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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte en un país extraño (11 page)

BOOK: Muerte en un país extraño
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—No hay prisa. Esta tarde. Mañana.

—Creí que no pensaba volver mañana,
vicequestore
.

—Sólo si no termino hoy, comandante.

—¿Qué más desea hacer?

—Me gustaría hablar con alguien que le conociera, que hubiera trabajado con él. —Brunetti había descubierto, por los papeles de la carpeta, que Foster había asistido a clase en la universidad de la base. Al igual que los romanos, estos nuevos forjadores de imperios llevaban consigo sus escuelas—. Quizá con personas que fueran a clase con él.

—Podría arreglarse, imagino, aunque no veo la necesidad. Nosotros nos encargaremos de esta parte de la investigación. —Hizo una pausa, como esperando que Brunetti protestara. En vista de que no era así, preguntó:

—¿Cuándo desea ver el apartamento?

Antes de responder, Brunetti miró el reloj. Era casi mediodía.

—Quizá esta tarde. Si me dice dónde está el apartamento, mi conductor me llevará cuando regresemos a la estación.

—¿Desea que vaya con usted,
vicequestore
?

—Muy amable, comandante, pero no lo creo necesario. Bastará con que me dé la dirección.

El comandante Butterworth se acercó un bloc, escribió la dirección sin necesidad de abrir la carpeta para buscarla, y la entregó a Brunetti.

—No está lejos. Su conductor lo encontrará sin dificultad.

—Gracias, comandante —dijo Brunetti levantándose—. ¿Tiene inconveniente en que me dé una vuelta por la base?

—Puesto —dijo Buterworth inmediatamente.

—¿Cómo?

—Puesto. Esto es un puesto. La Fuerza Aérea tiene bases. Nosotros, el Ejército de tierra, tenemos puestos.

—Comprendo. En italiano todo son bases. ¿Puedo quedarme un rato por aquí?

Tras apenas un momento de vacilación, Butterworth dijo:

—No hay inconveniente.

—¿Y cómo entro en el apartamento, comandante?

El comandante Butterworth se puso en pie y empezó a dar la vuelta a la mesa.

—Tenemos allí a dos hombres. Les avisaré de su visita.

—Gracias, comandante —dijo Brunetti alargando la mano.

—No hay de qué. Encantado de poder serle útil. —El apretón de Butterworth era fuerte, enérgico. No obstante, Brunetti observó que el norteamericano no le había pedido que le informara de lo que pudiera descubrir acerca del muerto.

La rubia ya no estaba en su escritorio del antedespacho. La pantalla de su ordenador brillaba a un lado de la mesa, tan inexpresiva como sus ojos.

—¿Adonde desea ir? —preguntó el conductor cuando Brunetti volvió a subir al coche.

Brunetti le entregó el papel con la dirección de Foster.

—Me gustaría ir esta tarde —dijo—. ¿Sabe dónde es?

—¿Borgo Casale? Sí, señor. Queda justo detrás del campo de fútbol.

—¿Es por donde vinimos?

—Sí, señor. Pasamos por delante. ¿Quiere que vayamos ahora?

—No; todavía no. Antes me gustaría comer algo.

—¿Nunca había estado aquí?

—No. ¿Usted lleva aquí mucho tiempo?

—Seis años. Y tuve suerte con el destino. Mi familia es de Schio —explicó, refiriéndose a una población situada a media hora de camino.

—Todo esto es muy extraño, ¿no le parece? —dijo Brunetti abarcando con un ademán los edificios de alrededor.

El conductor asintió, sin hacer comentarios.

—¿Es muy grande?

—Ocupa unos dos kilómetros cuadrados en total.

—¿Qué hay, además de oficinas? El
maggior
Ambrogiani ha hablado de un supermercado.

—Hay cine, piscina, biblioteca, colegios. Es toda una ciudad. Tienen hasta su propio hospital.

—¿Cuántos norteamericanos hay? —preguntó Brunetti.

—No lo sé con exactitud. Unos cinco mil, contando esposas e hijos, supongo.

—¿A usted le gustan? —preguntó Brunetti.

El hombre se encogió de hombros.

—¿Por qué no habían de gustarme? Son amables. —No parecía un elogio entusiasta. El conductor preguntó entonces, cambiando de tema:

—¿Dónde quiere almorzar, aquí, en la base, o fuera?

—No sé. ¿Qué sugiere usted?

—El mejor sitio es la
mensa
italiana. Allí sí que dan comida. —Al oír esto, Brunetti se preguntó qué servirían los norteamericanos en sus comedores. ¿Tuercas?—. Pero hoy está cerrada. Están de huelga. —Bien, ésta era la prueba de que era realmente italiana, incluso dentro de una instalación militar norteamericana.

—¿Algún otro sitio?

Sin contestar, el conductor metió la primera, arrancó, hizo un brusco viraje de 180 grados y volvió hacia la calle principal que dividía el puesto. Circulando detrás de otros coches, dieron la vuelta a varios bloques. Brunetti estaba completamente desorientado cuando el coche paró delante de uno de tantos edificios prefabricados de una sola planta.

Por la ventanilla trasera del coche, Brunetti vio que estaban parados en diagonal delante de un ángulo formado por dos establecimientos. Encima de una puerta vidriera se leía FOOD MALL. Estas palabras, sin saber por qué, le hicieron pensar en una comida de leones. El otro rótulo rezaba BASKIN-BOBBINS. Brunetti, sin asomo de optimismo, preguntó:

—¿Café?

El conductor señaló con el mentón la segunda puerta. Era evidente que estaba deseando que Brunetti se apeara. Éste así lo hizo y entonces el
carabiniere
se volvió y le dijo:

—Vendré a recogerle dentro de diez minutos. —Cerró la puerta y se alejó rápidamente, dejando a Brunetti en la acera con la sensación de estar abandonado en tierra extraña. A la derecha de la segunda puerta, leyó entonces CAPUCINO BAR. Era evidente que el rótulo era de fabricación norteamericana.

Entró y pidió un café a la mujer que estaba detrás del mostrador. Entonces, despidiéndose de la posibilidad de almorzar, pidió también un brioche. La pasta tenía aspecto de brioche y tacto de brioche, pero sabía a cartón. Dejó en el mostrador tres billetes de mil liras. La mujer los miró, le miró a él, los tomó y puso en el mostrador unas monedas como las que él había encontrado en los bolsillos del muerto. Durante un momento, Brunetti pensó si aquella mujer estaría tratando de transmitirle un mensaje secreto, pero le bastó mirarla a la cara para comprender que no había hecho sino devolverle el cambio.

Salió del local y se paró en la acera, aprovechando la ocasión para respirar el ambiente del lugar mientras esperaba el coche. Se sentó en un banco situado frente a las tiendas y observó a los transeúntes. Algunos le miraban con extrañeza: un hombre con americana y corbata desentonaba en aquel entorno. Muchos de los que pasaban por delante de él, tanto hombres como mujeres, vestían de uniforme y, los que no,
shorts
y zapatillas deportivas. Algunas mujeres, especialmente las que menos podían permitírselo, llevaban
tops
que dejaban el estómago al aire. Todos vestían para ir o a la guerra o a la playa. La mayoría de los hombres parecían estar en buena forma física y bien musculados; muchas de las mujeres eran enormes, descomunalmente obesas.

Los coches circulaban despacio, buscando un hueco donde aparcar: coches grandes, coches japoneses, todos con la matrícula AFI. Muchos tenían los cristales subidos y en su refrigerado interior sonaba música rock a diferentes volúmenes.

Los transeúntes se saludaban e intercambiaban frases amables, perfectamente a sus anchas en esta pequeña ciudad norteamericana de Italia.

Al cabo de diez minutos, su coche paraba delante de él. Brunetti subió detrás.

—¿Quiere ir ahora a esa dirección? —preguntó el conductor.

—Sí—dijo Brunetti, un poco harto de América.

Circulando más aprisa que los otros coches de la base, se dirigieron hacia la verja principal. Cuando hubieron salido, giraron hacia la derecha y regresaron a la ciudad, cruzando de nuevo sobre el puente del ferrocarril, torcieron hacia la izquierda, otra vez hacia la derecha y pararon frente a un edificio de cinco plantas que tenía delante una franja de jardín. Frente al portillo estaba aparcado un jeep verde oscuro, con dos soldados en el asiento delantero. Uno de los hombres se apeó del jeep al acercarse Brunetti.

—Soy el comisario Brunetti, de Venecia —dijo él, recuperando su verdadero rango, y agregó—: Me envía el comandante Butterworth para que eche un vistazo al apartamento de Foster. —Quizá no fuera rigurosamente cierto, pero era verosímil.

El soldado esbozó un ademán que podía tomarse por un saludo, sacó unas llaves del bolsillo y las entregó a Brunetti.

—La roja es la de la puerta, señor. Apartamento 3B, tercer piso. El ascensor está a mano derecha.

El comisario entró en el edificio y tomó el ascensor. Se sentía incómodo, encerrado en aquel pequeño espacio. La puerta del 3B estaba frente al ascensor y la cerradura se abrió con suavidad.

Al empujar la puerta, Brunetti vio un pasillo con el consabido suelo de mármol y puertas a ambos lados y al fondo, esta última, entreabierta. La habitación de la derecha era el cuarto de baño, la de la izquierda, una pequeña cocina. Ambas estaban limpias y ordenadas. En la cocina había un frigorífico enorme, una cocina de cuatro quemadores y, a su lado, un lavavajillas no menos desmesurado. Los dos aparatos eléctricos estaban conectados a un transformador que reducía los 220 voltios de la corriente italiana a los 110 de Norteamérica. ¿Se traían los electrodomésticos de Estados Unidos? En la cocina apenas quedaba sitio para una mesita cuadrada con sólo dos sillas. En la pared había un calentador a gas que, al parecer, suministraba agua caliente a los grifos y a los radiadores de la calefacción.

Las dos puertas siguientes correspondían a dormitorios. En uno había una cama de matrimonio y un gran armario. El otro había sido convertido en despacho y contenía un escritorio con un teclado y una pantalla de ordenador conectados a una impresora. En los estantes había libros, un equipo estéreo y, debajo, una hilera de compactos perfectamente alineados. El comisario repasó los títulos de los libros. La mayoría parecían de estudio, los demás, de viajes y —¿sería posible?— de religión. Sacó varios de estos últimos para hojearlos.
Vida cristiana en tiempos de duda, Trascendencia espiritual y Jesús: la vida ideal
. El autor de este último era el reverendo Michael Foster. ¿Su padre?

La música, al parecer, era rock. Reconoció varios nombres, por haberlos oído mencionar a Raffaele y a Chiara, pero estaba seguro de que no podría reconocer la música.

El comisario conectó el lector de discos compactos y oprimió el pulsador «Eject» del cuadro de mandos. Al igual que un paciente que enseñara la lengua al médico, el aparato sacó la bandeja reproductora. Vacía. Cerró la gaveta y desconectó el lector. Entonces probó el magnetófono y el amplificador. Se encendieron las luces que indicaban que ambos aparatos funcionaban. Los apagó. Encendió el ordenador, observó la aparición de las letras en la pantalla y lo apagó.

No resultó más reveladora la ropa del armario. Encontró tres uniformes completos, con las chaquetas todavía en las bolsas de plástico de la lavandería y, al lado de cada una, el correspondiente pantalón verde oscuro. También estaban colgados del armario varios pantalones vaqueros, pulcramente doblados en las perchas, tres o cuatro camisas y un traje azul marino de fibra sintética. Casi distraídamente, Brunetti palpó los bolsillos de las chaquetas y de todos los pantalones, pero no había nada: ni monedas, ni papeles, ni un peine. O el sargento Foster era un joven muy ordenado o los norteamericanos habían estado allí antes que él.

Volvió al cuarto de baño, levantó la tapa del depósito del inodoro y la bajó. Abrió la puerta de espejo del armarito y destapó un par de frascos.

En la cocina, abrió la parte superior del frigorífico gigante. Hielo. Nada más. Abajo, unas manzanas, una botella de vino blanco, abierta, y un trozo de queso, un poco viejo, envuelto en plástico. En el horno había sólo tres sartenes, limpias; el lavavajillas estaba vacío. Brunetti se apoyó en la repisa y paseó una lenta mirada por la cocina. Sacó un cuchillo del cajón de arriba de un mueble situado debajo de la repisa, apartó una de las sillas de madera de la mesa y la puso debajo del calentador. Se subió a la silla y aflojó con el cuchillo los tornillos de la tapa frontal. Luego los sacó y los guardó en el bolsillo de la chaqueta. Cuando hubo sacado el último, metió también el cuchillo en el bolsillo y sacudió la placa frontal hasta que se desprendió. La dejó en la silla, apoyada en su pierna.

Había dos bolsas de plástico sujetas con cinta adhesiva a la pared interna del calentador. Contenían polvo blanco, un kilo, calculó. Sacó el pañuelo y, envolviéndose la mano en él, desprendió primero una bolsa y después la otra. Para corroborar lo que ya sabía, abrió el cierre de pestaña de una de las bolsas, se humedeció la yema del dedo índice y lo introdujo en el polvo. Cuando se puso el dedo en la lengua, percibió el sabor ligeramente metálico e inconfundible de la cocaína.

Agachándose, dejó las dos bolsas en la repisa. Luego volvió a colocar la placa frontal del calentador, haciendo coincidir los orificios de anclaje. Luego, lentamente, puso los cuatro tornillos, dejando perfectamente horizontales las ranuras de los superiores y verticales las de los inferiores.

Miró el reloj. Llevaba en el apartamento quince minutos. Los norteamericanos habían tenido todo un día para registrarlo y la policía italiana, otro tanto: a Brunetti le había bastado menos de un cuarto de hora para encontrar los paquetes.

Abrió uno de los armarios superiores y vio sólo tres o cuatro platos. Miró debajo del fregadero y encontró lo que necesitaba: dos bolsas de plástico. Cubriéndose todavía la mano con el pañuelo, puso en cada una de ellas una de las bolsas de la cocaína y las introdujo en los bolsillos interiores de la chaqueta. Limpió la hoja del cuchillo con la manga y volvió a guardarlo en el cajón, luego borró con el pañuelo las huellas que pudiera haber dejado en el calentador, salió del apartamento y cerró la puerta. En la calle, se acercó al jeep, sonriendo amigablemente a los soldados.

—Gracias —dijo devolviendo la llave al que se la había dado.

—¿Y bien? —preguntó el soldado.

—Nada. Sólo quería ver cómo vivía. —Si la respuesta de Brunetti le sorprendió, el soldado no lo demostró.

Brunetti fue hasta su coche, subió y dijo al conductor que lo llevara a la estación. Tomó el Intercity de las tres quince procedente de Milán y se dispuso a pasar el viaje de vuelta como había pasado el de ida: mirando por la ventanilla y pensando qué motivos podía tener alguien para asesinar a un joven soldado norteamericano. Aunque ahora tenía algo más en qué pensar: ¿Qué motivos podía tener alguien para colocar droga en su apartamento, después de su muerte? ¿Y quién era ese alguien?

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