Authors: Eiji Yoshikawa
—No deberías decir eso. Algún día recibirás tu castigo.
—Me sentiría como un tonto haciendo esas reverencias.
—¿Por qué es una tontería presentar tus respetos a la diosa del Sol? No es como una de esas deidades menores que adoran en las ciudades.
—Ya lo sé.
—Bueno, entonces, ¿por qué no le presentas tus respetos?
—¡Porque no quiero!
—¡Te gusta llevar la contraria, eh!
—¡Callaos todas vosotras, hembras locas!
Las muchachas lanzaron a coro una exclamación, consternadas por la rudeza del chiquillo.
—¡Qué monstruo! —dijo una de ellas.
Por entonces Otsū había terminado de hacer sus reverencias y regresaba hacia ellos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. Parecéis irritadas.
—Nos ha llamado hembras locas, sólo porque intentamos que se inclinara ante la diosa.
—Mira, Jōtarō, sabes que eso no está bien —le amonestó Otsū—. Realmente deberías decir una plegaria.
—¿Para qué?
—¿No dijiste acaso que cuando creías que Musashi estaba a punto de morir a manos de los sacerdotes de Hōzōin, alzaste las manos y rezaste tan fuerte como pudiste? ¿Por qué no puedes rezar aquí también?
—Pero..., bueno, están todas mirando.
—De acuerdo, nos daremos la vuelta para no verte.
Todas dieron la espalda al muchacho, pero Otsū miró brevemente por encima del hombro. El chico se dirigió obedientemente al portal Tamagushi. Cuando llegó, se colocó ante el santuario y, de una manera muy juvenil, hizo una reverencia profunda y rápida como el rayo.
Musashi estaba sentado en la estrecha terraza de una casa de comidas al lado del mar. La especialidad del establecimiento eran los caracoles marinos, que servían hirviendo en sus caparazones. Dos buceadoras, con cestos de marisco recién cogido en los brazos, y un barquero estaban cerca de la terraza. Mientras el barquero le instaba a que diera una vuelta por las islas frente a la costa, las dos mujeres procuraban convencerle de que tenía que llevarse, adondequiera que fuese, unos caracoles marinos.
Musashi estaba muy ocupado, tratando de quitarse del pie el vendaje manchado de pus. Tras haber sufrido intensamente a causa de su herida, apenas podía creer que tanto la fiebre como la hinchazón hubieran desaparecido por fin. El pie había recuperado su tamaño normal, y aunque la piel estaba blanca y arrugada, sólo le dolía ligeramente.
Despidió al barquero y a las buceadoras con un gesto de la mano, apoyó el pie delicado en la arena y se dirigió a la orilla para lavarlo. Regresó a la terraza y esperó a la muchacha de la casa de comidas, a quien había enviado a comprarle calcetines de cuero y sandalias. Cuando tuvo el nuevo calzado en su poder, se lo puso y dio unos pasos con cautela. Todavía cojeaba un poco, pero no era nada en comparación con su cojera anterior.
El viejo que cocinaba los caracoles alzó la vista.
—El hombre del transbordador te está llamando. ¿No tenías intención de ir a Ōminato?
—Sí. Creo que hay un barco que va regularmente desde aquí a Tsu.
—Así es, y también hay barcos con destino a Yokkaichi y Kuwana.
—¿Cuántos días faltan para el fin de año?
El viejo se echó a reír.
—Te envidio —le dijo—. Está claro que no tienes ninguna deuda que pagar antes del nuevo año. Hoy estamos a veinticuatro.
—¿Sólo? Creía que era más tarde.
—¡Qué hermoso es ser joven!
Camino del embarcadero, Musashi sintió el impulso de echar a correr, de alejarse cada vez más rápido. El cambio de inválido a sano le había animado, pero lo que le hacía sentirse mucho más feliz era la experiencia espiritual que había tenido aquella mañana.
El transbordador ya estaba lleno, pero logró hacerse sitio. Al otro lado de la bahía, en Ōminato, subió a una embarcación mayor con destino a Owari. Las velas se hincharon y el barco se deslizó por la superficie cristalina de la bahía de Ise. Musashi, apiñado con los demás pasajeros, contemplaba el paisaje a su izquierda: el viejo mercado, Yamada y la carretera de Matsuzaka. Si visitara Matsuzaka tendría ocasión de conocer al prodigioso espadachín Mikogami Tenzen, pero no iba a hacerlo, pues creía que era demasiado pronto para ello. Desembarcó en Tsu como había planeado.
Apenas había desembarcado cuando reparó en un hombre que caminaba delante de él con una barra corta sujeta bajo el cinto. Envuelta alrededor de la barra había una cadena con una bola en su extremo. El hombre también llevaba una espada corta en una funda de cuero. Parecía tener poco más de cuarenta años. Su rostro, oscuro como el de Musashi, estaba picado de viruela, y tenía el cabello con visos rojizos recogido atrás en un moño.
Podría haber sido tomado por un saqueador, de no haber sido por el muchacho que le seguía. Tenía ambas mejillas negras de hollín y acarreaba una almádena. Era con toda evidencia un aprendiz de herrero.
—¡Espérame, maestro!
—¡Vamos, muévete!
—Me había dejado el martillo en el barco.
—Así que te dejas por ahí las herramientas con las que te ganas la vida, ¿eh?
—He vuelto atrás y ya la tengo.
—Y supongo que por eso te sientes orgulloso de ti mismo. ¡La próxima vez que te olvides algo te partiré el cráneo!
—Maestro... —le suplicó el muchacho.
—¡Calla!
—¿No podemos pasar la noche en Tsu?
—Aún queda mucha luz del día. Podemos llegar a casa a la caída de la noche.
—De todos modos, me gustaría hacer un alto en algún sitio. Ya que estamos de viaje, podríamos disfrutarlo.
—¡No digas tonterías!
La calle que llevaba al centro del pueblo estaba llena de tiendas de recuerdos e infestada de pregoneros de fondas, al igual que en otras poblaciones portuarias. El aprendiz volvió a perder de vista a su amo y buscó entre la muchedumbre, preocupado, hasta que el hombre salió de una juguetería con un pequeño molinillo de vivos colores.
—¡Iwa! —llamó al muchacho.
—Sí, señor.
—Lleva esto. ¡Y ten cuidado, que no se rompa! Póntelo en el cuello del kimono.
—¿Es un recuerdo para el bebé?
—Humm —gruñó el hombre.
Tras haber estado ausente varios días, haciendo un trabajo, le ilusionaba ver la sonrisa de la criatura cuando le diera el juguete.
Casi parecía como si aquellos dos fuesen en la misma dirección que Musashi. Cada vez que tenía intención de doblar una esquina, ellos se le adelantaban y la doblaban primero. Musashi pensó que aquel herrero era probablemente Shishido Baiken, pero no podía estar seguro, por lo que improvisó una pequeña estrategia para confirmarlo. Fingiendo que no reparaba en ellos, les adelantó durante un rato, y luego volvió a quedarse atrás, escuchando subrepticiamente. Atravesaron la población fortificada y se dirigieron al camino de montaña de Suzuka, la ruta más probable que Baiken tomaría para ir a su casa. Uniendo esto a los retazos de conversación que había oído, Musashi llegó a la conclusión de que se trataba, en efecto, de Baiken.
Se había propuesto ir directamente a Kyoto, pero aquel encuentro casual resultaba demasiado tentador. Se acercó a ellos y, en un tono amistoso, preguntó:
—¿Vais de regreso a Umehata?
El hombre respondió con brusquedad.
—Sí, voy a Umehata. ¿Por qué?
—Me preguntaba si serías Shishido Baiken.
—Lo soy. ¿Y quién eres tú?
—Me llamo Miyamoto Musashi y soy un guerrero estudiante. Hace poco fui a tu casa en Ujii y conocí a tu esposa. Me parece que el destino nos ha reunido aquí.
—¿Tú crees? —replicó Baiken. De repente su rostro reflejó comprensión—. ¿Eres tú el hombre que se alojaba en la posada de Yamada, el que quería un encuentro de esgrima conmigo?
—¿Cómo lo has sabido?
—Enviaste a alguien a la casa de Arakida para que me buscara, ¿no es cierto?
—Sí.
—Estaba haciendo unos trabajos para Arakida, pero no me quedé en la casa, sino que tomé prestado un taller en el pueblo. Era una tarea que nadie más podía hacer.
—Comprendo. Tengo entendido que eres un experto con la hoz de cadena y bola.
—¡Ja, ja! Pero ¿dices que has conocido a mi esposa?
—Sí, y me enseñó una de las posiciones Yaegaki.
—Bien, eso debería bastarte. No hay motivo para que me sigas. Naturalmente, podría enseñarte mucho más de lo que ella te ha mostrado, pero en cuanto lo vieras, estarías en camino hacia un mundo diferente.
La mujer de Baiken había causado a Musashi una impresión de altanería, pero la auténtica arrogancia era la de aquel hombre. Por lo que ya había visto, estaba bastante seguro de que podía enfrentarse a él, pero decidió ser prudente y no precipitarse. Takuan le había enseñado la primera lección de su vida, a saber, que en el mundo existen muchos hombres tal vez mejores que uno mismo, una lección reforzada por sus experiencias en el Hōzōin y el castillo de Koyagyū. Antes de permitir que su orgullo y su confianza le hicieran subestimar a un adversario, quería evaluarlo desde todos los ángulos posibles. Mientras sentaba las bases, se mantendría sociable, aunque en ocasiones esto pudiera hacer creer a su contrario que era cobarde o servil.
Con un aire de respeto adecuado a su juventud, respondió así a la despectiva observación de Baiken:
—Comprendo. Realmente he aprendido mucho de tu esposa, pero ya que he tenido la buena suerte de encontrarte, te agradecería que me informaras más sobre el arma que utilizas.
—Si todo lo que deseas es hablar, por mí no hay inconveniente. ¿Te alojarás en la posada al lado de la barrera?
—Sí, eso es lo que pensaba hacer, a menos que tengas la amabilidad de dejarme pasar otra noche en tu casa.
—Puedes quedarte si estás dispuesto a dormir en la herrería con Iwa. Pero mi casa no es una fonda y no tenemos suficientes ropas de cama.
Se ponía el sol cuando llegaron al pie del monte Suzuka. El pueblecito, bajo las nubes rojizas, parecía plácido como un lago. Iwa se adelantó corriendo para anunciar su llegada, y cuando llegaron a la casa, la esposa de Baiken estaba esperando bajo los aleros, con el niño en un brazo y el molinillo en la otra mano.
—¡Mira, mira, mira! —le arrullaba—. Papá estaba lejos, papá ha vuelto. Mira, ahí está.
En un abrir y cerrar de ojos, papá dejó de ser el epítome de la arrogancia y en sus labios apareció una sonrisa paternal.
—Hola, muchacho, aquí está papá —barbotó, alzando la mano y moviendo los dedos como si bailaran.
Marido y mujer desaparecieron en el interior y se sentaron. Sólo hablaban del niño y los asuntos domésticos, sin prestar la menor atención a Musashi.
Finalmente, cuando la cena estaba preparada, Baiken se acordó de su invitado.
—Ah, sí, dale a ese hombre algo de comer —le dijo a su mujer.
Musashi estaba sentado en el suelo de tierra de la herrería, calentándose ante la fragua. Ni siquiera se había quitado las sandalias.
—Estuvo aquí el otro día y pasó la noche —dijo la mujer, malhumorada. Puso sake a calentar en el hogar delante de su marido.
—¿Tomas sake, joven? —preguntó Baiken.
—No me disgusta.
—Toma una taza.
—Gracias. —Acercándose al umbral de la sala donde estaba el hogar, Musashi aceptó una taza del brebaje local y se la llevó a los labios. Tenía un sabor agrio. Después de tomarlo, ofreció la taza a Baiken, diciéndole—: Permíteme que te sirva una taza.
—No te preocupes, tengo una. —Miró a Musashi un instante y le preguntó—: ¿Qué edad tienes?
—Veintidós.
—¿De dónde eres?
—De Mimasaka.
Los ojos de Baiken, que se habían desviado a otro lado, volvieron a posarse en Musashi y le examinaron de la cabeza a los pies.
—Veamos, lo has mencionado hace un momento. Tu nombre... ¿Cómo te llamas?
—Miyamoto Musashi.
—¿Cómo escribes Musashi?
—Con los mismos caracteres que Takezō.
Entró la esposa y dejó sopa, encurtidos, palillos y un cuenco de arroz sobre la estera de paja delante de Musashi.
—¡Come! —le dijo sin ceremonia.
—Gracias —replicó Musashi.
Baiken esperó unos instantes y, como si hablara consigo mismo, dijo:
—El sake ya está caliente. —Sirvió a Musashi otra taza y le preguntó con naturalidad—: ¿Significa eso que de más joven te llamaban Takezō?
—Sí.
—¿Aún te llamaban así cuando tenías unos diecisiete años?
—Sí.
—¿Cuando tenías más o menos esa edad no estuviste por casualidad en la batalla de Sekigahara con otro muchacho que tendría los mismos años?
Ahora le tocó a Musashi el turno de sorprenderse.
—¿Cómo lo has sabido? —le preguntó lentamente.
—Oh, sé muchas cosas. También yo estuve en Sekigahara.
Al oír esto, Musashi se sintió mejor dispuesto hacia el hombre. También Baiken pareció de repente más amistoso.
—Ya me parecía que te había visto en alguna parte —dijo el herrero—. Supongo que coincidimos en el campo de batalla.
—¿También estabas en el campamento de Ukita?
—Por entonces vivía en Yasugawa, y fui a la guerra con un grupo de samurais de ese lugar. Estuvimos en el frente, en primera línea.
—En ese caso, probablemente nos vimos entonces.
—¿Qué ha sido de tu amigo?
—No he vuelto a verle.
—¿Desde la batalla?
—No exactamente. Nos alojamos durante algún tiempo en una casa de Ibuki, esperando que mis heridas se curasen. Entonces nos separamos, y no he vuelto a verle.
Baiken hizo saber a su esposa que se habían quedado sin sake. Ella ya estaba en cama con el bebé.
—No hay más —respondió.
—Quiero más. ¡Ahora mismo!
—¿Por qué tienes que beber tanto precisamente esta noche?
—Estamos teniendo una charla interesante y necesitamos más sake.
—Pues ya no queda.
—¡Iwa! —llamó Baiken a través de la delgada pared de tablas en un ángulo de la herrería.
—¿Qué deseas, señor? —dijo el muchacho. Abrió la puerta y asomó la cabeza, agachándose, porque el dintel era muy bajo.
—Ve a casa de Onosaku y pídele prestada una botella de sake.
Musashi ya había bebido lo suficiente.
—Si no te importa, empezaré a comer —le dijo, empuñando los palillos.
—No, no, espera —replicó Baiken, y se apresuró a coger la muñeca de Musashi—. No es momento de comer. Ahora que he enviado al chico en busca de sake, toma un poco más.
—Si lo haces por mí, no deberías haberte molestado. No creo que pueda tomar una sola gota más.