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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (20 page)

BOOK: Muerte y juicio
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—¿Qué es? —dijo el capitán—. No he traído gafas.

—Japonesas —dijo Brunetti—. O eso parece. Diría que sólo las hacen los japoneses.

—¿Los japoneses? —preguntó Della Corte—. ¿Los japoneses fabrican gafas?

—Fabrican monturas —explicó Brunetti—. Y tengo entendido que esta clase de monturas cuestan un millón de liras por lo menos. O eso me dijo mi mujer. Si es titanio, y me parece que lo es —dijo doblando la montura y viéndola recuperar la forma instantáneamente al soltarla—. Y eso es lo que habrá costado. —Mientras Brunetti miraba las gafas asomó a su cara una sonrisa de alegría, como si éstas se hubieran convertido en el millón de liras y fuera para él.

—¿De qué se ríe? —preguntó Della Corte.

—Una montura de un millón de liras y, por añadidura, importada del Japón, ha de ser fácil de identificar.

El mismo millón de liras apareció entonces en la sonrisa de Della Corte.

21

A instancias de Brunetti, llevaron las gafas a un óptico para que determinara la graduación de los cristales, lo que facilitaría su identificación. Puesto que la montura no sólo era cara sino, además, de importación, no sería difícil localizar la tienda que las había despachado, pero la búsqueda se demoraba, porque Della Corte tenía instrucciones de considerar la muerte de Favero como suicidio y sólo podía dedicarse a ella en su tiempo libre. Por otra parte, existía la posibilidad de que las gafas hubieran sido adquiridas fuera de Padua.

Brunetti hacía cuanto podía para ayudarle, y asignó a uno de sus agentes más jóvenes la tarea de llamar por teléfono a todos los ópticos de la zona Mestre-Venecia, para preguntarles si tenían aquella montura y, en tal caso, si habían despachado la receta en cuestión. Después el comisario centró su atención en el triángulo Trevisan-Lotto-Martucci, especialmente en los supervivientes a los que beneficiaba la muerte de Trevisan. Probablemente, la viuda heredaría a su marido y cabía la posibilidad de que Martucci heredara a la viuda. Ahora bien, el asesinato de Lotto no encajaba en ninguno de los esquemas que se trazaba Brunetti que implicaran a Martucci y a la
signora
Trevisan. Indudablemente, muchos maridos y muchas mujeres desean matar al cónyuge y no pocos lo matan, pero le parecía inverosímil que una hermana matara al hermano. Un marido, y hasta un hijo, puede ser sustituido, pero tus ancianos padres nunca podrán tener otro hijo. A esta verdad había sacrificado la vida Antígona. Brunetti comprendió que tendría que entrevistarse de nuevo con la
signora
Trevisan y con el
avvocato
Martucci, y pensó que sería interesante hablar con los dos a la vez y ver qué ocurría.

Pero, antes de preparar la entrevista, decidió repasar los papeles que se habían acumulado en su mesa. Allí estaba la prometida lista de los clientes de Trevisan, siete hojas mecanografiadas a un solo espacio, con nombres y direcciones en un orden alfabético impecable y absolutamente neutral. Recorrió rápidamente con la mirada la columna de los apellidos. Algunos le hicieron silbar entre dientes: era evidente que Trevisan había sabido atraerse a los ciudadanos más acaudalados y también a los que estaban considerados la aristocracia de Venecia. Brunetti retrocedió a la primera página y volvió a leer cada nombre más despacio. Era consciente de que cualquier persona ajena a Venecia no vería en la atención que les dedicaba sino una sobria reflexión; pero quien estuviera al corriente de los rumores y conjeturas que circulaban por la ciudad sabría que, cada vez que su mirada se detenía en un nombre, era para remover en un poso de murmuraciones, maledicencias y calumnias. Allí estaba Baggio, el director del puerto, un hombre acostumbrado a detentar el poder, que ejercía sin miramientos. Y Seno, dueño de la mayor fábrica de cristal de Murano, en la que trabajaban más de trescientas personas y cuyos competidores sufrían con frecuencia huelgas e incendios debidos a causas desconocidas. Y Brandoni, el conde Brandoni, cuya inmensa fortuna tenía un origen tan oscuro como su título.

Algunas de las personas de la lista tenían una reputación intachable, pero a Brunetti le llamaba la atención la promiscuidad con la que los nombres más honorables se alternaban con los más dudosos. Buscó en la
F
el nombre de su suegro, pero el conde Orazio Falier no aparecía. Brunetti dejó la lista a un lado, pensando que habría que interrogarlos a todos, uno a uno. Pensó también que quizá tuviera que llamar a su suegro, para preguntarle qué sabía de Trevisan, o de sus clientes; pero no le gustaba la idea, y se reprochaba esta reticencia.

Al pie de la lista había un mensaje muy largo, laboriosamente mecanografiado por el agente Gravini, en el que se informaba de que la prostituta brasileña y su proxeneta habían acudido al bar Pinetta la noche antes y que el agente había «promovido» su arresto. ¿«Promovido»?, se preguntó Brunetti en voz alta. Esto se conseguía dando entrada en el cuerpo a los universitarios. Brunetti llamó a la planta inferior para preguntar dónde estaban los detenidos, y le informaron de que los habían traído del centro de detención aquella mañana y, por instrucciones del agente Gravini, los tenían en celdas separadas, por si Brunetti deseaba interrogarlos.

Había un fax de la policía de Padua que informaba de que las balas extraídas del cadáver de Lotto procedían de una pistola del 22, si bien los análisis para determinar si era la misma arma utilizada contra Trevisan no se habían efectuado todavía. Brunetti estaba seguro de que los análisis confirmarían lo que él ya sabía.

Debajo había más hojas de fax, éstas con el membrete de la SIP, en las que constaban los datos que la
signorina
Elettra había pedido a Giorgio por encargo suyo. Al pensar en Rondini y en la gran cantidad de listas que les había proporcionado, Brunetti recordó la carta que el joven le había pedido y que no se había escrito todavía. El que Rondini considerara necesario disponer de semejante carta para dársela a su prometida si llegaba el caso comportaba que Brunetti no comprendiera por qué quería casarse con ella, aunque hacía ya tiempo que él había renunciado a entender los entresijos del matrimonio.

Brunetti reconocía que no tenía ni la menor idea de lo que esperaba descubrir a través de Mara o de su proxeneta, pero decidió ir a hablar con ellos por si acaso. Fue a la planta baja, en la que había tres pequeñas celdas que la policía solía utilizar para los interrogatorios.

Junto a la puerta de una de las celdas estaba Gravini, un apuesto joven que había ingresado en el cuerpo hacía un año, después de pasar los dos anteriores tratando de encontrar a alguien que quisiera dar trabajo a un licenciado en filosofía de veintisiete años sin experiencia profesional. Brunetti se había preguntado más de una vez qué había impulsado a Gravini a tomar aquella decisión, qué principio filosófico le había hecho abrazar el uniforme de las fuerzas del orden. A no ser —la idea brotó no se sabía de dónde y asaltó súbitamente a Brunetti—, a no ser que Gravini viera en el
vicequestore
Patta la encarnación del rey filósofo de Platón.

—Buenos días, comisario —dijo Gravini saludando marcialmente sin demostrar sorpresa porque su superior llegara riendo entre dientes. Se dice que los filósofos pueden asumir estas cosas.

—¿Cuál de ellos está ahí? —preguntó Brunetti, indicando con el mentón la puerta situada detrás de Gravini.

—La mujer, señor. —Al responder, Gravini entregó a Brunetti una carpeta azul oscuro—. El expediente del hombre. De ella no hay nada.

Brunetti abrió la carpeta y leyó atentamente las dos hojas sujetas a la cubierta inferior. Lo habitual: atraco, tráfico, proxenetismo. Franco Silvestri era uno más entre miles. Después de la lectura, el comisario devolvió la carpeta a Gravini.

—¿Tuvo problemas para traerlos?

—Con ella no, señor. Casi parecía que estaba esperándolo. Pero el hombre trató de salir corriendo. Ruffo y Vallot estaban fuera y lo agarraron.

—Bien hecho, Gravini. ¿De quién fue la idea de llevarlos?

—Verá, señor —empezó Gravini carraspeando—, yo les dije lo que iba a hacer y ellos se ofrecieron a acompañarme. En su tiempo libre, ¿comprende?

—Se llevan ustedes bien, ¿verdad, Gravini?

—Sí, señor, muy bien.

—Me alegro. Bueno, vamos a ver. —Brunetti hizo girar la llave y entró en el lúgubre cuartito, iluminado por la luz de una sucia ventana, muy alta y muy pequeña como para que alguien pudiera pensar en saltar por ella, y una bombilla de sesenta vatios instalada en el centro del techo y protegida por una jaula metálica.

Mara estaba sentada en el borde de una de las tres sillas que constituían todo el mobiliario de la habitación. Ni mesa ni lavabo, nada más que las tres sillas y varias colillas esparcidas por el suelo. Al entrar Brunetti, la mujer levantó la cabeza, lo reconoció y dijo con voz serena:

—Buenos días. —Parecía cansada, como si no hubiera dormido bien aquella noche, pero no preocupada por encontrarse allí. Del respaldo de una silla estaba colgada la chaqueta de leopardo, pero la falda y la blusa eran nuevas, aunque se notaba que había dormido con ellas. El maquillaje se le había ido, o ella se lo había quitado, lo cierto era que con la cara limpia parecía más joven, poco más que adolescente.

—Supongo que no es la primera vez que le pasa esto —dijo Brunetti sentándose en la tercera silla.

—Ya he perdido la cuenta de las veces —respondió ella, y preguntó—: ¿Tiene cigarrillos? Se me han terminado, y el poli de ahí fuera no quiere abrir.

Brunetti se acercó a la puerta y dio tres golpes. Cuando Gravini asomó la cabeza, el comisario le preguntó si tenía cigarrillos. El agente le entregó un paquete y él y se lo dio a Mara.

—Gracias —dijo ella, sacando un encendedor de plástico del bolsillo de la falda y encendiendo un cigarrillo—. Por culpa de éstos se murió mi madre —dijo agitando el cigarrillo ante sí y contemplando el humo—. Yo quería que lo pusieran así en el certificado de defunción, pero los médicos no quisieron. Escribieron «cáncer», pero hubiera tenido que poner «Marlboro». Ella me pidió que no fumara nunca, y yo le prometí que no fumaría.

—¿Llegó ella a enterarse de que fumaba?

Mara movió la cabeza negativamente.

—No; no se enteró de los cigarrillos ni de otras cosas.

—¿Qué cosas? —preguntó Brunetti.

—Cosas como que cuando ella murió yo estaba embarazada. Sólo de cuatro meses, y como yo era joven y era el primero, no se notaba.

—Quizá se hubiera alegrado. Sobre todo, si sabía que iba a morir.

—Yo tenía quince años —dijo Mara.

—Oh —hizo Brunetti desviando la mirada—. ¿Ha tenido más?

—¿Más qué? —preguntó ella, confusa.

—Más hijos. Ha dicho que era el primero.

—Me refería al primer embarazo. Aquel niño lo tuve, pero después tuve un aborto y desde entonces he tomado precauciones.

—¿Dónde está la criatura?

—Está en Brasil, con la hermana de mi madre.

—¿Es niño o niña?

—Una niña.

—¿Cuántos años tiene?

—Seis. —Ella sonrió a sus pensamientos. Se miró los pies, luego miró a Brunetti, fue a hablar, desistió y al fin dijo—; Si quiere verla, tengo una foto.

—Sí, me gustaría —dijo él acercando la silla.

La mujer arrojó el cigarrillo al suelo, metió una mano por el escote de la blusa y sacó un medallón chapado en oro, del tamaño de una moneda de cien liras. Lo abrió oprimiendo un resorte y lo acercó a Brunetti, que se inclinó para mirarlo. A un lado vio a un recién nacido mofletudo y al otro, a una niña con largas trenzas negras, muy erguida y formal, con lo que parecía un uniforme de colegio.

—Va a las monjas —explicó Mara, doblando el cuello para mirar la foto—. Creo que es mejor.

—Sí, yo también lo creo —dijo Brunetti—. Mi hija también fue a las monjas hasta que terminó la básica.

—¿Cuántos años tiene su hija? —preguntó Mara cerrando el medallón y guardándolo dentro de la blusa.

—Catorce —suspiró Brunetti—. Una edad difícil —dijo antes de recordar lo que Mara le había dicho hacía un momento.

Afortunadamente, también ella parecía haberlo olvidado, y sólo dijo:

—Sí, muy difícil. Espero que sea buena chica.

Brunetti sonrió, orgulloso.

—Lo es, sí, muy buena.

—¿Tiene más hijos?

—Un chico de diecisiete años.

Ella asintió, como si ya supiera más que suficiente de los chicos de diecisiete años.

Al cabo de un rato de silencio, Brunetti señaló la habitación con un ademán.

—¿Por qué esto? —preguntó.

Mara se encogió de hombros.

—¿Y por qué no?

—Teniendo una hija en Brasil, ha venido a trabajar muy lejos. —Él sonreía al decirlo y ella no se ofendió.

—Con lo que gano, puedo enviar a mi tía dinero suficiente para pagar el colegio, buena comida, y buenos uniformes, cuando es necesario. Tenía la voz tensa de orgullo o de cólera, Brunetti no podía adivinarlo.

—¿Y en Sao Paulo? ¿No podría trabajar allí? Para no tener que estar lejos de ella.

—Yo dejé la escuela a los nueve años, porque tenía que cuidar de mis hermanos pequeños. Mi madre estaba enferma y yo era la única chica. Luego, cuando tuve la niña, entré a trabajar en un bar. —Vio su expresión y explicó—: No era un sitio de ésos. Sólo servía bebidas.

Como ella no decía más, Brunetti preguntó:

—¿Cuánto duró aquel trabajo?

—Tres años. Daba para el alquiler y la comida para mí, la niña y mi tía, que cuidaba de ella. Y poco más. —Ella calló otra vez, pero a los oídos de Brunetti su voz había adquirido el ritmo de una narración.

—¿Y entonces?

—Entonces llegó Eduardo, mi
latin lover
—dijo ella con amargura, aplastando con la punta del pie una de las colillas del suelo, que quedó reducida a migas de papel y tabaco.

—¿Eduardo?

—Eduardo Alfieri. Por lo menos, así me dijo que se llamaba. Una noche me vio en el bar, se quedó hasta la hora del cierre y me invitó a un café. Nada de copas, ¿eh?, un café, como si yo fuera una señorita respetable a la que él pedía una cita.

—¿Y qué ocurrió?

—¿A usted qué le parece que pasó? —preguntó ella y, por primera vez, había resentimiento en su voz—. Tomamos aquel café, y él siguió viniendo al bar noche tras noche, y cuando cerrábamos, él me invitaba a tomar café, siempre respetuoso, siempre educado. A mi abuela le hubiera gustado aquel chico tan formal. Era la primera vez que un hombre no me trataba como algo que sólo sirve para follar, y me pasó lo que le hubiera pasado a cualquiera en mi lugar, que me enamoré.

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