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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Muerte en la vicaría (21 page)

BOOK: Muerte en la vicaría
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—Así parece haber sido.

Sus ojos se posaron en los míos serenamente.

—Jamás creí que Anne dijera la verdad —prosiguió en tono resuelto.

—Y yo sé que usted no la dice ahora, Lettice.

—¿Qué quiere usted insinuar?

Estaba asombrada.

—Vi este pendiente por última vez el viernes por la mañana, cuando vine a Old Hall con el coronel Melchett. Estaba junto con su pareja encima del tocador de su madrastra. Los tuve en la mano.

—¡Oh!

Pareció tambalearse y entonces súbitamente se arrojó sobre el brazo del sillón y estalló en un fuerte llanto. Su rubia cabellera casi tocaba el suelo. Era una actitud extraña: hermosa y no fingida.

La dejé llorar durante algunos momentos y entonces le hablé con suavidad.

—¿Por qué lo hizo, Lettice?

—¿Qué…?

Se puso enérgicamente en pie, echando hacia atrás el cabello que le caía sobre la frente. Parecía casi aterrorizada.

—¿Qué quiere usted decir?

—¿Por qué lo hizo? ¿Fue por celos o porque no quiere a Anne?

—Oh, sí —se apartó el cabello de la cara y este gesto pareció devolverle el control de sí misma—. Sí, llámelo celos. Nunca he querido a Anne, desde que llegó aquí dándose aires de reina. Yo puse el condenado pendiente debajo del escritorio, esperando que ello le causaría algunas dificultades. Así hubiera sido si no hubiese usted andado tocando las cosas que hay en los tocadores. Después de todo, un clérigo no tiene por qué ayudar a la policía de tal modo.

Fue una crisis infantil, de la que no hice caso alguno. En aquel momento Lettice parecía una niña muy patética.

Su infantil intento de vengarse de Anne no parecía deber tomarse con seriedad. Así se lo dije, añadiendo que devolvería el pendiente a su propietaria, sin mencionar cómo lo había encontrado. Parecía conmoverse por mis palabras.

—Es usted muy amable —dijo.

Permaneció en silencio durante un minuto y luego habló sin mirarme a la cara y escogiendo cuidadosamente las palabras.

—En su lugar, míster Clement, yo sacaría a Dennis de este pueblo. Creo…, creo que sería lo mejor.

—¿Dennis? —pregunté, enarcando las cejas, sorprendido, pero divertido al mismo tiempo.

—Creo que sería lo mejor —repitió, hablando con el mismo tono—. Lo siento por Dennis. No pensé que él… De todas maneras, lo siento.

—No hablemos más de ello.

C
APÍTULO
XXIII

A
L regresar, propuse a Griselda que diéramos una vuelta y pasáramos por la tumba. Deseaba saber si la policía trabajaba en aquella dirección y, de ser así, qué había encontrado. Sin embargo, Griselda tenía algunas cosas que hacer en casa, por lo que tuve que ir yo solo.

Encontré al agente Hurst, encargado de las operaciones.

—Nada hemos encontrado todavía, señor —me dijo—, y, sin embargo, parece razonable que este lugar hubiera sido escogido como escondite. Quizá preparaba la coartada.

Su empleo de la palabra «escondite» me sorprendió por un momento, pero pronto me di cuenta de su verdadero significado.

—Lo que quiero decir, señor, es, ¿dónde hubiera podido esa señorita haberse dirigido al tomar el sendero del bosque, sino aquí?

—Supongo —repuse— que el inspector Slack desdeñaría una cosa tan sencilla como preguntárselo directamente a la interesada.

—No quiere que ella sospeche —observó Hurst—. Cualquier cosa que ella escriba a Stone o lo que él le comunique puede arrojar luz sobre algunas cosas. Sí ella supiera que andamos tras sus pasos, seguramente cerraría el pico.

Me pareció totalmente imposible que miss Cram pudiera «cerrar el pico» alguna vez. No podía imaginarla sino como una persona de desbordante locuacidad.

—Cuando un hombre es un impostor, hay que averiguar por qué lo es —prosiguió Hurst enfáticamente.

—Desde luego —contesté.

—Y la respuesta debe encontrarse en esa tumba. De lo contrario, ¿por qué habría él estado excavándola?

—Una
raison d’étre
para permanecer aquí —sugerí, pero esas palabras francesas estaban fuera del alcance del policía, por la que se vengó al responder fríamente:

—Ése es el punto de vista del detective aficionado.

—De todas maneras, no han encontrado ustedes la maleta —dije.

—La encontraremos, señor.

—No estoy tan seguro de ello —repuso—. He estado pensando. Miss Marple dice que la muchacha tardó muy poco en regresar sin la maleta. En tal caso no hubiera tenido tiempo de llegar hasta aquí y regresar.

—No se puede hacer mucho caso de lo que dicen las señoras de cierta edad. Cuando han observado algo extraño y sienten curiosidad para averiguar en qué terminará la cosa, el tiempo simplemente pasa volando. Además nadie ha podido jamás fiarse de las mujeres en cuanto al transcurso del tiempo.

A menudo me pregunto por qué todo el mundo es tan propenso a generalizar. Las generalizaciones son verdad muy raras veces. Yo mismo tengo poco sentido del tiempo, por lo que acostumbraba a tener el reloj adelantado, mientras que miss Marple, a mi parecer, lo tiene muy desarrollado. Sus diversos relojes están siempre a la hora y ella jamás ha llegado tarde a parte alguna.

Sin embargo, no tenía el menor deseo de discutir con el agente Hurst sobre este asunto. Le deseé las buenas tardes y suerte en su búsqueda y seguí mi camino.

Estaba ya cerca de casa cuando se me ocurrió una idea. Nada de lo visto o dicho, anteriormente la sugirió, sino que se me ocurrió espontáneamente como una posible solución.

Seguramente recordarán ustedes que en mi primera búsqueda por el sendero al día siguiente del asesinato, encontré la maleza con señales de haber sido pisoteada en cierto lugar. Al parecer, y así lo creí entonces, lo había sido por Lawrence, ocupado en la misma tarea que yo.

Recordé que después él y yo juntos llegamos a un paso muy ligeramente señalado, que resultó haber sido hecho por el inspector. Al pensar en esto, recordé claramente que el primer sendero (el de Lawrence) era mucho más visible que el segundo, como si más de una persona hubiera transitado por él. Pensé que quizá hubiera sido esto lo que llamó en primer lugar la atención de Lawrence. ¿Y si hubiera sido hecho por el paso del doctor Stone o de miss Cram?

Recordé, o imaginé recordar, haber visto hojas y ramitas secas pisoteadas. En tal caso, el sendero no podía haber sido hecho la tarde de nuestra búsqueda.

Me estaba acercando al punto en cuestión. Lo reconocí fácilmente y una vez más me adentré en la maleza. Aquella vez observé ramitas frescas pisoteadas. Alguien había transitado por él desde que lo hicimos Lawrence y yo.

Pronto llegué al lugar donde había encontrado a Lawrence. El débilmente marcado sendero continuaba más adelante y lo seguí. Llegaba a un claro que presentaba huellas de haber sido transitado hacía poco tiempo. Lo llamo claro porque la densidad de la maleza era algo menor. Las ramas de los árboles se entrelazaban. El lugar medía unos pocos centímetros en redondo.

Al otro lado, la maleza era otra vez densa y me pareció evidente que nadie se había abierto paso a través de ella. Sin embargo, presentaba señales de haber sido removida en un sitio.

Lo atravesé, me puse de rodillas y aparté la maleza con las manos. Vi algo brillante. Presa de excitación, adentré una mano y saqué una pequeña maleta de color castaño.

Lancé una exclamación de triunfo. Había teñido éxito. A pesar del desdén del agente Hurst, yo tenía razón. Esa era, sin duda, la maleta que llevaba miss Cram. Traté de abrirla, pero la cerradura estaba cerrada con llave.

Al ponerme de pie, observé un pequeño cristal oscuro en el suelo. Lo recogí casi automáticamente y lo guardé en el bolsillo.

Entonces, con la maleta en la mano, volví sobre mis pasos.

Cuando cruzaba el portillo y llegaba al sendero que da a la verja del jardín, una voz excitada habló cerca de mí.

—¡Oh, míster Clement! ¡La ha encontrado! ¡Qué inteligente es usted!

Recordé que nadie había sido tan experto en el arte de ver sin ser visto como la sagaz miss Marple, y levanté la maleta.

—Ésa es —dijo miss Marple—. La reconocería en cualquier momento.

Me pareció una exageración. Hay miles de maletas baratas iguales que aquélla y nadie podría ser capaz de reconocerla, habiéndola visto por primera vez desde lejos y a la luz de la luna, pero observé que todo lo relacionado con la maleta reconstituía un triunfo particular de miss Marple y que por tanto, debía perdonársele sin regateos aquella pequeña exageración.

—Debe estar cerrada, ¿verdad, míster Clement?

—Sí. Ahora la voy a llevar a la comisaría.

—¿No cree usted que sería mejor avisarles por teléfono?

Desde luego sería mejor telefonear. Cruzar el pueblo con la maleta en la mano constituiría una totalmente indeseable publicidad.

Por tanto, abrí la puerta de la verja del jardín de miss Marple y entré en la casa por la puerta ventana. En la santidad del salón y con la puerta cerrada, llamé a la policía.

El inspector Slack dijo que se reuniría conmigo al cabo de un instante. Cuando llegó estaba del peor humor.

—Veo que la ha encontrado —dijo—. ¿Sabe, señor, que no debía haberse guardado sus ideas para usted solo? Si tenía alguna razón para creer que conocía el lugar en que estaba escondida la maleta, debía haber dado cuenta de ello a las autoridades.

—El hallazgo fue accidental —contesté—. Acababa de ocurrírseme que quizá podría encontrarla.

—Conque sí, ¿eh? Hay casi una milla cuadrada de bosque y usted va directamente al lugar en que estaba.

Hubiera comunicado gustosamente al inspector el razonamiento que me llevó al sitio en que la encontré, pero sus malos modales me obligaron a callar.

—¿Bien? —prosiguió el inspector, mirando con desagrado y aparente indiferencia a la maleta—. Supongo que hemos de averiguar cuál es su contenido.

Sacó del bolsillo un manojo de llaves y ganzúas. La cerradura no era nada complicada y en un segundo estuvo abierta.

No sé lo que habíamos esperado encontrar; quizá algo sensacional, imagino. Lo primero que vieron nuestros ojos fue una grasienta bufanda. El inspector la levantó. Luego encontramos un desteñido abrigo azul oscuro, en no mejor estado, y una sucia gorra.

—¡Valiente porquería! —exclamó el inspector.

Siguieron un par de botas de desgastados tacones y suelas. En el fondo de la maleta había un paquete envuelto en papel.

—Será alguna camisa de colorines, supongo —dijo el inspector, amargamente, mientras lo abría.

Un instante después la sorpresa me impidió hablar.

El paquete contenía unos pequeños objetos de plata y una bandeja del mismo metal.

Miss Marple dejó escapar una exclamación.

—¡Los saleros de plata del coronel Protheroe y la
tazza
de Carlos II! —dijo—. ¿Qué les parece?

El inspector estaba colorado hasta la raíz de los cabellos.

—¿Conque ése era el juego? —murmuró—. Pero no lo comprendo. No se ha observado la desaparición de estos objetos.

—Acaso todavía no se han dado cuenta de ello —sugerí—. Imagino que unos objetos de tanto valor no se usaban diariamente. Con seguridad el coronel Protheroe los guardaba en una caja de caudales.

—Debo investigar —dijo el inspector—. Iré directamente a Old Hall ahora. ¡Conque ésta era la razón de la rápida desaparición de nuestro doctor Stone! Debió temer que, a causa del asesinato, descubriéramos sus verdaderas actividades y que registráramos su equipaje. Hizo que la chica escondiera estos objetos en el bosque, junto con unas apropiadas ropas para cambiarse. Seguramente vendría a buscarlos cualquier noche, dando un rodeo, mientras ella permanecía aquí para alejar toda sospecha. Bien, esto nos aclara algo. Él nada tuvo que ver con el asesinato. Su juego era otro muy distinto.

Volvió a colocar todas las cosas en la maleta, la cerró y se marchó.

—Ya tenemos un misterio aclarado —dije con un suspiro—. Slack tiene razón. No se puede sospechar de él. Conocemos la verdadera razón de su estancia aquí.

—Así parece —observó miss Marple—, aunque uno no puede sentirse nunca del todo seguro.

—No existe el menor motivo para que hubiera asesinado al coronel —señalé—. Ya tenía lo que había venido a buscar y se disponía a abandonar el terreno.

—Pues… sí.

No estaba del todo convencida y la miré con curiosidad. Se apresuró a contestar a mi inquisitiva mirada con cierta rapidez.

—No dudo de que estoy equivocada. Soy muy estúpida, pero me preguntaba… Esa plata tiene mucho valor, ¿no es verdad?

—Hace pocos días se vendió una
tazza
por más de mil libras, según creo.

—Quiero decir que no es el valor del metal.

—No. Se trata del que le da el coleccionista.

—Esto es lo que quiero decir. Se tardaría algo en arreglar la venta de tales objetos, e incluso cuando se hubiese logrado la transacción no podría ser llevada a cabo en secreto. Al denunciarse el robo, las piezas de plata no podrían ser vendidas.

—No acabo de comprenderlo —dije.

—Ya sé que no me expreso con claridad —se sonrojó—. Me parece que esas cosas no podrían simplemente ser robadas, sino que seguramente serían reemplazadas por copias. Quizá entonces el robo no sería descubierto sino después de bastante tiempo.

—Es una idea muy ingeniosa —observé.

—Sería la única forma de hacerlo, ¿no le parece? De ser así, naturalmente no habría razón alguna para el asesinato del coronel Protheroe, sino todo lo contrario.

—Exactamente —asentí—. Eso es lo que dije.

—Sí, pero me preguntaba… No sé, desde luego… El coronel Protheroe hablaba siempre tanto de cosas que iba a hacer que a veces nunca hacía, pero dijo que…

—¿Sí?

—Dijo que iba a hacer valorar todas sus pertenencias. Un hombre de Londres iba a venir para ello. Se trataba de seguros o algo así. Alguien le aconsejó que lo hiciera. Hablaba mucho de ello y de su importancia. Desde luego, ignoro si dio algunos pasos en este sentido, pero si lo hizo…

—Comprendo —dije lentamente.

—Desde luego, en el momento en que el perito viera la plata todo se descubriría y el coronel recordaría haber mostrado esos objetos al doctor Stone. Me pregunto si la sustitución fue hecha entonces.

—Su idea tiene sentido. Creo que debiéramos averiguar lo que haya de cierto en ella.

Me dirigí nuevamente al teléfono y unos momentos después obtenía comunicación con Old Hall y hablaba con Anne Protheroe.

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