Muertos de papel (10 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Muertos de papel
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—¿Por qué no se relaja?

¿Y por qué se suponía que debía relajarme? Tenía un caso abandonado por estar allí, una hermana con conflictos matrimoniales y ninguna costumbre de que alguien se ocupara de mí como si yo fuera un cuerpo sin voluntad. Creo que todas estas reflexiones hicieron que mis músculos se contrajeran aún con más fuerza. La masajista dejó su trabajo y se inclinó, buscándome la cara.

—Oiga, ¿cuánto tiempo hace que nadie cuida de usted?

—¡Hombre!, cuidar, cuidar... —Me había cogido por sorpresa.

—¿Por qué no piensa un momento que usted se merece que alguien la cuide? Sí, en serio, piénselo, usted se lo merece, no hay más.

Sonreí tontamente. Me sentía una imbécil.

—¿Usted me cuidaría si nadie le pagara?

—¡Por supuesto que lo haría, por supuesto que sí! Pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que debe darse un respiro, pensar que puede perder el tiempo, recibir un masaje, dedicar un día entero a sí misma si le apetece. No hay que estar esforzándose siempre como bestias de carga y tener encima sentimientos de culpabilidad; eso es algo que las mujeres deberíamos aprender de una vez por todas.

Se trataba sin duda de una receta psicologista que le habían enseñado a soltar. O no, daba igual. Tal vez se trataba de una psicoanalista desempleada, pero llevaba razón. ¿Cuánto tiempo hacía que no me cuidaba nadie, ni siquiera yo misma? Lo más cerca que había estado de que alguien se preocupara por mí fue cuando aquella buena mujer del bar me ofreció un puesto de pelapatatas. Bueno ¿y era eso tan grave? No, no necesitaba cuidados de nadie, podía cuidarme yo, o al menos podía pagar para que alguien lo hiciera. Sí, aquella chica rubicunda llevaba razón. Me relajé.

Cuando acabó conmigo creí que había vuelto a nacer. Le di las gracias de todo corazón y, perdido todo pudor, me desplacé hasta las termas tapada tan sólo por una minúscula toalla. Amanda ya estaba allí, semioculta por densas nubes de vapor. Había tres o cuatro mujeres más, yaciendo sobre el mármol, todas de edades diferentes.

—¿Cómo va eso? —pregunté.

—Mucho mejor. Dos horas más aquí y olvidaré que alguna vez he estado casada.

Le hice señas de que no hablara tan alto porque el resto de bañistas de vapor podía oírnos. Se encogió de hombros sin darle importancia. Enseguida comprendí por qué, una señora bien entrada en los sesenta contestó con los ojos cerrados:

—¡Dichosa usted!, yo llevo treinta y cinco años casada y no he conseguido olvidarlo ni un momento.

Hubo risas provenientes de todos lados, y los cuerpos desnudos de las mujeres se incorporaron.

—Pero a usted su marido no la ha abandonado, ¿me equivoco?

—No me diga, querida, que el suyo sí.

Aquello era inconcebible, no lo podía creer, mi propia hermana se aprestaba a contar en público a unas perfectas desconocidas su crisis matrimonial. Pero aquella confidencia general no fue lo peor; lo peor fue que casi todas aquellas féminas, jóvenes o viejas daba igual, se interesaron vivamente por la historia, contaron por turno sus propios casos con toda naturalidad y luego se enzarzaron en un rosario de comentarios sin desperdicio sobre los hombres, su manera desconsiderada de portarse, su debilidad interior, su incapacidad para afrontar los cambios de la edad... Ni en el matadero hubiera podido asistir al despiece más profesional y sistemático de una res. Por fortuna se respetó mi silencio, reconozco que hubiera sido incapaz de decir una palabra en aquel linchamiento colectivo. Encima, llegado un punto, alguna de ellas suspiró y desgranó un comentario como al azar:

—Sí, pero ¿qué le vamos a hacer?, los hombres son como son.

Hubo acuerdo por unanimidad, y lo que habían sido denuestos se convirtieron como por magia en frases de aceptación e inexorabilidad para acabar siendo bromas, cada vez más subidas de tono. Un rato de jolgorio a cuenta de la longitud y el grosor del miembro viril más común dio por terminado el improvisado debate termal. A solas con Amanda la increpé:

—¿Cómo has podido, delante de todo el mundo... ?

—¡Pero, Petra! ¿Qué crees que hacían las matronas romanas cuando iban a los baños? Todo esto forma parte de una larga tradición.

—No entiendo nada, de verdad.

—Creo que has estado demasiado tiempo metida en contextos masculinos. Las mujeres decimos lo que sentimos, no hay nada vergonzoso en ello, ¿o sí?

—Vergonzoso no, pero la intimidad...

—La intimidad es un cuento para que todos nos aguantemos solos nuestras penas.

No lo entendía. Era posible que mi hermana estuviera en lo cierto, pero yo hubiera sido incapaz de obrar así. ¿Demasiado contexto masculino, demasiada soledad? ¿Qué se ganaba callando, qué se perdía con una comunicación tan abierta? No lo sabía, pero yo prefería dosificar los datos sobre mí misma.

La limpieza de cutis me dejó definitivamente fuera de combate; las sucesivas capas de cremas que extendieron y retiraron de mi rostro, con movimientos suaves, ondulantes, sinuosos, me llevaron hasta las puertas del sueño. Al final quedé lista para ser maquillada. Allí las posibilidades de relajación eran menores. Tuve que mirar para abajo mientras perfilaban mi párpado superior y para arriba cuando me ponían rímel en las pestañas. Tuve que estirar los labios y luego fruncirlos, y más tarde sonreír para ver el efecto general frente al espejo. Estaba guapa. Me sentía bien. Me rondaba la impresión de no ser enteramente yo, pero la aparté de un plumazo. El único problema era la hora. Las nueve de la noche. Habíamos pasado cinco horas en el placentero quehacer de ser cuidadas. Volví a contemplarme en el espejo. Las horas se notaban, y el relax y todas y cada una de las capas de cremas. Debería darme una vuelta para que me viera mi benefactora del bar.

Amanda resplandecía también y, lo más importante, de sus ojos habían desaparecido los rastros de lágrimas.

—¿Y ahora? —preguntó esperando el resto del plan.

—Ahora a cenar con champán. Por cierto, he invitado a mi compañero de trabajo, espero que no te importe, aún puedo cancelarlo.

—¿Es guapo?

—¿El subinspector Garzón? Bueno... es fuerte.

—¿Como para cargar con dos?

—Sí, sí, lo aguantará.

—¿Aunque sean de la misma familia?

—No te desmandes lo más mínimo, yo soy su jefa.

—¡Ay, Petra, por Dios!, ¿es que nunca abandonas tu autocontrol?

Autocontrol fue lo que necesitó Amanda cuando vio al subinspector llegando a la cita. Un autocontrol tibetano. Garzón se había preparado con una de sus pintas más juncales. Traje de raya diplomática, camisa negra y corbata lila. Yo ya estaba acostumbrada a su gusto peculiar, pero he de decir que cada vez que lo veía preparado para una ocasión, aún experimentaba un primer ramalazo de sorpresa. Mi hermana le dio la mano blandamente, impresionada, y el subinspector correspondió al saludo con la mezcla de estilo marcial y caballeroso con que expresaba su galantería.

—¿No nos encuentra usted bellas, Fermín? —le espeté.

—Como dos gacelas salvajes —contestó sin amilanarse.

En cuanto Amanda oyó semejante réplica, se echó a reír. Y eso fue lo que continuó haciendo durante toda la noche en el lujoso restaurante que escogimos para cenar. He de reconocer que Garzón estaba sembrado, en uno de esos momentos en los que, tocado por la gracia, era capaz de convertir cualquier cosa sagrada en motivo de burla. Contó anécdotas de juventud, casos del servicio, incidencias de su vida cotidiana como viudo solitario... todo el conjunto venía teñido de una divertida desmitificación en la que el principal objetivo de revisión era él mismo. Comprobé que la finalidad última de la cena estaba cumplida, mi hermana parecía encantada. Y sin duda se encontraba aligerada de sus más negros nubarrones, aunque la procesión con Cristos supliciados y Madonnas dolientes fuera por dentro. No tardó mucho en salir. A la hora del café, cuando se remansan los efluvios de la euforia y cada uno da vueltas a su azúcar mirando a la taza como en una meditación, Amanda soltó:

—¿Usted se enamoraría de una chica mucho más joven, Fermín?

Garzón creyó que el pitorreo seguía y respondió:

—¿Me ve capaz de seducir a un pimpollito?

—No, estoy hablando en serio, ¿cree que con el amor de una chica de veintitantos el hombre recupera algo de su juventud?

El subinspector se dio cuenta de que algo funcionaba mal y me miró, le devolví una mirada de inquietud. Empezó a titubear.

—Bueno... no sé... quizá si me encontrara en unas circunstancias límite...

—¿Qué circunstancias?

Se pasó el dedo por el borde del bigote.

—Pues... en fin... en una isla desierta...

—De acuerdo, y en esa isla desierta, al enamorarse de ella, ¿se sentiría más joven y pletórico?

Garzón se puso serio de repente.

—Mire, yo me quedo embobado a veces por la calle cuando pasa una jovencita. Tienen buen cuerpo, la piel sedosa... no se lo voy a negar; pero de eso a enamorarme para sentirme joven... En primer lugar me da mucha pereza y además yo creo que la juventud no te la devuelve ni Dios.

—Lo sé, pero no se trata ni siquiera del aspecto físico, es algo más. Un joven tiene los ojos limpios, carece de experiencia, apenas si ha sufrido, es como si estuviera nuevo, como si el mundo aún no lo hubiera estropeado. Vivir junto a él debe ser como descubrir otra vez las cosas.

—Yo no soy una persona complicada y sólo descubro lo que siento en mis propias costillas.

—Obviamente, mi marido no es así. Se ha enamorado de una joven y proyecta abandonarme para vivir con ella. ¿Qué le parece?

La mirada que me lanzó Garzón era un auténtico SOS, pero decliné salir en su ayuda, yo tampoco hubiera sabido qué decir.

—Debe de ser difícil para usted.

—Sí que lo es. Sería más fácil si pudiera comprender su postura en profundidad.

Garzón se encogió de hombros.

—De todo lo que me ha pasado en la vida, no entiendo ni la mitad. Las cosas pasan, y a veces no hay nada que entender.

—La fuerza de los hechos, ¿verdad?

Un silencio melancólico se extendió por la mesa, todos mirábamos al interior de nuestras vacías tazas de café, como si quisiéramos leer el futuro en los posos. Levanté la sesión con un impulso enérgico. Pagué y salimos a la calle. Garzón se despidió con cordialidad, y mi hermana comentó su encanto de camino hacia casa.

Al mirarme al espejo me sorprendió mi maquillaje profesional, del que ya no me acordaba. Los años, la belleza, la juventud, el amor. Mis planes para la vejez no contaban con el amor. No quería ver a nadie declinando junto a mí siendo al mismo tiempo testigo de mi declive. Había decidido vivir en el campo, leer, pasear y llegar hasta el pueblo cada noche para tomar una copa con los marineros o los campesinos, eso estaba aún por determinar. Me compraría un gato lustroso, un perro simpático. Me negaba a que alguien me recordara las miserias de lo cotidiano dejándose el dentífrico abierto, o sorbiendo la sopa, o quejándose de dolores musculares antes de meterse en la cama. Hay una cierta elegancia en la soledad, hasta que la muerte te separa del mundo. Sin embargo, era innegable que me fastidiaba perder la belleza de la juventud. No pensaba en ello demasiado, pero el día que lo hacía... Si al menos envejecer fuera cambiar hacia otra cosa... pero no, era una decadencia de los tejidos, y una degeneración de las células, por no hablar de las neuronas, que morían como las moscas del panal de rica miel. Nada, contra eso no había nada que hacer, ya podías yacer en innumerables camillas mientras manos eficientes te masajeaban, te untaban, te perfumaban o llenaban de ungüentos maravillosos, daba igual, cada minuto, cada segundo habías envejecido un minuto y un segundo más.

¿La experiencia, los hechos, la novedad, todo aquello no físico a lo que mi hermana se había referido...? Ése sí era otro cantar, le había cogido cariño a mi escepticismo, no echaba de menos la ilusión, incluso detestaba la excesiva vitalidad y la falta de reflexión de la juventud. No, todo estaba bien, no hubiera vuelto atrás, y además no podía. Punto.

Me desmaquillé los ojos con una loción. Me puse el pijama. ¿Había alguna manera de ayudar a mi hermana en su crisis? No. ¿Podía intentar al menos mitigar el dolor de los malos momentos? Quizá, aunque en medio de un caso cada vez más complicado no tendría demasiado tiempo para intentarlo.

4

El inspector Sangüesa vino personalmente a traernos los resultados de su investigación. No era para menos. Cien millones, el cabrón de Valdés tenía una cuenta en Suiza con un montante de cien millones de pesetas a su nombre. Era evidente que el oficio de periodista rosáceo daba para ahorrar y acumular un capitalito.

—Divertido, ¿verdad? ¿Crees que ha ganado ese dinero entrevistando a famosos?

—Suma los tres sueldos que tenía y verás como no.

—¿Alguna herencia, inversiones en Bolsa?

—Nada de nada. Tu hombre se sacó ese dinero de la manga como un prestidigitador.

—Me gustaría saber cómo lo prestidigitó. ¿Puedes averiguar algo más?

—He rastreado por todas partes. No forma parte de sociedades anónimas ni se le conoce otra participación en negocio alguno.

—¿Cuándo llegó ese dinero a su cuenta?

—Hace dos años hizo la primera imposición. Diez millones. Luego ha ido imponiendo a una media de veinte en veinte. No se repiten las fechas, parecen aleatorias. Nunca sacó nada.

—Es evidente que pensaba jubilarse en la Riviera.

—Desde luego, no pensaba hacerlo en su pueblo con el botijo.

—No está mal. Por supuesto, supongo que nunca ingresó un cheque del que fuera titular.

—Buena suposición. Hizo los ingresos personalmente y en metálico. Ninguna entidad lo impuso a su nombre.

—A la clásica. Viajaba con la maleta.

—Es lo más seguro.

—Que lo hiciera así coincide con su personalidad, no se fiaba de nadie. Bien. Ha sido un buen trabajo, Sangüesa.

—Pienso seguir ahondando un poco más, pero me temo que ya no salga nada.

—Lo que ha salido, sirve, con semejante pasta en danza ya podemos descartar un crimen pasional.

—¿Cómo vas con los sicarios?

—Intentándolo, pero sin resultados.

No era fácil, todas las piezas que iban apareciendo no hacían más que dar nuevos motivos de muerte para Valdés. Y eso era lo que nos sobraba, motivos para cargárselo.

—¿Descartamos también la venganza de algún perjudicado profesionalmente? —preguntó Garzón cuando le informé sobre el descubrimiento de Sangüesa.

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