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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Muerte en Hamburgo (40 page)

BOOK: Muerte en Hamburgo
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El eslavo expulsó el humo soplando con fuerza antes de proseguir.

—Sólo la gran cantidad de misiles tierra-aire que los norteamericanos habían proporcionado a los rebeldes ya hacía prácticamente imposible obtener ayuda o provisiones por aire. Las unidades se quedaron aisladas. A menudo simplemente se las abandonaba, y tenían que buscarse una salida ellas solas o caer en manos de fanáticos enloquecidos. Una de estas unidades fue un Spetznaz de la policía de campo del MVD Kondor.

—¿Comandada por Vitrenko?

El eslavo movió el cigarrillo en dirección a Fabel, lo cual provocó que una pequeña nube de ceniza gris cayera despacio al suelo.

—Exacto… —Hizo una pausa—. Creo que ahora debería contarle un par de cosas sobre las habilidades
especiales
del coronel Vitrenko. Mandar es un don. Mandar a hombres en una batalla es como ser su padre. Tienes que hacerles creer que su confianza en ti es total y absoluta; que sólo tú puedes guiarlos hasta la luz y la seguridad; que sólo tú puedes protegerlos. Y si no puedes protegerlos y les ha llegado la hora de morir, tienen que creer que ése era el único lugar donde podían morir…, que sobrevivir y vivir en otro lugar y otro tiempo sería una traición. Todo esto significa que las estrategias más importantes de quien tiene el mando son psicológicas, no militares. Vasyl Vitrenko es un hombre muy especial y una persona que manda a los hombres de un modo único. De niño, vieron que tenían una inteligencia especial, poderosa. Por desgracia, también vieron que ciertos rasgos de su personalidad eran potencialmente problemáticos. Nació en el seno de una familia de militares, y consideraron que estas singularidades de su carácter estarían mejor controladas si hacía una carrera militar.

Dio otra larga calada al cigarrillo.

—Destacó como soldado, y pronto se vio que tenía una habilidad muy especial para convertirse en un líder. Podía conseguir que la gente hiciera cosas de las que no se creían capaces…, cosas excepcionales. Lo que más incomodaba a las autoridades era su condición casi de ídolo. Propagaba una filosofía del «soldado eterno»…, los hombres que tenía a su mando se consideraban descendientes de una larga estirpe de guerreros que se remonta a hace dos mil años. —El eslavo se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas. Una voluta de humo le acarició la pequeña barbilla y subió por la mejilla, y le hizo entrecerrar los ojos verdes al notar el escozor—. Su asesino tiene una misión noble, ¿verdad? ¿Se considera un guerrero vikingo que devuelve a su pueblo a la verdadera fe nórdica?

Fabel sintió una presión en el pecho al oír una repetición casi perfecta de la descripción que le había dado Dorn.

—Sí…, pero ¿cómo…?

El eslavo lo interrumpió.

—Y usted, por lo tanto, está buscando a un alemán o a un escandinavo.

—Bueno, sí…

—Me decepciona, Herr Fabel. Usted estudió historia medieval, ¿verdad?

Fabel asintió con frialdad.

—¿Qué intenta decirme?

—Pues que pensaba que habría enfocado el tema desde una perspectiva más amplia…, tanto geográfica como históricamente.

La observación era cierta y a Fabel le sentó como una patada.

—Mierda… —Los ojos de Fabel se movían con rapidez mientras procesaba la información que iba extrayendo de un almacén profundo—. La Rus de Kiev…

—Eso es, Herr Fabel. La Rus de Kiev. Los fundadores de Kiev y Novgorod que dieron su nombre a Rusia. Pero no eran eslavos.

Ante aquella revelación, Fabel notó el mismo estremecimiento que en el despacho de Dorn. Ahí estaba. El enlace final. La conexión entre el elemento ucraniano y el resto del rompecabezas.

—No… —dijo Fabel—. No lo eran. Eran suecos. Vikingos suecos.

—Exacto. Remontaron el Volga y establecieron sus puestos y ciudades comerciales en puntos estratégicos a lo largo del río. Eran guerreros. Y Vitrenko halló en este origen la inspiración necesaria para su filosofía casi religiosa de cómo tenía que ser un soldado. Inculcó a sus subordinados la creencia de que eran los herederos de un código guerrero que se remontaba a los orígenes vikingos de la Rus de Kiev. Les hizo creer que aquello por lo que luchaban no importaba lo más mínimo; que lo que realmente importaba era la lucha en sí misma, la camaradería en la batalla y las pruebas de coraje individual y colectivo…, nada más. Podían formar parte de las tropas soviéticas, ser mercenarios, o incluso luchar por Occidente… Vitrenko los invistió con la creencia que sólo el acto de la guerra en sí mismo era la única verdad inalienable e indisoluble. Y creo que disfrazó esta filosofía con códigos semimíticos de los vikingos. En sus hombres, el resultado fue algo que estaba más allá de cualquier definición de lealtad… Eran una dedicación y una devoción totales. Vitrenko tenía, y sigue teniendo, la capacidad de convencer a la gente para que cometa los actos más atroces. Incluso para que sacrifiquen su vida sin pensarlo. —El eslavo bajó la vista al suelo antes de tirar la ceniza distraídamente. Luego, miró a Fabel a los ojos del modo más sincero e inflexible que recordaba haber visto jamás—. Tengo la impresión de que mis palabras son insuficientes para describir el poder descarnado, absoluto, que Vitrenko puede ejercer sobre los demás… o para describir el horror de los actos de los que es capaz. —Era como si el eslavo se hubiera quedado sin fuerzas; como si hubiera agotado las últimas reservas de energía que almacenaba en sus hombros robustos.

—Puedo entender por qué todo esto le lleva a sospechar que Vitrenko es el responsable de estos asesinatos, pero usted ha dicho que sabía que era el asesino. ¿Cómo lo sabe?

El eslavo se levantó y se acercó a una de las ventanas anchas y planas. Fabel sabía que aunque miraba hacia el vacío oscuro del almacén, estaba viendo otra cosa y otro lugar. Otro tiempo.

—Como ya le he dicho, la unidad de Vitrenko se quedó aislada en territorio rebelde. Y sin apoyo aéreo. Decir que estaban incomunicados sería utilizar el lenguaje de la guerra convencional, y aquélla no fue en absoluto una guerra convencional.

»Para regresar a territorio amigo, tenían que atravesar un valle controlado por los rebeldes. Tardaron diez días en pasar de un lado al otro, realizando viajes breves y rápidos por la noche de un punto seguro al siguiente. Cada noche moría algún hombre… y, lo que era peor, a algunos tenían que abandonarlos heridos y los capturaban los rebeldes. Y durante todos los días que pasaron en ese valle, inmovilizados e incapaces de salir de su refugio, los supervivientes oían los gritos de sus camaradas apresados mientras los
muyahidin
los torturaban. Bastó para destrozar el espíritu del soldado más dedicado y leal. Pero en aquel valle pasó algo, entre Vitrenko y sus hombres: algo indestructible se forjó entre ellos.

Se apartó de la ventana, se llevó el cigarrillo a los labios y abrió el encendedor.

—De una unidad de más de cien hombres, sólo unos veinte llegaron al otro lado del valle. De esos, algunos estaban heridos, así que los mandaron a suelo seguro. Pero en lugar de regresar a territorio soviético, Vitrenko y sus hombres se alejaron sólo un poco del valle antes de dar media vuelta y adentrarse en la oscuridad. Los
muyahidin
, por supuesto, no esperaban que regresarían. Vitrenko y sus hombres pagaron a los rebeldes con su misma moneda, llevándose a las montañas y acechando a cualquier grupo pequeño de soldados que encontraban a su paso. Mataban a todos los prisioneros que hacían en combate menos a uno. A este prisionero lo torturaban sin piedad para sacarle información y luego lo crucificaban; lo dejaban gritar durante horas hasta que moría. Al principio, los rebeldes intentaron rescatar al compañero, pero Vitrenko colocó a francotiradores para liquidarlos. Después de las bajas que sufrieron con estos intentos de rescate, los
muyahidin
aprendieron a vivir con los gritos. Vitrenko y sus hombres se convirtieron en una especie de bandidos, en forajidos; estaban más allá del control de cualquier mando militar. También se convirtieron en héroes para el soldado soviético corriente que luchaba en Afganistán. Fue sólo cuestión de tiempo que el GRU —el Glavnoye Razvedyvatelnoye Upravleniye—, nuestro servicio de inteligencia principal de campo, comenzara a sentirse frustrado: sabían que Vitrenko y sus hombres estaban recabando información importante que no les transmitían. Luego, las historias se volvieron más horripilantes. Llegaban noticias de asesinatos masivos en las zonas controladas por los rebeldes; de asaltos y violaciones.

—No pensaba que eso pudiera ofender las sensibilidades soviéticas en aquella época —dijo Fabel. El ucraniano estudió la expresión de Fabel en busca de sarcasmo. No lo encontró.

—No. Tiene razón. Pero en aquella fase de la guerra sufríamos el síndrome de Vietnam: librábamos una batalla desigual donde por superioridad numérica, tecnológica y de recursos tendríamos que habernos asegurado una victoria fácil, pero nos estaban derrotando con contundencia y estábamos desesperados por encontrar una salida que supusiera la mínima deshonra. Eso hizo que en 1987 y 1988 las autoridades soviéticas se volvieran un poco más sensibles a la opinión mundial. Y las acciones de Vitrenko eran cada vez más… —se esforzó por encontrar la palabra—
desagradables
. Así que el GRU me envió con dos destacamentos Spetznaz para que localizara y restableciera el control de Vitrenko y su unidad.

—¿Y lo logró?

El ucraniano se apoyó en la pared y se encendió otro cigarrillo. Luego hizo una seña a la chica rubia, que le entregó un sobre de color beige.

—Sí. Con el tiempo. Y Vitrenko y sus hombres fueron elogiados por su coraje excepcional en territorio enemigo. —Le lanzó el sobre a Fabel, quien lo cogió con torpeza—. Pero las cosas con las que me encontré por el camino… En serio, Fabel, he visto cosas horribles en mi vida, como ya puede imaginarse, pero fue como seguirle la pista al mismísimo diablo…

Viernes, 20 de junio. 21:40 h

NLEDERHAFEN (HAMBURGO)

Los dos hombres de la vigilancia no pudieron acercarse lo suficiente al barco para ver qué estaba pasando. Paul ordenó a los dos agentes del Mobiles Einsatz Kommando, con sus chalecos, monos y cascos oscuros, que se acercaran. Uno logró llegar a una posición lo suficientemente avanzada como para apuntar con su Heckler & Koch al torso de MacSwain mientras éste se sentaba en la parte trasera del barco y le daba una copa de Sekt a Anna Wolff.

En la furgoneta de mando, la Wasserschutzpolizei devolvió la llamada de Maria: tenían una lancha en camino que desde su posición controlaría la salida del Niederhafen a las rutas de tráfico fluvial principales del Elba. Si MacSwain salía al río, podrían alcanzarlo y seguirlo, manteniendo una distancia discreta. La única preocupación de la Wasserschutzpolizei era que el barco de MacSwain era rápido y su lancha podía sudar tinta. Maria ya había solicitado el apoyo de un helicóptero. Ninguna de aquellas precauciones logró que Paul Lindemann dejara de fruncir el ceño. A su preocupación se añadía el hecho de que María no pudiera encontrar a Fabel en el móvil, y que saltara el contestador. ¿Por qué tenía el teléfono apagado cuando había prometido que estaría localizable toda la noche?

Había refrescado, y Anna tembló involuntariamente cuando MacSwain le dio una copa de Sekt espumoso.

—Un momento… —MacSwain abrió dos pequeñas puertas, cuya forma se adaptaba a la curva suave del revestimiento. Se abrían a los escalones que bajaban a un camarote pequeño pero muy iluminado. Mientras MacSwain le daba la espalda, Anna olisqueó el champán y dio un sorbo de prueba. No olió ni saboreó nada que no fuera la frescura del champán alemán; pero sabía que el Rohypnol o el GHB eran casi imposibles de detectar en cualquier bebida. Bebió un buen trago y repitió mentalmente su mantra silencioso: «No me encuentro muy bien».

MacSwain reapareció con una chaqueta de lana azul oscuro y se la puso sobre los hombros.

—Podemos bajar si tienes mucho frío —le dijo. Anna negó con la cabeza. MacSwain sonrió y le dio un plato con paté, pan y ensalada de arenque—. Ahora, relájate —le dijo—. Quiero enseñarte algo. Sé que te mareas con facilidad, Sara, así que te prometo que iré despacio. —Miró a Anna como pidiéndole permiso. Ella, como MacSwain, no había visto que los hombres del MEK se ponían en posición, pero supuso, esperó, que ya estarían allí, escondidos entre las sombras. Ahora tendría que confiar en que Paul hubiera dispuesto la cobertura necesaria por si MacSwain ponía en marcha el barco.

Resistió la tentación de escudriñar los pontones en busca de los refuerzos, y siguió mirando a MacSwain fijamente y sin parpadear.

—De acuerdo… —dijo, y asintió con la cabeza; y para su público invisible, añadió—: Creo que no habrá ningún problema.

Paul Lindemann ordenó a los MEK que no intervinieran. María avisó a la lancha de la Wasserschutzpolizei, que ahora tenía contacto directo por radio con el equipo, de que MacSwain se había puesto en marcha.

MacSwain quitó las amarras de proa y popa del barco y arrancó el motor. El murmullo grave y gutural inquietó a Anna, cuya intuición le decía que en aquel ruido sordo había mucha potencia y gran velocidad. MacSwain, tal como había prometido, sacó el barco de su atracadero despacio y con suavidad. Anna advirtió la facilidad relajada, casi despreocupada con que maniobraba la embarcación. Miró hacia atrás al atracadero que estaban dejando atrás y distinguió una sombra tenue que se movía baja y rápida hacia los pontones.

El Elba se extendía delante de ellos, negro e insondable, bordeado en la otra orilla por las luces del astillero. MacSwain viró el barco para ponerlo paralelo a la orilla y apagó el motor. Pulsó un botón en el cuadro de mandos, y Anna oyó el traqueteo rápido de una cadena pesada mientras el ancla se hundía en el río oscuro. Con el motor apagado, Anna oía los sonidos del agua que los rodeaba; tenía la sensación de estar sobre un ente vivo y enorme cuyo aliento y piel chocaban contra el casco del barco mientras su cuerpo infinito se mecía debajo de ellos. MacSwain desconectó las luces.

—¿No te parece espléndido? —dijo, recorriendo con la copa de champán la orilla distante. En cualquier otra situación, Anna se habría quedado cautivada: Hamburgo brillaba en la noche, y el Elba reproducía su belleza, animando el reflejo centellador de la ciudad.

—Es precioso… —dijo Anna—. De verdad. Me alegro de que me hayas traído aquí…

—Me encanta esta ciudad —dijo MacSwain—. Es mi lugar. Siempre querré estar aquí.

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