Musashi (174 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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—Últimamente he salido muy poco. He pensado subir a la colina y contemplar las flores de ciruelo para variar.

—¿Flores de ciruelo? Las de ahí arriba no valen gran cosa. Tendrías que ir a Tsukigase.

—Me encantaría ir allá. ¿Está muy lejos?

—A un par de millas más o menos. ¿Por qué no vas? Hoy he traído leña, así que tengo conmigo el buey.

Otsū se decidió en seguida, pues apenas había salido del castillo durante todo el invierno. La joven no dijo a nadie adonde iba, y los dos salieron por el portal trasero, el utilizado por los mercaderes y otras personas que tenían gestiones que hacer en el castillo. La puerta estaba custodiada por un samurai armado con una lanza, el cual hizo un gesto de asentimiento y sonrió a Otsū. También Ushinosuke era una figura familiar, y el centinela les dejó pasar sin pedir al chiquillo el permiso por escrito para estar en los terrenos del castillo.

La gente con la que se cruzaban en los campos y el camino saludaban amigablemente a Otsū, tanto si la conocían como si no.

Cuando las viviendas empezaron a escasear, la joven miró atrás, hacia el blanco castillo anidado en la falda de la montaña.

—¿Podré volver a casa todavía con luz? —preguntó al muchacho.

—Claro, pero de todos modos te acompañaré.

—La aldea de Araki está más allá de Tsukigase, ¿no es cierto?

—No importa.

Charlando animadamente, pasaron ante una tienda de sal, donde un hombre estaba trocando carne de jabalí por un saco de sal. Terminó la transacción, salió de la tienda y avanzó por el camino tras ellos. La nieve se estaba fundiendo y el camino era cada vez peor. Transitaban pocos viajeros.

—Dime, Ushinosuke —preguntó Otsū—, siempre vienes a Koyagyū, ¿verdad?

—Sí.

—¿No está el castillo de Ueno más cerca de la aldea de Araki?

—Así es, pero en el castillo de Ueno no hay ningún gran espadachín como el señor Yagyū.

—¿Te gustan las espadas?

—Mucho.

El muchacho detuvo al buey, soltó la cuerda y corrió a la orilla del arroyo. Allí lo cruzaba un puente del que se había desprendido un tronco. Ushinosuke lo colocó de nuevo en su lugar y esperó a que el hombre que iba detrás de ellos lo cruzara primero.

El hombre parecía un rōnin. Al pasar por el lado de Otsū, la miró descaradamente, y entonces miró atrás varias veces desde el puente y desde el otro lado, antes de desaparecer en un pliegue de la montaña.

—¿Quién crees que es ése? —preguntó Otsū con nerviosismo.

—¿Te ha asustado?

—No, pero...

—Hay muchos rōnin en estas montañas.

—¿De veras? —dijo ella con inquietud.

Ushinosuke le habló por encima del hombro:

—Otsū, ¿querrías ayudarme? ¿Crees que podrías pedir al maestro Kimura que me contrate? Ya sabes, para barrer el jardín, sacar agua del pozo..., esa clase de cosas.

Sólo en fecha reciente el muchacho había recibido un permiso especial de Sukekurō para entrar en el dōjō y observar cómo practicaban los hombres, pero ya tenía una sola ambición. Sus antepasados se apellidaron Kikumura, y el jefe de la familia durante varias generaciones había recibido el nombre de Mataemon. Ushinosuke había decidido que cuando llegara a ser samurai adoptaría el nombre Mataemon, pero ninguno de los Kikumura había hecho nada de especial relieve. El chico cambiaría su apellido por el nombre de su aldea, y si su sueño se hacía realidad, sería famoso en el país como Araki Mataemon.

Mientras Otsū le escuchaba, pensó en Jōtarō y se apoderó de ella una sensación de soledad. Tenía veintinueve años, y Jōtarō andaría por los diecinueve o veinte. Al mirar las flores de ciruelo que la rodeaban, aún no florecidas del todo, no podía evitar la sensación de que la primavera ya había pasado para ella.

—Regresemos, Ushinosuke —dijo de súbito.

El muchacho le dirigió una mirada inquisitiva, pero obedeció y dio la vuelta al buey.

—¡Alto! —gritó una fuerte voz masculina.

Otros dos rōnin se habían juntado con el de la tienda de sal. Los tres se acercaron y rodearon al buey con los brazos cruzados.

—¿Qué queréis? —preguntó Ushinosuke.

Los hombres tenían los ojos fijos en Otsū.

—Ya veo lo que quieres decir —dijo uno.

—Es una belleza, ¿verdad?

—La he visto antes en alguna parte —dijo el tercer hombre—. Creo que en Kyoto.

—Debe ser de Kyoto. Desde luego, no es de ninguno de los pueblos de estos alrededores.

—No sé si fue en la escuela Yoshioka o en alguna otra parte, pero sé que la he visto.

—¿Estuviste en la escuela Yoshioka?

—Durante tres años, después de Sekigahara.

—¡Si queréis algo de nosotros, decidnos qué es! —dijo Ushinosuke encolerizado—. Queremos regresar antes de que oscurezca.

Uno de los rōnin le lanzó una mirada feroz, como si le viera por primera vez.

—Eres de Araki, ¿verdad? ¿Uno de los carboneros?

—Sí, ¿y qué?

—No te necesitamos. Puedes largarte a casa corriendo.

—Eso es precisamente lo que voy a hacer.

Tiró de la cuerda que sujetaba al buey, y uno de los hombres le dirigió una mirada que habría metido el miedo en el cuerpo a la mayoría de los chicos de su edad.

—Salid de en medio —les dijo Ushinosuke.

—Esta dama se viene con nosotros.

—¿Adonde?

—¿A ti qué te importa? Dame esa cuerda.

—¡No!

—Vaya, al parecer no cree que hablo en serio.

Los otros dos hombres, enderezando los hombros y echando chispas por los ojos, se acercaron a Ushinosuke. Uno de ellos puso ante su barbilla un puño tan grande como un nudo de pino.

Otsū se aferró al lomo del buey. La inclinación de las cejas de Ushinosuke indicaba muy claramente que algo iba a suceder.

—¡No, no, basta! —exclamó ella, tratando de evitar que el chiquillo hiciera alguna temeridad.

Pero la nota quejumbrosa de su voz no hizo más que espolearle para entrar en acción. Lanzó una rápida y violenta patada que alcanzó al hombre delante de él, haciendo que se tambalease hacia atrás. Apenas el pie de Ushinosuke había vuelto a establecer contacto con el suelo, cuando dio un cabezazo contra el vientre del hombre situado a su izquierda. Simultáneamente agarró la empuñadura de la espada del mismo hombre y desenvainó el arma. Entonces empezó a repartir tajos.

El muchacho se movía con la rapidez del rayo. Giraba sobre sus talones y parecía atacar desde todas las direcciones a la vez y contra todos sus adversarios, con igual fuerza. Tanto si actuaba brillantemente por puro instinto o por temeridad infantil, lo cierto era que su táctica heterodoxa cogió a los rōnin por sorpresa.

El golpe hacia atrás de la espada alcanzó de lleno el pecho de uno de los hombres. Otsū gritó, pero su voz quedó ahogada por el alarido del herido. Éste cayó hacia el buey y un chorro de sangre tiñó la cara del animal. Aterrado, el buey soltó un mugido indescriptible. En aquel mismo momento, la espada de Ushinosuke le hizo un profundo corte en la grupa. Lanzando otro terrible mugido, el buey partió casi al galope.

Los otros dos rōnin corrieron en pos de Ushinosuke, el cual saltaba ágilmente de una roca a otra en el lecho del arroyo.

—¡No he hecho nada malo! —gritó—. ¡Habéis sido vosotros!

Al darse cuenta de que estaba fuera de su alcance, los dos rōnin corrieron tras el buey.

Ushinosuke saltó de nuevo al camino y les persiguió, gritando:

—¿Os queréis escapar, eh? ¡Seréis gallinas!

Uno de los hombres se detuvo y se volvió a medias.

—¡Pequeño bastardo!

—¡Déjale para luego! —le gritó el otro hombre.

El buey, ciego de temor, abandonó el camino del valle y subió por una pequeña elevación, recorrió una breve distancia a lo largo de la cima y bajó por el otro lado. En muy poco tiempo cubrió una distancia considerable, llegando a un punto bastante cercano al feudo de Yagyū.

Otsū, con los ojos cerrados, resignada, lograba mantenerse montada sujetándose a las alforjas. Oía las voces de la gente ante la que pasaba, pero estaba demasiado aturdida para pedir socorro a gritos. Claro que eso no le habría servido de nada, pues ninguna de las personas que comentaban el espectáculo tenía el valor necesario para detener a la bestia enloquecida.

Cuando ya casi estaban en la planicie de Hannya, un hombre salió de un camino lateral y llegó al centro de la carretera principal, la cual, aunque muy estrecha, era la carretera de Kasagi. Del hombro le colgaba un estuche de cartas, y parecía ser alguna clase de criado.

—¡Cuidado! —gritaba la gente—. ¡Apártate del camino!

Pero él siguió caminando en la dirección por la que venía el buey.

Entonces se oyó un tremendo sonido crujiente.

—¡Lo ha destrozado!

—¡El muy idiota!

Pero no era lo que los espectadores habían creído al principio. El sonido que acababan de oír no era el del buey al chocar con el hombre, sino el del fuerte golpe que éste había propinado a un lado de la cabeza del animal. El buey alzó su pesado cuello de costado, dio media vuelta y avanzó en la dirección contraria. Apenas había recorrido diez pies cuando se detuvo en seco, la saliva cayéndole de la boca, todo su cuerpo tembloroso.

—Desmonta en seguida —le dijo el hombre a Otsū.

Los espectadores se agruparon a su alrededor excitados, mirando el pie del hombre, que pisaba con firmeza la cuerda.

Una vez desmontada y a salvo, Otsū hizo una reverencia a su salvador, aunque aún estaba demasiado aturdida para saber dónde estaba o qué estaba haciendo allí.

—¿Por qué un animal tan tranquilo como éste se ha enfurecido tanto? —preguntó el hombre, mientras conducía el buey al lado de la carretera y lo ataba a un árbol. Al ver la sangre en las patas del buey, dijo—: Vaya, ¿qué es esto? Pero si le han hecho un corte... ¡con una espada!

Mientras examinaba la herida y farfullaba, Kimura Sukekurō se abrió paso entre el corro de gente y les pidió que se dispersaran.

—¿No eres tú el ayudante del abad Inshun? —le preguntó, incluso antes de que hubiera podido recobrar el aliento.

—Qué suerte la mía al encontrarte aquí, señor. Precisamente te traigo una carta del abad. Si no te importa, quisiera pedirte que la leas de inmediato.

Sacó la carta del estuche y se la tendió a Sukekurō.

—¿Para mí? —dijo el otro, sorprendido. Tras cerciorarse de que no se trataba de ningún error, la abrió y leyó—: «Con respecto a los samurais de Tsukigase, desde nuestra conversación de ayer he comprobado que no son hombres del señor Tōdō, sino gentuza, rōnin expulsados de las ciudades, que se han instalado ahí para pasar el invierno. Me apresuro a informarte de este desdichado error por mi parte».

—Gracias —dijo Sukekurō—. Esto coincide con lo que he sabido por otro conducto. Dile al abad que me siento muy aliviado y confío en que él lo esté también.

—Perdóname por entregar la carta en medio del camino. Transmitiré tu mensaje al abad. Adiós.

—Espera un momento. ¿Cuánto tiempo llevas en el Hōzōin?

—No mucho.

—¿Cómo te llamas?

—Torazō.

—Me pregunto... —musitó Sukekurō, escrutando el rostro del hombre—. ¿No eres por casualidad Hamada Toranosuke?

—No.

—No conozco a Hamada, pero hay un hombre en el castillo el cual insiste en que Hamada sirve ahora como ayudante de Inshun.

—Sí, señor.

—¿Es un caso de identidad errónea?

Torazō, ruborizado, bajó la voz.

—En realidad, señor, soy Hamada. He acudido al Hōzōin por razones personales. A fin de evitar más deshonra a mi maestro y mayor vergüenza a mí mismo, quisiera mantener mi identidad secreta, si no te importa...

—No te preocupes. No tenía intención de fisgar en tus asuntos.

—Estoy seguro de que conoces lo ocurrido a Tadaaki. El hecho de que abandonara su escuela y se retirase a las montañas se debió a un error mío. He renunciado a mi categoría. Hacer trabajos secundarios en el templo será una buena disciplina. No he dicho a los sacerdotes mi verdadero nombre. Todo es muy embarazoso.

—El resultado de la pelea de Tadaaki con Kojirō no es ningún secreto. Kojirō se lo contó a toda la gente con que se encontró entre Edo y Buzen. Entiendo que has resuelto limpiar el nombre de tu maestro.

—Uno de estos días... Volveré a verte, señor.

Torazō se apresuró a marcharse, como si no pudiera soportar un instante más de conversación.

La semilla de cáñamo

Hyōgo estaba cada vez más preocupado. Primero había ido a la habitación de Otsū con una carta de Takuan en la mano, y al no encontrarla allí la había buscado a fondo por los terrenos del castillo, con una inquietud creciente a medida que transcurrían las horas.

La carta, fechada el décimo mes del año anterior pero recibida con un retraso inexplicable, mencionaba el inminente nombramiento de Musashi como instructor del shōgun. Takuan pedía a Otsū que acudiera a la capital lo antes posible, puesto que Musashi pronto necesitaría una casa así como «alguien que cuide de ella». Hyōgo estaba ansioso por ver la expresión del rostro de Otsū cuando lo leyera.

Al no dar con ella, finalmente fue al portal para interrogar al centinela, el cual le dijo que habían salido unos hombres a buscarla. Hyōgo aspiró hondo, alarmado, pues Otsū no era una persona que causara preocupaciones y era muy improbable que se ausentara sin avisar. No solía actuar por impulso, ni siquiera en las cuestiones más nimias.

No obstante, antes de que empezara a imaginar lo peor, recibió la noticia de que estaban de regreso, Otsū con Sukekurō y Ushinosuke con los hombres enviados a Tsukigase. El muchacho pidió disculpas a todo el mundo, aunque nadie sabía de qué se disculpaba, y se apresuró a marcharse.

—Oye, ¿adonde crees que vas? —le preguntó uno de los servidores.

—Tengo que regresar a Araki. Mi madre se inquietará si no vuelvo.

Sukekurō intervino entonces:

—Si intentas regresar ahora, esos rōnin te apresarán y no es probable que te dejen con vida. Quédate aquí esta noche y regresa a casa por la mañana.

Ushinosuke musitó una vaga aceptación y le dijeron que fuese a un almacén de leña en el recinto exterior, donde dormían los aprendices de samurai.

Hyōgo hizo una seña a Otsū, la llevó aparte y le mostró lo que Takuan había escrito. No se sorprendió cuando ella dijo: «Me marcharé por la mañana». Un profundo rubor revelaba sus sentimientos.

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