Mujercitas (86 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

BOOK: Mujercitas
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—Es verdad, el primer amor es el mejor, y en ese sentido puedes estar tranquilo, pues no he tenido otro. Teddy era mi amigo y no tardó en superar su encaprichamiento —explicó Jo, ansiosa por sacar al profesor de su error.

—¡Bien! Eso me hace muy feliz. Asegúrate de darme tocio tu amor, porque lo he aguardado largo tiempo y, como tendrás ocasión de comprobar, me he vuelto más insaciable, querida profesora.

—Me gusta —repuso Jo, encantada con su nuevo apodo—. Ahora dime, ¿qué te trajo, al fin, cuando más te necesitaba?

—Esto. —Y el señor Bhaer sacó del bolsillo de su chaleco un papel gastado.

Al desdoblarlo y ver de qué se trataba, Jo se ruborizó, ya que era un texto que había escrito con la intención de enviarlo a un periódico para su publicación.

—¿Cómo pudo este texto hacerte venir? —preguntó sin entender a qué se refería.

—Lo encontré por casualidad. Reconocí las iniciales y los nombres y hubo una frase que me llamó mucho la atención. Léelo, yo me encargo de que no te mojes.

Jo obedeció y leyó por encima aquel texto al que había dado por título:

E
N EL DESVÁN

Cuatro baúles en fila, hoy cubiertos de polvo y gastados por el paso del tiempo, que antaño hicieron suyos y llenaron unas niñas, ahora en la flor de la vida. Cuatro llavecitas cuelgan de cintas desvaídas que en el pasado, cuando sus orgullosas propietarias cerraban los cerrojos, eran de colores vivos y alegres. Bajo las tapas, con los nombres grabados con trazos infantiles, quedan recuerdos de las niñas que subían al desván a jugar y a oír el dulce repiqueteo de la lluvia de verano sobre el tejado.

El primer baúl es el de Meg. En su interior, amorosamente doblados, están los recuerdos de una vida tranquila. Un traje de novia, un zapatito, un mechón de un bebé. No hay juguetes en este baúl, porque se los ha llevado todos para seguir jugando, ya de mayor, a otro juego, el de madre feliz que canta nanas en voz baja, mientras la lluvia de verano repiquetea sobre el tejado.

El baúl de Jo tiene la tapa rayada y gastada, y dentro conserva una variopinta mezcla de muñecas, libros de texto usados, pájaros y bestias que callan para siempre. Botines procedentes de la tierra de las hadas, que solo pueden pisar los pies de los niños. Sueños de un futuro que nunca se alcanzó, dulces recuerdos, poemas, historias y cartas a medio hacer. Diarios de una niña testaruda, trazas de una mujer que envejeció antes de tiempo, pensando en aquella frase que dice «Hazte digno del amor, y este vendrá», mientras la lluvia de verano repiquetea sobre el tejado.

Sobre el baúl de mi Beth nunca se acumula el polvo porque a él acuden con frecuencia muchas manos. La muerte la canonizó santa. La volvió menos humana y más divina a nuestros ojos, y conservamos con dulce duelo sus recuerdos, que son como reliquias en un sepulcro hogareño. La campana de plata, que rara vez suena, el último gorro que llevó… Y las canciones que cantaba sin una sola queja, desde su cárcel de dolor, se mezclan para siempre con el sonido de la lluvia de verano que repiquetea sobre el tejado.

En la tapa del último baúl se ve a un apuesto caballero en cuyo escudo, escrito en letras doradas y azules, se lee el nombre de «Amy». Ese caballero, entonces inventado, es ahora real. En el interior del baúl, hay redecillas que sujetaron el cabello de su dueña, zapatos que han bailado hasta el final, flores secas conservadas con cuidado, abanicos gastados, alegres tarjetas de enamorados, adornos que han cumplido su servicio. Esperanzas, temores y vergüenzas infantiles. Armas de una joven soltera que ahora conoce un hechizo más auténtico y oye el sonido de las campanas de su boda mientras la lluvia de verano repiquetea sobre el tejado.

Cuatro pequeños baúles en fila, cubiertos de polvo y gastados por el paso del tiempo. Cuatro mujeres que han aprendido a trabajar y a amar. Cuatro hermanas, separadas por el tiempo; ninguna de ellas falta, aunque una se marchó antes que el resto, pues el amor inmortal la hace más presente que nunca, Cuando a las cuatro les llegue la hora de abrir sus baúles ante el Señor, espero que rebosen de horas de dicha, actos de bondad y vidas llenas de valor. Que sus almas se eleven felices y, que, tras la lluvia, luzca un sol eterno.

—No es un gran texto; cuando lo escribí, estaba muy melancólica porque me sentía sola y había estado llorando. Nunca pensé que llegaría a tus manos —dijo Jo mientras rompía la hoja que el profesor había atesorado tanto tiempo.

No importa, ya ha cumplido su propósito y encontraré textos mejores cuando me deje leer el cuaderno marrón en el que guarda todos sus secretos, se dijo el señor Bhaer viendo volar los fragmentos con una sonrisa.

—Sí —repuso—, cuando lo leí me dije: «Está triste, se siente sola y el amor podría consolarla». Y yo tenía el corazón lleno de amor para ti, así que me animé a venir a ver si no te parecía un regalo demasiado pobre. En verdad es poco en proporción a lo que yo esperaba recibir.

—Y, cuando viniste, comprendiste que no era poco sino el regalo más valioso y el que más necesitaba —murmuró Jo.

—Al principio, no me atreví a considerarlo así, a pesar de lo bien que me recibiste. Pero, al cabo de un tiempo, empecé a albergar esperanzas. Y, llegado un momento, me dije que tenía que conseguirte o moriría. ¡Y lo liaría! —exclamó el señor Bhaer con un gesto desafiante, como si la niebla que los cercaba fuese una barrera que tuviese que franquear o derribar valientemente.

A Jo le pareció maravilloso y decidió que debía ser digna de su caballero, aunque este no hubiese venido a lomos de un corcel con una brillante armadura.

—¿Y por qué no acudiste antes? —preguntó, incapaz de comedirse ahora que podía hacer preguntas personales que sabía que él respondería amablemente.

—Fue duro, pero no quería venir a sacarte de tu adorable casa hasta tener la posibilidad de ofrecerte un hogar y tuve que esperar y trabajar de firme. ¿Cómo podría pedirte que lo dejases todo por un hombre pobre y viejo como yo, cuya única fortuna es lo poco que sabe?

—Me gusta que seas pobre. ¡No soportaría a un marido rico! —repuso Jo, y añadió en un tono más dulce—: La pobreza no me asusta; la he conocido durante el tiempo suficiente para perderle el miedo y me siento feliz trabajando para mis seres queridos. Yo no te veo viejo, nunca me lo has parecido, y no podría dejar de amarte aunque tuvieses setenta años.

Al profesor estas palabras le conmovieron tanto que, de haber podido coger su pañuelo, hubiese echado mano de él. Pero, como no le era posible, fue Jo quien le secó las lágrimas y, mientras le liberaba de un par de bultos, dijo entre risas:

—Puede que sea una mujer de carácter, pero ahora nadie podría decir que estoy fuera de lugar, pues se supone que las mujeres hemos venido a secar lágrimas y soportar cargas. Friedrich, deja que lleve mi parte y colabore en el sustento de la casa. Hazte a la idea o no aceptaré ser tu esposa —añadió decidida mientras él protestaba.

—Ya veremos. Jo, ¿tendrás paciencia para esperar un tiempo? Debo marcharme y cumplir con este trabajo. Primero he de ayudar a mis sobrinos, porque no puedo faltar a la palabra que le di a Minna, ni siquiera por ti. ¿Podrás perdonarme y esperar?

—Sí, porque el amor que nos tenemos hará más fácil la espera. Yo también tengo obligaciones y un trabajo que hacer. Y, al igual que tú, no podría ser feliz si descuidase mis deberes. Así que no hay lugar para la prisa o la impaciencia. Ve al oeste y cumple con tu deber; yo cumpliré con el mío aquí. Seamos felices, esperemos lo mejor y dejemos que Dios decida nuestro futuro.

—¡Ah, querida, me das tanta esperanza y valor y, a cambio, yo no te puedo entregar más que mi corazón y estas manos vacías! —exclamó el profesor, abrumado.

Estaba visto que Jo nunca aprendería a comportarse como una dama porque, en cuanto le oyó decir eso, de pie, en las escaleras, colocó sus manos entre las suyas y murmuró con dulzura:

—Ahora ya no están vacías.

A continuación, se inclinó y besó a su Friedrich bajo el paraguas. Era una falta de decoro, pero lo hubiese hecho aunque la bandada de gorriones que había sobre el seto hubiesen sido personas, puesto que ya había ido demasiado lejos y lo único que la preocupaba era su felicidad. Y esta llegó de un modo muy sencillo, pues, en un momento decisivo en sus vidas, Jo dio la espalda a la noche, a la tormenta y a la soledad, fue hacía la luz, la calidez y la paz del hogar donde los esperaban con un alegre «Bienvenidos a casa», dejó entrar al amor y cerró la puerta tras de sí.

47
LA COSECHA

D
urante el primer año, Jo y su profesor trabajaron, esperaron y se amaron; se reunieron en contadas ocasiones y se escribieron cartas tan voluminosas que, a decir de Laurie, provocaron un alza en el precio del papel. El segundo año tuvo un inicio más triste porque la perspectiva no parecía mejorar y, además, la tía March murió repentinamente. Cuando la pena empezaba a menguar —porque, a pesar de su afilada lengua, querían a la anciana—, descubrieron un motivo de celebración: Jo había heredado la casa de Plumfield, lo que prometía tocia clase de perspectivas halagüeñas.

—Es una propiedad vieja, pero conseguirás una buena suma por ella, porque imagino que querrás venderla, ¿no? —preguntó Laurie cuando, semanas después, se reunieron todos para comentar el asunto.

—No, no pienso hacerlo —contestó Jo, decidida, mientras acariciaba al gordo perro de la tía March, que había adoptado por respeto a la memoria de su antigua ama.

—¿No pretenderás vivir allí?

—Pues sí.

—Querida, es una casa enorme y necesitarás dinero para mantenerla en buen estado. Solo el jardín y el huerto requieren del trabajo de dos o tres hombres, y me parece que ese no es el fuerte de Bhaer, ¿me equivoco?

—Si se lo pido, hará lo que pueda por aprender.

—¿Y qué esperas, vivir de lo que cultivéis? Puede que suene idílico pero es un trabajo duro y desesperante.

—La cosecha que tendremos será muy provechosa —dijo Jo entre risas.

—Vaya, ¿y puedo saber de qué estupenda cosecha me habla, señora?

—¡Niños! Quiero abrir una escuela… una escuela que sea como un hogar en el que aprendan a ser buenos y felices. Yo los cuidaré y Fritz les dará clase.

—¡Qué idea tan estupenda! ¿No os parece que es un plan perfecto para ella? —preguntó Laurie al resto de la familia, que estaba tan sorprendida como él.

—Me gusta —dijo la señora March, rotunda.

—A mí también —convino su esposo, que celebraba la posibilidad de aplicar el método socrático a la educación de los jóvenes.

—Jo tendrá demasiado trabajo —argumentó Meg acariciando la cabeza de su absorbente hijo.

—Ella puede hacerlo y se sentirá feliz. Es una idea espléndida. ¡Cuéntanoslo todo! —exclamó el señor Laurence, que ansiaba echar una mano a la pareja pero sabía que ellos no aceptarían su ayuda.

—Sabía que contaría con su apoyo, señor. Amy también está a favor, lo veo en sus ojos, aunque, prudentemente, prefiere pensarlo bien antes de dar su opinión. Bueno, querida familia —prosiguió Jo, más en serio—, tened en cuenta que no se trata de una idea que se me acabe de ocurrir, sino de un plan largamente elaborado. Antes de conocer a Fritz, ya solía pensar que, cuando me hiciese rica y nadie me necesitase en casa, alquilaría una vivienda grande y acogería a unos cuantos niños abandonados que no tuviesen madre, para cuidarlos y hacerles la vida agradable antes de que fuese demasiado tarde para ellos. He visto a muchos arruinar su vida por no conseguir ayuda en el momento oportuno; me encantaría hacer algo por ellos. Yo sabría ver sus necesidades y comprendería sus problemas. ¡Oh, me gustaría tanto ser como una madre para ellos!

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