Musashi (108 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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Atormentado por las dudas, se sentía estúpido e inadecuado. En primer lugar, ¿había tenido alguna vez la capacidad necesaria para llegar a ser un guerrero? De haber alcanzado el estado de serenidad al que aspiraba, no habría tenido ninguna necesidad, ni siquiera inconsciente, de plegarias o súplicas. En un momento demoledor, sólo unos minutos antes del combate, había descubierto en su corazón las verdaderas semillas de la derrota. ¡Ahora le resultaba imposible considerar su muerte inminente como la culminación de la vida de un samurai!

Un instante después experimentó una profunda gratitud. La presencia y magnanimidad de la deidad le envolvió. La batalla aún no había dado comienzo, la prueba real todavía estaba por llegar. Había sido advertido a tiempo. Al reconocer su error, lo había superado. La duda se desvaneció y comprendió que la deidad le había guiado hasta allí para impartirle aquella enseñanza.

Aunque creía sinceramente en los dioses, no consideraba que solicitar su ayuda formara parte del Camino del Samurai. El Camino era una verdad esencial que trascendía a los dioses y Budas. Retrocedió un paso, juntó las manos y, en vez de pedir protección, agradeció a los dioses que le hubieran ayudado a tiempo.

Tras hacer una rápida reverencia, se apresuró a salir del santuario y bajó por el estrecho y empinado sendero, la clase de sendero que una lluvia intensa convertiría en seguida en un arroyo impetuoso. Sus pies hacían saltar guijarros y terrones quebradizos que rompían el silencio. Cuando tuvo a la vista el pino de ancha copa, se apartó del sendero, agazapándose entre los arbustos. Ni una gota de rocío había caído aún de las hojas, y pronto tuvo las rodillas y el pecho empapados. El pino no estaba a más de cuarenta o cincuenta pasos por debajo de él. Veía al hombre con el mosquete encaramado en sus ramas.

La cólera se apoderó de él.

—¡Cobardes! —dijo, casi alzando la voz—. Todo esto contra un solo hombre.

En cierto modo sentía lástima de un enemigo obligado a tomar tales medidas. No obstante, había esperado algo así y, en la medida de lo posible, estaba preparado para ello. Puesto que supondrían sin duda alguna que Musashi no estaba solo, la prudencia les haría proveerse de un arma voladora e incluso de varias. Si también utilizaban arcos cortos, los arqueros probablemente estarían ocultos detrás de rocas o en un terreno más bajo.

Musashi tenía una sola gran ventaja: tanto el hombre que estaba en la copa del árbol como los que se encontraban debajo le daban la espalda. Agachándose tanto que la empuñadura de su espada se alzó por encima de su cabeza, avanzó casi arrastrándose. Entonces cubrió unos veinte pasos a toda carrera.

El mosquetero volvió la cabeza, le vio y gritó:

—¡Ahí está!

Musashi corrió otros diez pasos, sabiendo que el hombre tendría que invertir su posición para apuntar y disparar.

—¿Dónde? —preguntaron los hombres que estaban más cerca del árbol.

—¡Detrás de vosotros! —chilló su compañero.

El mosquetero había encañonado la cabeza de Musashi. Mientras la mecha desprendía una lluvia de chispas, el codo derecho de Musashi describió un arco en el aire. La piedra lanzada golpeó la mecha de lleno con una fuerza tremenda. El grito del mosquetero se mezcló con el ruido de las ramas rotas cuando se precipitó al suelo.

En un instante el nombre de Musashi estuvo en labios de todos. Ninguno de ellos se había tomado la molestia de pensar a fondo en la situación, de imaginar que su adversario podría idear la manera de atacar primero el cuerpo central de sus fuerzas. Su confusión fue absoluta. En su apresuramiento para reorientarse, los diez hombres chocaron entre ellos, sus armas se trabaron, tropezaron con sus lanzas y dieron una impresión de desorden total, mientras se gritaban unos a otros que no dejaran escapar a Musashi.

En el momento en que salían de la confusión y empezaban a formar un semicírculo, oyeron el desafío:

—Soy Miyamoto Musashi, el hijo de Shimmen Munisai de la provincia de Mimasaka. He venido para cumplir con el acuerdo al que llegamos anteayer en Yanagimachi.

—¿Estás ahí, Genjirō? Te ruego que no seas tan negligente como lo fueron Seijūrō y Denshichirō antes de ti. Comprendo que, debido a tu juventud, tienes varias docenas de hombres que te apoyan. Yo, Musashi, he venido solo. Tus hombres pueden atacarme individualmente o en grupo, como gusten. ¡Ahora luchad!

Aquello fue otra sorpresa total, pues ninguno había esperado que Musashi pronunciara un desafío formal. Incluso aquellos que habrían querido desesperadamente darle una réplica adecuada carecían de la compostura necesaria.

—¡Has venido tarde, Musashi! —gritó una voz ronca.

Muchos hombres se sintieron alentados por la declaración de Musashi de que estaba solo, pero Genzaemon y Jūrōzaemon, creyendo que era una artimaña, miraron a su alrededor en busca de ayudantes ocultos.

Se oyó un sonido vibrante y, casi al mismo tiempo, la espada de Musashi destelló en el aire. La flecha dirigida a su rostro se rompió, la mitad del asta cayó a espaldas de Musashi y la otra mitad cerca de la punta de su espada bajada, o más bien de donde acababa de estar la espada, pues su dueño ya estaba en movimiento. Con el cabello erizado como una melena de león, saltó hacia la forma oscura detrás del pino de ancha copa.

Genjirō se aferró al tronco, gritando:

—¡Socorro! ¡Tengo miedo!

Genzaemon saltó adelante, aullando como si el golpe le hubiera alcanzado, pero era demasiado tarde. La espada de Musashi cortó un trozo de corteza de dos pies de largo, que cayó al suelo junto a la cabeza cubierta de sangre de Genjirō.

Fue la acción de un demonio feroz. Musashi, haciendo caso omiso de los demás, había ido directamente a por el muchacho, y parecía como si se lo hubiera propuesto desde el principio.

El ataque fue de un salvajismo inenarrable. La muerte de Genjirō no redujo en lo más mínimo la capacidad de lucha de los Yoshioka. Lo que había sido excitación nerviosa se elevó al nivel de un frenesí letal.

—¡Bestia! —gritó Genzaemon, con el rostro lívido de aflicción y rabia.

Se lanzó contra Musashi, blandiendo una espada más pesada de lo conveniente para un hombre de su edad. Musashi echó atrás el talón derecho más o menos un pie, se ladeó y golpeó hacia arriba, rozando el codo y el rostro de Genzaemon con la punta de su espada. Era imposible saber quién gemía, pues en aquel momento un hombre que atacaba a Musashi por la espalda con una lanza cayó encima del anciano. Al cabo de un instante, un tercer espadachín que salía de la línea frontal recibió un tajo desde el hombro al ombligo. Inclinó la cabeza y los brazos quedaron inertes mientras las piernas hacían avanzar unos pocos pasos más el cuerpo sin vida.

Los demás hombres que estaban cerca del árbol gritaban a voz en cuello, pero sus llamadas de auxilio se perdían en el viento y entre los árboles. Sus camaradas estaban demasiado lejos para oírles y no podrían haber visto lo que sucedía aunque hubieran estado mirando hacia el pino en lugar de vigilar los caminos.

El pino de ancha copa tenía cientos de años. Había sido testigo de la retirada en derrota de las tropas de Taira desde Kyoto a Ōmi durante las guerras del siglo XII. Eran innumerables las ocasiones en que había visto a los sacerdotes-guerreros del monte Hiei descender sobre la capital para presionar a la corte imperial. Ya fuese como agradecimiento por la sangre fresca que se filtraba hasta sus raíces, ya por la angustia ante aquella carnicería, sus ramas se agitaban en la bruma y salpicaban con gotas de frío rocío a los hombres que estaban debajo. El viento originaba una mezcolanza de sonidos procedentes de las ramas, los bambúes oscilantes, la bruma y las altas hierbas.

Musashi se situó con la espalda contra el tronco del árbol, cuyo perímetro apenas podría ser abarcado por dos hombres con los brazos extendidos. El árbol constituía un escudo ideal que le protegía por la retaguardia, pero Musashi pareció considerar arriesgado permanecer allí mucho tiempo. Mientras su mirada se deslizaba por el borde superior de su espada y se posaba en sus adversarios, su cerebro evaluaba el terreno y buscaba una posición mejor.

—¡Id al pino de ancha copa! ¡Al pino! ¡La lucha es allí!

El grito surgió desde la elevación que Sasaki Kojirō había elegido para contemplar el espectáculo.

Entonces se oyó un ensordecedor estampido del mosquete, y por fin los samurais de la Casa de Yoshioka comprendieron lo que estaba ocurriendo. Como un enjambre de abejas, abandonaron sus escondites y corrieron hacia el cruce de caminos.

Musashi se deslizó diestramente a un lado. La bala se alojó en el tronco, a unas pulgadas de su cabeza. Los siete hombres que estaban en guardia ante él avanzaron un par de pies para compensar el cambio de posición de su adversario.

De improviso, Musashi se lanzó hacia el hombre situado en el extremo izquierdo, sosteniendo la espada al nivel de los ojos. El hombre, Kobashi Kurando, uno de los Diez de Yoshioka, no había imaginado semejante movimiento y fue cogido totalmente por sorpresa. Con un grito sofocado de consternación, giró sobre un pie, pero no fue lo bastante rápido para esquivar un golpe en el costado. Musashi, con la espada todavía extendida, siguió corriendo hacia adelante.

—¡No le dejéis escapar!

Los otros seis se precipitaron tras él, pero una vez más el ataque les había desorganizado peligrosamente y habían perdido toda su coordinación. En un abrir y cerrar de ojos, Musashi giró sobre sus talones y atacó lateralmente al hombre más cercano, Miike Jūrōzaemon. Éste, que era un experto espadachín, había previsto el ataque y dejado cierto movimiento libre a sus piernas, por lo que pudo retroceder con rapidez. La punta de la espada de Musashi apenas le rozó el pecho.

Musashi utilizaba su arma de una manera distinta a la del espadachín ordinario de su época. Según las técnicas normales, si el primer golpe no entraba en contacto con el objetivo, la fuerza de la espada se perdía en el aire y era necesario echar la hoja atrás antes de golpear de nuevo. Este sistema era demasiado lento para Musashi, y cada vez que golpeaba lateralmente, había un golpe de retorno. Un tajo a la derecha iba seguido, esencialmente en el mismo movimiento, por un golpe de retorno a la izquierda. Su hoja creaba dos fajas de luz, con una pauta muy similar a las de dos agujas de pino unidas por un extremo.

El inesperado golpe de retorno alcanzó a Jūrōzaemon en el rostro y convirtió su cabeza en un gran tomate rojo.

Como no había estudiado bajo la dirección de un maestro, Musashi se encontraba de vez en cuando en desventaja, pero también había ocasiones en las que se aprovechaba de ello. Una de sus ventajas era que nunca se había visto constreñido en el molde de una escuela determinada. Desde el punto de vista ortodoxo, su estilo carecía de una forma discernible, sin reglas ni técnicas secretas. Creado por su propia imaginación y sus necesidades, sería difícil definirlo o categorizarlo. Hasta cierto grado, era posible desafiarle efectivamente utilizando estilos convencionales, si su contrario era muy hábil. Jūrōzaemon no había previsto la táctica de Musashi. Todo seguidor del estilo Yoshioka, como de cualquier otro de los estilos de Kyoto, probablemente habría sido sorprendido de manera similar.

Si, después del golpe fatal que había asestado a Jūrōzaemon, Musashi hubiera atacado al abigarrado grupo que seguía alrededor del árbol, sin duda habría matado a varios más en muy poco tiempo. Sin embargo, corrió hacia el cruce de caminos y, cuando creían que pretendía huir, se volvió de repente y atacó de nuevo. Cuando los hombres se habían reagrupado para defenderse, su enemigo había vuelto a desaparecer.

—¡Musashi!

—¡Cobarde!

—¡Lucha como un hombre!

—¡Todavía no hemos terminado contigo!

Las habituales imprecaciones llenaban el aire, mientras los ojos desencajados amenazaban con salirse de las órbitas. La vista y el olor de la sangre embriagaba a los hombres, tanto como si se hubieran bebido todo un almacén de sake. La visión de la sangre, que enfría el ardor de un valiente, ejerce el efecto contrario sobre los cobardes. Aquellos hombres eran como trasgos que emergieran de un lago de sangre.

Dejando los gritos a sus espaldas, Musashi llegó al cruce de caminos y avanzó sin vacilar por el más estrecho de los tres senderos de salida, el que conducía al Shugakuin. Por la dirección contraria venían precipitadamente los hombres que habían estado apostados a lo largo del sendero. Antes de que hubiera recorrido cuarenta pasos, Musashi vio al primer hombre de ese contingente. Según las leyes ordinarias de la física, pronto estaría atrapado entre aquellos hombres y los que le perseguían, pero cuando las dos fuerzas colisionaron, él ya no estaba allí.

—¡Musashi! ¿Dónde estás?

—Venía por aquí. ¡Le he visto!

—¡Tiene que haber venido!

—¡No está aquí!

La voz de Musashi se elevó por encima del confuso parloteo.

—¡Aquí estoy!

Saltó desde la sombra de una roca al centro del camino, detrás de los samurais que regresaban, de modo que los tenía a todos ellos a un lado. Pasmados por aquel veloz cambio de posición, los hombres de Yoshioka cargaron contra él tan rápidamente como pudieron, pero en el estrecho camino no podían concentrar sus fuerzas. Considerando el espacio necesario para hacer girar una espada, habría sido peligroso incluso para sólo un par de ellos que hubieran tratado de avanzar de frente.

El hombre que estaba más cerca de Musashi se tambaleó hacia atrás, empujando al que estaba detrás de él contra el grupo que avanzaba. Durante un rato todos ellos se debatieron impotentes, las piernas torpemente entrelazadas. Pero las muchedumbres no ceden fácilmente. Aunque les asustaba la rapidez y ferocidad de Musashi, los hombres no tardaron en confiar en su fuerza colectiva. Con un rugido incitador, prosiguieron su avance, nuevamente convencidos de que un solo espadachín, por extraordinario que fuese, no podría enfrentarse a todos ellos.

Musashi luchó como un nadador sobre el que se abaten olas gigantescas. Golpeaba, retrocedía uno o dos pasos, prestando necesariamente más atención a la defensa que al ataque. Incluso se abstuvo de herir a dos hombres que tropezaron y eran fáciles presas a su alcance, por dos motivos: porque su pérdida sólo le reportaría un magro beneficio y porque, si fallaba, se vería expuesto a las lanzadas del enemigo. Era posible juzgar con precisión el radio de alcance de una espada, pero no el de una lanza.

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