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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Muerte en la vicaría (13 page)

BOOK: Muerte en la vicaría
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—Va contra la misma raíz de nuestras ideas —repuse.

—Sí. Formamos parte de una humanidad de mente estrecha y que cree ser buena, ansiosa de juzgar aquellas cosas acerca de las cuales nada sabemos. Yo creo sinceramente que el crimen es asunto que debe ser tratado por el médico y no por el policía o el sacerdote. Quizá en el futuro ya no exista.

—¿Lo habrán curado ustedes?

—Sí. Es un pensamiento magnífico. ¿Ha estudiado alguna vez las estadísticas del crimen? Muy poca gente lo ha hecho. Se sorprendería al ver lo importante que es la delincuencia juvenil. Ahí tenemos otra vez las glándulas. El joven Neil, el asesino de Oxfordshire, mató a cinco niñas antes de que se sospechara de él. Era un muchacho simpático, que nunca se había metido en lío alguno. Lily Rose, la muchacha de Cornualles, mató a su tío porque le compraba demasiados caramelos. Le asesinó con un martillo cuando dormía. Regresó a su casa y quince días más tarde mató a su hermana mayor, que la molestó por una tontería. Ninguno de los dos fue ahorcado, desde luego, sino enviados a un manicomio. Quizá más tarde se curen, o acaso no. Dudo que la muchacha sane. Lo único que le importa es ver matar cerdos. ¿Sabe usted a qué edad es más corriente el suicidio? Entre los quince y los dieciséis años. Hay muy poca distancia entre autoasesinato y el asesinato de los demás. No es debido a un defecto moral, sino físico.

—¡Es terrible!

—No, sólo es nuevo para usted. Debemos enfrentarnos con las nuevas verdades que se descubren. Hemos de reajustar nuestras ideas, lo que, algunas veces, hace la vida difícil.

Permaneció sentado, con el ceño fruncido, sin que le abandonara aquella actitud pesarosa.

—Si usted sospechara, si usted supiera, Haydock —exclamé—, que alguien es culpable de asesinato, ¿entregaría esa persona a las autoridades o se sentiría tentado de protegerla?

No estaba preparado para el efecto que había de causarle mi pregunta. Haydock se volvió hacia mí, irritado.

—¿Qué le hace preguntar tal cosa, Clement? ¿Qué idea se le ha ocurrido? Hable claro, hombre.

—¡Oh, nada en particular! —repuse bastante sorprendido—. Sólo que el recuerdo del asesinato no nos abandona. Únicamente me preguntaba cuál será su reacción si por un azar alcanzará a descubrir la verdad.

Su irritación se aplacó.

—Si sospechara…, si supiera…, cumpliría con mi deber, Clement. Por lo menos, confío en que lo haría.

—La cuestión estriba en qué lado cree usted que su deber se encuentra.

Me miró con ojos inescrutables.

—Creo que todo el mundo, en algún momento de su vida, se hace esa misma pregunta, Clement. Y cada hombre debe contestarla por sí mismo.

—¿No lo sabe usted?

—No, no lo sé.

Creía que lo mejor sería cambiar de tema.

—Mi sobrino se está divirtiendo mucho con este caso —dije—. Se pasa los días buscando huellas.

Haydock sonrió.

—¿Qué edad tiene?

—Dieciséis años. A esa edad no se concede importancia a las tragedias. Para ellos todo se reduce a Sherlock Holmes y Arsenio Lupin.

—Es un muchacho de magnífico aspecto —dijo Haydock pensativamente—. ¿Qué piensa hacer de él?

—No puedo permitirme mandarle a la universidad. Él quiere ingresar en la marina mercante. Falló los exámenes de ingreso para la Armada.

—Es una vida dura, pero otras hay peores y se siguen.

—Debo irme —dije, viendo la hora en el reloj—. Hace media hora que debe estar la comida lista.

Mi familia se estaba sentando a la mesa cuando llegué. Me pidieron cuenta detallada de las actividades de la mañana. Satisfice su curiosidad, sintiendo, al hacerlo, que la mayor parte de lo sucedido tenía la naturaleza de un anticlímax.

Sin embargo, Dennis se divirtió mucho con el relato de la llamada telefónica de mistress Price Ridley y estalló en fuertes carcajadas cuando mencioné el choque nervioso que había sufrido y la necesidad de reconfortarse con una copa de ginebra.

—Le está muy bien empleado —exclamó—. Tiene la lengua más mordaz del pueblo. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí llamarla y asustarla. ¿Y si le diéramos una segunda dosis, tío Len?

Le rogué que se abstuviera de hacerlo. Nada hay más peligroso que los bien intencionados esfuerzos de la generación más joven, encaminados a ayudarle a uno y a demostrar su simpatía.

El humor de Dennis cambió súbitamente. Frunció el ceño y adoptó aire de hombre de mundo.

—He pasado con Lettice la mayor parte de la mañana —dijo—. Está verdaderamente muy preocupada. No quiere dejar que se trasluzca, pero lo está.

—Es natural —observó Griselda con un movimiento de cabeza.

Mi esposa no tiene mucha simpatía por Lettice.

—No creo que seas muy justa con Lettice.

—¿No?

—Mucha gente no lleva luto.

Griselda y yo permanecimos silenciosos.

—No habla mucho con la gente —prosiguió Dennis—, pero sí conmigo. Está muy preocupada por lo sucedido y cree que algo debiera hacerse.

—No le costará trabajo averiguar que el inspector Slack comparte su opinión —dije—. Esta tarde irá a Old Hall y probablemente amargará la vida a todos en la casa con sus esfuerzos por llegar al fondo de la verdad de todo.

—¿Cuál crees tú que es la verdad, Len? —preguntó mi esposa.

—Es difícil decirlo, querida. En este momento no tengo ninguna idea acerca de ello.

—¿No dijiste que el inspector iba a averiguar la procedencia de la llamada telefónica que te hizo ir a casa de los Abbott?

—Sí.

—¿Crees que podrá hacerlo? ¿No es algo muy difícil?

—Creo que no. En la central deben tener una lista de las llamadas.

—¡Oh! —exclamó mi esposa, sumiéndose en sus pensamientos.

—¿Por qué se enfadó usted conmigo esta mañana, tío Len —preguntó Dennis—, cuando bromeé diciendo que usted deseaba la muerte del coronel Protheroe?

—Porque hay un momento para cada cosa —repuse—. El inspector Slack carece de sentido del humor. Tomó tus palabras seriamente y probablemente volverá a interrogar a Mary y obtendrá una orden de detención contra mí.

—¿Es que no sabe cuándo alguien habla en broma?

—No —repuse—. No lo sabe. Ha alcanzado su posición actual trabajando duramente y poniendo una celosa atención a su deber. Eso no le ha dejado tiempo para los pequeños goces de la vida.

—¿Le es simpático, tío Len?

—No, no me es simpático. Desde el primer momento me repelió. Pero no tengo la menor duda de que es un hombre de gran éxito en su profesión.

—¿Cree que averiguará quién mató a Protheroe?

—Si no lo logra, no será porque no lo intente.

En aquel momento apareció Mary.

—Míster Hawes que quiere verle —dijo—. Le he hecho pasar al salón. Han traído esta nota —prosiguió, alargándome un sobre—. Esperan contestación. Puede ser verbal.

Rasgué el sobre y leí su contenido.

«Querido míster Clement:

Le agradeceré venga a verme esta tarde, lo antes posible. Necesito de sus consejos.

Le saluda atentamente,

Estelle Lestrange»

—Diga que iré dentro de una media hora —informé a Mary.

Entonces fui al salón para recibir a Hawes.

C
APÍTULO
XV

E
L aspecto de Hawes me apenó. Le temblaban las manos y la cara se le contraía en movimientos nerviosos. En mi opinión debía haberse quedado en cama y así se lo dije, pero él insistió en que se encontraba perfectamente.

—Le aseguro, señor, que jamás me he sentido tan bien como ahora.

Tales palabras distaban tanto de la verdad, que no supe qué contestarle. Admiro a la persona que no se deja acoquinar por la enfermedad, pero Hawes llevaba la cosa demasiado lejos.

—Vine para decirle cuánto siento que el crimen haya ocurrido en la vicaría.

—Gracias —repuse—. No es nada agradable.

—Es terrible, terrible. Parece que, después de todo, no han detenido a míster Redding.

—No. Fue un error. Él hizo una…, ¡ah!…, bastante tonta declaración.

—¿Está la policía convencida ahora de su inocencia?

—Completamente.

—¿Por qué, si puedo preguntárselo? Es decir, ¿sospecha de alguien más?

Jamás hubiera imaginado que Hawes tomara tanto interés en los detalles de un caso de asesinato. Quizá era debido a que tuvo lugar en la vicaría. Parecía tan ansioso como un periodista.

—No lo sé. El inspector Slack es bastante reservado conmigo. No creo que sospeche de nadie en particular.

—Sí, sí…, desde luego. ¿Quién habrá podido ser capaz de hacer una cosa tan horrible?

Meneé la cabeza.

—El coronel Protheroe no gozaba de las simpatías de la gente, es cierto. ¡Pero asesinarle! Para esto se necesita un motivo muy grande…

—Eso supongo —dije.

—¿Quién podía tenerlo? ¿Tiene la policía alguna idea?

—Lo ignoro.

—Quizá tenía enemigos. Cuanto más pienso en ello, más me afirmo en la idea de que era de la clase de hombres que tienen enemigos. Se decía que era muy severo en el tribunal.

—Supongo que cumplía con su deber.

—¿No recuerda usted, señor, que ayer por la mañana le dijo que había sido amenazado por ese hombre, Archer?

—Tiene usted razón —dije—. Claro que lo recuerdo. Se encontraría usted muy cerca de nosotros en aquel momento.

—Sí. No pude evitar oír lo que decía. Siempre hablaba en voz muy alta. Recuerdo que las palabras que usted le dirigió, diciéndole que cuando llegase su hora acaso fuera medido con la vara de la justicia, en lugar de la piedad, me impresionaron profundamente.

—¿Dije eso? —pregunté, frunciendo el ceño.

Mi propio recuerdo de mis palabras era algo distinto.

—Lo dijo usted en forma impresionante, señor. Sus palabras me asombraron. La justicia es algo terrible. ¡Y pensar que el pobre hombre fue asesinado sólo pocas horas después! Parece que hubiera usted tenido una premonición de lo que iba a suceder.

—No tuve tal cosa —respondí secamente.

Me disgustaba la tendencia de Hawes al misticismo.

—¿Ha hablado usted a la policía acerca de ese Archer, señor?

—No sé nada de él.

—Quiero decir si les ha contado lo que el coronel Protheroe le dijo acerca de haberle amenazado.

—No —repuse lentamente—. No lo he hecho.

—¿Piensa usted decírselo?

Permanecí en silencio. No me gusta acorralar a quien tiene ya en su contra todas las fuerzas de la ley y el orden. No podía sospechar de Archer. Es un inveterado cazador furtivo, hombre alegre y gandul, como hay tantos en todas partes. No podía creer que pensara verdaderamente en lo que pudo haber dicho cuando le condenaron, y menos que lo llevara a cabo al salir de la cárcel.

—Usted oyó la conversación —repuse finalmente—. Si cree que su deber es decírselo a la policía, hágalo.

—Sería mejor que lo hiciera usted, señor.

—Acaso sea así, pero, a decir verdad, no tengo la menor intención de hacerlo. Quizá no hiciera otra cosa que ayudar a poner la soga al cuello de un hombre inocente.

—Pero si mató al coronel Protheroe…

—No hay prueba alguna de que hiciera tal cosa.

—Sus amenazas…

—Estrictamente hablando, las amenazas no eran suyas, sino del coronel Protheroe. Éste estaba amenazando con mostrar a Archer cuan fuerte podía ser la venganza la próxima vez que le sorprendiera cazando furtivamente.

—No comprendo su actitud, señor.

—¿No la comprende? —repuse tristemente—. Es usted un hombre joven y celoso de la justicia y el derecho. Cuando tenga mi edad, le gustará conceder a la gente el beneficio de la duda.

—No es… Quiero decir…

Hizo una pausa y le miré sorprendido.

—¿Tiene usted, acaso, alguna idea acerca de la identidad del asesino?

—¡Cielo santo, no!

Hawes persistió.

—¿Y en cuanto al motivo?

—Tampoco. ¿Y usted?

—¿Yo? No, desde luego. Solamente me lo preguntaba. Si el coronel Protheroe hubiera confiado en usted, si le hubiera hablado íntimamente de algo…

—Sus confidencias fueron oídas ayer por todo el pueblo —repuse secamente.

—Sí, sí, desde luego. ¿Y no duda usted de Archer?

—La policía se enterará de lo que Protheroe dijo acerca de él, no le quepa la menor duda —dije—. Si yo le hubiera oído por mí mismo amenazar a Protheroe el caso sería distinto. Si en realidad le amenazó, puede usted tener la seguridad que medio pueblo le oyó hacerlo, y la policía lo sabrá tarde o temprano. Naturalmente, es usted libre de obrar como le plazca.

Sin embargo, Hawes parecía curiosamente no estar dispuesto a hacer nada acerca de ello por sí mismo.

La actitud de aquel hombre era extraña y nerviosa. Recordé lo que Haydock me había dicho acerca de su enfermedad. Supuse que ella explicaba su extraño comportamiento.

Se despidió con desgana, como si tuviera algo más que decir, y no supiera cómo hacerlo.

Antes de que marchara, quedé de acuerdo con él para encargarme del servicio religioso para la Unión de Madres, seguido de una reunión con los Visitantes del distrito. Tenía varios proyectos para aquella tarde.

Borrando a Hawes y sus preocupaciones de mi mente, me dirigí a casa de mistress Lestrange.

En la mesa del salón estaban el
Guardian
y el
Church Times
, intactos.

Al caminar, recordé que mistress Lestrange se había entrevistado con el coronel Protheroe la víspera de su muerte. Es posible que algo hubiera trascendido de esa visita, que pudiera arrojar alguna luz sobre el misterio de su muerte.

Una doncella me introdujo en el salón y mistress Lestrange se levantó para recibirme. Fui nuevamente sorprendido por la maravillosa atmósfera que aquella mujer era capaz de producir. Llevaba un vestido negro que hacía resaltar la blancura de su cutis. Había algo de extrañamente muerto en su cara y sólo los ojos estaban llenos de vida. Su mirada era vigilante.

—Le agradezco mucho que haya venido, míster Clement —dijo al estrecharme la mano—. Quería hablarle el otro día pero finalmente decidí no hacerlo. Me equivoqué.

—Como le dije entonces me alegra poder serle de utilidad.

—Sí lo dijo y creo que hablaba con sinceridad. Hay muy poca gente en este mundo que haya deseado realmente ayudarme.

—Se me hace difícil creerlo, mistress Lestrange.

—Sin embargo, así es. La mayor parte de la gente, especialmente los hombres, procuran siempre obtener algo.

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