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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Muerte y juicio (24 page)

BOOK: Muerte y juicio
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Al llegar, las muchachas se encontraban en una situación parecida a la de Mara y descubrían que el contrato de trabajo que habían firmado antes de salir era el compromiso de reembolsar hasta cincuenta mil dólares a la persona que les había organizado el viaje y que se había quedado con su pasaporte. Se encontraban ahora en un país extranjero, sin documentación y convencidas de que, con su sola presencia, infringían la ley y podían ser arrestadas y sentenciadas a largas penas de cárcel por la deuda que habían contraído al firmar el contrato. Ello no obstante, algunas protestaban, sin miedo al arresto. Generalmente, a éstas se las dominaba con la violación múltiple o medios aún más violentos. Algunas morían. Se corría la voz. La resistencia era cada vez menor.

Y los burdeles del mundo desarrollado se habían llenado de exóticas jóvenes de cabello negro y piel oscura: tailandesas, cuya dulce modestia tanto halaga el complejo de superioridad del hombre; mestizas dominicanas a las que, como todo el mundo sabe, les encanta eso, porque por algo son negras, y no digamos las brasileñas, cariocas voluptuosas que han nacido para ser putas.

El informe decía entonces que, a causa de los gastos de transporte, se había empezado a explotar una nueva cantera más próxima, en el este de Europa, donde miles de mujeres rubias y de ojos azules habían perdido el empleo o veían cómo la inflación devoraba sus ahorros. Setenta años de austeridad comunista habían creado ansia por las amenidades de Occidente, y las jóvenes emigraban en coche o en camión, a pie y hasta en trineo, hacia El Dorado que era para ellas el vecino occidental, para encontrarse allí sin papeles, sin derechos y sin esperanza.

A Brunetti no le sorprendía lo que leía, pero le consternaba la cifra: medio millón. Buscó en la última página los nombres de las personas y organizaciones que habían confeccionado el informe y que eran de solvencia total, pero la cifra seguía siendo intolerable. Había en Italia provincias enteras que no tenían medio millón de mujeres. Este número podría poblar toda una ciudad.

Cuando acabó de leer, Brunetti dejó el informe en el centro de la mesa y luego lo apartó un poco, como si temiera ser contaminado. Abrió el cajón, sacó un lápiz, se acercó un papel y rápidamente hizo una lista de tres nombres: un comandante de la policía de Brasil al que había conocido en París hacía varios años durante un seminario, el dueño de una importante empresa de importación y exportación con oficinas en Bangkok y Pia, una prostituta. Por una u otra razón, los tres estaban en deuda con Brunetti, y a él no se le ocurría mejor pago que la información.

Brunetti pasó las dos horas siguientes al teléfono, generando una factura que después se volatilizó por efecto de unas sabias pulsaciones efectuadas en el ordenador central de la SIP. Al cabo de aquellas dos horas había descubierto poco más de lo que decía el informe, pero ahora lo sabía de un modo más vivido y personal.

El comandante De Vedia, de Río, no podía compartir la preocupación de Brunetti ni comprendía su indignación. Al fin y al cabo, siete de sus agentes habían sido arrestados aquella semana por haber actuado de pelotón de ejecución por encargo de unos comerciantes de Río que les habían pagado para que mataran a los niños de la calle que entorpecían el acceso de los clientes a sus tiendas.

—Los que consiguen llegar a Europa son los afortunados, Guido —dijo el comandante antes de colgar.

No se mostró más comprensivo el interlocutor de Bangkok.

—Comisario, más de la mitad de las prostitutas de aquí tienen el sida. Dichosas las que pueden salir de Tailandia.

Pero la mejor fuente de información fue Pia, a la que Brunetti encontró en casa porque
Carolina,
su perra labrador, estaba de parto de su primera camada. Pia se hallaba al corriente del asunto, pero la sorprendió que la policía se preocupara por él. Cuando se enteró de que el interés de Brunetti estaba provocado por la muerte de tres prósperos hombres de negocios, la mujer soltó una larga carcajada. Las chicas, explicó cuando pudo hablar, venían de todas partes, algunas trabajaban en la calle, pero a muchas las tenían en casas, para controlarlas mejor. Sí, a veces las sacudían, si no los chulos, los clientes. ¿Quejarse? ¿A quién? No tenían papeles, estaban convencidas de que su sola presencia en Italia era delito; algunas ni sabían italiano. Al fin y al cabo, la suya no era una profesión para la que una conversación inteligente fuera requisito esencial.

Pia no sentía animadversión hacia ellas, aunque no ocultaba que le escocía la competencia. Ella y sus amigas, que trabajaban sin proxeneta, disfrutaban por lo menos de cierta estabilidad económica: apartamento, coche y algunas, hasta casa propia; pero aquellas extranjeras no tenían nada y no podían permitirse rechazar a un cliente, fuera lo que fuera lo que les pidiera. Ellas y las adictas eran las que peor lo tenían, aceptaban cualquier cosa, podían obligarlas a todo. Estaban indefensas ante la brutalidad y —peor aún— eran vehículos de enfermedades.

Brunetti preguntó cuántas había en la zona del Véneto y Pia le contestó riendo que más de las que él podría contar. Entonces
Carolina
ladró tan fuerte que hasta Brunetti la oyó y Pia dijo que tenía que colgar.

—¿Quién maneja eso, Pia? —preguntó, ansioso de conseguir una respuesta más antes de que ella terminara la conversación.

—Eso es
big business, dottore
—dijo ella—. Es como preguntar quién maneja los bancos o la Bolsa. Son los mismos hombres, con el pelo bien cortado y el traje a medida. Todos los días, al despacho y todos los domingos, a misa y, cuando nadie mira, cuentan lo que ganan con las mujeres que trabajan echadas de espaldas. Somos una mercancía más,
dottore.
A no tardar, saldremos en el mercado de futuros —rió la mujer, que hizo una sugerencia procaz del nombre bajo el que podrían aparecer. Entonces
Carolina
dio un alarido y Pia colgó.

En el mismo papel, Brunetti se puso a hacer unas sencillas operaciones aritméticas. Estimó el precio medio de cada servicio en cincuenta mil liras, pero entonces tuvo que reconocer que no tenía idea de cuántos podían hacerse al día. Para simplificar el cálculo decidió fijarlos en diez. Suponiendo que las mujeres descansaran el fin de semana, lujo que difícilmente se les permitiría, cada una haría dos millones y medio a la semana, diez millones al mes. Siguió simplificando y estimó cien millones de liras al año, que luego dejó en la mitad, para compensar, a grandes rasgos, posibles errores en los cálculos anteriores. Cuando multiplicó el resultado por medio millón, el producto ya escapaba a su imaginación, y se limitó a contar los ceros que, si no se equivocaba, eran doce. Tenía razón Pia, aquello era
big business.

El instinto y la experiencia le decían que ni Mara ni su chulo le darían más información. Llamó a Vianello y le preguntó si ya habían localizado al óptico que había vendido las gafas encontradas en el restaurante de Padua. Vianello tapó el micro con la palma de la mano, el sonido se apagó y luego se oyó la voz del sargento, que tenía una nota de irritación o quizá de algo más fuerte.

—Ahora mismo subo,
dottore
—dijo, y colgó el teléfono.

Cuando entró en el despacho, el sargento tenía la cara roja todavía, secuela de lo que Brunetti, por larga experiencia, sabía que era un acceso de cólera. Vianello cerró la puerta con suavidad y se acercó a la mesa de Brunetti.

—Riverre —dijo a modo de explicación. Era el nombre del agente que era la cruz no sólo de Vianello sino de todo el personal de la
questura.

—¿Qué ha hecho ahora?

—Ayer encontró al óptico, tomó nota y la ha tenido guardada en su mesa hasta que le he preguntado. —De haber estado de mejor humor, Brunetti hubiera comentado que, por lo menos esta vez, Riverre se había molestado en tomar nota, pero en aquel momento descubrió que no tenía ni humor ni paciencia. Además, hacía tiempo que Brunetti y su sargento habían decidido que, por lo que a la incompetencia de Riverre se refería, sobraban los comentarios.

—¿Quién es?

—Carraro, calle della Mandorla.

—¿Consiguió el nombre de la cliente?

Vianello se mordió el labio inferior e involuntariamente apretó los puños.

—No, señor. Sólo comprobó que las gafas que correspondían a aquella graduación eran de allí. Dice que eso se le ordenó hacer y eso hizo.

Brunetti sacó la guía telefónica y rápidamente encontró el número. El óptico dijo que ya esperaba que la policía volviera a llamar e inmediatamente dio a Brunetti el nombre y la dirección de la mujer que había encargado las gafas. Por su forma de hablar, parecía creer que la policía sólo pretendía que la mujer recuperara sus gafas, y Brunetti no quiso desengañarlo.

—Pero no creo que la encuentre en su casa a esta hora —dijo el doctor Carraro—. Ahora debe de estar en su trabajo.

—¿Y sabe usted dónde trabaja,
dottore
? —preguntó Brunetti cortésmente.

—Tiene una agencia de viajes cerca de la universidad, entre la universidad y la tienda de alfombras.

—Ah, sí, ya sé —dijo Brunetti, recordando un escaparate lleno de carteles ante el que había pasado infinidad de veces—. Muchas gracias,
dottore.
Me encargaré de que le devuelvan las gafas.

Brunetti colgó el teléfono y miró a Vianello.

—Regina Ceroni. ¿El nombre le dice algo?

Vianello movió la cabeza negativamente.

—Tiene la agencia de viajes que está cerca de la universidad.

—¿Quiere que vaya con usted, comisario?

—No. Antes del almuerzo me acercaré a devolverle las gafas a la
signora
Ceroni.

Bajo la fría llovizna de noviembre, Brunetti contemplaba una playa soleada. En una hamaca colgada de dos grandes palmeras había una joven que, por lo que él podía ver, llevaba sólo la pieza de abajo del bikini. Al fondo, en la arena blanca rompían unas olitas mansas de un mar de lapislázuli que se extendía hasta el horizonte. Todo esto podía ser suyo durante una semana por sólo 1.800.000 liras, habitación doble, viaje en avión incluido.

Brunetti abrió la puerta y entró en la agencia. Una atractiva joven de pelo negro sentada ante un ordenador le sonrió amablemente.


Buon giorno
—dijo él devolviéndole la sonrisa—. ¿Está la
signora
Ceroni?

—¿De parte de quién?


Signor
Brunetti.

La joven levantó una mano para indicarle que aguardara, pulsó varias teclas y se puso en pie. La impresora que estaba a su izquierda despertó con un suave rechinar y empezó a expulsar lo que parecía un billete de avión.

—Le diré que está usted aquí,
signor
Brunetti —dijo volviéndose hacia la única puerta que había al fondo de la oficina. Llamó y entró sin esperar. Al momento salió y sostuvo la puerta mientras con un gesto invitaba a pasar a Brunetti.

El despacho no era grande, pero estaba amueblado con clase. La mesa era de teca, según observó Brunetti, pulimentada y reluciente como el cristal. La falta de cajones pregonaba que su finalidad no era utilitaria. Y la alfombra persa de seda oro pálido era similar a la que el suegro del comisario tenía en el estudio.

La mujer que estaba detrás de ambas tenía el pelo castaño claro, recogido detrás de las orejas con peinetas de marfil labrado. La simplicidad del peinado contrastaba con la tela y el corte del traje, de gruesa seda salvaje gris oscuro, con grandes hombreras y mangas ajustadas. Aparentaba estar en la treintena, pero el hábil maquillaje y el esmero del atuendo hacían difícil adivinar a qué altura. Llevaba gafas con montura gruesa. El cristal izquierdo tenía una pequeña muesca semicircular, poco mayor que un guisante, en el ángulo inferior.

Ella levantó la cabeza, sonrió a Brunetti sin abrir la boca y se quitó las gafas, que dejó encima de los papeles que tenía delante. No dijo nada. Él observó que el color de sus ojos era tan parecido al del traje que no podía tratarse de simple coincidencia. Al mirarla, Brunetti recordó la descripción que hace Figaro de la mujer a la que ama el conde Almaviva: cabello de oro, mejillas de rosa y ojos que hablan.

—¿Sí?

—¿La
signora
Ceroni?

—Sí.

—Le traigo las gafas —dijo Brunetti sacándolas del bolsillo, sin apartar los ojos de ella.

La alegría embelleció más aún la cara de la mujer.

—Oh, fantástico —dijo poniéndose en pie—. ¿Dónde las ha encontrado?

Brunetti percibió un leve acento extranjero, quizá eslavo, desde luego del este. Sin decir nada, le alargó el estuche de piel que ella dejó encima de la mesa, sin mirar en su interior.

—¿No va a comprobar si son las suyas? —preguntó él.

—No; reconozco el estuche —respondió la mujer y, sonriendo de nuevo, preguntó—: ¿Cómo ha sabido que eran mías?

—Hemos llamado a todos los ópticos de la ciudad.

—¿«Hemos»? —preguntó ella. Pero, recordando las reglas de la buena educación, dijo entonces—: Perdone mi descortesía. Siéntese, por favor.

—Gracias —dijo Brunetti sentándose en una de las tres sillas que había frente a la mesa.

—Disculpe, pero Roberta no me ha dicho su nombre.

—Brunetti, Guido Brunetti.

—Muchas gracias por su amabilidad,
signor
Brunetti. Debió usted llamarme por teléfono, y yo hubiera ido a recogerlas. No era necesario que se molestara en cruzar toda la ciudad para traérmelas.

—¿Cruzar toda la ciudad? —repitió Brunetti.

La pregunta la sorprendió, pero sólo un momento. La ahuyentó, junto con su propia sorpresa, con un ademán.

—Es un modo de hablar. La agencia está un poco apartada.

—Sí, claro.

—Realmente, no sé cómo darle las gracias.

—Podría decirme dónde las perdió.

Ella volvió a sonreír.

—Es que, si supiera dónde, no las hubiera perdido, ¿no le parece?

Ella lo miraba, pero Brunetti no dijo nada. Ella se acercó el estuche y lo abrió. Sacó las gafas y, tal como Brunetti había hecho en el restaurante, dobló una patilla y luego extendió las dos hacia afuera. Tampoco esta vez se rompieron las gafas.

—Es fantástico, ¿no le parece? —dijo sin mirarlo.

Brunetti callaba.

Con el mismo tono de voz, perfectamente neutro, ella agregó:

—No quería verme involucrada.

—¿Con nosotros? —preguntó Brunetti, suponiendo que, si ella sabía que había tenido que atravesar la ciudad, ya sabía de dónde había venido.

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