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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Muerte en la vicaría (18 page)

BOOK: Muerte en la vicaría
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—Sí, señor.

—Creo que usted lo sabe, Rose.

—¿Yo? ¡Oh no, señor! ¿Cómo podría yo saberlo?

—Mire, Rose. Dijo que me ayudaría. Quizá oyó algo a lo que no dio importancia, pero que puede tenerla. Le agradeceré mucho que me lo diga. Después de todo, a veces uno, casualmente, puede enterarse de algo.

—Yo no oí nada, señor.

—Si no lo oyó usted, alguien pudo oírlo —dijo Lawrence con firmeza.

—Bien, señor.

—Dígamelo, Rose.

—No sé lo que Gladdie diría.

—Con toda seguridad Gladdie querría que me lo contara. A propósito, ¿quién es Gladdie?

—Es la ayudante de la cocinera. Salió un momento para hablar con un amigo y pasó junto a la ventana del gabinete. El señor se encontraba allí con aquella señora. El señor hablaba siempre en voz muy alta y, naturalmente, ella se sintió algo curiosa…, quiero decir…

—Naturalmente, desde luego —dijo Lawrence—. Uno no podría menos que oír, por casualidad.

—Claro que ella no contó nada a nadie, excepto a mí. Ambas nos sentimos muy extrañadas. Gladdie no podía decir nada, pues si se hubiera sabido que había salido de la casa para encontrarse con… con un amigo, hubiese tenido un disgusto con mistress Pratt, la cocinera, señor. Sin embargo, estoy segura de que accederá a contárselo a usted, señor Lawrence.

—¿Puedo ir a la cocina para hablar con ella?

Rose se horrorizó ante esa idea.

—¡Oh no, señor! No debe usted hacerlo. Además, Gladdie es una muchacha muy nerviosa.

Un momento después, y tras solucionar algunas dificultades, se arregló un encuentro en el jardín.

A su debido tiempo, Lawrence se reunió con la nerviosa Gladdie, más parecida a un tembloroso conejo que a un ser humano. Tardó diez minutos en lograr que la muchacha se tranquilizara, mientras ella aseguraba que nunca pensó que Rose la descubriera, que salió sin mala intención y que tendría un disgusto con mistress Pratt si la cocinera se enteraba de ello.

Lawrence la colmó de promesas y la persuadió para que hablara.

—Si usted está seguro de que lo que diga no ha de ser repetido a nadie, señor…; si usted me promete callar…

—Se lo prometo.

—¿No se me obligará tampoco a declararlo en un tribunal?

—Claro que no.

—¿No se lo contará a la señora?

—De ninguna manera.

—Si llegara a oídos de mistress Pratt…

—No llegará. Cuéntemelo, Gladdie.

—¿Está usted seguro de que no obré mal?

—Desde luego. Estoy seguro, además, de que algún día se alegrará de haberme salvado de la horca.

Gladdie se estremeció.

—No quisiera que le sucediera nada malo, señor. ¡Ah…! Fue muy poco lo que oí, y por casualidad.

—Comprendo.

—El señor estaba muy enfadado. «Después de todos esos años —decía— osas venir aquí. Tu conducta es indigna». No pude oír la contestación de la señora, pero un momento después él dijo: «Me niego rotundamente». No puedo recordar cuanto dijeron, pero parecía que ella quería que él hiciera algo, y él se negaba. «Es una desgracia que se te haya ocurrido venir aquí». Recuerdo que el señor dijo: «No la verás, te lo prohíbo». Cuando oí estas palabras, se me puso la piel de gallina. Parecía como si la señora quisiera contar algo a mistress Protheroe y que él estuviera asustado de ello. Recuerdo que pensé que el señor, a pesar de su rigidez, tenía algo que esconder. Más tarde le dije a mi amigo que todos los hombres son iguales, pero él no estuvo de acuerdo, aunque admitió que estaba asombrado por lo que oía, siendo el coronel profesor de la escuela dominical. «El lobo se pone a veces la piel de cordero», le dije recordando las palabras de mi madre.

Gladdie hizo una pausa para recobrar aliento y Lawrence trató sagazmente de hacerle hablar de lo que había oído.

—¿Oyó usted algo más?

—Es difícil recordarlo exactamente, señor. Parece que hablaban siempre de lo mismo. Una o dos veces él dijo: «No lo creo». Así, tal como suena. «Aunque Haydock lo diga, no lo creo».

—¿Eso dijo él: «Aunque Haydock lo diga, no lo creo»?

—Sí, y aseguró que se trataba de un complot.

—¿No oyó usted hablar a la señora?

—Sólo al final. Debió haberse levantado para partir, y quizá se acercó a la ventana. Cuando oí lo que dijo, la sangre se me heló en las venas. «
Mañana a esta hora puedes estar muerto
». Y lo dijo en una forma… Cuando me enteré de la noticia, no pude menos que recordar estas palabras.

Lawrence se preguntaba cuánto del relato de Gladdie podía ser creído. Aunque no dudaba de la esencia de las palabras, temía que hubieran sido, hasta cierto punto, tergiversadas a raíz del asesinato. Dudaba, especialmente de la última observación.

Dio las gracias a Gladdie, la recompensó con largueza y le aseguró que mistress Pratt jamás sabría que había salido de la casa para ver a su amigo. Cuando se alejó de Old Hall tenía mucho en que pensar.

Quedaba fuera de toda duda que la entrevista de mistress Lestrange con el coronel Protheroe no había sido cordial, y que él, celosamente, procuró que su esposa no se enterara de lo tratado.

No pude menos que recordar el caso de la doble vida mencionada por miss Marple. ¿Se trataría de algo semejante?

Me pregunté qué papel representaba Haydock en todo ello. Evitó que mistress Lestrange compareciera en la encuesta para declarar y la protegió lo mejor que pudo de la policía. ¿Hasta dónde llevaría su protección? ¿La seguiría escudando aunque la creyera culpable del asesinato? Algo en mi interior me decía: «¡No puede ser ella!» ¿Por qué? Y un duendecillo en mi cerebro replicaba: «Porque es una mujer muy bella y atractiva».

Como miss Marple diría, hay mucha naturaleza humana en nosotros.

C
APÍTULO
XX

A
L llegar a la vicaría me enteré de que estábamos atravesando una crisis doméstica.

Griselda me recibió con lágrimas en los ojos y me llevó al salón.

—Se va.

—¿Quién se va?

—Mary. Se ha despedido.

Me era imposible recibir la noticia en forma trágica.

—Bien —repuse—, buscaremos otra cocinera.

Me pareció que eso era lo apropiado. Cuando una criada se va, se busca otra. Me extrañé ante la mirada de reproche de Griselda.

—No tienes corazón, Len. No te importa.

No me importaba, naturalmente. Más bien me complacía el pensamiento de que no tendría que volver a comer budines quemados y verduras crudas.

—Tendré que buscar otra chica y enseñarla —dijo Griselda con voz lastimera.

—¿Ha sido Mary enseñada? —pregunté.

—Claro que sí.

—Supongo —proseguí— que alguien le ha oído dirigirse a nosotros llamándonos señor ó señora y que se ha apresurado a contratar sus servicios. Lo siento por sus nuevos patronos.

—No se trata de eso —repuso Griselda—. Nadie la quiere. No puedo imaginar que haya alguien que desee llevarla a su casa. Son sus sentimientos. Está terriblemente disgustada porque Lettice Protheroe dijo que no quitaba bien el polvo.

A menudo Griselda hace extrañas manifestaciones, pero sus palabras me parecieron tan sorprendentes esta vez que dudé de su veracidad: tan raro se me antojó que Lettice Protheroe hiciera manifestaciones de tal naturaleza y reprochara a nuestra criada lo mal que hacía las labores domésticas. No me parecía propio de Lettice, y así lo dije:

—No veo por qué Lettice Protheroe se ha de preocupar por el polvo de nuestra casa.

—Esto es precisamente lo raro —repuso mi esposa—. Quisiera que hablaras a Mary. Está en la cocina.

No tenía el menor deseo de hablar a Mary acerca de ello, pero Griselda me empujó hacia la puerta de la cocina antes de que tuviera tiempo de rebelarme.

Mary estaba pelando patatas.

—Buenas tardes —dije nerviosamente.

Volvió la cabeza, me miró y bufó, pero no contestó a mi saludo.

—Mistress Clement me comunica que quiere usted dejar nuestro servicio —dije.

Mary condescendió a contestar:

—Hay algunas cosas que ninguna chica puede tolerar —replicó.

—¿Quiere ser más explícita, por favor?

—¿Cómo?

—¿Quiere explicarme lo que le ha disgustado?

—Se lo diré en dos palabras —repuso. Sus nociones aritméticas son francamente muy elementales—. La gente viene espiando por aquí en cuanto me vuelvo de espaldas. Todo el mundo mete las narices donde no debe. ¿Qué puede importarle a ella cuántas veces quito el polvo del gabinete? Si usted y su esposa están satisfechos, los demás no tienen por qué meterse en ello. Lo importante es que ustedes estén contentos.

Mary no me ha hecho nunca sentir de tal manera. Confieso que tengo debilidad por las habitaciones barridas y limpiadas a fondo cada mañana. Me parece muy mala la costumbre de Mary de limitarse a pasar el trapo por los lugares visibles en que el polvo se ha acumulado en mayor cantidad. Sin embargo, me pareció que aquél no era el momento más apropiado para exponer mis puntos de vista.

—Tuve que asistir a la encuesta, yo, una muchacha respetable, y colocarme ante doce hombres, sin saber qué preguntas me iban a hacer. No acostumbro servir en casas en que se cometen asesinatos y no quiero que tal cosa vuelva a suceder.

—Espero que así sea —dije—. De acuerdo con la ley de probabilidades, es casi imposible que se repita.

—No siento simpatía por la ley. Él era magistrado y mandó a la cárcel a más de un pobre hombre por cazar un conejo. Y después, antes de que se le entierre decentemente, viene su hija a meter las narices por aquí, diciendo que no hago bien la limpieza.

—¿Ha estado miss Protheroe por aquí?

—La encontré en la casa cuando volví del Blue Boar. Estaba en el gabinete. «¡Oh! —dijo—. Estaba buscando mi boina amarilla. La dejé aquí el otro día». «Pues yo no la he visto», le contesté. «No estaba aquí cuando limpié la habitación el jueves por la mañana». «No me extraña que no la viera —dijo—. Me parece que emplea muy poco tiempo en limpiar las habitaciones, ¿verdad?» Entonces pasó el dedo por la repisa y lo miró. ¡Como si hubiera tenido tiempo de hacer una limpieza a fondo del gabinete cuando la policía abrió la puerta sólo ayer por la noche! «Si el vicario y su esposa están satisfechos, a nadie le importa la forma en que trabajo», le contesté. Entonces se echó a reír y cuando salía por la puerta ventana se volvió hacia mí. «¿Está usted segura?», preguntó.

—Comprendo —dije.

—Ya le he explicado por qué quiero irme. Una tiene sus sentimientos. Siempre he estado dispuesta a matarme trabajando por usted y su esposa, y si ella quiere preparar un plato nuevo estoy siempre dispuesta a ello para que esté contenta de mí.

—Claro que lo está —le dije para calmarla.

—Pero debe haberles oído algo a ustedes o no hubiera dicho esas palabras. Si no se me dan explicaciones, me marcharé. No me importa lo que miss Protheroe pueda decir. Nadie la quiere en Old Hall. Es altanera y mal educada. No sé qué es lo que míster Dennis puede ver en ella para querer estar siempre a su lado. Es de la clase de mujeres que saben hacer bailar a los hombres a su gusto.

Mientras hablaba, Mary sacaba los ojos de las patatas con tal vigor que uno de ellos me dio en la cara, obligándome a hacer una pausa.

—¿No cree usted —pregunté, mientras me frotaba con el pañuelo— que se ha ofendido por algo dicho sin intención de herirla? Su señora sentiría que se vaya, Mary.

—No tengo nada contra ella, ni contra usted tampoco.

—¿No le parece que obra demasiado impulsivamente?

Mary sorbió con la nariz.

—Estaba bastante disgustada después de la encuesta. Una tiene sus sentimientos, ¿sabe? Pero no quisiera causar pena a su esposa.

—Entonces, todo está arreglado —dije.

Salí de la cocina y me reuní con Griselda y Dennis, que me esperaban en el salón.

—¿Qué…? —preguntó Griselda.

—Se queda —repuse, y suspiré.

—Len —observó mi esposa—, eres muy inteligente.

Me sentí inclinado a disentir de esta opinión. No creí haber sido inteligente. Tengo la firme convicción de que no es posible encontrar una cocinera peor que Mary. Cualquier cambio hubiera sido mejor. Pero me gusta complacer a Griselda y le di cuenta detallada de las quejas de Mary.

—Lettice tiene muy mala memoria —observó Dennis—. No pudo haber dejado la boina amarilla aquí el miércoles, pues el jueves la llevaba cuando jugamos al tenis.

—No me extraña —repuse.

—Nunca sabe dónde deja nada —prosiguió Dennis en tono cariñoso y admirativo que no venía a cuento—. Suele perder una docena de cosas al día.

—Es un detalle muy atractivo —observé.

Mi sarcasmo hizo mella en Dennis.

—Es muy agradable —dijo con un profundo suspiro—. Los hombres se le están siempre declarando, según me dijo.

—Serán declaraciones con fines ilícitos, pues no hay un solo soltero en el pueblo —observé.

—Está el doctor Stone —repuso Griselda con los ojos alegres.

—Cierto es que hace unos días le pidió que fuera a visitar las excavaciones —admití.

—Claro que la invitó —dijo Griselda—. Lettice es muy atractiva, Len. Incluso los arqueólogos calvos se dan cuenta de ello.

—Tiene mucho encanto —musitó Dennis—. Y sin embargo, Lawrence Redding no lo ha observado siquiera.

Griselda encontró rápidamente una explicación.

—Lawrence posee también mucho encanto. Los hombres de su clase prefieren la mujer, ¿cómo diría yo?, del tipo cuáquero, de aspecto frío. Creo que Anne es la única capaz de haberle enamorado y supongo que jamás se cansarán uno del otro. De todas maneras, me parece que ha sido algo estúpido en un aspecto. No creo que jamás soñara que Lettice se sintiera atraída por él, pero, en mi opinión, ella estaba enamorada.

—No le puede soportar —afirmó Dennis enfáticamente.

Nunca he visto nada parecido a la mirada lastimera con que Griselda recibió esta observación.

Fui a mi gabinete. Me pareció que había algo raro en el ambiente de aquella habitación. Debía sobreponerme a esa sensación, pues, de lo contrario, probablemente no volvería a servirme de ella. Me dirigí pensativamente hacia el escritorio, ante el cual Protheroe se había sentado, con su cara roja, orgullosa y consciente de que obraba siempre bien. Allí le había estado esperando la muerte. En el sitio donde yo me encontraba, un enemigo había aguardado…

Y así llegó el fin de Protheroe…

Vi la pluma que sus dedos habían sostenido.

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