua bífida! ¿Por qué no les preguntaste nada? No querías preguntarles nada, ¿verdad? Sólo querías que se llevasen a Lengua de Brujo. ¡Preguntadle! Preguntadle qué más escribió. ¡Yo lo vi! No sólo escribió las palabras que le prometió a Lengua de Brujo. ¡Había además otra hoja! El cree que no sé lo que hace, porque no sé leer, pero sé contar. Eran dos hojas… ¡y su hombre de cristal dice que anoche leyó en voz alta!
«Tiene razón», Resa sintió esas palabras como un susurro en sus oídos. «¡Oh, Dios, Farid tiene razón!» Pero Orfeo se afanó con todas sus fuerzas por aparentar sincera indignación.
—¡Qué palabrería tan necia! —exclamó—. ¿Creéis que no estoy desilusionado? ¿Qué culpa tengo yo de que se lo hayan llevado? Yo cumplí mi parte del acuerdo. Escribí punto por punto lo que me pidió Mortimer. ¿Tuve oportunidad de preguntarle por Dedo Polvoriento? ¡No! No exigiré la devolución de mis palabras, pero espero que quede claro para todos los presentes —y al mismo tiempo miró al Príncipe Negro, que continuaba empuñando la espada— que soy yo el que se ha ido de vacío en este trato.
Sus palabras seguían dentro del cinturón de Resa. Esta pensó en tirárselas cuando él se alejaba a caballo, sin embargo las mantuvo en su cinturón. Las palabras que debían llevarlas a ellas de regreso… ni siquiera las había leído. Habían costado demasiado caras. Mo había desaparecido y Meggie no la perdonaría jamás. Por ella había vuelto a perder a los dos.
Apoyó la frente en la lápida que tenía a su lado. Era la de un niño, una camisita yacía sobre la tumba.
Cuánto lo siento.
De nuevo creyó escuchar la voz meliflua, oscura de Orfeo, mezclada con los sollozos de su hija. Sí, Farid tenía razón. Orfeo mentía. Había escrito lo que sucedió y lo hizo verdad con su voz, había quitado de en medio a Mo, por celos, como siempre había dicho Meggie… y ella le había ayudado a hacerlo.
Con dedos temblorosos desdobló el papel que Mo le había metido en el cinturón. Estaba húmedo de rocío y el escudo de Orfeo campaba por encima de las palabras. Farid les había contado cómo se lo había encargado a un dibujante de escudos de Umbra: una corona, por la mentira de que procedía de una familia real, palmeras, por el país lejano del que afirmaba venir, y un unicornio, el cuerno retorcido negro de tinta.
También el emblema de Mo era un unicornio. Resa sintió cómo se desbordaban de nuevo las lágrimas. Las palabras se desvanecieron ante sus ojos cuando inició la lectura. La descripción de la casa de Elinor parecía un tanto torpe, pero Orfeo había encontrado las palabras correctas para su nostalgia, y también para el miedo a que esa historia convirtiese a su marido en otra persona… ¿Cómo sabía con tal exactitud lo que acontecía en su corazón? «Por ti misma, Resa», pensó con amargura. «Le entregaste toda tu desesperación.» Al proseguir la lectura, se quedó perpleja:
Y madre e hija se pusieron en camino, de regreso a la casa repleta de libros, pero Arrendajo se quedó… prometiendo seguirlas cuando llegase el momento, tras desempeñar su papel.
Escribí exactamente lo que pidió Mortimer,
oyó decir a Orfeo, la voz rebosante de inocencia ofendida.
No. Eso era imposible. Mo deseaba irse con ellas. ¿O no?
«Nunca conocerás la respuesta, Resa», pensó, encorvándose sobre la pequeña tumba, tanto le dolía el corazón. Creyó también oír llorar al hijo que llevaba en su seno.
—¡Vámonos, Resa! —el Príncipe Negro extendió la mano hacia ella.
Su rostro no traslucía el menor reproche, a pesar de que lo invadía una inmensa tristeza. Él tampoco preguntó por las palabras que había escrito Orfeo. A lo mejor creía que Arrendajo había sido un brujo. El Príncipe Negro y Arrendajo, las dos manos de la justicia, una negra, la otra blanca. Ahora de nuevo sólo quedaba el Príncipe.