Finalmente, no puedo menos que alabar la traducción realizada por P. Almaraz; detrás no solo hay un profundo conocimiento del idioma original sino un especial y añadido interés en ser fiel al contenido y a la grácil forma estilística de A. Hofmann.
Josep Mª Fericgla
La Tierra es una esfera que, girando sobre sí misma, se desplaza alrededor del sol en el espacio. Esto lo sabe todo el mundo, pero no ha podido ser visto hasta que hace pocos años la investigación espacial ha proporcionado imágenes fotográficas: el planeta Tierra, una esfera azul, que flota libremente en el espacio.
Desde entonces me gusta traer esta imagen ante mi visión interior antes de conciliar el sueño. Y me imagino que yo, tendido aquí en el lecho, viajo allí en la superficie de esa esfera, en la que han sucedido tantas cosas a partir que ésta se desplaza sin estorbo desde tiempos remotísimos por la ruta que se le ha marcado.
Sólo después de miles de millones de rotaciones en torno al sol, tras haberse poblado de plantas la esfera terrestre, y después de otros muchos centenares de millones de años, tras haberse desarrollado en ella la vida animal, apareció la criatura que es capaz de experimentar conscientemente el mundo y a sí misma. En mi condición de una de estas criaturas dotadas de conciencia contemplo ahora desde el espacio exterior, como a través del ojo de una cámara, la esfera azul en la que se desarrolla la comedia humana. ¡Qué peripecias colectivas, qué dramas individuales han acontecido ya en su escenario, de los cuales el espectador actual se ve separado por el velo del tiempo! Sin embargo, las imágenes perviven en lo intemporal, allí donde todos nosotros podemos participar a través de nuestra conciencia: culturas legendarias que florecieron en China hace milenios, el mundo de la Antigüedad griega y romana, la campaña de Alejandro, el imperio de los aztecas, las cruzadas, la época del gótico y del Renacimiento, las dos guerras mundiales…
Desde la perspectiva cósmica no ha resultado posible reconocer nada de estos mudadizos escenarios de la superficie terrestre, ni ver a los hombres de las generaciones que desfilaron por aquellos. Siempre ha resultado la misma imagen, la misma que se ofrece también hoy a la mirada desde el espacio exterior: la esfera azul, resplandeciente a la luz del sol, que indiferente al tiempo de los hombres y al destino de la humanidad se desplaza flotando tranquilamente por el cosmos.
Mientras esta imagen permanece ante mi mirada interior con la nitidez de una impresión fotográfica, sé que en este momento me encuentro allí, en la cara oscura de la superficie esférica, aquí, en mi casa de las praderas del Jura, en el dormitorio, por cuya ventana abierta penetra el fresco aire nocturno mezclado con el olor del heno. Sobre la esfera, mi existencia individual desaparece entre los miles de millones de hombres que actualmente, por un instante cósmico, pueblan su superficie. Aquí, en cambio, soy el centro del mundo, de mi mundo, que desde mi habitación se extiende alrededor, por encima de los países de la Tierra, hasta la Luna, hasta el Sol, hasta la infinitud del universo rutilante de estrellas.
Ahora bien ¿qué es lo verdadero? ¿Qué es lo real? ¿Me encuentro aquí o allí? ¿Cabe plantearse, siquiera, esta pregunta, cuya respuesta parece tan evidente? Creo que sí, pues en el fondo nada es evidente. El hecho de que hoy nos parezcan evidentes tantas cosas, casi todas, es uno de los errores de nuestra actitud anímica que están más preñados de consecuencias. El mundo se podría hundir de tantas evidencias.
La respuesta a la pregunta que hemos formulado más arriba —¿me encuentro aquí en mi habitación y allí en la esfera azul?— no es evidente. Representa una verdad superior que solamente es capaz de comprender aquél que sabe que la Tierra, en la cual se encuentra, es una esfera. Para el hombre primitivo sólo es verdadero y real aquello que puede percibir con sus sentidos; en el presente caso, percibe que se encuentra aquí, en la Tierra, que es plana y sobre la cual se arquea la bóveda celeste. Conoce sólo una parte de la verdad.
En los ensayos que siguen quisiera explicar lo que se muestra en el ejemplo de esta meditación nocturna, es decir, que según el punto de vista del observador la realidad ofrece aspectos enteramente diferentes, los cuales, sin embargo, no se excluyen, sino que se complementan formando una verdad más amplia. Estos ensayos contienen juicios sobre la esencia de nuestra realidad cotidiana que han nacido de mis propias experiencias vitales. Son, pues, consideraciones enteramente personales acerca de un problema central de la filosofía, que conducen inevitablemente hacia lo religioso.
De hecho, cada cual es su propio filósofo, pues cada persona experimenta el mundo de forma única con arreglo a su propia singularidad y, en consecuencia, se hace de éste su propia imagen personal. Cada cual ha de salir adelante en su específica realidad.
Que todos nacemos ya filósofos se aprecia en las preguntas que hacen los niños: «Papá, ¿dónde se acaba el mundo? ¿Cuándo hizo Dios el mundo? ¿Por qué todos los hombres tienen que morir?» y cosas semejantes. Son preguntas a las que no se ha dado aún una respuesta en todas las numerosas obras filosóficas que existen, aunque se trata, ciertamente, de preguntas fundamentales de nuestra existencia.
De mi propia niñez me acuerdo aún con toda precisión de una conversación de índole filosófico-infantil que mantuve a mis diez años con un compañero. Sucedió camino del colegio; nos acercábamos justamente a la antigua puerta de la ciudad cuando mi camarada me preguntó: «¿Crees todavía en el buen Dios? Yo ya no creo que exista desde que me di cuenta de que se me engañaba con el Niño Jesús y que Santa Claus no era otro que el tío Fritz». Le respondí que el buen Dios tenía que ver con algo distinto al Niño Jesús y a Santa Claus, pues existían el mundo y las personas, a los cuales sólo el buen Dios podía haber creado.
Esta fué mi demostración de la existencia de Dios y lo sigue siendo hasta hoy.
¿Por qué plantean los niños preguntas tan profundas? Porque la Creación, que se les abre de forma directa y prístina a través de sus sentidos frescos, no les parece aún evidente. Evidente se presenta sólo al adulto, cuya percepción ha sido embotada por la costumbre. Sin embargo, no lo es; los niños tienen razón. Estos viven aún en el paraíso, porque perciben todavía el mundo como realmente es, es decir, como maravilloso.
Los adultos llegan a conocer el asombro solamente ante los últimos descubrimientos y productos de la ciencia y de la técnica, ante los misiles dirigidos mediante computadoras, ante los discos leídos por láser, ante los viajes espaciales, etc… Tenemos perfectas razones para admirar estos grandiosos resultados del genio humano, aunque en parte nos asusten. La tragedia reside en que ignoramos el carácter secundario, pasajero, de toda obra humana, en que no somos conscientes de que la ciencia y la técnica se basan en realidades previas de la naturaleza. Es materia aquello de lo que se compone la Tierra y con lo que trabaja el químico; son fuerzas y leyes de origen trascendente las que mantienen al universo inorgánico y animan al mundo vegetal y animal, las que el físico y el biólogo investigan y las que utilizan y aprovechan los técnicos.
El origen del mundo primigenio, el origen de la creación con sus leyes reguladoras del curso de las estrellas y del crecimiento de la brizna de hierba, del mundo que existía antes de que apareciese el hombre, se escapa a toda explicación intelectual. Los conocimientos de las ciencias naturales representan descripciones de lo dado, no son explicaciones. El botánico puede describir una flor hasta el último detalle de su forma y de su color y puede compararla con otras flores; el fisiólogo celular puede investigar el mecanismo de la fecundación, de la división celular y de la constitución de los órganos de esa flor y puede exponerlo claramente. Sin embargo, seguirá siendo un enigma por qué una flor es como es, de dónde proceden su estructura y las leyes por las que ésta se hace realidad. El niño ve la flor tal como es, en su totalidad, y así ve lo esencial, es decir, la maravilla. Comparado con esto, lo que la investigación científica aporta adicionalmente es de escasa importancia.
Sin embargo, en ningún caso carece de importancia. Me hice químico y me ocupé luego de la química vegetal justamente porque me sentí atraído por el enigma de la materia y por la maravilla del mundo de las plantas. Los conocimientos que he adquirido a través de mi profesión acerca de la composición de la materia y de la estructura química de los colorantes de las flores y de otros componentes de las plantas no han menguado, sino acrecentado, mi asombro ante la naturaleza, ante su influjo, sus fuerzas y sus leyes. A la impresión de la forma y del color que proporciona una mirada sobre la superficie de las cosas de la naturaleza, se añade el conocimiento de la estructura interna y de los procesos vitales internos. De todo esto surge una imagen más completa de su realidad, una verdad más amplia.
No obstante, podría ocurrir que el valor y la importancia de las ciencias naturales no resida principalmente en que ellas nos proporcionan la técnica y, a través de ésta, el confort y el bienestar material, sino que su auténtico significado evolutivo consista en el ensanchamiento de la conciencia humana de la maravilla de la creación. La concepción de la creación como revelación de primera mano, como «el libro que ha sido escrito por el dedo de Dios», podría convertirse en la base de una nueva espiritualidad que incluyera lo terrenal.
Se abre así una esperanzadora perspectiva hacia el futuro, pues los principales problemas que padece el presente se han derivado de una conciencia dualista de la realidad. La concepción del medio ambiente natural como algo separado del ser humano, como algo objetivo, que cabe utilizar, aprovechar, de forma ilimitada, ha conducido hasta la crisis ecológica. La nueva conciencia religiosa de la unidad del hombre con la naturaleza, y sólo ella, podría conducir hasta las medidas que son necesarias, que son imprescindibles y que implican sacrificios.
Una fuente, la percepción personal, infantil, de la naturaleza, que es comparable a la experiencia mística, y la otra fuente, los conocimientos científico-naturales, constituyen la base de los tres ensayos que siguen y de los dos artículos que se han añadido. Estos dos enfoques y razonamientos complementarios sobre la unidad del mundo exterior material y del interior espiritual, de las ciencias naturales y las ciencias del espíritu, determinan mi visión del mundo. Esta visión no contiene nuevas ideas filosóficas, sino que es el resultado de la experiencia personal actual de viejas verdades. En ella he encontrado refugio, confianza y seguridad, porque coincide en sus rasgos fundamentales con las concepciones de las grandes filosofías y con su común origen religioso.
Rittimatte, Burg i. L.
Junio de 1985.
Lo real es tan maravilloso,
como maravilloso es lo real.
Ernst Jünger
en «Sizilischer Brief an den Mann im Mond»
Hay experiencias de las cuales se avergüenza de hablar la mayoría de las personas, porque no entran dentro de la realidad cotidiana y se escapan a una explicación intelectual. No nos referimos con esto a acontecimientos especiales del mundo exterior, sino a procesos de nuestro interior, a los que se los priva de valor como si fueran meras imaginaciones y se los expulsa de la memoria. En las experiencias a las que nos referimos aquí la imagen familiar del entorno experimenta súbitamente una singular transformación, placentera o aterradora, aparece bajo otra luz, cobra un significado especial. Tal experiencia puede acariciarnos tan solo como un soplo o, por el contrario, grabarse profundamente en la mente.
Desde mi adolescencia un encantamiento semejante ha permanecido con una vitalidad especial en mi memoria. Era una mañana de mayo. Ya no recuerdo el año, pero puedo señalar con toda precisión el sitio del sendero forestal del Martinsberg, al norte de Baden (Suiza), en el que ocurrió. Repentinamente, mientras vagaba por el bosque recién reverdecido, al que atravesaban los rayos matinales del sol y henchía el canto de los pájaros, todo apareció bajo una luz desacostumbradamente clara. ¿No había mirado nunca correctamente hasta entonces y veía ahora, de pronto, el bosque primaveral tal como realmente era? Este resplandecía con el brillo de una belleza que penetraba y hablaba de forma peculiar al corazón, como si quisiera integrarme en su esplendor. Me embargó un indescriptible y feliz sentimiento de pertenencia y de gozoso acogimiento.
Ignoro cuánto tiempo permanecí de pie, hechizado, pero recuerdo los pensamientos que me embargaron cuando, tras desaparecer lentamente el estado de arrobamiento, seguí caminando. ¿Por qué razón no se prolongó más aquella visión tan gratificante, ya que había revelado, ciertamente, mediante una experiencia inmediata y profunda una realidad convincente? ¿Y cómo podía relatar yo mi vivencia a alguien —mi desbordante alegría me impelía a ello— puesto que sentía al mismo tiempo que no encontraba palabra alguna para lo que había contemplado? Me parecía extraño haber visto como niño algo tan maravilloso que los adultos, evidentemente, no advertían pues jamás les había oído hablar de ello o ¿acaso era esto uno de sus secretos?
En los últimos años de mi adolescencia, durante mis correrías por el bosque y los prados, experimenté aún alguna de estas visiones beatíficas. Ellas fueron las que determinaron de forma fundamental mi imagen del mundo, en tanto me proporcionaron la certeza de la existencia de una realidad plena de vida, insondable y escondida a la mirada cotidiana.
Esta descripción de una de mis vivencias visionarias de la niñez la he tomado ya como prólogo en mi autobiografía profesional
LSD - Mein Sorgenkind
(Stuttgart 1979), pues tales experiencias místicas de la realidad fueron también la razón por la que me decidí por la profesión de químico. Ellas despertaron en mí el deseo de escudriñar más profundamente la estructura y esencia del mundo material. En mi actividad profesional me he topado con plantas psicoactivas que bajo determinadas condiciones son capaces de provocar estados visionarios, parecidos a las vivencias espontáneas que he descrito. Las investigaciones acerca de sustancias modificadoras de la conciencia, de las cuales el LSD se ha hecho famoso mundialmente, me condujeron hasta el problema de la interdependencia entre conciencia y materia, entre el mundo interior, intelectual, y el mundo exterior, material. Este es el problema de aquella realidad que resulta, evidentemente, de una interrelación entre mundo interior y mundo exterior.