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Authors: Libertad Morán

Tags: #Romantico, Drama

Mujeres estupendas (6 page)

BOOK: Mujeres estupendas
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Para Ruth todo es mucho más fácil, claro. Para ella es realmente un juego. Aunque ha seducido a mujeres heterosexuales en el pasado nunca pudo tomárselas en serio. Porque la inmensa mayoría sólo quiere experimentar algo nuevo, distinto, excitante para luego volver a los brazos de ese novio formal con el que tienen planeada una boda por todo lo alto y entregarse de lleno a esa vida convencional que el destino les tiene reservada. Ella se divierte jugando, sabiendo que despierta algún que otro instinto dormido, que hace dudar a esas heterosexualísimas mujeres en cuestiones que creían tener suficientemente claras ya. A estas alturas ha quedado claro que a Ruth le gusta jugar. Le gusta coquetear y seducir. Incluso cuando sabe que no va a haber nada más que eso. Ese carácter no siempre es innato. Se adquiere con el paso de los años. Cuando era más joven y era ella la seducida creía que nunca podría comportarse con tanta soltura. Pero el tiempo siempre juega en contra de las creencias para demostrar su invalidez. Cuando todo en lo que había creído, todo en lo que había confiado se vino abajo como una montaña de naipes decidió que, a partir de ese momento, estaría al otro lado del campo de batalla. Ella sería quien tomase las riendas de la situación. La que seduce es la que caza. Quien es seducido es una presa. Por eso es raro que dos personas seductoras se intenten seducir entre sí. No funcionaría. Siempre querrían quedar una por encima de la otra. Quien seduce domina y una seductora no quiere ser dominada. Quiere alguien con quien poder jugar y satisfacer sus deseos.

Pero que nadie piense que Ruth es una insensible. Lo que a Ruth le pasa es que ha aprendido que esa es la mejor forma de que no le hagan demasiado daño. Ruth tiene sentimientos. Se encariña de las mujeres a las que seduce. Nunca las trata mal. Al contrario. Porque una seductora se enorgullece de su capacidad de seducción, de proporcionar placer —no sólo sexual— a las personas en las que se fija. Ruth no es como muchas de esas chicas, esas falsas seductoras, que van rompiendo corazones a fuerza de tratar mal a las personas a las que enamoran. Esas chicas egotistas y despectivas que creen que basta su mera presencia para tener un harén completo a sus pies. No, Ruth no es así. A ella le gusta ser una buena persona. Nunca ofrece nada que no puede dar. Por eso casi nunca promete amor a nadie. Porque no cree que pueda darlo. Y es algo que siempre intenta dejar muy claro.

La cena transcurre por los cauces habituales. Todas, salvo Carmen y Julia, las dos conductoras de los coches en los que han venido, hacen que las botellas de vino vayan cayendo como moscas. Cada vez que la camarera se acerca a traerles una nueva botella, Ruth cruza miradas de complicidad con ella. Coquetea sutilmente. Es algo que ya le sale casi sin percatarse de ello. Y sabe que la camarera es consciente de que lo hace. Natalia le pregunta al oído, entre susurros etílicos, si Ruth cree que la chica entienda. Ruth finge sorprenderse. «¿En qué momento lo has dudado, bonita?», le responde con sorna. «¡Ay, Ruth, siempre estás igual! Si fuera por ti cualquiera diría que la mitad de la población es de la acera de enfrente.» «La mitad no, nena. Pero no andamos tan lejos», responde Ruth jactanciosa con media sonrisa. Natalia se ríe y da pequeños sorbos a su copa de vino. Pero la sorpresa de Ruth no es del todo fingida. Muy a menudo se sorprende de la ingenuidad heterosexual. Ellos, que tanto acusan a gays y lesbianas de vivir en un mundo cerrado, viven en compartimentos mucho más estancos de lo que se imaginan. Sólo ven lo que quieren ver y nunca verán lo que no les entre en sus —a menudo— rígidos esquemas mentales. Aunque lo tengan delante de sus narices.

Alguien, Ruth no sabe muy bien quién entre la algarabía de risas y voces, propone comenzar la ronda de bares y copas. Todas empiezan a dar nombres de lugares donde la clientela masculina es «potente». Le preguntan a ella si sabe de algún sitio. Ruth se encoge de hombros con desgana. Lo único que espera es que no se les ocurra pedirle que las lleve a Chueca. Lo último que le apetece esa noche es ejercer de guía turístico por el parque temático y conducir a una horda de mujeres heterosexuales borrachas babeando ante musculocas y metrosexuales y preguntando insistentemente dónde pueden ver
drag-queens.
Y no, Ruth no es despectiva. Es que esa es la consecuencia lógica de la conjunción ambiente gay-mujeres heteros-alcohol a raudales. Afortunadamente a nadie se le ocurre tan feliz idea y entre todas deciden unánimemente ir a los bares que hay en los bajos de Torre Europa.

Aparcar allí resulta ser un auténtico suplicio. Tras muchas vueltas, Carmen consigue encajar su Clio entre dos coches frente al Bernabéu. Esperan a las demás en la puerta de Torre Europa antes de bajar a la zona de bares. Cuando ya están todas descienden por las escaleras haciéndose notar, llamando la atención de grupos de chicos que salen o entran de los garitos. Entran en uno de ellos y se apostan junto a la barra prestas a tomar posiciones, buscando un hueco donde dejar los abrigos, oteando al personal en busca de una víctima propicia. Ruth las observa divertida y con, lo sabe, la curiosidad del entomólogo que observa a sus bichitos. Sin esperar a nadie, se dirige a la camarera y le pide la primera copa. Sus compañeras pronto la imitan, resignadas a tener que cargar con sus abrigos, al menos de momento. Haciendo malabares con ellos, con las copas y con los cigarros que se van encendiendo poco a poco, van juntándose en corrillos. Ruth no puede dejar de sonreír con media boca. Calcula que en menos de cinco minutos sus compañeras ya habrán atraído a un enjambre de moscones que empezarán a revolotear alrededor de ellas con la ya clásica pregunta de «¿Estáis solitas?». Y sabe que ninguna de sus compañeras será lo suficientemente rápida como para contestarles que nueve mujeres juntas no están precisamente solas. Pero al fin y al cabo Ruth sabe que eso es lo que ellas quieren. Un enjambre de moscones que les rían las gracias. Así que cuando se percata de que el primer grupo de cazadores se dirige hacia ellas, saca el móvil y finge estar muy ocupada revisando sus mensajes. Por debajo de la música escucha a duras penas cómo los presuntos galanes se van presentando y preguntando los nombres a todas sus compañeras. Justo en el momento en que parece que le va a tocar el turno a Ruth, su móvil comienza a vibrar y parpadear con una llamada de Pilar. Al levantar la vista se encuentra con un tío que, luciendo una flamante sonrisa, parece estar esperando que Ruth le diga su nombre. Ella alza el móvil con cara de circunstancias y le espeta al tío: «Yo me llamo Ruth, ¿te importa esperar un momento? Es que me llama mi novia». Acto seguido, se comienza a abrir paso entre la gente, dejando atrás la cara de contrariedad del muchacho y las risas de sus compañeras. Ya fuera contesta a la llamada mientras se pone el abrigo de nuevo para resguardarse del frío. «¿Aún sigues con las heteras?», le pregunta Pilar con sorna. Ante la respuesta afirmativa de Ruth, Pilar le pregunta si piensa pasarse por Chueca en algún momento de la noche, que está con su novia y quiere presentársela al fin. Ruth le dice que dejará a sus compañeras en breve y que sí, que tiene ganas de tomarse una copa con ella y su novia en Chueca, que le dé un rato más, el tiempo suficiente de despedirse, coger un taxi y llegar allí. Pilar le dice que la esperarán en el Escape, que no tarde. Se están despidiendo cuando Ruth escucha en la línea el pitido de llamada en espera. Finaliza la llamada de Pilar y en la pantalla comprueba que quien llama es Sara. Una extraña sensación le invade el estómago. Sara no suele llamar de madrugada ni aún sabiendo que Ruth estará despierta y apurando la noche en algún garito. Ruth suele llamar a Sara desde la oficina o algunos días a media tarde. Prefiere ser ella quien llame, pillar desprevenida a Sara. No le hace gracia que sea Sara quien llame de improviso. No le gusta que la pille con la guardia baja, sin saber de antemano qué le va a decir. Sabe que la llamada de Sara no es ninguna urgencia. Sabe que ella esa noche también tenía cena con sus compañeros de trabajo. Y sabe que esa llamada no es sino el producto del momento y del alcohol que habrá tomado. Esa conjunción de elementos que hace que sintamos una incontrolable nostalgia de aquellas que no están con nosotras. «¡Hola, nena!», contesta Ruth despreocupada, intentando ganar tiempo para recolocar sus defensas. «¿Qué tal?», añade con la guardia de nuevo en alto. La voz de Sara suena algo beoda mientras le contesta que bien, que está con sus compañeros de la oficina, que se está aburriendo mucho. Ruth sabe que, bajo esas palabras, lo que le está tratando de decir es que la echa de menos. Pero Sara va conociendo a Ruth y sabe lo inconveniente que sería hacer tales aseveraciones. Lo que Sara no sabe es que en algún recóndito lugar de Ruth, ella también la echa de menos. Que la agitación que alberga esa noche en su interior está directamente relacionada con una añoranza que no se quiere reconocer a sí misma. Que ella también echa de menos a Sara, que le gustaría que estuvieran juntas esa noche. Pero eso Ruth no se lo dice porque antes se lo tendría que decir a sí misma. A cambio le relata lo acontecido hasta ese momento, la cena, las risas, las botellas de vino vaciándose, el tío al que dejó con un palmo de narices minutos antes. Sara le ríe las gracias con una risa que parece albergar un poso de tristeza, algo no dicho pero latente. Suspira brevemente y comienza a despedirse de Ruth con la promesa de hablar al día siguiente. O al otro. Que tal vez tenga que ir a Madrid en unos días y así podrán verse. Otra vez. Como la mayoría de fines de semana en los últimos dos meses en los que una de las dos ha viajado a la ciudad de la otra por motivos laborales y ha alargado su estancia para estar juntas. Cuestiones laborales falsas en el caso de Ruth. Falsas también las reuniones de Sara en la capital. Aunque ninguna de las dos lo sepa a ciencia cierta. Aunque ambas sospechen de la otra. Pero ninguna de las dos ha admitido aún que lo que se traen entre manos es una relación. Ruth porque no quiere relaciones y mucho menos a distancia. Sara porque no quiere que Ruth salga corriendo si es ella la que decide ponerle nombre a lo que les está sucediendo. Se despiden de un modo impersonal.
«Ciao.
Hablamos.» Ruth se queda mirando el móvil fijamente aún cuando la llamada ya ha terminado. Ella también suspira y vuelve al interior con intención de despedirse de sus compañeras.

Cuando vuelve junto al grupo de mujeres comprueba que los moscones ya están completamente integrados. Al verla llegar, el chico que un rato antes se quedó con la palabra en la boca la mira de soslayo. Es muy probable que lo único que haya pensado sea que lo que le dijo Ruth antes de salir era una mera excusa para quitárselo de encima. Claro que a Ruth le trae sin cuidado. Comienza a despedirse de sus compañeras. Algunas le reprochan que se vaya tan pronto. Otras no dicen nada. Ruth avista en la barra su copa casi intacta y le da un largo trago hasta dejarla por la mitad. Está volviendo a dejar el vaso en la barra cuando el chico de antes, el que se quedó viendo cómo se iba fuera móvil en mano, el que la ha estado observando mientras se despedía, se acerca a ella y le dice al oído: «¿Por qué te vas tan pronto?». Ruth se vuelve hacia él, lo mira a los ojos y le sonríe con media boca. «Te lo he dicho antes —hace una pausa en la que el chico no le quita ojo, esperando una respuesta más satisfactoria—. Me estaba llamando mi novia. Y me voy a buscarla.» Le dedica una amplia e inocente sonrisa, se da la vuelta, alza la mano en dirección a sus compañeras y se dirige hacia la puerta de salida sin mirar atrás.

Mientras sube las escaleras y llega hasta el borde de la acera se empieza a notar algo mareada. Ese último trago a la copa le ha revuelto algo el estómago. Enciende un cigarrillo con intención de paliar el incipiente mareo. Mira hacia su izquierda esperando ver un taxi libre. Pronto empieza a comprobar que todos los taxis que a esa hora pasan por la Castellana, en ambos sentidos, están ocupados. Maldice por lo bajo sabiendo que esa noche, en la que todo el mundo ha salido por los mismos motivos —cenas de empresa, de estudios, de cualquier otra actividad que reúna a un nutrido grupo de personas— es prácticamente imposible dar con un taxi que exhiba en lo alto una lucecita verde. Pero tampoco puede hacer otra cosa salvo esperar que la suerte le sonría, que algunos de los que ocupan los taxis haya tomado como destino de la carrera el lugar en el que está ella y pueda cogerlo al vuelo.

El tiempo va pasando y los cigarrillos que fuma Ruth se van consumiendo a la misma velocidad que su paciencia. Comienza a caminar Castellana abajo sin dejar de mirar hacia atrás por si en un momento de descuido se le escapara algún taxi libre. Se exaspera. Intenta llamar a Pilar para explicarle lo que ocurre pero una grabación le indica que el móvil de su amiga debe de estar apagado o fuera de cobertura. Guarda el móvil en el bolso, mira a su alrededor y ve que sin darse cuenta ha llegado hasta Nuevos Ministerios. Avista a escasos diez metros de ella una parada de autobús en la que hay un par de personas esperando. Camina hasta allí desechando al fin la ingenua idea de coger un taxi y se dispone a esperar un autobús nocturno que apenas si tarda cinco minutos en llegar. Y ni diez minutos después se está bajando en Cibeles. Mira hacia el reloj del Palacio de Telecomunicaciones. Las cuatro menos cuarto. Echa a andar con rapidez Alcalá arriba para meterse por Barquillo. Cuando llega a la puerta del Escape está sin resuello. Saluda al portero con familiaridad y éste la hace pasar ante las miradas de odio contenido de la gente que espera en la cola.

Una bofetada de calor la golpea cuando penetra en el interior del local que ya está en su hora punta a juzgar por el escaso espacio libre que queda. Entre saludos breves y reconocimientos de miradas Ruth se va abriendo paso hasta el fondo, donde supone que estarán Pilar y su novia. Cuando llega allí entrevé a Pilar con un amigo suyo. Llega hasta ellos poniendo cara de circunstancias y antes de que Pilar le diga nada empieza a disculparse con ella. «Lo siento, lo siento, tía, no sabes lo difícil que era pillar un taxi…», le dice plantándole sendos besos en las mejillas. Pilar la mira jocosa y le espeta: «Claro, como eres demasiado pija como para cogerte un búho como el resto de los mortales…». Ruth se echa a reír, dándole también dos besos al amigo de Pilar. «No, si me he cogido un búho. Si no lo hubiera hecho aún estaría en medio de la Castellana… Bueno, ¿y tu chica?», le pregunta mirando en derredor. «Se ha ido», le dice Pilar. «¿Cómo?», pregunta Ruth enarcando las cejas en señal de sorpresa. «Se tenía que ir. Entra a currar en tres horas. Bastante que hoy ha salido…» Ruth nota algo de reproche en la voz de Pilar. «Joder, tía, lo siento, no he podido llegar antes.» Pilar se encoge de hombros, tratando de quitar importancia al asunto. Ella y Ruth se miran y terminan por echarse a reír. «No, si está visto que no la voy a conocer nunca… ¿Y de Ali sabes algo?» Pilar se encoge de hombros. «Antes la he visto por la plaza con su compañero de piso. Habían quedado con no sé quién…»

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