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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Muerte en la vicaría (12 page)

BOOK: Muerte en la vicaría
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Encontramos a mistress Price Ridley hablando rápidamente a un asombrado agente. El lazo de su sombrero, que temblaba ostensiblemente, me indicó que estaba extremadamente indignada. Mistress Price Ridley se cubre con sombreros del tipo que creo se conoce como «para matronas», especialidad de la vecina población de Much Benham. Se colocan fácilmente sobre una superestructura de cabello y están adornados con grandes lazos. Griselda me amenaza continuamente con adquirir uno para su uso.

Cuando entramos, mistress Price Ridley detuvo momentáneamente su chorro de palabras.

—¿Mistress Price Ridley? —preguntó el coronel Melchett, saludando con el sombrero.

—Permítame presentarle al coronel Melchett, mistress Price Ridley —dije—. El coronel es nuestro jefe de policía.

Mistress Price Ridley me miró fríamente y dirigió al coronel una mueca parecida a una sonrisa.

—Acabamos de ir a su casa, señora —explicó el coronel— y nos enteramos de que se encontraba usted aquí.

—¡Ah! —exclamó—. Me alegro de que se dé importancia al asunto. Es una verdadera ignominia.

No hay duda alguna de que el crimen siempre es ignominioso, pero yo no emplearía esa palabra para describirlo. También Melchett se sorprendió al oírla.

—¿Puede usted arrojar alguna luz sobre el caso? —preguntó.

—Ése es asunto suyo, de la policía. ¿Para qué pagamos impuestos, de lo contrario?

Me pregunto cuántas veces se pronuncian estas palabras durante el año.

—Estamos haciendo cuanto podemos, señora —repuso el jefe de policía.

—¡Pero ese agente no sabía una palabra de esto hasta que yo se lo dije! —exclamó.

Nos volvimos a mirar al policía.

—Alguien llamó a la señora por teléfono —explicó—. Creo que ha sido insultada.

—¡Oh, ya comprendo! —dijo el coronel—. Estábamos hablando de cosas distintas. ¿Viene usted a presentar una denuncia?

Melchett es un hombre inteligente. Sabe que cuando se trata de una airada señora de mediana edad sólo puede hacerse una cosa: dejarla hablar. Cuando haya acabado con lo que tiene que decir, entonces podrá ser interrogada.

Mistress Price Ridley empezó a hablar.

—Tales ignominias debieran ser evitadas, no tendrían que ocurrir. ¡Que la llamen a una a su propia casa para insultarla! ¡Sí, insultarla! No estoy acostumbrada a tales cosas. Desde que terminó la guerra, la moral de la gente deja mucho que desear. ¡Hablan de una manera y llevan unos vestidos…!

—Tiene usted razón —afirmó el coronel Melchett apresuradamente—. Explíqueme lo sucedido.

—Alguien me llamó por teléfono…

—¿Cuándo?

—Ayer, al anochecer. Serían las seis y media. Descolgué el auricular sin sospechar nada y escuché un chorro de insultos y amenazas.

—¿Qué fue exactamente lo que le dijeron?

Mistress Price Ridley se sonrojó.

—No puedo repetirlo.

—Palabras obscenas —murmuró el agente por lo bajo.

—¿Le dijeron palabras obscenas? —preguntó el coronel.

—Depende de lo que usted llame obsceno.

—¿Pudo comprender lo que se le dijo?

—Claro que sí.

—Entonces no fueron palabras obscenas —dije.

Mistress Price Ridley me miró sospechosamente.

—Una dama refinada —expliqué— no conoce tal clase de palabras.

—No era eso —observó ella—. Debo admitir que al principio me sentí muy sorprendida. Creí que se trataba de un mensaje verdadero. Entonces, la… la persona que hablaba empleó palabras insultantes.

—¿Insultantes?

—Muy insultantes. Me sentí muy alarmada.

—¿La amenazaron?

—Sí, y no estoy acostumbrada a ello.

—¿Con qué la amenazaron? ¿Con daño físico?

—No, exactamente.

—Temo que tendrá que ser más explícita, mistress Price Ridley. ¿Cómo la amenazaron?

Mistress Price Ridley parecía singularmente remisa a contestar.

—No puedo recordarlo con exactitud. Estaba muy agitada. Pero al fin, cuando yo estaba terriblemente trastornada, esa… esa misma persona rió de gana, al parecer…

—¿Era una voz de hombre o de mujer?

—Era una voz degenerada —afirmó mistress Price Ridley, dignamente—. Sólo puedo describirla diciendo que se trataba de una voz pervertida. No era ni gruesa, ni fina, sino realmente muy extraña.

—Debe haber sido una broma de mal gusto —observó el coronel.

—Pues fue una cosa terrible. Pudo haberme dado un ataque al corazón.

—Nos ocuparemos de ello —dijo Melchett—. Averigüe el origen de la llamada, inspector. ¿No puede explicarme con mayor detalle lo que le dijeron, mistress Price Ridley?

Una enconada lucha tenía lugar en los sentimientos de ella. La reticencia se oponía a la venganza, pero fue esta última la que triunfó.

—Supongo que lo que diga no saldrá de aquí —observó.

—Naturalmente.

—Esa persona empezó diciendo… Casi no puedo contarlo.

—Sí, sí —la animó Melchett.

—«
Es usted una vieja chismosa
». ¡Yo, una vieja chismosa, coronel Melchett! «
Pero esta vez ha ido demasiado lejos. Scotland Yard la persigue por calumnia
».

—Usted se sintió, naturalmente, muy alarmada —dijo Melchett, mordiéndose el labio, para no reír.

—«
A menos que contenga la lengua en el futuro, algo malo le ocurrirá
». No puedo describir el tono amenazante con que eso último fue pronunciado. «¿Quién es usted?», pregunté deliberadamente, y la voz contestó: «
El vengador
». Di un grito de espanto y entonces aquella persona se rió. ¡Se rió! Lo oí claramente. Y colgó el aparato. Desde luego, pregunté a la central qué número me había llamado, pero dijeron que lo ignoraban. Ya sabe usted cómo son las telefonistas: groseras y antipáticas.

—Sí —asentí.

—Me sentí desmayar —prosiguió mistress Price Ridley—. Entonces oí un disparo en el bosque, que casi me sacó de mis casillas.

—¿Un disparo en el bosque? —preguntó Slack.

—En el estado de excitación en que me encontraba, más me pareció un cañonazo. «¡Oh!», exclamé, y caí postrada en un sofá. Clara tuvo que traerme una copa de ginebra.

—De mal gusto —dijo Melchett—. De muy mal gusto, y terrible para usted. ¿Le pareció muy fuerte el disparo, como si hubiera sido hecho muy cerca de usted?

—Esa impresión fue debida a mi estado nervioso.

—Desde luego, desde luego. ¿A qué hora sucedió todo eso? Es para ayudarnos a averiguar el sitio desde dónde la llamaron, ¿comprende?

—Alrededor de las seis y media.

—¿No puede ser más exacta?

—El reloj de la repisa acababa de dar la media y pensé que adelantaba algo. En realidad adelanta. Consulté la hora en mi reloj de pulsera, me señalaba las seis y diez. Lo llevé al oído, y observé que estaba parado. Entonces me dije que si el reloj adelantaba, no tardaría en oír las campanadas de la iglesia. Después sonó el timbre del teléfono y me olvidé de ello.

Hizo una pausa para recobrar aliento.

—Es una hora bastante aproximada —dijo el coronel Melchett—. Haremos averiguaciones, señora.

—Considérelo como una broma pesada y no se preocupe por ello —aconsejé.

Me miró fríamente. Estaba claro que el incidente del billete de una libra no había sido olvidado.

—En este pueblo han estado sucediendo cosas muy raras en los últimos tiempos —dijo, dirigiéndose al coronel Melchett—. Muy extrañas, por cierto. El coronel Protheroe se disponía a investigarlas y le mataron. Quizá yo seré la próxima víctima.

Saludó melancólicamente con una inclinación de cabeza y salió.

—No tendremos esa suerte —murmuró Melchett.

El coronel se volvió hacia el inspector Slack y le miró interrogativamente. Éste asintió con la cabeza, despacio.

—Tres personas oyeron el disparo, señor. Ahora debemos averiguar quién lo hizo. Míster Redding nos ha hecho perder tiempo con su confesión, pero tenemos varios puntos de partida. No los examiné antes, pues le creía culpable. Pero ahora todo es distinto. Una de las primeras cosas que debemos averiguar es el origen de la llamada.

—¿La de mistress Price Ridley?

El inspector sonrió.

—No, aunque supongo que algo debemos hacer en cuanto a ella, pues, de lo contrario, esa señora volverá a molestarnos. Me refiero a la que hizo que el vicario estuviera ausente cuando llegó el coronel a su casa.

—Sí —asintió Melchett—. Es importante.

—Y, después, saber lo que todos estaban haciendo aquel día entre seis y siete de la tarde. Todo el mundo en Old Hall, desde luego, y casi todos en el pueblo.

Suspiré.

—Tiene usted una maravillosa energía, inspector Slack.

—Las cosas han de hacerse bien. Empezaremos tomando nota de sus movimientos, míster Clement.

—Naturalmente. La llamada fue hecha alrededor de las cinco y media.

—¿Era voz de hombre o de mujer?

—De mujer. Por lo menos, así me lo pareció. Desde luego, di por sentado que se trataba de mistress Abbott.

—¿Puede usted asegurar que era la voz de mistress Abbott?

—No, no puedo. No presté mucha atención.

—¿Salió usted en seguida? ¿Fue a pie? ¿Tiene bicicleta para esos casos?

—No.

—¿Cuánto tardó en llegar?

—Hay que recorrer unas dos millas, vaya por donde vaya.

—¿Se llega antes cruzando por los bosques de Old Hall?

—Sí, pero el camino no es muy bueno. Fui por el sendero que cruza los campos.

—¿El que sale junto a la verja de la vicaría?

—Sí.

—¿Y mistress Clement?

—Mi esposa se encontraba en Londres y regresó en el tren de las seis y cincuenta.

—Bien. Ya he hablado con la cocinera y hemos terminado con la vicaría. Primero iré a Old Hall y después quiero hablar con mistress Lestrange. Es curioso que fuera a visitar a Protheroe la noche anterior a su asesinato. Hay muchas cosas extrañas en este caso.

Asentí.

Miré el reloj y observé que era casi hora de comer. Invité a Melchett a hacerlo con nosotros, pero se excusó diciendo que tenía que ir al Blue Boar. En el Blue Boar sirven una magnífica comida. Pensé que su elección era buena. Después de su entrevista con la policía, seguramente Mary se sentía más temperamental que de costumbre.

C
APÍTULO
XIV

A
L dirigirme a casa me encontré con miss Hartnell que me entretuvo unos diez minutos quejándose, con su voz profunda, de la ingratitud de las clases inferiores. Parece que los pobres no querían a miss Hartnell en sus casas. Mis simpatías estaban completamente de su parte. Mi posición social me impide expresar mis sentimientos con la misma franqueza que ellos.

La calmé lo mejor que pude y me dirigí apresuradamente a la vicaría.

Haydock me alcanzó en su coche junto a la esquina.

—Acabo de llevar a mistress Protheroe a su casa —dijo al pasar.

Me esperó frente a su casa.

—Entre un momento —me invitó.

Accedí.

—Es un asunto extraordinario —observó mientras arrojaba el sombrero sobre una silla y abría la puerta del consultorio.

Se dejó caer en un derrengado sillón de cuero. Parecía preocupado.

Le informé que habíamos podido fijar la hora del disparo. Me escuchaba con aire abstraído.

—Eso deja libre de sospechas a Anne Protheroe —exclamó—. Me alegro de que no se trate de ninguno de los dos. Me son simpáticos.

Creía sus palabras, pero no pude menos que preguntarme por qué, si, como decía, sentía simpatía por ellos, el hecho de que estuvieran libres de sospechas parecía sumirle en un estado de abatimiento. Por la mañana había tenido el aspecto de un hombre a quien le hubieran quitado un peso de encima, pero en aquel momento me pareció preocupado.

Sin embargo, estaba convencido de la veracidad de sus palabras. Sentía realmente simpatía por Anne Protheroe y Lawrence Redding. ¿Por qué, pues, aquella melancolía?

—Quiero hablarles de Hawes —dijo haciendo un esfuerzo—. Todos estos sucesos le han medio enloquecido.

—¿Está realmente enfermo?

—Nada hay radicalmente mal en él. Desde luego, supongo que debe usted saber que ha padecido encefalitis letárgica, la enfermedad del sueño, como comúnmente se le llama.

—No —repuse con gran sorpresa—; no sabía nada de ello. Él nunca lo mencionó. ¿Cuándo tuvo esa enfermedad?

—Hace cosa de un año. Se repuso, es decir, en el grado en que algunos de los que la sufren logran reponerse. Es una extraña enfermedad, que produce un raro efecto moral. El carácter del enfermo puede cambiar completamente.

Permaneció en silencio durante un momento.

—Nos entristecemos cuando pensamos en los tiempos en que quemábamos las brujas en la hoguera. Creo que llegará el día en que la humanidad se horrorizará al pensar que ahorcamos a los criminales —prosiguió.

—¿No es usted partidario de la pena de muerte?

—No es eso, exactamente —repuso, e hizo una pausa. Luego habló lentamente—. Prefiero mi trabajo al suyo.

—¿Por qué?

—Porque el suyo trata extensamente acerca de lo que llamamos bien y mal, y no estoy muy seguro de que tales cosas existan. Suponga que todo ello no sea sino una cuestión de secreción glandular. Una glándula demasiado grande y otra demasiado pequeña, y quizá este simple hecho produzca el asesino, el ladrón, el criminal empedernido. Clement, creo que llegará el tiempo en que nos horrorizaremos al pensar en los siglos que hemos dedicado a lo que acaso pueda llamarse reprobación moral y que hemos matado a gentes que sufren enfermedades contra las que nada pueden hacer. No se ahorca a un hombre por el solo hecho de padecer tuberculosis.

—No es peligroso para la sociedad.

—En cierto sentido, sí. Contagia a otra gente. Tome al desgraciado que se cree emperador de China. No se le considera malo por este sencillo hecho. Sé a lo que se refiere cuando habla de la sociedad; debe ser protegida. Encierre a esa gente donde no puedan causar daño alguno, elimínelos en forma misericordiosa, pero no llame castigo a eso. No haga caer la vergüenza sobre esos desgraciados y sus familias.

Le miré curiosamente.

—Nunca le había oído hablar así.

—No acostumbro a exponer mis teorías. Hoy hago una excepción. Usted es persona inteligente, Clement. No todos los clérigos lo son. No admitirá, me parece, que no existe aquello que técnicamente es conocido como «pecado», a pesar de lo cual está dispuesto a considerar la posibilidad de tal cosa.

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